Yo he asesinado

Mi mano enguantada de blanco le tapó la boca. Ella la apartó suavemente y se levantó, una larga silueta sobre el rectángulo de luz de la habitación vecina. Una noche, ella y yo habíamos estado ya así, en la penumbra. Ella me sujetaba por los hombros. Me propuso asesinar a una princesa de largos cabellos.

—¿Cómo sabes todo esto? Hay cosas que no puedes saber: la noche que ella durmió en mi casa, la noche que me paseé debajo de sus ventanas. Y después, el encuentro con ese muchacho, Gabriel…

—¡Me lo contaste tú todo! —dijo Jeanne—. En junio pasamos dos semanas juntas.

—¿No volviste a ver a Micky después de la pelea en la residencia?

—No. Me daba igual. Yo no tenía la menor intención de llevarla a Italia. Al día siguiente por la mañana vi a François Chance para arreglar el asunto de las obras, y tomé el avión que debía tomar. Al volver a Florencia ya tuve mis problemas. La Raffermi estaba loca de rabia. Yo no juraría que Micky no la hubiese llamado después de verme. Tú siempre pensaste que no. En todo caso, no había arreglado nada, más bien al contrario. La Raffermi siguió rabiosa hasta el final.

—¿Cuándo murió?

—Una semana después.

—¿Y tú no me dijiste nada más antes de irte?

—No. No tenía nada más que decirte. Tú sabías muy bien lo que yo quería decir. Mucho antes de conocerme, tú ya no pensabas más que en eso.

De golpe, la habitación se iluminó. Había encendido una lámpara. Me tapé los ojos con la mano enguantada.

—¡Apaga, por favor!

—Permitirás que me ocupe de ti, ¿verdad? ¿Sabes la hora que es? Estás muerta de cansancio. Te he traído unos guantes. Quítate esos que llevas.

Mientras ella estaba inclinada sobre mis manos, rubia, alta, atenta, todo lo que me había contado me pareció de nuevo como un mal sueño. Era buena y generosa, yo era incapaz de haber preparado la muerte de Micky… nada era verdad.

Pronto amanecería. Me cogió entre sus brazos y me llevó hasta el primer piso. En el pasillo, al aproximarse a la habitación de la antigua Domenica, no pude más que sacudir la cabeza contra su mejilla. Ella comprendió y me depositó en su propia cama, en la habitación que había ocupado mientras yo estaba en la clínica. Un instante después, tras haberme quitado la bata y darme algo de beber, se inclinó hacia mí, que temblaba bajo las sábanas y las mantas, me arropó, contempló mi rostro con ojos cansados, muda.

Abajo, no sé en qué momento de su relato, yo le había dicho que quería morir. Ahora, al notar el sueño que me entumecía, me asaltó un miedo ridículo.

—¿Qué me has dado de beber?

—Agua. Con unas pastillas de somnífero.

Debió de leer en mi mirada, como siempre, lo que yo tenía en la cabeza, porque me tapó los ojos con la mano. Oí que decía: «estás loca, loca, loca», y su voz se alejaba rápidamente, ya no sentía su mano sobre mi cara, después, de golpe, un soldado americano que llevaba la gorra militar de través me tendía una tableta de chocolate, sonriendo. La maestra de escuela avanzaba hacia mí con una regla para darme en los dedos, y me dormí.

Por la mañana yo seguía en la cama, y Jeanne estaba echada, completamente vestida, sobre la cubierta, cerca de mí, y entonces decidimos vivir a partir de entonces en la calle Courcelles. Ella me contó el asesinato y yo mis investigaciones de la víspera. En aquellos momentos me parecía absolutamente increíble que François no hubiese descubierto la sustitución.

