TERCERA MEDITACIÓN:
EL TRABAJO CON LOS SENTIMIENTOS Y CON LAS EMOCIONES
El novelista ruso Alexander Solzhenitsyn escribió en cierta ocasión que la línea que separa el bien del mal pasa por el corazón mismo de cada ser humano. Esto significa que no son sólo los demás quienes experimentan enfado, miedo, odio, codicia o ira. No es otro el que genera todos los problemas del mundo, sino la naturaleza misma de cada uno de nosotros. Por ello, una de las tareas más importantes de la meditación consiste en enseñarnos a permanecer, de manera compasiva, atenta y abierta, con los sentimientos y emociones más poderosas de nuestro ser.
Probablemente hayas advertido la importancia que tienen, en la determinación de tu experiencia, los estados mentales, las emociones y los sentimientos cambiantes. A veces, por ejemplo, te sientas y estas aburrido, preocupado, temeroso, feliz, enamorado o deprimido. Entonces puedes ver cómo, bajo la influencia de esos estados de ánimo, cambia la percepción que tienes del mundo. Si cuando te despiertas estás de mal talante —cuando estás enfadado, deprimido, etc.—, apenas si importa lo que ves, porque siempre descubrirás algo que te desagrada. Y, del mismo modo, cuando estás enamorado y tienes un accidente automovilístico, puedes decir: «Pero ¿qué pasa? ¡Sólo es un coche!». Es evidente que la sensibilidad, los sentimientos y las inclinaciones de tu mente y de tu corazón tienen un efecto muy poderoso sobre tu vida, casi más que las circunstancias en que te encuentres.
Cuando experimentas directamente tus emociones, puedes empezar a llorar y entristecerte y, al cabo de un rato, etiquetarlo diciendo «tristeza, tristeza, tristeza», hasta que acabe disolviéndose. A veces te das cuenta de repente de que, por debajo de esa tristeza, hay otra emoción como, por ejemplo, «soledad, soledad, soledad». Entonces puedes sentir esto durante un rato hasta que, en el momento en que se transforma, regresas de nuevo a la respiración.
Hay quienes creen que sólo podrán meditar cuando se desembaracen de todas esas dificultades. Pero lo cierto es que las dificultades constituyen, de hecho, una parte muy importante del viaje. Tenemos demasiadas opiniones sobre lo que está bien y lo que está mal, pero la verdad es que nunca estamos seguros de ello. Hay veces en que el hecho de experimentar completamente una emoción que creíamos que había que evitar —como el enojo o el resentimiento— nos enseña una lección muy necesaria. La observación en profundidad de la ira de un modo que nos permita aceptarla sin prejuicios puede ser el primer paso hacia la comprensión de ese sentimiento y el inicio de nuestro camino personal hacia el perdón.
Una tarde estaba meditando más o menos tranquilo en un prado cuando mi mente empezó a ir de un lado a otro, planificando y dejándose llevar por la creatividad y regresando, de vez en cuando, a la respiración cuando, en mi rostro, se posó súbitamente una mosca. Mi primer impulso fue el de espantarla, porque su cosquilleo me resultaba desagradable, pero entonces pensé: «Éste es el tipo de sensación que digo a la gente que debe observar, así que no voy a moverme». Entonces me erguí un poco más y me quedé sintiendo la sensación —«cosquilleo, cosquilleo, cosquilleo»— hasta que la mosca llegó a la punta de mi nariz. Era un día caluroso y la mosca probablemente se sintió atraída por la humedad de las fosas nasales, de modo que decidí permanecer atento a las sensaciones. Pero, cuando inspiré, empecé a tener miedo de inhalarla accidentalmente y de que se quedara atrapada entre los pelillos de mi nariz. De modo que, cuando comencé a sentir el roce de sus patitas en el borde de mis fosas nasales, advertí un leve temblor que sacudía mi vientre.
La mosca se quedó dando vueltas unos diez minutos, tiempo durante el cual no planifiqué nada, no revisé ninguna cuenta ni me enfrasqué en tarea creativa alguna. De hecho, no hubo, durante ese tiempo, en todo el universo, más que esas pequeñas patitas. Pasados los diez minutos, estaba más atento, presente y concentrado que después de un retiro de un mes en un monasterio.
