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¿POR QUÉ MEDITAR?

Existe una historia sobre el Buda según la cual, poco después de iluminarse, se cruzó con un viajero en medio de un sendero polvoriento.

—¿Quién eres tú, que tan especial pareces? Se diría que no eres humano. ¿Eres acaso un ángel o una divinidad? —preguntó el viajero, sorprendido por la intensa energía que irradiaba el noble monje.

—¡No! —respondió el Buda.

—¿Entonces serás una especie de mago?

—¡Tampoco! —replicó.

—¿Eres un hombre?

—¡No!

—¿Y qué eres entonces?

—¡Estoy despierto! —concluyó el Buda.

En estas breves palabras se resume toda la enseñanza del Buda. La palabra buda, de hecho, significa «el despierto». Un buda es, pues, la persona que ha despertado a la naturaleza de la vida y de la muerte, alguien que ha despertado y liberado su compasión en medio de este mundo.

La práctica de la meditación no nos obliga a convertirnos al budismo ni nos exige tampoco meditar y convertirnos en personas especialmente espirituales. Únicamente nos invita a actualizar la capacidad de despertar que alienta en todo ser humano. Son muchas las cosas que podemos aprender en el cojín de meditación, y, entre todas ellas, destaca la capacidad de convertirnos en personas más atentas, presentes, compasivas y despiertas. Pero esa misma conciencia sirve también para programar un ordenador, jugar al tenis, hacer el amor, pasear junto al mar o escuchar la vida que nos rodea. Despertar, es decir, estar realmente presente es, de hecho, la clave de todas las artes.

¿Y a qué despertamos? Despertamos a lo que los budistas denominan dharma, una palabra sánscrita y pali que se refiere a las verdades universales, a las leyes del universo y a las enseñanzas que las explican. Descubrir el dharma es, en este sentido, algo inmediato. Y, como el dharma es la sabiduría que siempre se halla presente, puede, en consecuencia, ser descubierta en cualquier momento y en cualquier lugar.

Esto no tiene nada que ver con una gran iluminación espiritual, con una maravillosa experiencia ultramundana ni con esperar a que Dios descienda hasta nosotros envuelto en una nube. El dharma de la sabiduría, al que todos podemos despertar, es la verdad con la que tropezamos cuando, al desembarazarnos de fantasías y recuerdos, regresamos a la realidad presente. Cuando hacemos eso y prestamos una atención cuidadosa, empezamos a reconocer, en medio de la vida cotidiana, las características del dharma.

Uno de los rasgos principales del dharma que se manifiesta en la meditación es su fugacidad e incertidumbre.

Así deberías pensar en la fugacidad de este mundo —dice cierto sutra budista—, como una estrella al amanecer, una burbuja arrastrada por el viento, un rayo saliendo de una nube de verano, un eco, un arco iris, un fantasma o un sueño.

Cuanto más silenciosamente te sientes y más atentamente observas, más cuenta te das de que todo lo que alcanza tu vista está cambiando de continuo. Todo lo que habitualmente experimentamos parece sólido, incluidas nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestra personalidad y el mundo que nos rodea. Es como cuando, al contemplar una película, nos quedamos atrapados en un argumento que, pese a parecernos real, no es, de hecho, más que una serie de destellos de luz proyectados sobre una pantalla. Pero, si prestas una atención detenida a lo que ves, siempre puedes acabar descubriendo que la película está compuesta de una sucesión de imágenes fijas que aparecen, perduran unos instantes y acaban desapareciendo… para verse inmediatamente reemplazadas por otra nueva imagen.

Algo parecido sucede con nuestra vida porque no hay nada en ella que perdure ni se mantenga estable durante mucho tiempo. No es necesario ser un gran meditador para darse cuenta de que todo se halla sumido en un continuo proceso de cambio. ¿Puedes acaso mantener durante mucho tiempo un determinado estado mental? ¿Hay algo en tu vida que se mantenga siempre igual?

Así es como llegamos a la segunda ley del dharma. Cuando queremos que las cosas que cambian de continuo permanezcan igual y nos aferramos a ellas, acabamos sumidos en la decepción y el sufrimiento. Pero ello no es porque necesariamente debamos sufrir ni porque el sufrimiento sea una especie de castigo, sino porque así son las cosas, algo tan sencillo como la gravedad. Por más que nos aferremos a algo queriendo que perdure, ese algo no dejará de cambiar. Tratar de aferrarnos a «lo que fue» no hace sino generar sufrimiento y decepción, porque la vida es un río en el que todo cambia.

