Wahram se hallaba de vuelta en Terminador, antes de que Cisne regresara de la Tierra. En ese punto, la ciudad se deslizaba sobre la inmensa llanura de Cráter Beethoven, y Wahram hizo acopio de coraje para pedir a Cisne si quería acompañarle a una instalación que había en la pared oeste de Beethoven, a escuchar un concierto y ponerse al día. No tuvo más remedio que admitir, al hacer la llamada, que estaba nervioso. Su trato no le reveló nada en particular; ni siquiera pudo predecir si iría a Beethoven con ella o con Pauline. Por otro lado, le gustaba Pauline, así que con un poco de suerte daría lo mismo. Y con suerte, Cisne no insistiría en averiguar todo lo que podía averiguarse acerca de los planes de Alex relativos a los qubos. La inspectora Genette había dejado muy claro que tenían que ocultarle ese detalle.
En cualquier caso, la oportunidad de escuchar algo de Beethoven bastó para animarlo. Hizo la llamada, y Cisne aceptó acompañarle.
Después, Wahram consultó el programa del concierto al que asistirían, emocionado al ver que se trataba de un triplete de transcripciones que no solían interpretarse en directo: en primer lugar, un conjunto de vientos interpretaría una transcripción de la sonata para piano Appassionata; seguiría el Opus 134 de Beethoven, que era en sí una transcripción para dos pianos de su Grosse Fugue para cuarteto de cuerda, Opus 133. Por último, un cuarteto de cuerda interpretaría una transcripción propia de la sonata Hammerklavier.
Un programa brillante, pensó Wahram. Se reunió con Cisne en la esclusa sur de Terminador con un ansia tan intensa que superó la inseguridad que sentía a su lado, y también la perspectiva de verse fuera de Terminador, en la superficie de Mercurio. Movimiento necesario hacia poniente, lo cual, en cierto modo, siempre era así, se dijo antes de concentrarse en el concierto. Tal vez no hubiera un motivo real de preocupación. Era interesante pensar que podía sentir un temor irracional hacia el sol.
Ya en el pequeño museo situado en la pared oeste de Beethoven le sorprendió ver que casi eran los únicos, aparte de los músicos que no tocaban. Se sentaron en las filas delanteras para escuchar. La instalación tenía una sala vacía con aforo para unos miles de personas, pero por suerte el concierto se celebraba en una sala lateral que tan sólo disponía de un par de centenares de butacas, dispuestas en semicírculo ante un pequeño teatro construido al estilo griego. La acústica era excelente.
El conjunto de vientos, que superaba en número a la audiencia, encaró el final de la Appasionata de un modo que la convirtió en una de las interpretaciones con instrumentos de viento más impresionantes que Wahram había escuchado jamás. La transcripción dotó a la pieza de un aire novedoso, tanto como hizo Ravel con Cuadros de una exposición, de Mussorgski.
Cuando hubieron terminado, se levantaron dos pianistas, que tomaron asiento ante los pianos de cola encajados uno sobre el otro como dos gatos dormidos. Interpretaron el Opus 134 de Beethoven, su transcripción de la Grosse Fugue. Tuvieron que aporrear los teclados como percusionistas. Wahram escuchó con más claridad que nunca la intrincada pauta de la gran fuga, además de la energía que destilaba la pieza, la visión maníaca de un aplastante mecanismo de relojería. El enconado ataque de las teclas del piano dotó a la pieza de una claridad y una violencia que unos intérpretes de instrumentos de cuerda no hubiesen alcanzado con toda la voluntad y técnica del mundo. Fue maravilloso.
Después el encargado de la transcripción había tomado la dirección contraria, arreglando la sonata para piano Hammerklavier para cuarteto de cuerda. En esta pieza, a pesar de ser cuatro los instrumentos que interpretaban una composición escrita para solista, constituyó un desafío trasladar la intensidad de Hammerklavier. Repartida entre dos violines, viola y cello, fluyó hermosa la melodía: la magnífica angustia del primer movimiento, uno de los mejores compuestos por Beethoven; y luego el final, otra fuga imponente. Todo sonó muy parecido a los cuartetos tardíos a oídos de Wahram, por Dios, la pieza parecía haberse transformado en un nuevo cuarteto tardío. Fue tremendo escucharla. Wahram miró a los demás asistentes y vio que los vientos y los pianistas se hallaban de pie tras las butacas, dejándose llevar por la melodía, los ojos cerrados, como en plena oración; a veces movían las manos ante sí, como dirigiendo o bailando con una pareja invisible. Cisne también se había retirado a ese espacio a bailar. Parecía transportada. A Wahram le complació mucho verlo; también él se sentía transportado al espacio de Beethoven, un espacio imponente sin duda; hubiera resultado sorprendente comprobar que Cisne se mostraba inmune, eso la hubiese mantenido al margen de su simpatía y comprensión.
Después, en un bis, los músicos anunciaron que querían probar un experimento. Separaron ambos pianos, y el cuarteto de cuerda se situó entre ellos, en semicírculo, mirando hacia el interior. Luego interpretaron las dos fugas, tocando sus respectivas piezas, que se solaparon con los instrumentos al revés, aumentando la confusión coral; y las partes tranquilas de ambas llegaron al mismo tiempo, en mitad de la tormenta, revelando la similitud estructural de los dos monstruos. Cuando ambas recuperaron las fugas principales, los seis instrumentos siguieron inmersos en su propio mundo, recorriendo seis melodías distintas en un cruce furioso de proporciones mesiánicas. Lograron terminar al mismo tiempo. Wahram no estaba seguro de cuál de ellas se había recortado para que pudiera darse ese fenómeno, pero en todo caso terminaron a una con gran estampido, y todos los presentes, que ya se habían puesto en pie, no dejaron de aplaudir, vitorear y silbar.
—Maravilloso —dijo después Wahram—. De verdad.
Cisne sacudió la cabeza, no muy convencida.
—Al final ha sido una locura, pero me ha gustado.
Se quedaron para sumarse a las felicitaciones y la conversación de los músicos, muy interesados en saber cómo había sonado para el público. Más de uno dijo que sólo había podido concentrarse en su parte. Alguien puso en marcha una grabación, y Cisne y Wahram escucharon junto a los demás, hasta que los músicos empezaron a pausar la grabación para comentar detalles concretos.
—Ha llegado la hora de volver a Terminador —dijo Cisne.
—De acuerdo. Muchas gracias por esto, ha sido estupendo.
—El placer es mío. Escucha, ¿quieres que nos acerquemos andando a la vía? Después de un concierto así es lo más adecuado. Aquí tienen trajes que podremos usar, y podrás estirar un poco las piernas.
—Pero… ¿tenemos tiempo?
—Sí, claro. Llegaremos al andén mucho antes que la ciudad. No es la primera vez que lo hago.
Ella no debió de reparar en su incomodidad ante la perspectiva de recorrer la superficie de Mercurio. Pero no tuvo más remedio que aceptar. Aunque el resto de los miembros de la audición, así como los músicos, tomaron el tren, a bordo del cual sin duda continuaron comentando el concierto, las transposiciones de Beethoven y demás.
Pero no. Un paseo por un mundo chamuscado. Cuando los trajes que tomaron prestados confirmaron su estanqueidad, salieron por la esclusa de aire y se dirigieron al norte, hacia la vía de Terminador.
Cráter Beethoven poseía la superficie más llana que había visto en Mercurio. Little Bello se hallaba al este, tras el horizonte. Wahram anduvo nervioso. Los frontales iluminaban largas elipses de desierto negro. La puntera de las botas levantaban nubecillas de polvo que flotaban atrás en el terreno calcinado. Las huellas sobrevivirían impresas mil millones de años, pero caminaban sobre una senda compuesta por huellas, de modo que hacía mucho tiempo que se había hecho daño a la superficie. Flanqueando la senda polvorienta, la roca nudosa y granulada era iluminada por la luz de los frontales y respondía al reflejo en forma de diminutas motas de luz diamantina que parecía helada, aunque seguramente se debía a la superficie cristalina. Pasaron por una roca que tenía pintado un Kokopelli; la figura parecía sostener un catalejo en lugar de una flauta, un catalejo que encaraba hacia el este. Wahram estuvo un rato silbando el motivo de la Grosse Fugue, a su ritmo, bajito.
—¿Silbas? —preguntó Cisne, que parecía sorprendida.
—Supongo que sí.
—¡Yo también!
Wahram, que no se consideraba alguien que silbase en público, no continuó haciéndolo.
Coronaron una pequeña elevación. Ante ambos se extendían las vías de Terminador. Aún no había ni rastro de la ciudad; era de suponer que se hallaba más allá del horizonte. La vía más próxima bloqueaba la visión de la mayoría de las que discurrían en paralelo al otro lado. Había oído en algún lado que estaban hechas de una especie concreta de acero, pues a la luz de las estrellas despedía una argéntea luz mortecina. Se alzaban unos metros sobre el terreno, y los gruesos pilones que las sostenían se repartían cada cincuenta metros, más o menos. Le alegró comprobar que al noroeste de su posición había un andén. El tranvía del concierto estaba a punto de llegar.
La luz del sol iluminó un punto elevado del muro occidental de Beethoven. Todo en el paisaje quedó bañado por esa luz incandescente. El alba estaba de camino, lento pero seguro. Cuando asomase por la parte oriental del horizonte, la visión de Terminador sería imponente. Posiblemente aquello era la cúpula del globo, visible ya como un fulgor curvo.
Un destello cegador bañó las vías donde había estado el andén. La roja imagen impresa en su retina se dividía en dos mitades, y mientras adquiría cierta uniformidad las rocas empezaron a llover a su alrededor, levantando nubes de polvo que se desplazaron como salpicaduras. Ambos gritaron, aunque Wahram no entendió lo que dijeron; entonces Cisne gritó: «¡Agáchate y protégete la cabeza!», mientras le tiraba del brazo. Wahram se arrodilló a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros. Ella, por su parte, parecía empeñada en cubrir con los brazos el casco de él, mientras pegaba el suyo al pecho de Wahram. Al echar un vistazo más allá de donde se encontraba ella, vio que las vías donde había desaparecido la plataforma estaban envueltas en una enorme bola de polvo que se había alzado tanto que a punto estaba de emborronar la luz del sol. El amarillo brillante que cubría la parte alta de la nube iluminaba el terreno a su alrededor como una hoguera. Al pie de la nube, la nube brillaba con luz propia; parecía un estanque de humeante lava.
—Un meteoro —dijo, embobado.
Cisne hablaba por el canal común. Unas cuantas rocas más cayeron alrededor de ambos, invisibles hasta que repararon en las explosiones de polvo. Era como si la tierra explotase, como si alguien acabara de detonar minas terrestres. A veces, las rocas que caían ardían de tal modo que dibujaban una estela entre las estrellas. Los alcanzarían o no, lo que constituía una sensación terrible. Cubrirse el casco no parecía que pudiera servir de gran cosa.
El polvo voló sobre ellos, y cayó en el terreno como un velo flotante. Tonos grises coronados de amarillo; cuando la parte superior de la nube de polvo se precipitó bajo los haces horizontales de la inminente luz solar, ambos se vieron sumidos de nuevo en la oscuridad de la noche mercuriana, iluminada tan sólo por el reflejo que proyectaba la lejana pared del cráter. La visión de Wahram aún estaba dominada por franjas rojas que poco a poco perdieron intensidad.
—Hay un grupo de caminantes solares al sur de aquí, en lo alto de la pared del cráter —dijo Cisne, hosca, antes de formular una pregunta por el canal común—. La lluvia ha lastimado a uno de ellos y necesitan ayuda. Acompáñame.
La siguió alejándose de las vías, cegado y confundido.
—¿Una lluvia de meteoritos?
—Eso parece. Aunque las vías poseen un sistema de detección y rechazo, así que no sé qué ha podido pasar. Vamos, ¡tenemos que darnos prisa! Quiero volver a la ciudad. Es… Ahhhh… —gruñó al darse cuenta de que la ciudad estaba condenada—. ¡No! —gritó mientras tiraba de él hacia el sur—. No, no, no, no, no, no. —Una y otra vez mientras caminaban con torpeza, antes de añadir—: Pero ¿cómo es posible?
Wahram no supo decir si se trataba de una pregunta retórica.
—No lo sé —dijo.
Cisne siguió tirando de él. Wahram no apartó la vista del suelo, con el propósito de evitar tropezar con una roca. Las rocas alfombraban el terreno. Quiso recordar lo que había visto, ¿fue un destello? ¿Del cielo? ¿Se había alzado? No, fue un movimiento descendente. Cerró los ojos, pero conservaba las franja roja y las nubes carmesí impresas en la periferia de los párpados. Abrió los ojos y volvió la vista hacia Cisne. Tal vez más adelante podrían repasar la grabación visual del qubo, siempre y cuando existiese una. Ella mascullaba con el tono irritado que reservaba para Pauline.
Lo llevó alrededor de un montículo, y cuando lo dejaron atrás vieron a un grupo formado por tres personas cubiertas con traje de vacío que iban a pie. La visión resultó reconfortante hasta cierto punto, porque una de ellas se dolía de un brazo y caminaba con torpeza. Las otras dos flanqueaban al herido, a quien ayudaban en la medida de lo posible.
—¡Eh! —llamó Cisne por el canal común.
Levantaron la vista y les observaron mientras se acercaban. Una de las personas levantó la mano a modo de saludo. Cisne y Wahram se reunieron con ellos al cabo de unos minutos.
—¡Cómo estáis? —preguntó Cisne.
—Pues contentos de seguir vivos —respondió el que estaba malherido—. ¡Me ha caído una roca en el brazo!
—Ya lo veo. Volvamos a la ciudad.
—¿Qué ha pasado?
—Parece ser que un meteoro ha alcanzado las vías.
—¿Cómo es posible?
—No lo sé. ¡Vamos!
Sin cruzar más palabras los cinco echaron a andar a paso vivo hacia las vías, adoptando una manera de andar a lo marciano que compensaba en la medida de lo posible la gravedad local. Wahram se desenvolvió bien gracias al tiempo que había pasado en Titán, cuya gravedad era la mitad que la local, pero bastante parecida. Juntos descendieron dando saltos por la pendiente, desplazándose en dirección este para cruzarse con la ciudad tan pronto como fuera posible. Había un quejido indistinto en el oído de Wahram, como el que hace un animal dolido. Al principio pensó que procedía del caminante solar malherido, pero no tardó en comprender que era cosa de Cisne. Era su ciudad, su hogar.
Coronaron una elevación desde donde disfrutaron de la visión de la mitad superior de la cúpula de la ciudad, que se imponía sobre el horizonte como la burbuja azul de un universo de bolsillo. Parecía que la ciudad seguía desplazándose.
—Delante tiene un buen tramo de vía dañado —dijo Wahram.
—¡Por supuesto!
—¿Hay algún modo de que supere un tramo así?
—¡No! ¿Cómo quieres que lo haga?
—Yo qué sé. Me preguntaba si era… posible. La mayoría de los sistemas de soporte intentan evitar fallos críticos.