El primer sentimiento que mucha gente experimenta durante la meditación es el deseo o «la mente deseosa», a la que, en ocasiones, se denomina «la mente “si”…». Estás sentado, atendiendo a la respiración cuando súbitamente tu mente dice «si tuviera algo para comer», «si hiciera un poco más de calor», «si hiciera un poco más de frío» o «si tuviera un cojín de meditación más cómodo». El problema con la «mente deseosa» es que, por más que consiga lo que quiere, jamás se detiene. Dice por ejemplo: «Está bien, tengo un hermoso coche, pero ahora necesito más dinero». Siempre se trata de algo de lo que, en el momento presente, carecemos para satisfacer nuestro deseo. El modo de trabajar con el deseo durante la meditación es el mismo que hemos utilizado con las sensaciones corporales. No es muy útil reprimirlo porque, cuando así lo hacemos, regresa bajo otro disfraz. Tampoco podemos manipularlo ni dejarnos llevar por él. Si nos dejamos arrastrar por nuestros deseos, acaban atrapándonos. No quieras negarlos ni te dejes llevar tampoco por ellos.
Lo que sí podemos empezar a hacer es utilizar nuestro deseo para profundizar y establecer una relación más libre con él. De ese modo, cuando el deseo aflora, podemos etiquetarlo como «carencia, carencia, carencia» o «deseo, deseo, deseo». Podemos observarlo hasta sentirlo como es. ¿Tiene, si se trata del hambre, tu vientre hambre? ¿Está tu lengua hambrienta? ¿Es tu mente la que tiene hambre o tu corazón el que está hambriento? Porque, cuando tenemos hambre, es nuestro corazón, con mucha frecuencia, el que se siente solitario.
Quizás por primera vez en nuestra vida, durante la meditación, no nos aprestemos a satisfacer nuestros deseos, sino que nos quedamos quietos para sentirlos y cobrar conciencia de su auténtica naturaleza. Los vemos aflorar, nos damos cuenta de lo que sucede en nuestro cuerpo y a continuación los etiquetamos. Con el tiempo acaban desapareciendo, momento en el cual advertimos la emergencia de otra cosa. Así podemos reconocer la naturaleza efímera del deseo y darnos también cuenta de que, ante la emergencia de un deseo o un pensamiento, no siempre estamos obligados a actuar. Y, cuando reconocemos la posibilidad de elegir una de las múltiples opciones de que disponemos, descubrimos una nueva forma de libertad que no consiste tanto en dejarnos llevar por nuestros deseos como en elegir una forma de respuesta diferente.
¿Qué debemos hacer, pues, cuando la mente deseosa sigue dándonos golpecitos en la espalda? En primer lugar, podemos reconocer que, diga lo que diga, siempre se trata de la misma mente deseosa. Sabiendo eso, podrás etiquetarla, del mismo modo que has aprendido a etiquetar tus sensaciones corporales. En lugar de levantarte a abrir la nevera o satisfacer el deseo, puedes etiquetarlo como «deseo» y seguir sentado sintiendo el hambre, el deseo o lo que fuere, etiquetándolos como «deseo, deseo, deseo», como «si…, si…, si…», y sentir cómo es su energía. Entonces tienes la posibilidad de levantarte o no. Hay veces en que tendremos que levantarnos mientras que, en otras, deberemos reconocer las cualidades de la mente deseosa y descubrir el modo de no dejarte arrastrar por ella cada vez que asome.
Cuando reconozcas el deseo, empezarás a ver que tu mente se mueve como un niño en Disneylandia: «Quiero esta golosina, quiero esa atracción o quiero aquel juguete». Por más que tratemos de meditar, nuestra mente es como un niño en un parque de atracciones, deseando una cosa tras otra. Una de las alternativas de las que entonces dispones es seguir sentado reconociéndolo. No es preciso que te enfades con tu mente, basta simplemente con que te des cuenta de que hace lo que está acostumbrada a hacer y de que descubras, en medio de todo ello, un lugar donde descansar.