—No es tan sencillo —dijo Jeanne—. Físicamente, tú ya no eres ni tú ni Micky. Y no hablo solo de la cara, sino de la impresión que das. No andas como ella, pero tampoco como andabas tú. Y además, has vivido varios meses con ella. Las últimas semanas la observaste tanto para poder imitarla que yo la noto en todos tus gestos. Cuando reías, la primera noche, yo no sabía ya si era ella o eras tú. Y lo peor es que tampoco sabía ya cómo era ella, cómo eras tú, y no era capaz de pensar. No sabes las ideas que se me han ocurrido. Cuando te bañaba, me creía transportada cuatro años atrás, porque tú eres más delgada que Micky, y ella era un poco como tú ahora. Al mismo tiempo, me decía que era imposible. Tú tienes la misma estatura, pero no os parecíais en absoluto. No podía equivocarme hasta ese punto. Tenía miedo de que estuvieses representando un papel conmigo.

—¿Por qué?

—¡Y yo qué sé! Para apartarme, para estar sola. Lo que me volvía loca era que yo no podía hablarte antes de que tú supieras. Era yo quien debía representar un papel. Dirigirme a ti como si fueses ella de verdad. Estaba confusa. Me he dado cuenta de una cosa terrible estos cuatro días, pero que nos facilitará las cosas: en cuanto oí tu voz, fui incapaz de recordar la de Micky; en cuanto vi el lunar que tenías en la piel, Micky lo había tenido siempre, o tú lo habías tenido siempre, ya no lo sé… Uno es incapaz de acordarse, ¿comprendes? Bruscamente tú hacías un gesto, y yo te veía de nuevo como Micky. Pensaba tanto en ese gesto que llegaba a persuadirme de que me confundía. La verdad es que tú hacías verdaderamente un gesto de Micky, entre dos tuyos, porque habías pasado semanas diciéndote: un día tendré que hacerlo exactamente así.

—¿Y eso bastaba para confundir a François? Eso no es posible. Estuve medio día con él. Al principio no me reconoció, pero por la noche estábamos en un sofá y me besó, y me tocó durante más de una hora.

—Tú eras Mi. Él hablaba de Mi. Creía tener a Mi.

Y además, es un codicioso. Nunca le prestó atención a ella en realidad, se acostaba con una herencia. Sencillamente, no volverás a verle. Me preocupa mucho más tu visita a François Chance.

—No se dio cuenta de nada.

—No le dejaré más ocasiones de darse cuenta de lo que sea. Ahora debemos trabajar en serio.

Ella decía que a nuestro regreso a Florencia los riesgos serían muchísimo mayores. Allí conocían a Mi desde hacía años. En Niza el único que debía preocupamos era el padre de Mi. Me di cuenta, de repente, de que debía ver a aquel hombre a cuya hija había matado, arrojarme entre sus brazos, como lo habría hecho ella. En Niza también mi padre y mi madre lloraban todavía a una hija desaparecida; sin duda desearían verme para que les hablase de ella, me mirarían con espanto… ¡me reconocerían!

—¡No digas tonterías! —exclamó Jeanne, cogiéndome por los antebrazos—. ¡No tendrás que verles! Al padre de Micky sí, será necesario. Si lloras un poco, todo se atribuirá a la emoción. Pero es mejor que no vuelvas a pensar nunca más en tus padres. ¿Acaso te acuerdas de ellos?

—No. Pero ¿cuándo me acordaré?

—A partir de este momento serás otra. Ya eres otra. Eres Micky. Michèle Marthe Sandra Isola, nacida el 14 de noviembre de 1939. Has rejuvenecido cinco meses, has perdido tus huellas digitales y has crecido un centímetro. Y se acabó.

Eso no fue más que el comienzo de otra angustia. A mediodía, ella fue a buscar nuestras cosas a la casa de Neuilly, y las trajo, todos nuestros vestidos metidos en desorden en las maletas. Yo bajé en bata al jardín para ayudarla a meterlos. Ella me rechazó, diciendo que así «me iba a morir de frío».

Todo lo que nos decíamos, ella o yo, me devolvía sin cesar a aquella noche de Cap Cadet que ella me había contado. No quería pensar más en aquello, me negaba a ver las películas que ella había filmado con Micky, de vacaciones, y que podían ayudarme a parecerme a ella. Pero cualquier palabra adoptaba un doble sentido y hacía surgir en mi espíritu unas imágenes más insoportables que todas las películas.

Ella me vistió, me obligó a comer, lamentó tener que dejarme sola dos horas para ir a casa de François Chance a reparar mis tonterías de la víspera.