—Claro, pero las vías están protegidas porque existe un sistema de protección contra meteoritos.
—No habrá funcionado.
—¡Eso parece! —gritó ella, de nuevo, con un tono que le horadó el oído, a pesar de modularlo el intercomunicador del traje.
Los caminantes solares hablaban entre ellos. Parecían preocupados.
—¿Qué haremos al llegar? —preguntó Wahram por el canal común.
Cisne dejó de gruñir y preguntó a su vez:
—¿A qué te refieres?
—¿Hay botes salvavidas? Me refiero a si hay transportes capaces de llevarnos al espaciopuerto más cercano.
—Sí, claro.
—¿Suficientes para todo el mundo?
—¡Sí!
—¿Y hay naves en el espaciopuerto más cercano? ¿Las necesarias para toda la población de Terminador?
—Todos los espaciopuertos incluyen alojamiento para mucha gente. Y vehículos para ir al oeste hasta los siguientes. Algunos de los vehículos están capacitados para funcionar adecuadamente en la cara solar.
Mientras se apresuraban por la negra llanura, Terminador se alzó lentamente sobre el horizonte. Podían ver la parte superior del interior de Muro del Alba, mucho más alto de lo que era en realidad, pared y árboles blancos. Una frondosa franja verde señalaba las copas de los árboles del parque. Al pie de los árboles se extendían los cultivos de la granja. Un globo níveo en las vías plateadas abocado hacia su final. No pudieron ver a ninguno de los habitantes de la ciudad, a pesar de tenerla prácticamente encima. No había nadie en las terrazas de Alba de Terminador. El lugar parecía desierto.
Y no había modo de encaramarse. El andén estaba en mitad de la zona de impacto. Todos los asistentes al concierto debían de haber muerto. Dentro de la ciudad vieron tres ciervos, macho, hembra y cervatillo. Los gritos de Cisne subieron una octava.
—¡No, No!
Era extraño encontrarse allí de pie, contemplando la calma mediterránea que reinaba en la ciudad vacía.
Cisne corrió bajo las vías hasta la parte norte de la ciudad, seguida por los demás. Desde ese lado distinguieron un pequeño convoy de vehículos terrestres que se alejaba de ellos a través de una grieta que había en la pared noroeste de Beethoven. Los coches se desplazaban a gran velocidad y pronto desaparecieron tras el horizonte.
—Han evacuado —dijo Wahram.
—Sí, sí. ¿Pauline?
—Supongo que podremos ir andando al espaciopuerto —dijo Wahram, preocupado.
Pero Cisne hablaba con el qubo, y Wahram fue incapaz de seguir la conversación. El tono de voz de ella era cáustico.
—Los coches no volverán —le dijo cuando dejó de discutir con Pauline—. La ciudad frenará automáticamente cuando alcance el tramo roto de vía. Tenemos que irnos. En cada décimo andén hay un ascensor que desciende a un refugio situado bajo la vía, no tenemos más remedio que ir allí.
—¿A qué distancia está el más cercano a poniente?
—A unos noventa kilómetros. La ciudad acaba de pasar uno al este.
—¡Noventa kilómetros!
—Sí, tenemos que ir al este. Sólo son nueve kilómetros. Nuestros trajes se encargarán de protegernos de la luz solar el tiempo que tardemos en llegar.
—O podríamos caminar esos noventa kilómetros.
—No, no podemos. ¿Qué quieres decir?
—Creo que podemos. Hay gente que lo ha hecho.
—Atletas que se han entrenado para ello. Yo camino bastante, y tal vez podría, pero tú no. No puedes hacerlo recurriendo sólo a tu fuerza de voluntad. Y este caminante solar está malherido. No, presta atención, nos dirigiremos hacia el sol. Sólo nos veremos expuestos a la corona, y no más de una hora, puede que un poco más. Lo he hecho a menudo.
—Yo preferiría no hacerlo.
—¡Es que no tienes elección! Vamos, cuánto más tiempo pasemos discutiendo, pasaremos más tiempo expuestos.
Lo cual no podía ser más cierto.
—Muy bien, de acuerdo —cedió él, al tiempo que el corazón empezaba a latirle con fuerza.
Ella se dio la vuelta, extendiendo los brazos hacia la ciudad y gruñendo como un animal.
—Ay, mi ciudad, mi ciudad. Ay… —se lamentó—. ¡Volveremos! ¡La reconstruiremos!
Tras el visor traslúcido del casco vio su rostro bañado en lágrimas. Ella reparó en que la estaba mirando y echó la mano hacia atrás, como para golpearle.
—Vámonos, ¡tenemos que irnos! —Hizo un gesto para abarcar a los tres caminantes solares—. ¡Vamos!
Echaron a correr hacia el este. Cisne aullaba por el canal común, su voz era como el sonido de una alarma que, a pesar de haber cumplido con su cometido, sigue sonando después de producirse el desastre. La figura que corría ante él no parecía capaz de generar semejante sonido, que le llegaba como alfilerazos en los oídos. Habían abandonado en la ciudad a un montón de animales, todo el terrario, una comunidad de plantas y animales. Y ella había diseñado esas cosas. Y aquél era su hogar. De pronto las muestras de dolor le dieron a entender que salvar a los seres humanos que habitaban aquel lugar no había sido suficiente. Muchas cosas se habían quedado atrás. Un mundo entero. Si un mundo muere, su gente deja de importar, eso parecía estar diciendo con esos aullidos.
El alba, como siempre, se mostraba inexorable.
En cierto modo todo aquello era muy interesante: ¿podía modular el miedo, servirse de él, utilizarlo para que le impulsara a adoptar el paso óptimo y llegar lo antes posible al andén situado al este, en pleno y descarnado amanecer? ¿Y ese paso coincidiría con el paso que iba a adoptar la persona a quien seguía? Cisne seguía lamentándose, lloraba y maldecía, acompasando las palabras y sollozos a la carrera que había adoptado. Se impulsaba hacia adelante tras el impacto de las pisadas, incapaz quizá de hacerlo con mayor lentitud, a pesar de lo cual él tuvo problemas para mantenerse a su altura. Tuvo que ceder terreno y mantener su propio paso, confiar en ser capaz al menos de mantener la distancia necesaria para no perderla de vista tras el horizonte. Sin embargo, su rastro lo habría llevado directamente al andén, así que perderla de vista no era tan importante. Los tres caminantes solares habían sacado a Cisne una ventaja considerable, incluso el que estaba malherido. Así que cabía la posibilidad de que sus muestras de infelicidad la estuviesen regazando.
El terreno se hundía y se alzaba de tal forma que alcanzaba a ver varios kilómetros al norte, en cuya dirección las tierras altas quedaban bañadas por la luz solar. Esa parte iluminada del paisaje proyectaba luz sobre el terreno en penumbra por donde corrían, y Wahram distinguía los accidentes del terreno con mayor claridad que nunca, no sólo en Mercurio, sino en cualquier otro lugar. Todo parecía cubierto por una capa de polvo desmenuzado, fruto sin duda del fuerte calor y el intenso frío al que se sometía a diario.
La luz del norte se volvió tan intensa que tuvo que apartar la vista para protegérsela, tuvo que concentrarse en la penumbra que había aún a sus pies. Al frente la quejumbrosa silueta se recortaba contra las estrellas. Se concentró para imprimir un buen ritmo a sus pies, atento al terreno que pisaba, volcada la atención en el paso rápido, eficaz. Un tercio de gravedad podía ser engañoso, puesto que no era ni pesado ni ligero. Tenía potencial para facilitar la carrera, pero una caída no era algo trivial, sobre todo en esa situación. Cisne pisaba terreno conocido y no parecía pensar en absoluto en él.
Siguió corriendo. Normalmente, la distancia que tenían que recorrer le hubiese supuesto unos cuarenta y cinco minutos de carrera, dependiendo del terreno. Incluso para un corredor era lo suficiente para no economizar fuerzas. ¿Iba ella demasiado rápido? No percibió indicios de que estuviese aflojando el ritmo.
Por otro lado, tampoco ampliaba la distancia que le había sacado. Por su parte, él había alcanzado un paso que se creía capaz de mantener. No era ni muy rápido ni muy lento. Resoplaba y aspiraba aire con fuerza, atento al trazado del terreno. Le bastaba con mirar fugazmente al frente para ver a Cisne a un paso de la línea del horizonte. Iban a lograrlo, pero entonces tropezó y para mantenerse en pie tuvo que hacer aspavientos con los brazos, después de lo cual agachó la cabeza y se mantuvo si cabe más pendiente del terreno.
Fue uno de esos momentos donde la conmoción de lo inesperado lo arroja a uno a un espacio distinto. Podía ver las huellas de las botas de Cisne superpuestas al palimpsesto de huellas anteriores. La zancada de ella era más corta que la suya. Él caminaba volando, a pesar de lo cual perdía terreno. Los caminantes solares se hallaban a mitad de distancia del horizonte. Los quejidos de Cisne llenaban sus oídos, pero se negó a bajar el volumen o apagar el intercomunicador.
Entonces el sol parpadeó sobre el horizonte, y de nuevo sintió que el corazón le latía con fuerza. Al principio se alzaron lenguas de fuego anaranjado para luego desaparecer. Creyó recordar que el calor que reina en la corona es más intenso que el de la superficie del sol, mucho más. Corrientes magnéticas, que adoptaban su característica forma de aros de fuego, se alzaron sobre el horizonte para quedar allí suspendidas antes de caer a un lado o a otro. Las llamas del sol alzaban el vuelo en espectaculares explosiones guiadas por los campos magnéticos que se formaban en aquel infierno. Siguió corriendo sin levantar la vista del suelo, y la siguiente vez que miró hacia arriba vio anaranjada la mayor parte del horizonte, el sol en persona, cuyo color naranja estaba remachado de gallardetes y burbujas amarillas. Para lograr que sus ojos pudiesen soportarlo, el visor tuvo que reducir el resto del cosmos al negro. El horizonte era lo único que podía distinguir, una línea no muy alta, ni llana, compuesta de diversas colinas emborronadas. Cisne era una mancha negra, el pictograma de un corredor, su silueta adelgazada por la luz blanca que la bañaba. El suelo bajo sus pies era un mosaico ajedrezado, imposible distinguir los pormenores, de un blanco intenso y un negro insondable, todo junto de tal modo que las partes blancas parpadeaban y le deslumbraban. Tuvo que confiar en que fuese lo bastante llano para seguir corriendo, a pesar de que no se lo parecía. Y entonces, después de otro rato, el blanco fue comiendo terreno al negro y adquirió el aspecto liso de una sábana recién planchada. Se hallaban a plena luz del día.
Empezó a sudar. Probablemente fuese cosa del miedo, aunque también se debía al hecho de que había apretado aún más el paso. El traje emitió un zumbido audible mientras se esforzaba por mantener su temperatura corporal, un ruido no muy audible pero preocupante. El sudor le resbalaba por los costados y las piernas, hasta acumularse en la costura que sellaba el traje sobre las botas. No creía posible que llegara a acumularse el suficiente para ahogarse en él, pero tampoco estaba seguro de que eso fuese imposible. El destello negro de Cisne recortado contra el sol se había convertido en una especie de imagen de cuento de hadas, constantemente explotaba al desaparecer para reaparecer con una nueva explosión de luz. Creyó ver que se volvía para mirarle, pero no se atrevió a saludarla con el brazo por miedo a perder el equilibrio y caer. Ella parecía haber perdido altura; es más, de pronto pensó que sólo la veía de rodillas para arriba. El horizonte estaba tan lejos como lo estaría en Titán. Eso suponía que probablemente se encontraba a cinco o diez minutos de ella.
Entonces la parte superior del andén asomó a su izquierda por el horizonte, junto a la vía más meridional, y Wahram apretó el paso una vez más. Es posible sacar fuerzas de flaqueza en cualquier esfuerzo cuando se divisa el final.
En esa ocasión, sin embargo, parecía haber estirado al máximo sus fuerzas. De pronto parecía inmerso en un intento desesperado por aferrarse a cualquiera que fuese la velocidad que llevaba. Jadeaba, y tuvo que concentrarse para adoptar un ritmo respiratorio coordinado con los pasos pesados que daba, aspiraba y exhalaba cada dos pasos. Le daba miedo levantar la vista y ver que la corona abarcaba la práctica totalidad del trecho visible del horizonte oriental; la curva parecía sugerir que con el tiempo llenaría casi todo el cielo, como si lo que se alzara ante ellos fuese una especie de sol universal. Mercurio parecía una bola que rodaba hacia esa luz.
El sudor le llegaba a la altura de los muslos, y se preguntó de nuevo si podría ahogarse en él. Claro que podría beberlo y salvarse. Por suerte le llegaba una corriente de aire fresco a la altura del rostro.
El visor ajustó la polarización, y la textura del sol a través del cristal negro articuló un millar de lenguas de fuego. Grandes campos tentaculares se movían al compás, regiones enteras ondulaban como las zarpas de un felino en el agua. Parecía un ser vivo, una criatura hecha de fuego.
El andén era un bloque negro en la negrura, y Cisne un fugaz movimiento oscuro. La alcanzó, se detuvo, jadeó unos instantes con las manos en las rodillas, de espaldas al sol. Ella había dejado de quejarse, aunque de vez en cuando emitía un gemido. Los caminantes solares habían descendido ya en ascensor, y ella estaba esperando a que subiera de nuevo.
—Lo siento —dijo Wahram cuando recuperó el habla—. Siento llegar tarde.
Ella miraba hacia el sol, cuatro dedos por encima del desigual horizonte oscuro.
—Dios mío —dijo ella—. Míralo, tú sólo míralo.
Wahram intentó hacerlo, pero era demasiado brillante. Demasiado grande.
Entonces un segmento de la corona se alzó inmenso, más alto que ningún otro antes, como si el sol intentara extender la mano y quemarlos con su tacto.
—¡No! —gritó Cisne, que empujó a Wahram hacia la puerta, protegiéndolo con su cuerpo al interponerse ante el sol, escudándolo mientras maldecía en voz alta y presionaba con fuerza los botones de llamada del ascensor.
—¡Vamos, deprisa! —gritó—. Eso es una llamarada, eso es malo. Para cuando las ves ya te han consumido.
Finalmente las puertas del ascensor se abrieron y ambos entraron deprisa. Las puertas se cerraron a continuación, vio que el rostro de Cisne tras el visor estaba bañado en lágrimas.
Cisne sorbió ruidosamente.
—Maldita sea, eso ha sido una llamarada en toda regla —dijo. Cuando el ascensor se detuvo y salieron, preguntó a los caminantes solares—: ¿Alguno de vosotros lleva encima un dosímetro?
—Si quieres saberlo es que no quieres saberlo —respondió uno de ellos como quien recita un refrán.
Cisne se volvió hacia Wahram, con mayor hosquedad en la expresión de la que le había visto.
—¿Pauline? —dijo—. Busca el dosímetro del traje. —Escuchó un rato, se llevó la mano al pecho, hincando una rodilla en el suelo—. Mierda —dijo con un hilo de voz—. Estoy muerta.