También puede ocurrir que, mientras permanecemos sentados sintiendo el discurrir natural de nuestra respiración, nuestra mente diga de repente: «Esto no me gusta. No lo quiero. Quiero desembarazarme de ello. Lo odio». Entonces estaremos sintiendo las resistencias de la mente, que es lo opuesto de la mente deseosa. De la misma manera, podemos experimentar esta gran fuerza en nuestra vida. Aquí está la mente deseosa y ahora llega su opuesta, la aversión, la ira, el miedo y los diferentes aspectos de la mente que juzgan o rechazan nuestras experiencias. Y esto incluye también los juicios de valor, que son una forma de aversión («Esto está mal. Lo estás haciendo mal»), el miedo («No quiero sentir esto, no me gusta») y el aburrimiento («No quiero estar aquí. Quiero tener otro tipo de experiencia»). Todas éstas son formas básicamente diferentes de resistencia.
Resulta muy difícil, como ya hemos visto con los casos de la aversión, el miedo y los juicios, trabajar con el deseo cuando nos quedamos atrapados en él. Cuando actuamos movidos por el miedo, la ira y los juicios de valor, solemos hacerlo de manera inconsciente y sin entender muy bien lo que está ocurriendo. La estrategia clave para empezar a trabajar, durante la meditación, con estas emociones, consiste en hacerles frente. Así es como, en lugar de reaccionar a ellas o rechazarlas, siempre podemos, apenas advertimos su emergencia, abrazarlas. Siempre es posible, cuando nos sentimos enfadados, permitirnos el enfado y sentarnos a nombrar el sentimiento como «enfado, enfado, enfado». Entonces podrás advertir cómo es la ira en el cuerpo, cómo es su energía y cómo modifica nuestra respiración. Es frecuente experimentarla como una especie de calor, pero todavía podemos examinarla más. ¿Es placentera? ¿Es dolorosa?
Cuando adviertas la emergencia de una emoción como la ira, también puedes tratar de identificar lo que ocurría antes de que apareciese. La ira, con mucha frecuencia, brota de una sensación de dolor, miedo o pérdida. Cuando percibimos eso, podemos advertir hasta qué punto somos poco compasivos y amables con nosotros y con los demás. Cuando tenemos miedo, cuando experimentamos dolor o cuando nos sentimos dañados, nuestra respuesta suele ser airada, pero resulta mucho más curativo reconocer la ira y advertir cuál es su causa.
Y también, del mismo modo, podemos ser conscientes de los juicios de valor. En el caso de que, mientras estamos sentados, nuestra mente divague, siempre podemos decirnos: «No estoy haciendo bien las cosas, mi mente no debería estar divagando, debería estar atenta a la respiración». Y, a continuación, seguimos diciéndonos «tampoco debería estar juzgando todo esto», lo que no deja de ser más que otro juicio. Así que te dices «y tampoco debería estar juzgando eso». De ese modo, acabamos con una larga cadena de juicios. ¿Y qué podemos hacer con todos estos juicios? Podemos sentarnos, dejar que pasen y concluir: «Aquí está la mente que todo lo enjuicia. Todos tenemos una mente así».
El miedo es una emoción que a muchos nos gustaría evitar porque creemos que no deberíamos experimentarla. Una historia sobre Mullah Nasrudin dice que, en cierta ocasión, estaba jactándose de haber puesto en fuga a toda una tribu de beduinos. Y, cuando su amigo le preguntó cómo había logrado vencer él solo a toda una tribu de sanguinarios beduinos, respondió: «Muy fácil. Corrí y todos ellos corrieron tras de mí». Así es, precisamente, como funciona el miedo. Cuanto más corremos, más rápidamente nos encuentra.
También, cuando durante la meditación, aparece el miedo, podemos utilizar el mismo sistema de etiquetado aprendido y repetir «miedo, miedo, miedo». Cuando permanecemos junto al miedo y lo nombramos, a veces sentimos el modo en que afecta a nuestro cuerpo. ¿Qué le ocurre a la respiración? ¿Expande nuestra mente o la contrae? Entonces, cuando un buen día estés sentado y aparezca, podrás sentirlo y reconocerlo y decir: «Vaya, aquí está el miedo. Lo reconozco. Bienvenido». Así es como acabamos familiarizándonos con el miedo.