Yo me arrastré toda la tarde de un sillón a otro. Me miraba en los espejos. Me quité los guantes para verme las manos. Observé con un abatimiento aterrorizado a ese «alguien» que se instalaba en mí y que no era nada, palabras, ideas confusas.

Más que el crimen que había cometido era esa sensación de estar bajo la influencia de alguien lo que me angustiaba. Yo era un juguete vacío, una marioneta en las manos de tres desconocidas. ¿Cuál de ellas tiraba con más fuerza de los hilos? ¿La pequeña empleada de banca envidiosa, paciente como una araña? ¿La princesa muerta que un día acabaría por mirarme de nuevo a la cara en mi espejo, porque en ella quería convertirme? ¿O la mujer del cabello dorado que me había guiado hacia el crimen durante semanas, sin verme?

Una vez muerta la madrina Midola, me decía Jeanne, Micky no quería ni oír hablar de un viaje a Florencia. El entierro había tenido lugar sin ella, y ni siquiera se habían molestado en dar una explicación a los familiares de la Raffermi.

La tarde que se enteró del fallecimiento, Micky decidió salir con François y algunos amigos. Yo la acompañé. Micky se emborrachó, armó un escándalo en una discoteca de L’Etoile, insultó a los agentes que nos desalojaron, quiso llevarse a su habitación a otro chico que no era François. Se obstinó, y al final François tuvo que irse a su casa.

En definitiva, una hora después de su partida, el otro chico fue puesto también en la puerta, y tuve que mimarla durante buena parte de la noche. Ella lloraba, me hablaba de su madre fallecida y de su infancia, decía que Jeanne estaba muerta para ella, para siempre, y que no quería volver a oír hablar ni de ella ni de nadie, y que un día yo también vería «lo que es eso». Somníferos.

Durante varios días, muchas personas quisieron verla. La compadecían. La invitaban a todas partes. Ella se mostraba prudente y llevaba con dignidad los miles de millones que la Raffermi le había dejado. Se instaló en la calle Courcelles en cuanto fue habitable, antes incluso de que acabasen las obras.

Recibí, una tarde que estaba sola en nuestra nueva casa, un telegrama de Jeanne. No contenía más que su nombre y un número de teléfono en Florencia. Llamé enseguida. Ella respondió al principio que era idiota por llamar desde casa de Micky, y después, que ya era hora de apartar a François. Como si se me hubiese ocurrido la sospecha espontáneamente, debía pedirle a Micky que verificase los presupuestos de la calle Courcelles y ver qué tipo de arreglos había acordado su amante con los proveedores. Me pidió que la llamase de nuevo al mismo número, a la misma hora, una semana después. Aquella vez valdría más llamar desde una cabina telefónica.

Micky hizo su investigación al día siguiente, habló con los proveedores y, como ella pensaba, no descubrió nada anormal en las cuentas. Yo me preguntaba qué tenía Jeanne en mente. Era evidente que François era demasiado listo para pedir una comisión sobre las pinturas o los muebles. La idea de engañar a Micky de una forma tan burda no se le habría ocurrido nunca.

Comprendí que no se trataba de eso al asistir a la escena que tuvo que soportar François cuando volvimos. Él se había ocupado de todo personalmente. Había enviado un duplicado de los presupuestos y las facturas a Florencia antes incluso de que Micky hubiese hablado de sus proyectos. François se defendió como pudo: trabajaba en casa de Chance, era normal que mantuviese correspondencia con la Raffermi. Micky lo tachó de pelota, de chivato, de cazadotes, y lo echó.

Ciertamente, le habría vuelto a ver a la mañana siguiente, pero ahora ya sabía lo que quería Jeanne. Solo tuve que aprovechar el impulso que ella me había dado. Micky fue a casa de Chance, que no estaba al corriente de nada. Llamó a un secretario de la Raffermi a Florencia, supo que François, con la esperanza de congraciarse, tenía a la madrina Midola al corriente de todo. Lo más cómico es que él también devolvía los talones que se le ofrecían.