—¿Cuánto tienes? —quiso saber Wahram, asustado. Comprobó la lectura de los medidores que incluía el traje en la muñeca; mostraba una punta de radiación de 3,762 sievert. Maldijo entre dientes. Necesitarían una buena dosis de reparación de ADN la próxima vez que recibiesen tratamiento. Eso si llegaban a hacerlo. Repitió la pregunta—. ¿Cuánto tienes?
Ella se levantó sin mirarle.
—No quiero hablar de ello.
—Más sol de la cuenta —dijo Wahram.
—No se trata de eso, sino de la llamarada. Mala suerte.
Los caminantes solares asintieron al escuchar aquellas palabras, y Wahram experimentó una leve náusea.
Se hallaban ante una escotilla de acceso. Las puertas del ascensor se cerraron a su espalda, y se abrió la puerta situada en el extremo opuesto de la escotilla, a lo que siguió un leve estallido de aire en el ambiente. Accedieron a una amplia estancia de techo bajo, de la que partían varios corredores y en cuyas paredes había no menos puertas.
—¿Es un refugio? —preguntó Wahram—. ¿Tenemos que quedarnos aquí hasta que el sol deje de iluminar esta cara? ¿Podemos?
—Forma parte de todo un complejo —explicó Cisne—. Fue construido para ayudar en la construcción de las vías. Cada décimo andén tiene un complejo así, y hay un conducto que los conecta. Una especie de túnel de trabajo.
Los caminantes solares comprobaban ya algunas de las puertas que había en una de las paredes.
—¿Podemos desplazarnos por el túnel y alcanzar la cara oscura? ¿Obtener ayuda?
—Sí. Aunque me pregunto si podremos pasar por la zona donde ha impactado el meteorito. Supongo que podemos acercarnos a echar un vistazo.
—¿Cuenta con calefacción y aire?
—Sí. Después de que algunos muriesen al bajar a refugiarse, las estaciones cuentan con ciertas garantías mínimas para garantizar la supervivencia. Creo que hay que renovar el aire del túnel sección a sección a medida que avanzas por él. Es como encender la luz.
Uno de los caminantes solares alzó ambos pulgares, y Cisne se quitó el casco, gesto que imitó Wahram.
—¿Tenéis comunicación por radio? —preguntó uno—. La nuestra no funciona, y estamos pensando que quizá el sol la ha estropeado. El teléfono que hay aquí tampoco funciona. No podremos decir a nadie dónde estamos.
—Pauline, ¿estás bien? —preguntó Cisne en voz alta.
—¿Cómo está el qubo? —quiso saber Wahram al cabo de un rato, pues Cisne guardaba silencio.
—Está bien —dijo ella sin dar más detalles—. Dice que mi cabezota la ha mantenido aislada.
—¡Será posible!
Siguieron a los caminantes solares por el corredor, y bajaron una escalera que daba a un vestíbulo lleno de puertas.
La mayor estancia de todas contenía un montón de sofás y mesas bajas, además de la barra alargada de un autoservicio de comidas. Cisne se presentó y presentó a Wahram a los demás caminantes solares, personas de edad y sexo indefinidos. Inclinaron la cabeza educadamente tras las presentaciones, pero no se identificaron.
—¿Cómo tienes el brazo? —preguntó Cisne al malherido.
—Roto —se limitó a contestarle, alzándolo un poco—. He recibido un golpe seco, pero supongo que la roca era pequeña y caía con fuerza. Salió proyectada tras la caída del meteorito.
Wahram pensó que ése al menos era joven.
—La vendaremos —dijo uno de los otros, que también era joven—. Podemos intentar inmovilizarlo, y atarlo a algo que lo mantenga rígido.
—¿Alguno de vosotros pudo ver la caída del meteorito? —preguntó Cisne.
Los tres negaron con la cabeza. Wahram pensó que todos eran jóvenes, la clase de personas que caminan por Mercurio antes del amanecer, dejándose inundar por visiones solares. Claro que por lo visto Cisne también era una de esas personas. Un espíritu joven, supuso.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—Podemos seguir el túnel a poniente hasta llegar al siguiente espaciopuerto situado en la cara oculta —propuso uno de ellos.
—¿Creéis que podremos pasar por el trecho de túnel donde ha caído el meteorito? —preguntó Cisne.
—Ah, no, no había pensado en ello —respondió uno.
—Quizá sí —dijo el del antebrazo fracturado.
El tercero inspeccionaba los armarios que había en una pared.
—Nunca se sabe.
—Lo dudo —opinó Cisne—. Pero supongo que podemos acercarnos a ver. No está a más de quince kilómetros de aquí.
Quince sólo. Pensó Wahram sin decirlo en voz alta. Se quedaron mirándose unos a otros.
—Venga, vamos —dijo Cisne—. Echemos un vistazo. No quiero quedarme aquí de brazos cruzados.
Wahram contuvo un suspiro. No tenían muchas opciones. Y si podían llegar a poniente, y se daban prisa, alcanzarían la cara oscura y, con suerte, el espaciopuerto adonde había ido la gente de Terminador.
Así que se dirigieron a la puerta que daba al oeste, situada en el extremo de la sala, y salieron a un corredor débilmente iluminado por una serie de luces cenitales que formaban parte del techo. Las paredes del túnel eran de roca, en ciertos puntos resquebrajada, en otros surcada por marcas de taladro cuyo trazado ascendía a la izquierda y descendía a la derecha. Anduvieron hacia el oeste a buen paso. El que tenía el brazo fracturado era quien más corría de todos, aunque uno de los otros caminantes solares se mantuvo en todo momento a su altura. Nadie cruzó una palabra. Al cabo de una hora hicieron un breve descanso, sentados en salientes de roca. Otra hora.
—¿Ha obtenido Pauline una imagen del impacto? —preguntó Wahram a Cisne cuando echaron de nuevo a caminar. El túnel era lo bastante amplio para que tres o cuatro personas caminasen a la misma altura, tal como demostraban los caminantes solares que encabezaban la marcha.
—Lo he comprobado, pero no es más que un destello en la parte lateral de la grabación. Unos milisegundos de luz antes de una rápida explosión hacia arriba que se produce con una fuerte descarga de calor. Pero, ¿a qué viene ese calor? No hay atmósfera que combustionar, así que no tiene sentido. Es como si proviniera de otra parte, no sé, de algún otro lado. De otro universo.
—Habrá que buscar otra… explicación —no pudo evitar decir Wahram.
—Pues adelante —replicó ella con el tono que empleaba para regañar a su qubo.
—No se me ocurre nada —admitió Wahram con calma.
Caminaron en silencio. Era de suponer que, llegado cierto punto, se encontraran bajo la ciudad. Sobre ellos Terminador ardía bajo una lluvia de luz.
Entonces el túnel al frente pareció terminar. Todos se habían puesto de nuevo el casco, aunque sólo fuera por ser la manera más sencilla de transportarlo, así que encendieron la luz para poder ver. Una masa de roca llenaba el túnel desde el suelo hasta el techo. Allí hacía frío.
—Será mejor que presurizar los cascos —dijo Cisne al tiempo que su visor se cerraba.
Wahram la imitó.
Permanecieron de pie, contemplando el derrumbe.
—Muy bien —dijo Cisne, desanimada—. No podemos ir a poniente, así que supongo que tendremos que ir al este.
—Pero ¿cuánto tardaremos? —no pudo evitar preguntar Wahram.
Ella se encogió de hombros.
—Si nos quedamos aquí sentados, pasarán ochenta y ocho días hasta que salga el sol. Si caminamos será menos.
—¿Recorrer la mitad de Mercurio a pie?
—Menos de la mitad, porque caminaríamos mientras el planeta girase alrededor del sol. Ésa es la clave. Lo que quiero decir es… ¿qué otra cosa podemos hacer? ¡No pienso quedarme aquí sentada tres meses!
Vio que estaba de nuevo al borde de las lágrimas.
—¿Y cuánto dices que es? —preguntó, pensando en aquello de «la mitad de Titán» que había mencionado antes. Se le hizo un nudo en el estómago.
—Unos dos mil kilómetros. Pero si caminamos al este y recorremos alrededor de treinta kilómetros diarios, acortaremos el tiempo de espera hasta unos cuarenta días, más o menos. Así que podríamos reducirlo a la mitad. A mí me parece que vale la pena hacerlo. Y no tenemos por qué caminar continuamente. Me refiero a que no es como si fuéramos caminantes solares. Caminamos un día, comemos, dormimos de noche, y luego caminamos otra vez. Establecemos una pauta diaria. Si caminamos doce horas de cada veinticuatro, que no es moco de pavo, nos ahorraremos aún más días. ¿Qué dices, Pauline?
—¿Podríamos escuchar la voz de Pauline? —solicitó Wahram.
—Ahora no. Acaba de decirme que doce horas de caminata a diario nos acortaría el total en torno a cuarenta y cinco días. A mí me basta.
—Bueno, eso es mucho caminar —dijo Wahram.
—Lo sé, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Quedarnos aquí sentados el doble de ese tiempo?
—No, supongo que no —admitió él.
Aunque no se haría necesariamente tan largo. Tiempo suficiente para releer a Proust y a O’Brian, además de repasar un par de vez la saga del Anillo. El ordenador que llevaba en la muñeca estaba muy bien surtido. Pero teniendo en cuenta cómo le miraba ella, no se sintió con ánimos de expresar aquellos pensamientos.
—Daré voz a Pauline —dijo Cisne, como quien hace una concesión para obtener algo a cambio.
—Solitur ambulando —dijo Pauline—. Que en latín equivale a «El movimiento se demuestra andando», según Diógenes de Sinope.
—Así demuestras que el movimiento es algo real —aventuró Wahram.
—En efecto.
—Yo de eso ya estaba convencido. —Wahram exhaló un suspiro.
Una vez volvieron al andén del que provenían, hicieron acopio de provisiones. A los tres caminantes solares les encantaba la perspectiva de pasarse seis o siete semanas caminando; de hecho no se apartaba demasiado de su rutina habitual. Se llamaban Tron, Tor y Nar. Que Wahram pudiese apreciar no pertenecían a un sexo determinado, y se le antojaban muy jóvenes y sencillos; se pasaban la vida andando por Mercurio, y parecían ajenos a cualquier otra cosa, o tal vez no hablaban mucho con extraños. Pero lo poco que decían le parecía pueril y muy provinciano. Aunque por supuesto había terrarios enteros llenos de personas así, él se había acostumbrado a pensar en los mercuarianos como gente muy sofisticada, conocedora de la historia, el arte y la cultura. Poco a poco había ido descubriendo que eso no era así. Recordó que siempre había pensado que quienes veneraban el sol debían de ser seguidores de los diversos cultos solares del antiguo Egipto, de Persia, de la civilización Inca… pero no. Únicamente les gustaba el sol.
Por lo visto pasarían unas cuantas noches durmiendo en el suelo del túnel en los trechos que mediaban entre estaciones.
—Cada tres días —dijo Cisne—. Así podremos aprovisionarnos y nos obligará a mantener un buen ritmo.
—Es posible que podamos hacer más —se atrevió a intervenir Tron.
Tron era el del brazo fracturado, así que Wahram se mordió la lengua y no mencionó que en lo que a él concernía, treinta y tres kilómetros diarios podían ser más que suficiente, incluso más de la cuenta. La perspectiva de convertirse en un lastre para los demás era descorazonadora. Sea como fuere, Cisne supervisaba la carga de las mochilas que había encontrado en los armarios de emergencia: los cascos de los trajes de vacío, oxígeno de emergencia, botellines de agua, comida, colchones de aire, recipiente y hornillo. Un rollo de sábanas de aerogel, cuyo aspecto no hacía pensar que proporcionasen mucho calor. El túnel mantendría esa temperatura, aseguró Cisne, y lo cierto era que hacía bastante calor.
De modo que echaron a andar por el túnel, una empresa no muy distinta de las expediciones espeleológicas de larga duración. Incluyeron luces frontales en las mochilas, aunque por el momento no fuesen necesarias, ya que en el techo había luces cálidas cada veinte metros más o menos, que iluminaban de sobras la roca desnuda del túnel. Cisne dijo que se hallaban a unos quince metros bajo tierra. El túnel había sido excavado en el lecho de roca o regolito, con un acabado de calor que había causado frecuentes vetas de colores minerales que recordaban a la superficie cortada de ciertos meteoritos. En algunos trechos, las curvas de plata se extendían sobre peltre, seguido por negro azabache. El acabado del suelo permitía un buen agarre al pisar. La curva pronunciada de Mercurio hacía que las luces más distantes se fundieran en una única franja luminosa. Era como si pudiesen contemplar todo el arco del planeta, lo que para Wahram suponía un vago consuelo. La idea de cubrir treinta y tres kilómetros diarios durante más de cuarenta días seguidos le parecía una locura. Tenía que forzarse a recordar que se encontraban cerca de la latitud cuarenta y cinco, por tanto la distancia no era tanta como hubiese sido en el ecuador. Creyó recordar que a veces las vías de Terminador caían incluso más al sur. Es decir, podría haber sido peor.
En fin. Caminar durante una hora, en un túnel que apenas experimenta cambios, y únicamente de modo iterativo. Parar, sentarse en el suelo, descansar un poco; luego caminar una hora más. Al cabo de tres horas, parar y comer. Ese intervalo era muy largo, similar a una semana o más en tiempo humano, en el tiempo del pensamiento. Eso hacían tres veces antes de parar a preparase una comida más elaborada, y echarse a dormir durante ocho o nueve horas.
Hora, hora, hora; hora, hora, hora; hora, hora, hora.
La sensación de que el tiempo se estiraba caló hondo en Wahram. No supo decir por qué se le hacía tan largo; creía que la repetición de las rutinas diarias facilitaría y aceleraría el paso del tiempo, pero no fue así. En lugar de ello todo se alargó, un alargamiento muy, muy prolongado. Al final de cada jornada, cuando se sentaba con los pies doloridos, tan cansado que ni siquiera podía dormir, se tumbaba en el colchón hinchable y decía: «Uno menos, treinta y siete por delante», o «treinta y tres», y sentía una leve punzada de desesperación. Cada hora parecía una semana. ¿Cómo podían soportarlo?
Los caminantes solares solían ir algo adelantados, y para cuando Wahram y Cisne se reunían con ellos para descansar, siempre los encontraban preparando un té. Entonces, mucho antes de que Wahram estuviera listo para levantarse y volver a la carga, las jóvenes fieras ya se habían adelantado, casi disculpándose, con una inclinación de cabeza o un gesto. La mayor parte del tiempo la pasaba, por tanto, en compañía de Cisne.