Otra modalidad de energía que suele aparecer durante la meditación es la somnolencia. A veces nos sentamos y nos sentimos tan dormidos que empezamos a cabecear. Son varias las causas de la somnolencia. Quizás estemos tan cansados que, cuando nos sentamos y nos tranquilizamos, nuestro cuerpo dice: «No he descansado lo suficiente. He estado corriendo demasiado». Cuando tal cosa ocurre, podemos reconocer la somnolencia como un mensaje de nuestro cuerpo insistiendo en la necesidad de descansar. Pero ¿qué podemos hacer cuando la somnolencia es realmente intensa? Podemos abrir los ojos o levantarnos y seguir meditando de pie o paseando.
La somnolencia, en ocasiones, no es tanto un signo de no haber descansado, sino de que la meditación ha conseguido tranquilizar nuestro cuerpo, pero éste todavía no se ha habituado a permanecer tranquilo y alerta. Lo más adecuado, en tal caso, consiste en sentarnos erguidos o entreabrir un poco los ojos para que nuestra meditación sea un poco más luminosa. También podemos hacer unas cuantas respiraciones profundas y tratar a la somnolencia del mismo modo que hemos aprendido a hacer con los juicios, la ira o el deseo diciendo «Aquí está la somnolencia… Somnolencia, somnolencia», y ver cómo la sentimos, lo que hace y cuánto tiempo dura. En algunas sesiones viene como si de la niebla se tratara, se mantiene un tiempo y se deshace en jirones hasta acabar desapareciendo. En otras ocasiones, puede ser muy difícil, pero eso no significa que tengamos que enfrentarnos a todo lo que ocurre. Simplemente podemos entender que ésas son las energías naturales de nuestra mente y de nuestro corazón e incluirlas en nuestra práctica.
Opuestas a la somnolencia son la inquietud y la preocupación y también podemos investigar cómo se sienten. ¿Qué solemos hacer cuando nos sentimos inquietos, solos o aburridos? Nos levantamos, encendemos la televisión, llamamos a alguien o buscamos algo para distraernos. Así es como nos pasamos la vida huyendo de ciertos estados básicos como la soledad, el aburrimiento, la inquietud o el miedo. Etiqueta sencillamente la inquietud, en cuanto aparezca en tu meditación diciendo «inquietud, inquietud, inquietud» y experimenta cómo se siente.
¿Y qué podemos hacer cuando la sensación de inquietud es realmente intensa? Podemos seguir sentados diciendo: «Está bien, mátame. Seré el primer meditador de la historia que muere de inquietud». Cuando, en ese instante, decidimos quedarnos sentados a pesar de sentir que vamos a morir, la inquietud cambia. Pero lo que da fuerza a esos estados es nuestra negativa a experimentarlos porque, en el mismo momento en que los aceptamos, pierden gran parte de su poder. Es la resistencia que ejercemos contra ellos la que los fortalece.
Otra experiencia muy habitual durante la meditación es la duda: «No puedo hacer esto. Me resulta muy difícil permanecer sentado y quieto», o «Mi mente siempre está divagando», «Soy demasiado joven. Debería esperar a ser mayor», o «Ya soy demasiado viejo para esto. Debería haber empezado cuando era más joven». También puedes decirte que has elegido un tipo equivocado de meditación. Todos estos pensamientos dicen: «No debería estar aquí. Necesito hacer algo diferente». Pero ¿qué puedes hacer cuando experimentas la duda? Simplemente reconocerla: «Vaya, ya está aquí la mente que duda. Esto es algo que le ocurre a todo el mundo». Puedes observar la mente que duda y darte cuenta del modo en que va y viene.