Telefoneé a Jeanne como estaba acordado. Era a finales de mayo. El tiempo era muy bueno en París, y aún más en el sur. Ella me dijo que engatusara a Micky como yo sabía hacerlo y la convenciera de que me llevase con ella. La Raffermi tenía una villa junto al mar. El lugar se llamaba Cap Cadet. Allí nos encontraríamos cuando llegase el momento.

—¿El momento de qué?

—Cuelga —dijo Jeanne—. Yo haré todo lo que pueda para ayudar a que se decida. Tú limítate a ser amable, y déjame reflexionar por las dos. Vuélveme a llamar dentro de una semana. Espero que para entonces vayáis a salir ya.

—¿No han abierto el testamento? ¿Hay algún problema? Me gustaría saber…

—Cuelga —insistió Jeanne—. No seas pesada.

Diez días más tarde, a principios de junio, Micky y yo estábamos en Cap Cadet. Viajamos toda una noche en su pequeño automóvil repleto de maletas. Por la mañana, una mujer del lugar llamada Yvette, que conocía a «la Murneau», nos abrió la villa.

Era grande, soleada, perfumada por el olor de los pinos. Bajamos a tomar un baño en una playa de guijarros desierta, al pie de un promontorio que dominaba la casa. Micky empezó a enseñarme a nadar. Nos echamos en la cama con los trajes de baño mojados y nos dormimos la una junto a la otra hasta la noche.

Yo me desperté la primera. Miré mucho rato a Micky durmiendo a mi lado, imaginé no sé qué extraños sueños detrás de sus largas pestañas abatidas, y toqué, separándola de las mías, una pierna que estaba tibia y viva. Me daba horror de mí misma. Cogí el coche y fui a La Ciotat, la ciudad más cercana, a llamar a Jeanne, que me daba horror también.

—Pues vuélvete por donde has venido. Busca otro banco. O lava la ropa, como tu madre. Déjame en paz.

—Si usted estuviese aquí no sería lo mismo. ¿Por qué no viene?

—¿Desde dónde me llamas?

—Desde correos.

—Pues escúchame bien. Te envío un telegrama a nombre de Micky, Café de la Désirade, La Ciotat. Es el último que está en la playa, antes de girar hacia la izquierda para volver a Cap Cadet. Al pasar, advierte de que lo estás esperando y pasa a recogerlo mañana por la mañana. Y llámame enseguida. Ahora, cuelga.

Me detuve en el café, pedí una Coca-Cola, rogué al dueño que me guardase un telegrama que recibiría a nombre de Isola. Me preguntó si era de negocios o de amor. Como era de amor, le pareció bien.

Aquella tarde Micky se puso triste. Después de la comida que nos sirvió madame Yvette, acompañamos a esta a Les Lecques, donde vivía, con su bici sujeta en la parte trasera del MG. Después, Micky decidió continuar hacia lugares más civilizados y fuimos a Bandol, bailó hasta las dos de la mañana, encontró aburridos a los chicos del sur, y volvimos. Eligió su habitación, eligió la mía, me besó en la mejilla con unos labios adormecidos y me dejó, diciendo que «desde luego no pensaba criar moho en aquel rincón». Yo tenía ganas de conocer Italia, ella me había prometido que me llevaría, me enseñaría la bahía de Nápoles, Castellamare, Sorrento, Amalfi. Qué bonito. Buenas noches, polluelo.

Por la mañana pasé por el Café de la Désirade. El telegrama de Jeanne era incomprensible: «Junta Clarisse. Besos».

Llamé de nuevo a Florencia desde correos de La Ciotat.

—A ella no le gusta esto. Quiere llevarme a Italia.

—No debe de tener mucho dinero —dijo Jeanne—. No conoce a nadie, no tardará en decirme algo. Yo no puedo adelantarme, porque ella no lo soportaría. ¿Has recibido lo que te he enviado?

—Sí, pero no lo entiendo.

—No esperaba que lo entendieses. Hablo del primer piso, la primera puerta a la derecha. Te aconsejo que des una vuelta y reflexiones. Reflexionar vale siempre mucho más que hablar, sobre todo por teléfono. Desatornillar, mojar cada día, es lo único que tienes que hacer. Cuelga y reflexiona. Desde luego, no debéis venir a Italia.