A ésta no la hacía muy feliz la perspectiva de aquella caminata, a pesar de haber sido idea suya. Tan sólo la hacía porque la alternativa era mucho peor. Era algo por lo que había que pasar en mudo silencio. Algunos días se adelantaba, y otros se rezagaba. «Un día de estos voy a ponerme enferma», dijo en una ocasión. Wahram tuvo claro que a ella le gustaba menos la situación que a él, mucho menos, como ella misma llegó a confesarle. La odiaba, dijo; sufría de claustrofobia, no podía soportar pasar mucho tiempo encerrada; necesitaba una copiosa cantidad de luz solar, mucha variedad en sus rutinas cotidianas y en los estímulos sensoriales que recibía. Eran sus necesidades, dijo a Wahram de un modo que no fue precisamente equívoco.
—Esto es horrible —exclamaba a menudo, recalcando una a una las sílabas que componían el adjetivo—. Horrible, horrible, horrible. No lo lograré.
—Cambiemos de tema —sugería entonces Wahram.
—¿Cómo voy a cambiar de tema? Esto es ho-rri-ble.
La interminable repetición de este asunto ocupaba el primer trecho de la jornada de doce horas que se repartían entre caminar y descansar. Después de media hora así, Wahram solía juzgar apropiado señalar que tenían que cambiar de tema si querían evitar una innecesaria repetición que supondría una carga para ambos.
—¿Ya te has cansado de mí? —concluía Cisne de estas observaciones.
—No, en absoluto. De hecho me entretiene mucho. Incluso diría que estoy interesado. Pero este tema, el del viaje que se hace por necesidad sumido en un estado de infelicidad, es muy limitado. Ya hemos visto hasta dónde puede llegar. Quiero una historia distinta.
—Qué suerte tienes, porque precisamente iba a cambiar de tema.
—Pues sí, qué suerte la mía.
Cisne echaba a andar al frente. No había motivo para apresurarse a decir lo siguiente porque disponían de todo el día. Wahram la observaba mientras caminaba delante de él; sus pasos eran elegantes, largos, estaba acostumbrada a esa gravedad por tratarse de su hogar y los ejecutaba con sinuosa eficacia. Podía sacarle ventaja en un abrir y cerrar de ojos. No parecía enferma. A menudo, a su espalda, la oía mantener largas charlas con su qubo. Por el motivo que fuera, había ajustado la voz de Pauline para que se oyera desde fuera; quizá porque respetaba la promesa que había hecho a Wahram. Las conversaciones entre ambas sonaban siempre a discusión; la voz de Cisne era más audible y autoritaria, pero el tono agudo de Pauline, levemente enmudecido por la piel de Cisne, poseía también cierto peso. Dependiendo de cómo se los programase, los qubos podían ser feroces adversarios en una discusión, capaces de sacar punta a cualquier argumento. Hubo una vez que logró mantenerse a la altura lo bastante para escucharlas, y topó con una conversación que llevaba rato en marcha.
—Pobre Pauline, ¡yo en tu lugar me sentiría tan desdichada! —decía Cisne—. ¡Lo siento mucho por ti! ¡Debe de ser terrible no tener más que un conjunto de algoritmos!
—Se trata de un recurso retórico llamado anacoenosis, según el cual uno finge ponerse en el lugar de su oponente —dijo Pauline.
—No, en absoluto —aseguró Cisne—. Te prometo que lo siento de veras. No tener más que esa capacidad, no disponer de más de un puñado de algoritmos mal conjuntados… En fin, me refiero a que, teniendo eso en cuenta, te las apañas bastante bien.
—Y ahora el recurso retórico de la sincoresis, mediante el cual se hace una concesión antes de renovar el asalto.
—Puede que tengas razón. En realidad no sé por qué pensé que eras tonta, dado el inmenso poder que poseen tus argumentos. A pesar de todo…
—Y ahora juntas el sarcasmo con la aporía con la mala intención que he mencionado antes, la de una momentánea expresión de duda, a menudo fingida, antes de renovar el ataque.
—Y ésta es la defensa llamada sofisma, por la cual, cuando no tienes nada, recurres a la palabrería. Puede que tengas razón, puede que todo se divida en conciencia inteligente y conciencia estúpida. Eso explicaría muchas cosas.
Pero Pauline no parecía dispuesta a ceder terreno.
—Por mí puedes poner el registro de nuestra conversación en manos de un comité que juzgue a ciegas si existe diferencia entre tu conciencia y la mía.
—¿De verdad? —preguntó Cisne—. ¿Me estás diciendo que puedes aprobar el test de Turing?
—Depende de quién formule las preguntas.
Cisne rió, burlona, pero aquello la divirtió de verdad. Wahram lo notaba por su forma de reír. Así que al menos al qubo se le daba bien eso.
Ambos se alternaban a la cabeza de la marcha cada media hora, aunque sólo fuese para señalar el paso del tiempo y cambiar de vista, pues no había ningún otro motivo para ello. No siempre conversaban; eso habría sido imposible, pensó. En cualquier caso, caminaban en silencio durante muchos minutos. Sobre ellos, las luces del túnel parecían recular independientemente, como si caminaran en lo alto de una inmensa rueda de Ferris, y apenas lograsen mantener el ritmo respecto de la rotación. Al cabo de una hora a Wahram le dolían los pies, así que no le suponía un problema tener que sentarse. Utilizaban los colchones de aerogel como cojín. La comida provenía de envoltorios de aluminio que encontraban entre el equipamiento de emergencia de las estaciones, y en su mayor parte era blanda. Al cabo de un tiempo por lo general les bastaba con beber agua, aunque disponían de unos polvos que mezclar en ella, si así lo deseaban.
Por lo general hacían descansos de media hora. Si lo alargaban más, Wahram se enfriaba y Cisne se impacientaba. Por su parte los caminantes solares se habrían alejado más de la cuenta, así que Wahram se ponía en pie y echaba de nuevo a andar.
—¿Crees que encontraremos bastones para caminar en alguna de las estaciones?
—Lo dudo. Podemos buscarlos en la siguiente. Tal vez hallemos algo que podamos usar a modo de bastón.
—¡Bueno, cuéntame algo! ¡Háblame de ti! —le soltaba a veces, al cabo de uno de sus periodos de silencio—. ¿Qué es lo primero que recuerdas?
—No sé —decía Wahram, intentando recordarlo.
—Lo primero que recuerdo —dijo Cisne en una ocasión— se remonta a cuando, según mis padres, tenía tres años. Mis padres formaban parte de una casa que decidió trasladarse al otro extremo de la ciudad. Creo que nos cambiamos de asiento, con tal de contemplar la otra mitad del campo al pasar. O quizá no fuese cierto. El caso es que allí había un montón de carros, y ambas casas trasladaban sus cosas de un lado a otro. Todo lo que poseía mi familia cabía en un carro y dos carros de mano. Mi madre me llevó dentro cuando la casa quedó vacía y me asusté, creo que a eso se debe que lo recuerde. Mi cuarto parecía mucho más pequeño que el anterior, vacío incluso, y verlo así me asustó, como si todo hubiese dado un paso atrás, como si el mundo se hubiera encogido. Llenamos las habitaciones para hacerlas mayores. Luego salimos, y la otra imagen que conservo, además de la del cuarto vacío, consiste en todo lo que había en el suelo del carro, y el resto de la gente de pie junto a él en la cuneta, bajo una arboleda. Más allá de los árboles se alzaba el Muro del Alba.
Anduvo un rato en silencio, y Wahram sintió el gruñido del que se servía su estómago para anunciar la proximidad de otra cena.
—Pero a esta altura todo ha quedado consumido por el fuego —dijo ella.
Su voz había adoptado un tono inusualmente calmo. Por lo visto, ya no se lamentaba por lo sucedido de igual modo que antes.
—Todo habrá pasado muy rápido cuando el sol se haya alzado lo bastante para que la ciudad quede iluminada tras el Muro del Alba.
—Sé que las vías no se funden en la cara iluminada —señaló Wahram—. ¿Alguna otra cosa?
—La infraestructura de la ciudad estará bien —concedió ella—. La cáscara. Algunos metales, la cerámica, mezclas de ambos. Cristal metalizado. Acero, el inoxidable. El acero de austenita. Ya veremos. Supongo que será interesante comprobar qué aspecto tiene cuando caiga de nuevo la noche. Todo se habrá quemado excepto el marco, supongo. En cuanto el sol se abata sobre ello, las plantas empezarán a morir. A estas alturas ya se habrán muerto, todas las plantas y los animales, incluso las bacterias y demás. Tendremos que reconstruirla.
—Quizá —dijo él.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, creo que querrán averiguar qué le ha pasado a las vías, para verse capaces de evitar que suceda otra vez. O adoptar un diseño distinto. Tal vez, librar a la ciudad de las vías, y desplazarse por el paisaje sobre ruedas.
—Eso requeriría de locomoción —objetó ella—. Tal como están las cosas, las vías impulsan a la ciudad hacia adelante.
—Bueno, entonces será interesante ver qué sucede. —Wahram titubeó—. Sería inútil reconstruir para que con el tiempo sucediese lo mismo.
—Si se trata de un accidente poco probable, entonces también lo es que vuelva a producirse.
—Pensaba que se habrían contemplado todas las posibilidades.
—Yo también. ¿Sugieres que se trata de un ataque?
—Sí, bueno, al menos lo he estado pensando. Piensa en lo que nos pasó en Ío.
—Pero ¿quién querría atacar Terminador? —quiso saber Cisne—. Atacan la ciudad, pero fallan por un puñado de kilómetros, a pesar de lo cual acaban con ella, dejando con vida a sus habitantes.
—No lo sé —dijo Wahram, incómodo—. Corren rumores de un conflicto entre Marte y la Tierra, dicen que podría desembocar en una guerra.
—Sí —dijo ella—, pero al final siempre se tacha de imposible, porque todo el mundo es muy vulnerable. Destrucción mutua asegurada. Lo de siempre.
—Siempre me he preguntado por ello —admitió Wahram—. Pero ¿y si lograses que el primer golpe pareciese un accidente, y sale tan bien que nadie sabe quién es el responsable, y entretanto la víctima se ha evaporado? Esta posibilidad te lleva a pensar en que la destrucción mutua asegurada no es algo seguro.
—¿Quién pensaría tal cosa? —preguntó Cisne.
—Casi cualquier potencia de la Tierra podría efectuar los cálculos. Se encuentran más a salvo que cualquiera de nosotros. Y Marte no ve más allá de la nariz, y no hay forma de herirlo de muerte con una sola flecha. No, no estoy seguro de que no pueda haber una potencia ahí fuera que albergue un sentimiento de invulnerabilidad. O una ira tan fuerte que le haga ignorar las consecuencias.
—Pero ¿a qué atribuirlo? —preguntó Cisne—. ¿Qué causaría semejante ira?
—No lo sé… La comida, tal vez, el agua, la tierra, el poder… el prestigio… la ideología… las diferencias. La locura. Son los motivos habituales, ¿no?
—Supongo que sí —dijo, aterrada, tras aquel listado, como si todo aquello no formase parte del discurso mercuriano, aunque en realidad no fuera más que Maquiavelo o Aristóteles. Pauline podría citarlos de carrerilla.
—En fin, el caso es que me interesa mucho ver qué comenta la gente cuando salgamos de aquí —siguió Wahram.
—Sólo quedan treinta días —señaló ella, malhumorada.
—Paso a paso —dijo él.
—¡Vamos, por favor! Dicho así parece una eternidad.
—En absoluto. Pero no insistiré.
Y al cabo de un rato, añadió:
—Resulta interesante comprobar cómo llega el momento en que te sientes hambriento. No lo estabas y, de pronto, lo estás.
—Eso no es interesante.
—Me duelen los pies.
—Eso tampoco lo es.
—Me duele a cada paso, o cada dos pasos. Fascitis plantar, creo que se llama.
—¿Quieres parar a descansar?
—No. Sólo me duelen un poco, pero no es para tanto. Y al rato entran en calor, antes de cansarse.
—Odio esto.
—Pero aquí nos tienes.
Pasó la hora de caminata. Pasó el rato de descanso. La siguiente hora también pasó. El resto que siguió también lo hizo. EL túnel mantuvo su aspecto de siempre, sin cambiar un ápice. Cada tres noches llegaban a una estación igual que la anterior, excepto en algunos aspectos. Las inspeccionaban en busca de estas diferencias. En lo alto del túnel del ascensor de cada estación se encontraba la superficie, expuesta a pleno sol mercuriano y los cerca de 700 grados Kelvin de las superficies que alcanzaba, ya que al no haber atmósfera ésta no tenía temperatura. En ese punto se hallaban bajo el Cráter Tolstoi, más o menos; Pauline se encargaba de calcular la posición, pero lo hacía por cálculo de estima; allí abajo su pequeña radio no tenía cobertura. Los teléfonos de las estaciones no funcionaban. Cisne supuso que tan sólo cubrían la cabina del ascensor, o eso o todo el sistema se había interrumpido de resultas del impacto, y dada la situación a la que se veía sometida la población de Terminador, y al hecho de que la parte aplastada del túnel había quedado expuesta al sol, no había nadie dispuesto a arreglarlo.
Siguieron caminando hora tras hora. Era fácil olvidarse el paso del tiempo, sobre todo una vez decidieron dejar esa clase de cálculos en manos de Pauline. La seudoiteración era menos seudo que nunca. Se hallaban inmersos en una auténtica iteración. Cisne caminaba delante de Wahram, cabizbaja como un mimo que se muestra el rechazado. Los minutos se arrastraban hasta dar la impresión de multiplicarse por diez; era una expansión exponencial del tiempo, jarabe de la prolongación. Vivían por tanto diez veces más. Buscó algo que decir que pudiera no irritarla. Cisne mascullaba cosas a Pauline.
—De niño solía silbar —dijo, e intentó producir una solitaria nota. Notó que tenía los labios más gruesos que de pequeño. Ah, sí… La lengua en el paladar. Perfecto—. Silbaba las melodías de las sinfonías que me gustaban.
—Pues silba —dijo Cisne—. Yo también lo hago.
—¡De veras!
—Pero si ya te lo dije. Tú primero. ¿Podrías silbar a Beethoven, como lo que escuchamos durante el concierto?
—Sí, bueno, en cierto modo. Algunas de las melodías, al menos.
—Pues adelante.
Hubo un periodo de la juventud de Wahram en que cada mañana la empezaba silbando la Eroica de Beethoven, la innovadora tercera sinfonía que no sólo anunciaba una nueva era musical, sino también del espíritu humano, escrita por Beethoven después de enterarse de que se estaba quedando sordo. Wahram silbó las dos notas primeras que empezaban el primer movimiento, y luego silbó la frase principal, con un tempo al compás de sus pasos. No le costó tanto como creía en un principio. Mientras silbaba no estaba seguro de ser capaz de recordar que venía a continuación, pero cuando alcanzó el momento del cambio, la siguiente melodía surgía encadenada de forma inevitable, y fluía de sus labios de manera satisfactoria. En algún lugar de su interior permanecían aquellas cosas. La secuencia de largas y elaboradas melodías fluían unas junto a otras, con la lógica incontestable del pensamiento del propio compositor. Y esta secuencia estaba formada por una melodía inevitable tras otras. La mayor parte de los pasajes debían enlazarse por contrapuntos y polifonías, y saltó de una parte orquestal a la siguiente, dependiendo de cuál parecía ser la frase principal. Pero debía decirse que incluso como melodías solitarias, silbadas de manera inexperta, la magnificencia de la música de Beethoven era palpable en el túnel. Los tres caminantes solares se demoraron, o eso le pareció, para escucharle mejor. Cuando terminado el primer movimiento, Wahram descubrió que los siguientes tres movimientos acudían a él con la misma facilidad que el primero; así que para cuando hubo terminado, había tardado los mismos cuarenta minutos que le hubiese llevado a una orquesta completar la pieza. Las grandiosas variaciones finales eran tan intensas que casi hiperventiló al ejecutarlas.