Cuando empezamos a reconocer las leyes de la naturaleza —leyes que dicen que las cosas son provisionales y que el apego genera dolor—, también podemos intuir la existencia de otro camino. Y ciertamente lo hay. Es el camino que podríamos denominar «la sabiduría de la inseguridad», la capacidad de fluir con el cambio, de verlo todo como un proceso de transformación y de relajarnos en medio de la incertidumbre. La meditación nos enseña a soltar y a permanecer estables en mitad del cambio. Cuando descubrimos que todo es fugaz e inaprensible y que, si nos aferramos a las cosas pretendiendo que no cambien, generamos mucho sufrimiento, nos damos cuenta de la sabiduría intrínseca en la actitud de relajar y soltar. Entonces nos damos cuenta de que ganancia y pérdida, elogio y culpa y dolor y placer forman parte de la danza de la vida en la que, desde el momento mismo del nacimiento, nos hallamos sumidos. Soltar no significa despreocuparse de las cosas, sino cuidar de ellas de un modo más sabio y flexible. Durante la meditación prestamos, a nuestro cuerpo, una atención cuidadosa y respetuosa.

Cuando nos preguntamos: «¿Cuál es la naturaleza del cuerpo?», podemos ver que crece, se desarrolla, en ocasiones enferma y, finalmente, muere. Cuando nos sentamos a meditar, podemos sentir directamente el estado de nuestro cuerpo, las tensiones que arrastramos y nuestro nivel de fatiga o energía. Hay veces en que morar en nuestro cuerpo resulta agradable mientras que, otras, resulta muy doloroso. A veces, nuestro cuerpo está tranquilo y otras veces está agitado. La meditación nos permite darnos cuenta de que, en realidad, no poseemos nuestro cuerpo, sino que tan sólo moramos en él un tiempo durante el cual, lo queramos o no, no deja de cambiar. Y algo parecido podríamos decir también sobre nuestra mente y nuestro corazón, con todas sus esperanzas, miedos, penas y alegrías. En la medida en que seguimos meditando, aprendemos a relacionarnos de un modo más sabio con lo que Zorba el griego denominaba «la catástrofe total». En lugar de temer las experiencias dolorosas y escapar de ellas o de correr detrás de las experiencias agradables con la expectativa de que, si nos aferramos a ellas, conseguiremos mantenerlas, acabamos dándonos cuenta de que nuestro corazón tiene la capacidad de estar presente ahora mismo y de vivir más plena y libremente en cualquier lugar en el que estemos. Cuando entendemos que, en última instancia, todo pasa —no sólo las cosas positivas, sino también las dolorosas—, descubrimos el sosiego que mora en el centro mismo del torbellino.

Meditamos, pues, para despertar a las leyes de la vida. Meditamos para desembarazarnos de pensamientos e ideas y volver a establecer contacto con nuestro cuerpo y nuestros sentidos. Entonces empezamos a ver cómo operan nuestro cuerpo y nuestra mente y el modo de relacionarnos más sabiamente con ellos. La clave de esta forma de práctica interna es la escucha atenta y la atención consciente a nuestro entorno, nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro corazón. Ésta es la atención plena, una atención cuidadosa y respetuosa.

La atención plena a la que nos adiestra la práctica meditativa sirve para todo. Puedes utilizarla, por ejemplo, mientras estás comiendo. Entonces puedes escuchar la voz de tu vientre diciendo «Ya tengo suficiente, estoy satisfecho, estoy bien y me siento pleno». Pero también puedes escuchar la voz de tu lengua diciendo «¡Qué buena estaba esa fruta! ¡Tomaré un poco más!», la voz de tus ojos diciéndote «¡Pero si aún no has probado ese postre tan apetitoso!» y la voz de tu madre diciendo «¡Acábate al menos lo que queda en el plato!». La atención plena te permite asistir al despliegue, en tu interior, de todas esas voces. Y también puedes aprender a escuchar con plena conciencia tus sentimientos y cobrar conciencia de las facetas placenteras, neutras y desagradables de tu experiencia. Puedes aprender que no debes aferrarte a lo placentero ni temer lo doloroso. Se nos ha condicionado a creer que éste es el camino, pero, en la medida en que nuestra meditación avanza, no tardamos en darnos cuenta de que aferrarnos a lo placentero o temer lo que nos provoca dolor no nos conduce a la paz ni a la felicidad. Lo cierto es que, lo queramos o no, las cosas cambian. Pero aferrarnos a lo que nos gusta o empeñarnos en escapar de lo que nos desagrada no impide que las cosas cambien, sino que sólo genera un sufrimiento adicional.

La meditación, por el contrario, nos permite contemplar, con una conciencia natural, abierta y ecuánime, nuestro cuerpo y nuestros sentimientos. Y poco a poco podremos contemplar, de ese modo, con la misma conciencia amable y abierta, todo lo que aparece en nuestra mente. También podemos aprender a ver y a confiar en la ley de la impermanencia, es decir, empezar a ver el mundo tal cual es. Y todo ello nos enseña a establecer una relación más sabia, amable y compasiva con todo.