Yo percibía chisporroteos en la línea, un concierto sordo de voces que, de La Ciotat a Florencia, se turnaban de central en central. Evidentemente, bastaba con una oreja, pero ¿qué habría oído ella que fuese tan turbador?

—¿Tengo que volverla a llamar?

—Dentro de una semana. Sé prudente.

Entré en el cuarto de baño contiguo a mi habitación al final de la tarde, mientras Micky tomaba el sol en la playa. «Clarisse» era la marca del calentador. El tubo debía de estar instalado desde hacía poco, porque no estaba pintado. Corría todo alrededor de la habitación, por la parte superior de la pared. Encontré la junta a la salida de un codo. Para hacerlo tuve que ir a buscar una llave inglesa en el garaje. Cogí la que se encontraba en la caja de herramientas del coche. Yvette frotaba los azulejos de la planta baja. Era muy charlatana y me hizo perder algunos minutos. En cuanto volví al baño, tuve miedo de ver entrar súbitamente a Micky, y me sobresaltaba cada vez que Yvette, debajo de mí, desplazaba una silla.

Aun así desatornillé la tuerca de ajuste y saqué la junta. Era una lámina gruesa de un material que parecía pasta de cartón. La volví a poner en su lugar, atornillé la tuerca como la había encontrado, volví a abrir el gas, encendí la llamita del calentador, que había apagado.

Vi aparecer a Micky por el camino que conducía a la playa en el momento en que volvía a poner la llave inglesa en la caja de herramientas.

El plan de Jeanne solo aparecía en mi mente a medias. Mojar la junta cada día, eso ya veía que era para disgregarla lentamente, casi de forma natural. Se atribuiría aquella humedad al vaho que dejaban escapar los baños que tomábamos. Además, decidí multiplicar esos baños con el fin de dejar huellas en la pintura del techo y de las paredes. Pero ¿adonde nos llevaría aquello? Si Jeanne quería que yo estropease un conducto de gas, eso significaba que pensaba desencadenar un incendio. El gas que se escapa de la tubería, la llamita encendida que provoca una explosión… pero nunca escaparía el gas suficiente del tubo, porque la tuerca lo contendría.

Y aunque el plan de Jeanne estuviese mejor pensado, y el incendio fuese posible, ¿qué podía producirnos éste? Una vez suprimida Micky, yo me encontraría también apartada de la vida que llevaba, y volvería a mi punto de partida. Durante una semana hice lo que Jeanne me había pedido, sin tener el valor de comprender. Sumergía la junta en el agua, la iba disgregando poco a poco con los dedos, y notaba que mi decisión se iba disgregando con ella.

—No veo adonde quiere ir a parar —dije a Jeanne al teléfono—. Escúcheme: o nos vemos ahora o lo dejo todo.

—¿Has hecho lo que te he dicho?

—Sí, pero quiero saber qué viene a continuación. No veo el interés que podemos encontrar en esta historia, y sobre todo, sé bien que yo no tengo ninguno.

—No digas tonterías. ¿Cómo está Micky?

—Bien. Se baña, jugamos a la pelota en la piscina. No hemos podido llenarla. No sabemos cómo funciona. Damos paseos.

—¿Y los chicos?

—Ni uno solo. Yo le cojo la mano para dormir. Ella dice que de todos modos el amor ha terminado para ella. Cuando ha bebido un poco, habla de usted.

—¿Sabes hablar como Micky?

No entendí la pregunta.

—Ese es precisamente el interés que tienes en continuar, querida. ¿Lo comprendes? ¿No? Es igual. Vamos, háblame como Micky, imítala, que yo te oiga un poco.

—¿Tú crees que esto es vida? De entrada, Jeanne es una chiflada. ¿Sabes de qué signo es? Tauro. Desconfía de Tauro, polluelo, son malas personas. Todo en la cabeza, nada en el corazón. ¿De qué signo eres tú? Cáncer, bueno, no está mal. Tienes ojos de cáncer. Yo conocí a alguien una vez que tenía los ojos así, mira, grandes, grandes. Era divertido, sí. Jeanne me da un poco de pena, es una pobre chica. Mide diez centímetros de más para dejarse ir. ¿Sabes lo que se imagina?