—Maravilloso —alabó Cisne cuando hubo terminado—. Realmente bueno. Qué melodías. Dios mío. ¿Podrías silbar más?
Wahram no pudo evitar reírse. Lo meditó.
—Bueno, creo que podría hacer la cuarta, la Quinta, la Sexta, la Séptima y la Novena sinfonías. Puede también que algunas piezas sueltas de los cuartetos y sonatas, aunque me temo que perderé el hilo en muchas de ellas. Quizá no en los cuartetos tardíos, porque no sería la primera vez que silbara tan dulces composiciones. Tengo que intentarlo a ver qué tal sale.
—¿Cómo eres capaz de recordar tantas composiciones?
—Pasé mucho tiempo escuchando sólo esas piezas.
—Qué locura. Muy bien, pues inténtalo con la Cuarta. Puedes interpretarlas por orden.
—Más tarde, si no te importa. Debo descansar. Tengo los labios destrozados, siento como si hubieran doblado su tamaño. Ahora mismo son como un enorme tapón.
Ella rió y no insistió. Pero al cabo de una hora mencionó de nuevo el tema; a juzgar por su tono de voz, lamentaría mucho que no la complaciese.
—De acuerdo, pero únete a mí —propuso Wahram.
—Pero no me sé las melodías. No recuerdo lo que escucho tocar a los demás.
—Eso no importa —aseguró Wahram—. Tú silba. Dijiste que lo harías.
Silbó un rato: un glorioso murmullo musical, exactamente como una especie de canto de pájaro.
—Guau, suena como un pajarillo —aplaudió él—. Glissandos muy fluidos, y unos no-sé-qué, pero igual que un pajarillo.
—Sí, así es. Tengo algunos pólipos de alondra.
—¿Te refieres al… cerebro? ¿Cerebro de ave en tu organismo?
—Sí. Alauda arvensis. También de Sylvia Boren, la curruca mosquitera. ¿Sabías que los cerebros de las aves están organizados de forma totalmente distinta que los cerebros de mamífero?
—Pues no.
—Creía que todo el mundo estaba al corriente de eso. Parte de la arquitectura de los qubos se inspira en el cerebro de las aves, fue algo de lo que se habló largo y tendido.
—No lo sabía.
—Bueno, el pensamiento que elaboramos nosotros los mamíferos se distribuye por capas celulares a lo largo del córtex, mientras que las aves lo hacen en racimos de células, distribuidos como racimos de uva.
—No lo sabía.
—Así que puedes tomar algunas de tus propias células, inocular el nodo de ADN correspondiente al canto de la alondra, para después introducirlo en tu cerebro por vía nasal. Formará un pequeño racimo en el sistema límbico. Entonces, cuando silbes, el racimo enlaza directamente con las zonas preexistentes dedicadas a la música. Son partes muy antiguas. Son casi como las de las aves, de modo que las nuevas encajan con suma facilidad y ya está.
—¿Te hiciste eso?
—Sí.
—¿Cómo te sentiste?
Silbó por toda respuesta. En el túnel, un glissando líquido desembocó en otro: el alegre canto de un ave, allí, en el túnel, con ellos.
—Es asombroso —dijo Wahram—. No sabía que podías hacer eso. Tú tendrías que silbar, en lugar de hacerlo yo.
—¿No te importa?
—Todo lo contrario.
Así que Cisne se puso a silbar mientras caminaban, a veces durante toda la hora que mediaba entre descansos. Interpretaba toda clase de frases, y Wahram pensó que eran tan variadas que debían corresponder al canto de más de dos especies de ave. Pero no estaba seguro, así que se le ocurrió también que Cisne podía verse físicamente limitada en lo vocal como cualquier ave, por tanto aquello tal vez podía ser la variedad de cantos de que disponía un ave de verdad. ¡Hermosa música! A veces se parecía a Debussy, y por supuesto estaban las imitaciones de los pájaros obra de Messaien, pero el silbido de Cisne era extraño, más repetitivo, con infinitas permutaciones de pequeñas figuras, que a menudo repetían insistente trinos de ostinato que le atrapaban con fuerza, a veces hasta el punto de irritarlo.
Cuando dejó de silbar, fue capaz aún de recordar algunas de las melodías. Las ballenas tienen sus cantos, por supuesto, pero las aves deben de ser los músicos del mundo natural por excelencia. A menos que los dinosaurios también tuviesen música propia. Creyó recordar algo relativo a unos grandes agujeros enormes en determinados cráneos de hadrosaurio, inexplicables a menos que los hubiesen utilizado a modo de instrumento de viento. Le pareció interesante imaginar cómo pudieron sonar. Incluso canturreó un poco, probando qué sentía en su propio pecho de tonel.
—¿Eso proviene del ave o de ti? —preguntó Wahram cuando hicieron la siguiente pausa.
—Somos uno y lo mismo —respondió ella.
—Mozart tuvo un estornino de mascota que una vez revisó un pasaje que había compuesto. El ave lo cantó poco después de interpretarlo él al piano, pero cambió algunos de los bemoles. Mozart anotó lo sucedido al margen de la partitura. «¡Ha sido maravilloso!», escribió. Cuando el ave murió, el compositor cantó en su funeral y leyó un poema en voz alta. Su siguiente composición, que el editor tituló Una broma musical, tenía un aire a estornino.
—Qué bueno —dijo Wahram—. Es cierto que las aves siempre parecen inteligentes.
—Las palomas no —dijo ella. Entonces, con un tono más sombrío, añadió—: O bien tienes una inteligencia específica alta, o bien una inteligencia general alta, pero ambas no.
Wahram no supo qué responder a eso; aquella reflexión había cambiado el humor de Cisne.
—En fin —dijo—. Tendríamos que silbar juntos.
—¿Te refieres a que nosotros dos tenemos ambas?
—¿Cómo?
—Nada, nada. De acuerdo.
Wahram recuperó la Eroica, y en esa ocasión ella se sumó al silbido, aportando a las melodías el contrapunto aviario o de triple. Sus partes encajaron en las suyas a la manera de cadencias internas, o como improvisaciones jazzísticas, y en los pasajes más heroicos de Beethoven, los cuales sucedían con cierta frecuencia, sus aportaciones se alzaron al paso furioso de la invención, sonando como si el ave que había en su interior hubiese sido conducido a un ataque por la audacia del compositor.
Silbaron así varios dúos conmovedores. El tiempo transcurrió de un modo como no lo había hecho antes. Necesitas el don del tiempo, pensó, para explorar un placer así. Podía repasar todas las obras de Beethoven que conocía; y después, las cuatro sinfonías de Brahms, tan nobles y sentidas; sin olvidar las últimas tres sinfonías de Chaikovski. Todas las grandes partes de la banda sonora de su oh-muy-romántica juventud. Y entretanto, Cisne se apuntó a un bombardeo, y sus aumentos aportaron un tono improvisado y barroco, cuando no vanguardista, a las melodías, aportaciones que a menudo sorprendieron a Wahram. La aguda cualidad de su sonido debió de alcanzar una gran distancia, porque a veces los caminantes solares reducían el paso para limitarse a caminar al frente, atentos a la música, silbando en ocasiones, sin mucho tino pero con entusiasmo. La conclusión de la Séptima de Beethoven fue particularmente satisfactoria gracias a su aportación como banda acompañante; y cuando se levantaron después del descanso para reemprender la marcha, los caminantes solares a menudo pedían escuchar el lamento con que arrancaban las trompas de la Cuarta de Chaikovski, cuando su primer tema, presente la sensación de que existía un destino que los regía, un destino oscuro, imponente.
Al final de una de sus interpretaciones compartidas de la Novena de Beethoven todos sacudieron la cabeza maravillados, y Nar se volvió hacia ellos y dijo:
—Señores, desde luego silbáis como nadie. ¡Qué melodías!
—Bueno, el mérito es de Beethoven —puntualizó Wahram.
—¡Ah! Creía que lo llaman silbar.
—Pensamos que lo estabais improvisando —explicó Tron—. Estábamos impresionados.
Más adelante, cuando los tres jóvenes se habían adelantado, Wahram dijo:
—¿Todos los caminantes solares son así?
—¡No! —protestó Cisne, algo molesta—. Ya te dije que yo misma soy caminante solar.
Wahram no quería que se enfadase.
—Dime, ¿llevas en el cerebro alguna otra cosa interesante?
—Sí —dijo sin abandonar cierto tono amargo—. Hay una Inteligencia Artificial anterior, de cuando era niña, que me implantaron en el corpus callosum para tratar unos temblores que sufría. Y un pedazo de un antiguo amante. Pensamos que compartiríamos ciertas respuestas sexuales si compartíamos algo así, de modo que probamos a ver. Pero no nos llevó a ninguna parte, y supongo que ese pedazo sigue ahí. Hay otras cosas, pero no quiero hablar de ello.
—Ay, querida, ¿tan confuso resulta?
—No, en absoluto. —Cada vez sonaba más contrariada—. ¿Tú no llevas nada dentro?
—En cierto modo sí. Supongo que todos lo hacemos —respondió con un tono tranquilizador, dispuesto a quitar hierro al asunto, a pesar del hecho de que jamás había oído mencionar que alguien se hubiese sometido a tantas intervenciones como ella—. Me recetaron vasopresina y oxitocina.
—Ambas provienen de las vasotocina —dijo ella con autoridad—. Sólo existe un aminoácido de diferencia entre las tres, de modo que yo tomo la vasotocina. Es muy antigua, tanto que controla el comportamiento sexual de las ranas.
—Dios mío.
—No, de veras, es lo único que necesitas.
—No sé qué decirte. Yo estoy contento con la oxitocina y la vasopresina.
—La oxitocina es para la memoria social —comentó ella—. Sin ella no repararías en la presencia de los demás. Yo necesito más. Supongo que también necesito más vasopresina.
—La hormona de la monogamia —dijo Wahram.
—La monogamia en el macho. Pero sólo un tres por ciento de mamíferos son monógamos. Creo que incluso los pájaros superan esa cifra.
—Los cisnes —sugirió Wahram.
—Sí. Y yo soy Cisne hija de una Cisne. Pero no soy monógama.
—¿No?
—No. Excepto en lo que respecta a mi fidelidad a las endorfinas.
Él arrugó el entrecejo, pero dio por sentado que ella bromeaba e intentó seguirle la corriente.
—¿Eso no es como tener un perro o algo parecido?
—Me gustan los perros. Los perros son lobos.
—Pero los lobos no son monógamos.
—No, pero las endorfinas sí lo son.
Él exhaló un suspiro, pensando que había perdido la discusión, o que tal vez era ella quien lo había hecho.
—Es el tacto del ser amado lo que estimula las endorfinas —dijo, zanjando así el asunto. No pudo silbar el final de la Sonata Claro de Luna.
Esa noche, durmiendo en el túnel con la manta sobre las sábanas de aerogel que los aislaban del frío del suelo, despertó al notar que Cisne se había arrimado a él y que dormía espalda contra espalda. El flujo resultante de oxitocina le alivió un poco las caderas doloridas; así podía interpretarlo uno. Por supuesto, el anhelo de dormir con alguien, el placer de dormir con alguien, no era exactamente sinónimo de sexo. Lo cual era reconfortante. En el extremo opuesto, las tres fieras yacían apretujadas entre sí como gatitos. Los túneles eran cálidos, a menudo demasiado, pero en el suelo hacía frío. Escuchó su respiración débil, una especie de ronroneo. Algunos opinaban que los genes felinos hacían que uno se sintiera bien, y aquello era como una especie de canturreo. Sentías placer, ronroneabas y te sentías mejor aún: una respuesta que llevaba a sentir mayor placer, y vuelta y vuelta y vuelta, todo ello al ritmo de la respiración, sonaba como cuando la escuchabas. Una especie de música distinta. Aunque sabía muy bien que a veces los gatos enfermos ronronean al experimentar un alivio momentáneo, o incluso cuando esperan sentirse mejor e intentan adelantarse al ciclo. Había vivido con un gato que hacía eso cuando se acercó el momento de su muerte. Un gato viejo de cincuenta años es un animal impresionante. La pérdida de aquel antiguo eunuco fue una de las primeras que experimentó Wahram en su vida, así que no había olvidado la pena que había experimentado ante aquel ronroneo próximo a la muerte, el sonido de una emoción tan intensa que costaba atribuirle un nombre. Un buen amigo suyo había muerto ronroneando. Por tanto, ese ronroneo de Cisne le provocó un escalofrío de preocupación.
Caminar aturdidos por el túnel después de haber dormido. Las primeras horas de la mañana. Silbar el lento movimiento de la Eroica, música fúnebre de Beethoven para su sentido del oído, escrita como si agonizara en su interior. «Vivimos una hora y siempre es lo mismo», recitó. Luego el lento movimiento del primero de los cuartetos tardíos, Opus 127, variaciones sobre un tema, tan hermoso y complejo; majestuoso como una marcha fúnebre, pero más esperanzado, más enamorado de la belleza. Y el tercer movimiento que seguía era tan intenso y alegre que podía haberse tratado de un cuarto movimiento.
Cisne le dirigió una mirada furiosa.
—Maldito seas, te lo estás pasando en grande —dijo.
Su risotada de bajo, similar al croar de un sapo, fue una sensación agradable en el pecho, tuvo incluso un aire hadrosáurico.
—«Para él el peligro era como un vino» —gruñó.
—¿Qué es eso?
—Diccionario Oxford de Inglés. O al menos fue ahí donde lo vi.
—Te gustan las citas.
—Hemos recorrido un largo camino, y tenemos un largo camino por recorrer, pero aquí en medio estamos en alguna parte.
—Vamos, ¿qué es eso? ¿El texto de una galleta de la fortuna?
—Creo que de Reinhold Messner.
Realmente Wahram tuvo que admitir que lo estaba disfrutando. Sólo quedaban unos 25 días más; no era una cifra como para arrugarse. Podía soportarlo. Era la seudoiteración más iterativa que viviría jamás; interesante por ser una especie de punto de máximo avance para él. Una reductio ad absurdam. Y el túnel no era tanto una cuestión de privación sensorial como una sobrecarga sensorial, pero en determinados elementos concretos: las paredes del túnel, las luces que discurrían a lo largo del techo, al frente y atrás hasta donde alcanzaba su mirada.