En realidad, hay dos tipos de duda. Por una parte, está la pequeña duda que dice: «No puedo hacerlo. Es demasiado difícil. Hoy no es un buen día», etc. Pero también hay otra cosa a la que llamamos «la gran duda», que es la búsqueda más profunda de quienes somos y de la naturaleza profunda de nuestro corazón, nuestra conciencia y nuestra mente. Esta última es la duda que nos encamina hacia la comprensión.
Pero no sólo son dificultades lo que experimentamos cuando nos sentamos, sino también sentimientos de amor, felicidad y éxtasis que podemos, en consecuencia, etiquetar del mismo modo como «amor, amor, amor», «felicidad, felicidad, felicidad» y «éxtasis, éxtasis, éxtasis». La cuestión no consiste en reprimirlos, sino en abrirnos a ellos con conciencia, sabiduría y amabilidad. Son muchas las cosas de las que, a lo largo de la vida, nos hemos alejado, algo que empezamos a entender a través del proceso meditativo.
Una cosa que advertimos al etiquetar las emociones y los sentimientos es su fugacidad. Los pensamientos vienen rápidamente y duran unos cuantos segundos. Las sensaciones corporales tienden a ser más lentas y los estados de ánimo se hallan a mitad de camino entre éstos y aquéllas. Para la mayoría, hay dos o tres sentimientos diferentes por minuto. Si estás etiquetando tus sentimientos, advertirás que un sentimiento rara vez dura el tiempo suficiente para poder etiquetarlo quince veces antes de que se vea reemplazado por el siguiente.
Otro tipo de pregunta que aparece es: «¿Qué debo hacer si ese sentimiento es realmente intenso?». Estás sentado y estalla súbitamente una tristeza con la que cargas desde hace mucho tiempo. La respuesta es que eso también está bien. A veces, la meditación gira en torno a la somnolencia y, en otras ocasiones, lo hace alrededor de la tristeza o la alegría. Sea como fuere, sin embargo, deja que los sentimientos vayan y vengan a su aire mientras sigues meditando. Hay veces —dijo, en cierta ocasión, un poeta— en que, para que podamos ver el sol que siempre brilla detrás, las nubes deben llorar hasta hartarse. No debes temer pues a los sentimientos que aparecen durante la meditación. Déjalos que pasen a formar parte de tu práctica. Mi maestro me dijo que quien no llora lo suficiente, probablemente tampoco medite mucho.
Siéntate una vez más, para la tercera meditación, del modo más cómodo, estable y erguido posible. Cierra los ojos o déjalos entreabiertos, pero con la mirada dirigida hacia abajo. Sigue luego trabajando, durante esta meditación, con la respiración como objeto central de la atención, sintiendo lo más detenidamente que puedas las sensaciones que la acompañan. Cuando las sensaciones corporales sean intensas, etiquétalas como «picor», «hormigueo», «calor», «frío», «dolor», o lo que sea. Y, cuando aparezcan sonidos que te interrumpan —como el motor de un automóvil o alguien tosiendo—, etiquétalo como «escuchar, escuchar, escuchar». Es importante que no califiques los sonidos como buenos o malos ni esboces ninguna historia al respecto. Basta con que sigas reconociendo el acto de escuchar hasta que el ruido desaparezca y puedas regresar a la respiración.
Trata también, durante esta meditación, de advertir la aparición de cualquier sentimiento o estado de ánimo intenso como el amor, el deseo, la ira, la alegría, la inquietud, la duda o la felicidad. Y, cuando percibas la emergencia de cualquier emoción intensa, deja a un lado la respiración y siente esa emoción lo más plenamente que puedas. Experimenta cómo son la emoción y el sentimiento individual —la inquietud, el éxtasis o el miedo— y etiquétalo suavemente, sin dejar, por ello, de estar atento. Trata de permanecer con las emociones y regresa luego, cuando el sentimiento pase, a la siguiente respiración. Y sé también consciente, cuando desaparece una emoción, del sentimiento que le sucede. Ten en cuenta que la paz puede, en este sentido, convertirse en excitación o la tristeza en miedo. Intenta, frente a todo eso, permanecer centrado en tu respiración, en tu cuerpo, en los sonidos de los que eres consciente y en los vaivenes de tu corazón.