—Ya basta —dijo Jeanne—. No quiero oírlo.

—Sin embargo, es interesante, pero es verdad que resulta difícil decirlo al teléfono. Entonces, ¿está bien?

—No. Repites, no inventas. ¿Y si tuvieses que inventar? Piensa en eso. Me reuniré con vosotras dentro de ocho días, en cuanto ella me haya llamado.

—Haría bien en venir con buenos argumentos. A fuerza de oír que me dicen «reflexiona», reflexiono.

En el coche, por la noche, al ir a Bandol, donde quería cenar, Micky me dijo que había conocido aquella tarde a un chico muy raro, con unas ideas muy raras. Me miró y añadió que al final aquel sitio acabaría por gustarle.

No me tenía al corriente de sus apuros financieros. Cuando yo necesitaba dinero, se lo pedía. Al día siguiente, sin decirme por qué, detuvo el coche ante la estafeta de correos de La Ciotat. Entramos juntas, yo más muerta que viva por encontrarme con ella en aquel sitio. La encargada incluso me preguntó:

—¿Es para Florencia?

Felizmente, Micky no prestó atención o creyó que no iba dirigido a ella. Quería, en efecto, enviar un telegrama a Florencia. Se divirtió mucho redactándolo. Me lo hizo leer, y yo leí que ella pedía dinero, que Jeanne viniera pronto. Era el famoso telegrama de los «ojos, manos, boca, sé buena».

Jeanne llegó tres días más tarde, el 17 de junio, con su Fiat blanco y un pañuelo atado sobre los cabellos rubios. Se estaba haciendo de noche. Había mucha gente en la villa, chicos y chicas que Micky había conocido en una playa de los alrededores y a los que se había traído a casa. Yo corrí hacia Jeanne, que aparcaba su coche. Ella se contentó con tenderme una de sus maletas y me arrastró hacia la casa.

Su llegada fue primero una señal de silencio, y luego de desbandada. En el jardín, sin haberle dirigido la palabra, Micky se despidió de forma trágica, y suplicó a todo el mundo que volviese en momentos mejores. Estaba borracha y alterada. Jeanne, que me pareció más joven con ropa ligera, estaba a punto ya de poner en orden todas las piezas.

Micky volvió, se dejó caer en un sillón con un vaso, me pidió que dejase de jugar a la asistenta (yo estaba ayudando a Jeanne) y me recordó lo que me había dicho un día: si escuchaba una sola vez a aquella grandullona, no acabaría jamás.

A continuación dijo a Jeanne:

—Te he pedido un talón, no a ti. Dame el talón, duerme aquí si quieres, pero que no te vea ya mañana.

Jeanne fue hacia ella, la miró largamente, después se agachó, la cogió entre sus brazos y la llevó a la ducha. Más tarde se reunió conmigo. Yo estaba sentada en el borde de la piscina. Me dijo que Micky estaba tranquila y que íbamos a dar una vuelta.

Subí en su coche y nos detuvimos en un pinar entre el Cap Cadet y Les Lecques.

—El 4 de julio es tu cumpleaños —me dijo Jeanne—. Cenaréis fuera y os iréis de fiesta juntas, eso parecerá natural después. Pasará esa noche. ¿Cómo está la junta?

—Esponjosa, como si fuese de cartón piedra. Pero su plan es tonto: la tuerca no dejará pasar el gas.

—¡La tuerca que se encontrará esa noche en el tubo sí lo dejará pasar, imbécil! Tengo otra tuerca. La misma, obtenida en el mismo fontanero. Está rota y con la rotura toda oxidada. Me escucharás ahora, ¿verdad? El incendio, la investigación, los peritajes, no hay ningún problema por ese lado. La instalación se hizo este año, encontrarán una tuerca defectuosa, oxidada desde el tiempo que se requiere. La casa está asegurada por una miseria. Me encargué yo, y no la elegí por nada. Hasta al seguro le parecerá bien. El problema eres tú.