Pero Cisne no lo estaba disfrutando. De hecho, ese día concreto parecía peor que cualquier otro anterior. Incluso redujo el paso, algo que nunca había hecho hasta entonces, hasta el punto en que incluso él tuvo que reducir el ritmo para evitar pasar de largo por su lado.
—¿Te encuentras bien? —preguntó después de esperarla.
—No. Me encuentro muy mal. Supongo que ya está pasando. ¿Tú sientes algo?
A Wahram le dolían las caderas, las rodillas y los pies. Tenía los tobillos en condiciones. Dejó de molestarle la espalda en cuanto echó a caminar.
—Algo dolorido —admitió.
—Me preocupa esa última llamarada solar que vimos. Para cuando la ves, la radiación ya te ha alcanzado. Me temo que estuvimos a punto de quemarnos vivos ahí. Estoy hecha mierda.
—Yo sólo estoy dolorido, claro que tú te interpusiste entre la llamarada y en el acceso del ascensor.
—Probablemente nos alcanzó de manera diferente. Eso espero. Vamos a preguntar a esas fieras cómo se encuentran.
Y así lo hicieron durante la siguiente parada, donde, a juzgar por la expresión de sus rostros, los caminantes solares habían estado esperando lo bastante para preocuparse.
—¿Cómo estáis? —preguntó Tron.
—No me encuentro bien —admitió Cisne—. ¿Y vosotros tres?
Se miraron entre ellos.
—Muy bien —dijo Tron.
—¿Ni náusea ni diarrea? ¿No os duele la cabeza ni los músculos? ¿Perdéis pelo?
Los tres caminantes solares volvieron a mirarse y se encogieron de hombros. Después de todo, habían sido los primeros en bajar en el ascensor.
—Yo no tengo mucho apetito —dijo Tron—, pero tampoco la comida apetece mucho.
—A mí sigue doliéndome el brazo —comentó Nar.
Cisne los miró, resentida. Eran caminantes solares, jóvenes y fuertes. Hacían lo que acostumbraban a hacer a diario, excepto que bajo tierra y de espaldas al sol. Se volvió hacia Wahram.
—¿Y tú?
—Yo estoy dolorido —respondió—. No puedo apretar el paso más de lo que lo hago, ni más rato, o se me romperá algo.
Cisne asintió.
—A mí me pasa lo mismo. Es más, quizá deba bajar el ritmo. Me encuentro mal. Así que me estaba preguntando si no sería mejor que vosotros tres apretéis el paso y os adelantéis, para que cuando alcancéis la cara oscura, o encontréis a alguien, podáis decirles dónde encontrarnos.
Los caminantes solares asintieron.
—¿Cómo sabremos cuándo hemos llegado? —quiso saber Tron.
—Dentro de un par de semanas, cuando lleguéis a las estaciones, podréis subir en ascensor a la superficie y echar un vistazo.
—De acuerdo. —Tron miró a Tor y Nar, quienes asintieron a su vez—. Nos adelantaremos en busca de ayuda.
—Muy bien. No corráis, no vaya a ser que os hagáis daño.
Después de aquello, Wahram y Cisne anduvieron a solas. Caminaban durante una hora, descansaban media, y así unas nueve veces; luego hacían una comida larga y dormían. Una hora era mucho tiempo; nueve, con sus respectivos descansos, eran como dos semanas. Silbaban de vez en cuando, pero Cisne no se encontraba bien, y Wahram no quería hacerlo solo, a menos que ella se lo pidiera. Cisne hacía un alto y se retrasaba de vez en cuando en el túnel para hacer sus necesidades; «tengo cagarrinas», dijo una vez, «debo vaciar el traje». A partir de entonces se limitó a decir: «Espera un momento», y luego, al cabo de cinco o diez minutos, lo alcanzaba de nuevo y seguían caminando. Estaba chupada. Se volvió irritable, y a menudo mantenía furiosas disputas con Pauline, y en ocasiones también con Wahram. Desagradable y quejumbrosa. A Wahram le molestaba que se mostrase tan injusta, y lo carente de sentido que era todo aquello que la irritaba y que parecía surgir de la nada, de modo que caminaba sin decir palabra, silbando en ocasiones algún que otro pasaje, de modo que sólo él pudiera oírlo. En esos instantes se esforzaba por recordar una lección que había aprendido en la guardería, y era que había que perdonar los puntos bajos de la gente cuyo humor era variable, porque de otra forma no habría manera de aguantarla. En su guardería había seis así, y el humor de uno de ellos era tan variable que se acercaba a la bipolaridad, lo que finalmente obligó a deshacer en parte el grupo, o eso creía Wahram. Él mismo fue uno de los que fueron incapaces en soportar a esa persona en toda su amplitud. Seis personas mantuvieron allí treinta relaciones, y la sabiduría del hex afirmaba que todas tenían los componentes tenían que ser buenos, a excepción de uno o dos, para que durase. Ni siquiera se habían acercado, pero más adelante, Wahram comprendió que la persona cuyo humor era más variable en la mitad superior del ciclo era precisamente a quien más echaba de menos de todo el grupo. Debía esforzarse por recordar ese hecho y actuar en consecuencia.
Una vez, Cisne se había demorado ya diez minutos y no volvía a reunirse con él; a Wahram le pareció oír un gruñido.
Desanduvo sus pasos y la encontró tendida en el suelo, apenas consciente, con el traje de vacío a la altura de los tobillos, en mitad del proceso de defecar. Y sí, gruñía.
—¡Ay, no! —exclamó Wahram, que se acuclilló a su lado. Ella llevaba puesta la camiseta de manga larga, pero bajo la tela la piel estaba azulada y fría en aquellos puntos en que había estado en contacto con el suelo—. Cisne, ¿me oyes? ¿Te duele?
Le sostuvo en alto la cabeza. Ella parpadeaba apenas.
—Maldita sea —dijo Wahram. No quiso levantarle el traje antes de que pudiera limpiarse—. Bueno, voy a limpiarte yo mismo —dijo. Como cualquier hijo de vecino, había cuidado de bebés y ancianos, y sabía lo que había que hacer. En uno de los bolsillos del traje guardaba papel higiénico; él mismo había tenido que tirar mano a toda prisa de ese recurso recientemente, lo que en ese momento le causó mayor preocupación de la que le había causado hasta el momento. Tenía agua, e incluso algunas toallitas húmedas cortesía de su traje. De modo que lo sacó todo, dio la vuelta a las piernas de Cisne y la limpió. Aunque apartó la vista no pudo evitar reparar que en la mata de vello púbico había un pequeño pene con sus testículos, más o menos donde tenía que haber estado el clítoris, puede que un poco más arriba. Ginandromorfismo; no le sorprendió. Terminó de asearla, intentando ser concienzudo y rápido a la vez, y luego le pasó el brazo por su hombro y la levantó —pesaba más de lo que esperaba—, antes de levantarle el traje de vacío hasta la cintura, momento en que volvió a sentarla en el suelo. Le pasó los brazos por las mangas. Por suerte, la Inteligencia Artificial de un traje se comporta como el perfecto mayordomo para acomodar a su ocupante. Pensó en la mochila que cargaba, que descansaba en el suelo; había que cogerla, y decidió ponerla a la espalda de Cisne. Una vez estuvo todo preparado, la levantó y la llevó unos pasos al frente. Al ver que Cisne echaba la cabeza atrás y no recuperaba la conciencia, se detuvo.
—¿Cisne, me oyes?
Ella gruñó, parpadeando. Le pasó el brazo por detrás del cuello y la cabeza, para levantarla.
—¿Cómo? —dijo ella, por fin.
—Te has desmayado —dijo—. Cuando estabas defecando.
—Ah. Irguió la cabeza y rodeó el cuello de Wahram con los brazos.
Él echó a andar de nuevo. Ahora que al menos se aferraba a él había dejado de parecerle tan pesada.
—Tenía la tensión por los suelos —dijo—. ¿Me ha vuelto la regla?
—No, no creo.
—Pues estoy como si la tuviera. Menudo dolor. Pero no me veo hinchada como suelo.
—Tal vez no.
De pronto se sacudió en sus brazos, apartándose de él lo bastante para poder mirarle a la cara.
—Ay, Dios. Mira… Te diré que los hay que no quieren ni ponerme la mano encima. Tengo que contártelo. ¿Sabes esa gente que ingiere algunos de los alienígenas de Encélado?
—¿Que ingieren qué?
—Sí. Una infusión que es una batería de bacterias. Ingieren algo de enceladanos, porque se supone que es beneficioso. Yo lo hice. Hace mucho. Pues los hay que no congenian con la idea. Ni siquiera quieren tocar a nadie que lo haya hecho.
Wahram tragó saliva ruidosamente, experimentando una repentina sensación de náusea. ¿Se debía al microbio alienígena, o al hecho de pensar en él? No había forma de saberlo. Lo hecho hecho está, no había forma de cambiarlo.
—Creo recordar que la batería de bacterias enceladanas no se considera especialmente infecciosa.
—No, eso es verdad. Pero se transmite por los fluidos corporales. Me refiero a que tiene que introducirse en la sangre, creo. Aunque yo los ingerí. Tal vez sólo deba llegar a las entrañas, eso es. Por eso la gente se preocupa. Pues…
—Estaré bien —aseguró Wahram. La llevó un rato, consciente de que ella estaba atenta a la expresión de su rostro. A juzgar por lo que había visto en el espejo al afeitarse, no creía que hubiese gran cosa que valiera la pena contemplarse.
—Te has hecho algunas cosas muy extrañas —dijo sin pretenderlo.
Ella torció el gesto y apartó la vista.
—La condena moral del prójimo se considera una grosería, ¿no te lo parece?
—Sí. Por supuesto. Aunque me he dado cuenta de que lo hacemos constantemente. Pero me refería a lo raro que me parece, no pretendía condenarlo moralmente.
—Ah, claro. Lo extraño es tan bueno…
—¿No? Todos somos extraños.
Ella volvió de nuevo el rostro hacia él.
—Lo soy, eso lo sé. En muchos aspectos. Y supongo que habrás reparado en otro de ellos —dijo, mirándose el regazo.
—Sí —dijo Wahram—. Aunque eso no es lo que te convierte en extraña.
Ella rió débilmente.
—¿Has tenido hijos? —preguntó Wahram.
—Sí. Imagino que eso también te parecerá extraño.
—Sí —dijo él, muy serio—. Aunque yo soy andrógino, y en una ocasión di luz a un hijo. Así que, ya sabes, me parece una experiencia de lo más chocante, sin importar cómo suceda.
Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró con atención, sorprendida.
—Vaya, no lo sabía.
—No se trata de algo que sea relevante para lo que nos concierne —dijo Wahram—. Forma parte del pasado, ya sabes. Además, he llegado a la conclusión de que la mayoría de los viajeros espaciales de cierta edad lo han intentado casi todo, ¿no crees?
—Supongo que sí. ¿Qué edad tienes?
—Ciento once años. ¿Y tú?
—Ciento treinta y cinco.
—Estupendo.
Ella rebulló en sus brazos, levantando un puño con gesto de burlona amenaza.
—¿Crees que podrías caminar por tu cuenta? —preguntó él a modo de respuesta.
—Puede. Déjame intentarlo.
Le puso los pies en el suelo sin soltarla. Ella se apoyó en él y dio unos pasos del brazo de él, irguió la espalda y avanzó lenta, muy lentamente, por su cuenta.
—No tenemos que caminar —le recordó—. Me refiero a que podríamos llegar al siguiente andén y esperar en el refugio.
—Veamos qué tal me va. Siempre podemos tomar la decisión cuando lleguemos.
—¿Crees que ha sido el sol lo que te ha hecho enfermar? —preguntó Wahram—. Porque debo decir que para tratarse de la gravedad de Mercurio, me duelen mucho las articulaciones.
Ella se encogió de hombros antes de responder.
—La llamarada bastó para freír las comunicaciones. Dice Pauline que yo encajé diez sievert.
—Guau. —El índice de Dosis Letal 50 estaba en torno a los treinta, pensó—. Mi consola de muñeca me hubiese avisado si llego a encajar tanto. Cuando comprobé la lectura sólo había subido tres. Claro que tú me cubriste cuando esperábamos a que subiese el ascensor.
—Bueno, no había motivo para que ambos encajásemos un impacto de lleno.
—Supongo que no. Pero podríamos habernos turnado.
—Tú no sabías lo de la llamarada. ¿Cuánto llevas en tu vida?
—Alrededor de los doscientos —respondió él. Todos dependían de la reparación de ADN del tratamiento de longevidad para permanecer en el espacio tanto como lo hacían.
—No está mal —dijo ella—. Yo en los quinientos. —Exhaló un suspiro—. Esto podría ser la puntilla. O puede que sólo haya matado la bacteria que llevo dentro. Creo que eso es lo que ha pasado. Espero. Aunque también se me está cayendo el cabello.
—A mí probablemente me duelan las articulaciones debido a la caminata —dijo Wahram.
—Podría ser. ¿Qué haces para mantenerte en forma?
—Ando.
—Eso no es que ponga a prueba tu aparato cardiovascular.
—Aspiro y expiro mientras camino y hablo. —Intentaba distraerla.
—¿Eso es otra cita?
—Creo que acabo de inventármela. Es uno de mis mantras de la rutina diaria.
—Rutina diaria.
—Me gusta la rutina.
—No me extraña que seas feliz aquí.
—Es cierto, está vida que llevamos se caracteriza por la rutina.
Avanzaron un buen rato en silencio por el túnel. Cuando llegaron a la siguiente estación dieron la jornada por terminada, y se acomodaron dispuestos a descansar unas horas más de la cuenta, además de dormir durante toda la noche. Cisne se alejó por el túnel para hacer algo, y después volvió y se quedó dormida. Pareció descansar bien, sin ronroneos. A la mañana siguiente quería reanudar la caminata, asegurando que se lo tomaría con calma, así que continuaron.
Las luces no dejaron de dibujarse al frente, en el terreno lejano, además de hacerlo en lo alto, en el largo arco cenital. Daba la impresión de que continuamente se disponían a emprender el descenso de una colina. Wahram procuraba clavar la mirada en una luz concreta, pero no podía tener la certeza de que un despiste lo llevase a confundirla por otra. Podía transformarlo en una especie de unidad de medida: la visión del horizonte; multiplicada tantas veces, no estaba seguro de cuántas.
—¿Puedes preguntar Pauline qué distancia nos separa del horizonte? —preguntó una vez.
—Yo lo sé —dijo Cisne, sucinta—. Tres kilómetros.
—Ya veo.
De pronto no le pareció que tuviese mucha importancia.
—¿Silbamos? —preguntó Wahram después de que hubieron caminado durante media hora.
—No. Estoy cansada de silbar. Cuéntame una historia. La tuya, quiero oír cosas que no sepa de ti.
—Ah, eso no será difícil. —De pronto no se le ocurrió por dónde empezar—. Bueno, nací hace ciento once años, en Titán. Mi madre era una mujer procedente originalmente de Calisto, joviana de tercera generación, y mi padre era un andrógino de Marte, que se exilió durante uno de sus conflictos políticos. Crecí principalmente en Titán, pero en aquella época todo estaba muy virgen, había algunas estaciones y unas pocas poblaciones pequeñas cubiertas por cúpula. También viví unos años en Herschel cuando fui a la escuela, y en Phoebe, y en una de las estaciones orbitales polares, y recientemente en Jápeto. Casi todo el mundo en el sistema de Saturno se traslada constantemente para hacerse una idea de conjunto, sobre todo si trabajas de funcionario.
—¿Hay mucha gente que se dedique a eso?
—Todo el mundo tiene que pasar por la instrucción básica, y dedicar cierta cantidad de tiempo a Saturno, como lo llaman ellos, y también puede que salga su nombre seleccionado en la lotería para tomar parte en el gobierno. Los hay que, una vez escogidos al azar, llegan a aficionarse al puesto y luego continúan por propia voluntad. Eso es lo que me pasó a mí. Uno de mis últimos destinos fue en Hiperión, un lugar muy pequeño por el que acabé sintiendo mucho aprecio, fue muy extraño.
—Ya estamos otra vez con esa palabra.
—Bueno, es que la vida lo es, o eso me parece. —Canturreó—: La gente es extraña, cuando tú eres extraña. —Pero interrumpió la canción para reanudar su relato—. Hiperión es muy raro. Por lo visto se trata de una colisión entre dos lunas de más o menos el mismo tamaño. Lo que ha quedado parece el lateral de un panal, y el contorno de los agujeros es blanco, mientras que el polvo que llena los agujeros hasta la mitad de su altura es negro. De modo que cuando caminas por los bordes, o flotas sobre esa cara de la luna, recuerda mucho a una hermosa obra de arte.
—Un enorme goldsworthy —dijo ella.
—Algo así. Y es fácil que tu presencia perturbe el lugar, de modo que surgen dudas de cómo levantar una estación, incluso de si debe hacerse, y cómo debería de gestionarse si se instalase una con carácter permanente. Después de ayudar en ese proceso acabé con la sensación de ser el conservador de un museo, o algo parecido.
—Interesante.
—Eso me pareció. De modo que regresé a Jápeto, que también es un lugar increíble para vivir; es como descorrer una cortina y mirar desde otro ángulo para tener una mejor vista del conjunto del sistema, y del motivo de que te cause esa sensación. Allí estudié gobierno de la terraformación, y las artes de la diplomacia, tales como…
—¿El hombre honesto a quien su país envía para mentir en su nombre?
—Ah, desearía que no se ajustase como descripción del diplomático. Al menos a mí no se me ajusta, y espero que a ti tampoco.
—No creo que podamos escoger lo que significan las palabras.
—¿No? Creo que sí.
—Sólo dentro de ciertos límites —dijo ella—. Pero continúa.
—Bueno, pues después de ese volví a Titán y trabajé allí en su terraformación. Fue durante esos años cuando tuve a mis hijos.
—¿Con parejas?
—Sí, mi guardería tuvo seis padres y ocho hijos. Los veo de vez en cuando. Casi siempre es un placer verlos. Procuro no preocuparme por ellos. Quiero a mis hijos; recuerdo partes de sus vidas que ni siquiera ellos recuerdan. Creo que eso me parece más interesante a mí que a ellos. No importa. La memoria es tramposa. Recuerdas épocas que te gustaron, y quieres recuperar una parte de ellas. Pero sólo obtienes cosas nuevas. Así que procuro contentarme con lo que tengo. Cómo lograrlo no es algo que sea evidente. Creo que cuando afrontas tu segundo siglo se vuelve difícil.
—Nunca dejó de serlo —opinó ella.
—Es verdad. Este mundo me parece muy misterioso. Me refiero a que escucho lo que dice la gente acerca del universo, pero no sé qué utilidad tiene. A mí me suena a sinsentido. Así que coincido con aquellos que dice que tenemos que darle nuestro propio significado. Encuentro útil el concepto de proyecto. Algo que hacer en el presente, y que poder recordar haber hecho en el pasado, algo que esperar a hacer en el futuro, con tal de crear algo. Una obra de arte que no necesite ser artística de por sí, sino algo humano que valga la pena hacerse.
—Eso es existencialismo, ¿verdad?
—Sí, creo que así es, no veo cómo puede evitarse.
—Hmm. —Ella lo meditó. La luz le hacía mechas blancas y brillantes en el cabello negro—. Háblame de eso que llamas guardería. ¿Cómo funcionaba?
—En Titán encontrarás grupos de personas más o menos de una misma edad que fueron educadas juntas y trabajaron juntas. De estos grupos surgirían pequeñas cohortes que se agruparían a su vez para educar niños. Por lo general los grupos consisten de seis personas o menos. Había formas distintas de estructurarlos. Dependía de las compatibilidades. Se creía en esa época que las parejas no bastaban para asegurar una continuidad a largo plazo, que de hecho duraban menos de la mitad que otros modelos, y que los niños necesitaban más. De modo que el número se hizo mayor. Casi todo el mundo lo consideraba un modelo educativo, y no un arreglo de por vida. Por eso se adoptó el nombre de guardería. Con el paso del tiempo se hirieron muchas sensibilidades. Pero si tenías suerte podía ser muy beneficioso una temporada, así que tenías que aprovechar ese periodo y, luego, seguir adelante cuando llegase el momento. Yo aún mantengo el contacto con ellos, aún somos, en cierto modo, parte de la guardería. Pero los niños han crecido, y rara vez nos vemos ya.
—Comprendo.
Pasaron largo rato en silencio, caminando, y Wahram se sentía a gusto en compañía de Cisne, y no estaba dolorido.
Fue entonces cuando Cisne dijo, con vehemencia:
—No puedo soportar más este lugar. Nada cambia. Es como una cárcel, o una escuela.
—Nuestra vida submercuriana —dijo él, un poco ofendido porque se lo había estado pasando bien. Claro que ella estaba enferma—. Pronto terminará.
—No tan pronto como desearía. —Ella sacudió la cabeza, malhumorada.
Siguieron andando, hora tras hora. Todo siguió siendo igual. Cisne caminaba mejor que antes de desmayarse, pero seguía siendo más lenta que al principio. A Wahram no le importaba; de hecho, disfrutaba del paso lento. Aún se sentía dolorido por las mañanas, pero no tenía la impresión de que aquello fuese a peor; tampoco sentía debilidad o náuseas, aunque estaba atento a los síntomas. Por ejemplo, a menudo se sentía algo mareado. Cisne se había arrancado casi todo el cabello.
—¿Y tú? —dijo Wahram una vez—. Háblame más de ti. ¿De veras te pasas horas tumbada y desnuda sobre bloques de hielo? ¿Te hacías cortes en la piel para dibujar en ella con tu sangre?
Ella caminaba por delante, y la vio titubear, antes de detenerse y cederle el puesto.
—Prefiero no tener que volver la cabeza —dijo cuando pasó por su lado—. Y sí —añadió cuando echaron de nuevo a andar—. Hice todas esas cosas, y otros muchos abramovics. Creo que el cuerpo constituye un material excelente para el arte. Aunque eso fue cuando estaba en la cincuentena.
—¿Y antes?
—Nací en Terminador, como ya te dije. En ese momento la estaban construyendo, y yo crecí en la granja cuando aún instalaban los sistemas de irrigación. Fue tremendo cuando llegó la tierra. Llegó en unos tubos enormes, como cemento húmedo, pero en negro. Estuve jugando allí con mi madre mientras cuidábamos de la primera cosecha y las plantas del parque empezaron a crecer. Un lugar estupendo para disfrutarlo de niño. Cuesta creer que todo habrá muerto cuando volvamos a la superficie. Tengo que verlo para creerlo. Pero bueno, allí fue donde crecí.
—El pasado siempre queda atrás —señaló Wahram—. Siga en pie allí el lugar o no.
—Tal vez para ti, oh, hombre sabio, pero yo nunca he sentido eso —dijo ella—. En fin, después estuve viviendo una temporada en Venus, trabajando para Shukra. Luego diseñé terrarios. Más tarde me trasladé para hacer obras de arte, sobre todo paisajes y arte corporal. Los Goldsworthies y abramovics que aún considero interesantes y siguen siendo mi principal fuente de ingresos. Así que voy y vuelvo, trabajando por encargo. Pero tengo mi hogar en Terminador. Mis padres fallecieron, así que mis abuelos, Alex y Mqaret, ocuparon su puesto. Te resultaría imposible criticar el modelo de pareja si los consideraras a ellos. Pobre Mqaret.
—No, lo sé —replicó él—. Yo me refería a educar niños, eso es lo que parece que requiere de más de dos personas. También tú tendrás experiencia en eso.
Ella levantó la vista del suelo para mirarle.
—Uno de ellos anda por ahí. La hija que tuve con Zasha falleció.
—Lo lamento.
—Sí, bueno, era mayor. No quiero hablar de eso ahora.
De hecho redujo el paso, y cuando se volvió para mirarla la vio algo encorvada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Estoy algo débil.
—¿Quieres que paremos a descansar?
—No.
Siguieron avanzando, en silencio.
La ayudó a pasar la hora, pasándole el brazo por la espalda y cargando con parte de su peso. Después de descansar, ella se levantó con dificultad y siguió caminando sin atender a razones. Cuando alcanzaron el siguiente andén, él rebuscó en todos los armarios del lugar, y en el último que registró, porque siempre que buscas algo está en el último lugar posible, encontró una especie de camilla con ruedas con el asidero en un extremo que se alzaba a la altura del pecho. Medía dos metros de largo por uno de ancho y la tabla apenas levantaba del suelo lo que las ruedas.
—Pongamos aquí las mochilas y lo empujaremos —sugirió.
—¿Ahora te ha dado por tirar de mí?
—Llegado el caso, sería más sencillo que llevarte a cuestas.
Ella dejó la mochila en el carro, y a la mañana siguiente echó a andar por delante de él. Al principio, Wahram tuvo que apretar el paso; luego la alcanzó; finalmente redujo la marcha para mantenerse a la altura de Cisne.
Hora tras hora. Sin decir una palabra, a veces ella se sentaba en el carro. Arriba en la superficie, sobre ellos, desfilaban los cráteres y los accidentes del terreno bautizados con los nombres de los grandes artistas de la Tierra; pasaron por debajo de Ts’ao Chan, Philoxenus, Rumi, Ives. Wahram silbó Columbia, the Gem of the Ocean, la cual Ives había incorporado a una de sus peculiares composiciones. Pensó en I Died As Mineral y deseó haberla memorizado mejor.
—Morí como mineral y crecí como una planta, morí como planta y nací animal; ¿cuándo perdí al morir? —citó.
—¿De quién es eso?
—De Rumi.
Más silencio. Caminaban por la larga curva del túnel. Las paredes estaban rotas, era como si les hubiesen dado un tratamiento de calor más intenso del habitual para impermeabilizarlas. Vetas de negro sobre negro. Todo un conjunto de grietas y resquebrajaduras que se extendía hacia el infinito.
Lanzó un gruñido y abandonó el carro para caminar en dirección contraria.
—Un momento, tengo que ir otra vez.
—Ay, buena suerte.
Al cabo de un buen rato oyó un gruñido lejano que quizá correspondía a una petición de ayuda ahogada. Recorrió el túnel, empujando el carro.
Había vuelto a desmayarse con el traje bajado. De nuevo tuvo que limpiarla. Esa vez estaba un poco más consciente, y se limitó a apartar la vista; hubo un momento en que incluso quiso apartarle las manos. En plena faena le miró con ojos llorosos y resentimiento en la mirada.
—Yo no estoy aquí —dijo—. En realidad no estoy aquí.
—Bueno, entonces yo tampoco lo estoy —dijo él, un poco ofendido.
Cayó de espaldas. Al cabo de un rato, dijo:
—Entonces aquí no hay nadie.
Cuando Wahram hubo terminado y ella volvió a estar vestida, la llevó al carro y lo empujó por el túnel. Cisne yacía tumbada sin decir una palabra.
En el siguiente alto que hicieron en el camino le ofreció un poco de agua enriquecida con nutrientes y electrolitos. El carro, como ella había aventurado cuando Wahram lo encontró, empezaba a convertirse en una camilla de hospital. De vez en cuando, Wahram silbaba un poco, a Brahms por lo general. Había una estoica resolución en la melancolía que impregnaba la obra de Brahms que le parecía muy apropiada en ese momento. Aún tenían por delante veintidós días.
Esa noche descansaron en silencio. La escena había dado paso al comportamiento animal que a menudo sigue a crisis como la vivida: mirar a otra parte, los preparativos del sueño efectuados mecánicamente; el dolor que se adentra en el sueño, refugio invisible. La comodidad requería el respeto de la seudoiteración. Lamerse las heridas. Todas esas cosas habían pasado antes y volverían a pasar.
Una mañana, Cisne se levantó e intentó caminar. Al cabo de veinte minutos volvió a sentarse en el carro.
—Esto es preocupante —dijo con un hilo de voz—. Si he perdido tantas células…
Wahram no hizo ningún comentario. Siguió empujando el carro. De pronto, se le ocurrió pensar que tal vez Cisne moriría en el túnel sin que él pudiese hacer nada para evitarlo, y experimentó náuseas, lo que le aflojó las piernas. Una estancia en el hospital hubiese sido beneficiosa.
Después de otro largo silencio, dijo Cisne en voz baja:
—Supongo que antes disfrutaba arriesgando la vida. El subidón del miedo, la adrenalina. La emoción de sobrevivir al peligro. Era una especie de decadencia.
—Eso opinaba mi madre.
—Como en esos cuentos de terror en que los personajes intentan despertar de una pesadilla. Pero todo eso es un error. Pongamos que acompañas a alguien que va a morir. Todas las imágenes que ves salen de los cuentos de terror. Ves que esas imágenes surgen de donde estás, a pesar de lo cual sigues ahí plantado. Y al cabo de un tiempo comprendes que es así como son las cosas. Todo el mundo pasa por eso. Ayudas, pero en realidad no puedes ayudar, tan sólo te sientas y esperas. Con el tiempo sostienes la mano de un muerto. Supuestamente se trata de una pesadilla. Las manos huesudas surgen del suelo para atraparte y arrastrarte, y demás, cuando en la realidad todo es natural. Todo ello es completamente natural.
—¿Sí? —preguntó Wahram, al ver que ella llevaba rato callada.
—El cuerpo intenta seguir con vida —continuó entonces ella—. No es tan… Es natural. Quizá lo comprendas si lo explico de otra manera. Primero muere el cerebro humano, luego el cerebro animal, luego el de lagarto. Como ese Rumi tuyo, sólo que al revés. El cerebro de lagarto intenta con su último soplo de energía mantenerlo todo en marcha. Lo he visto. Es una especie de anhelo. Es una fuerza real. La vida quiere vivir. Pero con el tiempo hay un nexo que se rompe. La energía deja de fluir al lugar donde debe hacerlo. La última batería se agota. Entonces morimos. Nuestros cuerpos regresan a la tierra, vuelven a ser suelo. Un ciclo natural. Y… —Volvió la vista para mirarle—. ¿Y qué? ¿A qué viene el terror? ¿Qué somos?
Wahram se encogió de hombros.
—Animales filósofos. Un extraño accidente. Una rareza.
—O tan comunes como quepa desear, pero…
No continuó.
—¿Dispersos? —aventuró Wahram—. ¿Temporales?
—Solos. Siempre solos. Incluso cuando tocamos a alguien.
—Bueno, eso nos daría que hablar —dijo él, titubeando—. Eso que dices también forma parte de la vida. No sólo se trata de todo ese rollo del lagarto. Salimos al mundo y a veces superamos el foso.
Ella sacudió la cabeza, entristecida.
—Yo siempre caigo en él.
—Hmm. Eso sería un problema —dijo sin mostrarse afectado—. Pero no veo cómo eso puede ser cierto. Teniendo en cuenta lo que me has contado. Y lo que he visto desde que nos conocemos.
—Cómo te sientas es lo que importa.
Pensó en ello un rato. Las luces desfilaron en lo alto, mientras la empujaba en el carro. ¿Sería cierto eso? ¿Lo que uno pensara respecto a lo que hacía lo convertía en bueno o malo, sin importar lo que fuera que hicieras, o lo que los demás percibieran? Después de todo había muchas cosas que dependían del pensamiento. La definición actual médica del término neurótico era sencillamente la tendencia de concebir pensamientos negativos. Si mostrabas esa tendencia, pensó, mirando la cabeza rala de Cisne, si eres neurótico, entonces el material con el que trabajas sería prácticamente infinito. ¿Eso era así? Aquí y allá había grupos de átomos que sentían en su interior que algo importaba, incluso contemplando las estrellas, incluso dentro de un túnel que parecía dar vueltas sobre sí mismo hasta el infinito. Los grupos de átomos se desunían y desmoronaban. Por tanto, enfrentados a eso: ¿buenos o malos pensamientos?
Silbó el principio de la Novena de Beethoven, planteándose arrastrarla por aquel tramo de negros pensamientos hasta la salida, llevada de la mano del viejo maestro y la tragedia descrita en el primer movimiento de la sinfonía. Saltó hasta la frase repetida próxima al final del movimiento, aquella que Berlioz había tomado por fe de locura. La repitió. Era una melodía sencilla que había usado para caminar cuesta arriba toda su vida. Ahora caminaban ladera abajo, pero encajaba perfectamente con su ánimo. Siguió silbando las ocho notas una y otra vez. Seis abajo, dos arriba. Claro y sencillo.
Finalmente, Cisne, sentada ante él en el carro, con la espalda apoyada en la barra de la que se servía él para empujar, habló de nuevo, arrastrando un poco las palabras; lo hizo como si se dirigiera a Pauline.
—Me pregunto si la gente sabe que estamos vivos. Nunca se sabe. Hubo un tiempo en que significó algo, pero luego el tiempo cambio y tú cambiaste y ellos cambiaron. Y entonces desapareció. Ella ya no tiene nada que decirme.
Hubo una larga pausa.
—¿Quién es el padre de tu hijo? Porque son de padres distintos, ¿verdad?
—Sí. No sé quién era el padre. Me quedé embarazada en Fassnacht, cuando todo el mundo se pone una máscara. Me gustó el aspecto de un hombre. Ella sabe quién es, ella lo buscó.
—¿Te gustó el aspecto de un enmascarado?
—Sí. El aspecto de lo que podrías llamar su comportamiento.
—Comprendo.
—No quería complicaciones. En esa época era una práctica convencional. Ahora no lo haría de ese modo. Aunque nunca lo sabes hasta que es demasiado tarde. Desarrollas un foile a deux durante algunos años, es muy intenso, pero es una locura, y cuando sales no puedes mirar atrás sin sentirte… No puedes evitar preguntarte si valió la pena o no. Lo echas de menos, pero también lo lamentas, es estúpido. No dejo de hacer cosas, pero aún no sé qué hacer.
—Vivir y dedicarte al arte —dijo él.
—¿Quién dice eso?
—Creía que tú misma.
—No lo recuerdo. Tal vez sí. Pero ¿qué pasa si resulta que no se me da muy bien el arte?
—Es un proyecto a largo plazo.
—Y hay personas que tardan en demostrar lo que valen, ¿te refieres a eso?
—Sí, supongo. Algo por el estilo. Tú sigues teniendo oportunidades.
—Puede, pero, ya sabes, estaría bien progresar de algún modo. No cometiendo los mismos errores una y otra vez.
—Espirales —sugirió él—. Espiral arriba, donde hacer las mismas cosas a mayor escala. Ahí reside el arte del asunto, sin importar a qué te dediques.
—Tal vez para ti.
—Pero no hay nada inusual en mí.
—Permíteme discrepar.
—No, nada inusual. Soy el príncipe de la mediocridad.
—¿Tan seguro estás de esa definición?
—Soy el ejemplar perfecto de ella. El camino del medio. La mitad del cosmos. Pero sólo en la medida en que la mayoría de la humanidad lo es. Extraño atributo del infinito. De algún modo todos estamos en el medio. En fin, es una manera de verlo que me parece útil. Solía hacer cosas. Para estructurar mi proyecto, por decirlo de algún modo. Parte de una filosofía.
—Filosofía.
—Bueno, sí.
Ella guardó silencio, pensativa.
—Tal vez lo hayamos pasado de largo —sugirió Cisne un día mientras caminaba detrás de él—. Puede que hayamos andado todo el camino bajo el sol y también bajo la cara oculta, y ahora estemos de nuevo bajo el sol. Puede que nos hayamos despistado, que hayamos perdido la noción del tiempo o de la distancia. Quizá nos has jodido bien jodidos con tu ineptitud, igual que Pauline.
—No —replicó él.
Cisne le ignoró, mascullando todas las cosas que podían haberse torcido mientras habían estado bajo tierra. La lista demostró ser asombrosamente larga, de una inventiva retorcida: podían haberse desorientado y caminaban en ese momento en dirección oeste; podían haberse colado en otro túnel que se dirigía hacia el polo norte; podían haber evacuado Mercurio y ellos eran las únicas personas que quedaban en el planeta; podían haber muerto víctimas de la radiación, y el primer ascensor que tomaron los había llevado al infierno. Wahram se preguntó si hablaría en serio, confiando en que no fuese así. Había tantas cosas que la hacían infeliz. Los ritmos circadianos; posiblemente estaba caminando cuando debía de estar durmiendo. Hacía muchos años había descubierto que no podías fiarte de nada que pensaras entre las dos y las cinco de la mañana; en esas horas oscuras el cerebro se ve privado de ciertos combustibles necesarios para funcionar adecuadamente. Se vuelven sombríos los pensamientos y el estado de ánimo hasta adoptar una negritud total. Es mejor dormir o, si eso falla, descartar por adelantado cualquier reflexión o estado de ánimo que se produzca en esas horas, y ver qué trae el nuevo día, visto desde una perspectiva nueva. Se preguntó si podría preguntarle al respecto sin ofenderla. Probablemente no. Ya se mostraba muy irritable, y parecía desdichada.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Nunca llegaremos a ninguna parte.
—Imagina que no íbamos a ningún lado, incluso antes de llegar a este lugar. No importaría a donde nos moviésemos, porque nunca llegaríamos a ninguna parte.
—Pero eso es un error. Por Dios, cómo odio tus filosofadas. Pues claro que hubiésemos llegado a alguna parte.
—Hemos recorrido un largo camino, y tenemos un largo camino por recorrer.
—Por favor, qué te jodan a ti y a tus galletas de la fortuna. Ahora estamos aquí. Es demasiado largo. Demasiado largo…
—Considéralo un pasaje ostinato. Enconado en su repetición.
Pero ella guardó silencio, y después empezó a gemir. Al principio fue un canturreo, un sonido que ni ella sabía que pudiese hacer. Gruñidos cortos, muestras de pesar. Como quien llora.
—No quiero hablar —dijo cuando él insistió—. Cierra la boca y déjame en paz. No me sirves de nada. Cuando las cosas se tuercen, eres un inútil.
Esa noche llegaron a otra estación subterránea con ascensor. Comió como quien introduce pilas en una máquina. Después se puso a murmurar otra vez, yendo de un lado a otro. Posiblemente hablaba con su Pauline. Así continuó la cosa, con ese murmullo en el oído. Llevaron a cabo las abluciones en el túnel sin incidentes, y luego se tumbaron en las mantas dispuestos a dormir. El murmullo continuó. Al cabo de un rato de sollozar, se quedó dormida.
A la mañana siguiente no quiso comer, hablar o moverse. Siguió tumbada como en estado catatónico, o víctima de un síncope, o sencillamente paralizada.
—¿Puedes hablar, Pauline? —preguntó en voz baja Wahram, al ver que Cisne no decía nada.
Una voz ahogada que procedía del cuello de la mujer respondió que sí.
—¿Qué puedes decirme sobre las constantes vitales de Cisne?
—No —dijo la propia Cisne con la voz de quien habla en sueños.
—Las constantes vitales de que dispongo son prácticamente normales, exceptuando el dato correspondiente al nivel de azúcar en la sangre.
—Tienes que comer —dijo Wahram a Cisne.
Ella no respondió. Le dio con cuchara agua con electrolitos, como quien da de comer a un bebé. Y cuando ella dio unos sorbos sin babear, Wahram dijo:
—Ahí arriba es mediodía. En la superficie, me refiero. Mediodía. El sol está en el punto más alto. Habrá que llevarte arriba para que puedas echar un vistazo al sol.
Cisne abrió un párpado y levantó la vista hacia él.
—Tenemos que verlo —insistió él.
Ella levantó el torso del suelo.
—¿Eso crees?
—¿Es posible? —preguntó a su vez Wahram.
—Sí —respondió ella tras meditarlo unos instantes—. Lo es. Podemos ponernos a la sombra de las vías. A mediodía es menos perjudicial que por la mañana o la tarde, porque los fotones caen rectos y son menos los que alcanzan el traje. Pero no deberíamos quedarnos mucho rato.
—Está bien. Tienes que verlo, y es el momento adecuado. Mediodía en Mercurio. Vamos.
La ayudó a levantarse. Buscó los cascos y los llevó a la cabina del ascensor; volvió para recoger a Cisne, y la acompañó al acceso. Mientras subían le puso el casco y lo cerró herméticamente, comprobó el nivel de oxígeno e hizo lo mismo con el suyo. Los trajes mostraron lecturas correctas. La cabina del ascensor se detuvo. Wahram sintió fuerte el pulso en las puntas de los dedos.
Las puertas del ascensor se abrieron en el andén superior, momento en que el mundo se volvió blanco. Los cascos ajustaron el paso de la luz, y entonces el mundo se dibujó ante sus miradas negro y blanco. A la izquierda y ligeramente abajo estaban las vías de la ciudad, de un blanco resplandeciente. A la derecha se extendía hasta el horizonte el paisaje mercuriano a mediodía. A falta de atmósfera, la tierra era lo único que encajaba la fuerza del sol; ardía como cubierta por un manto de fuego blanco. El negro del visor era tan profundo que no se distinguían las estrellas. Había una llanura blanca, coronada por un hemisferio negro. El blanco vibraba.
Cisne salió de la cabina al andén.
—¡Eh! —la llamó Wahram, yendo tras ella—. ¡Vuelve aquí!
—¿Cómo quieres que veamos el sol desde ahí? Vamos, no pasa nada si sólo estamos un rato.
—El anden debe de estar a 700 grados Kelvin, como el resto.
—Las suelas de las botas resisten sin problemas esa temperatura.
Asombrado, Wahram la dejó ir. Ella volvió la cabeza para mirar hacia el sol. Wahram no pudo evitar seguir el recorrido de esa mirada hasta recalar en la intensa explosión. Atemorizado, bajó los ojos. La imagen impresa en la retina se demoraba allí para que pudiera disfrutar de ella: un círculo que era rojo y blanco al mismo tiempo, gigantesco en su visión. El sol, real, por fin. El visor había adoptado un tinte totalmente negro, a pesar de lo cual el terreno era blanco, surcado por imperceptibles líneas negras. Cisne seguía mirando al cielo. Después de morirse de sed, se ahogaba en el torrente. Siguió su ejemplo, haciendo acopio de valor, y levantó la vista de nuevo. La superficie del sol era un amasijo de blancos tentáculos. Vibraba como sacudida por olas térmicas; entonces comprendió que era su corazón el que hacía que todo su cuerpo temblase, tanto que la visión vacilaba. Un círculo de fuego blanco en un cielo negro carbón sin estrellas. Gallardetes blancos que ondeaban unos sobre los otros inscritos en el círculo, el movimiento sugería la existencia de una inmensa inteligencia viva. Un dios, sí, ¿por qué no? Desde luego parecía un dios.
Wahram apartó la mirada y tomó a Cisne del brazo.
—Vamos, Cisne. Volvamos dentro. Ya has recibido la infusión.
—Dame un segundo.
—Cisne, no lo hagas.
—No, espera. Mira ahí, junto a la vía —dijo, señalando—. Se acerca algo.
Y ahí estaba. Procedente del este, en el terreno llano que había junto a la vía más exterior, se les acercaba un vehículo pequeño. Se detuvo al pie de la escalera de que daba al andén, y se abrió una puerta lateral. Salió del interior una figura vestida con traje de vacío que los saludaba con la mano.
—¿Es posible que nuestros caminantes solares hayan enviado a alguien a buscarnos? —preguntó Wahram.
—No lo sé —dijo Cisne—. ¿Ha pasado suficiente tiempo?
—No lo creo.
Bajaron la escalera. Wahram llevaba a Cisne del brazo, aunque parecía tener un paso más firme. Rejuvenecida, quizá, por la visión del sol a mediodía. O por la perspectiva del rescate. Entraron en la esclusa del coche, y, una vez presurizada la esclusa, accedieron al interior, un compartimento amplio donde se quitaron el casco para poder hablar. Sus salvadores no daban crédito. Cruzaban la cara solar a buena velocidad, y desde luego no habían contado con ver a nadie de pie en los andenes, ¡y además mirando el sol!
—¿Cómo coño habéis llegado aquí? ¿Qué estáis haciendo?
—Somos de Terminador —explicó Wahram—. Hay tres más ahí abajo, a cierta distancia de aquí hacia el este.
—Ah, pero… ¿cómo habéis…? En fin, pongámonos en marcha. Ya nos lo contaréis más adelante.
—Por supuesto.
—Mirad, sentaos junto a la ventana y echad un vistazo. El paisaje es asombroso.
El vehículo arrancó. Pasaron de largo la estación por la que habían asomado a la superficie. Los habían rescatado. Cisne y Wahram cruzaron la mirada.
—¡Ay, no! —protestó Cisne, débil, como quien acaba de presenciar un desastre inesperado, como si fuese a echar de menos la segunda mitad de la caminata.
Y eso a él le arrancó una sonrisa.