—¿Yo?

—¿Cómo podrás ocupar su lugar?

—Pensaba que tenía también un plan para eso. En fin, otro plan que el que imagino.

—No hay otro.

—¿Tendré que hacerlo sola?

—Si yo me veo implicada en el incendio, no me darán ningún crédito a la hora de reconocerte. Y es necesario que sea yo la que te reconozca enseguida. Además, ¿qué crees que pensarán, si yo estoy allí?

—No lo sé.

—No harán falta ni cuarenta y ocho horas para que se descubra todo. Si estáis solas las dos, si tú sigues bien lo que yo quiero que hagas, no se plantearán ninguna pregunta.

—¿Tendré que golpear a Micky?

—Micky estará borracha. Tú le darás una pastilla de dormir más que de costumbre. Como después Micky serás tú, y sin duda le harán la autopsia, arréglatelas desde ahora mismo para que todo el mundo sepa que tomas somníferos. Y ese día come lo mismo que ella, bebe lo mismo que ella, si hay testigos.

—¿Y tendré que quemarme?

¿Atrajo acaso Jeanne mi cabeza contra su mejilla, para consolarme? Al contarme la escena, así lo decía, decía que fue entonces cuando empezó a sentirse unida a mí.

—Ese es el único problema. Si te encuentro mínimamente reconocible, estaremos perdidas las dos, y no valdrá la pena ir más lejos, porque te identificarán como Do.

—No podré hacerlo.

—Sí que podrás. Te juro que si haces lo que yo te digo, no durará más de cinco segundos. Enseguida, no sentirás nada más. Yo estaré allí cuando te despiertes.

—¿Qué es lo que no debe ser reconocible? ¿Cómo puedo saber si no voy a morir allí yo también?

—La cara y las manos —dijo Jeanne—. Cinco segundos entre el momento en que sientas el fuego y aquel en que estés fuera de peligro.

Y pude hacerlo. Jeanne se quedó con nosotras dos semanas. La víspera del 1 de julio pretextó un viaje de negocios a Niza. Yo pude quedarme tres días sola con Micky. Pude continuar actuando de una manera normal. Pude llegar hasta el final.

La tarde del 4 de julio se vio el MG en Bandol. Se vio a Micky emborracharse con su amiga Domenica, en compañía de media docena de jóvenes con los que se habían encontrado. A la una de la mañana, el pequeño coche blanco fue a toda prisa hacia Cap Cadet, con Domenica al volante.

Una hora después la villa ardía por un lado, el lado del garaje y el baño de Domenica. Una joven de veinte años moría quemada viva en la habitación vecina, vestida con un pijama y un anillo en la mano derecha que permitían identificarla como yo misma. La otra no conseguía sacarla de las llamas, pero dejaba la ilusión de haber querido salvarla. En la planta baja, mientras el fuego iba en aumento, hizo sus últimos gestos de marioneta. Quemó una bola de tela, un camisón de Micky, la cogió entre sus manos chillando y se tapó con ella la cabeza. Cinco segundos más tarde, en efecto, todo había concluido. Cayó al pie de una escalera sin haber podido alcanzar una piscina donde ya no se jugaba a la pelota y cuya agua se rizaba más y más bajo las pavesas.

Sí, pude.

—¿A qué hora viniste por primera vez a la villa?

—A las veintidós —dijo Jeanne—. Os habíais ido a cenar hacía un buen rato. Cambié la tuerca y abrí el gas, sin encender la llamita. Al subir, no tuviste más que arrojar un copo de algodón hidrófilo inflamado en la habitación. Debías echarlo después de dar los somníferos a Micky. Presumo que eso fue lo que hiciste.

—¿Y tú, dónde estabas?

—Yo volví a Tolón para que me vieran. Entré en un restaurante, dije que volvía de Niza, que iba a Cap Cadet, y cuando llegué de nuevo a la villa, no ardía. Eran las dos de la mañana y comprendí que te habías retrasado. Estaba previsto que a las dos todo hubiese acabado. Pero sin duda Micky puso algunas dificultades para volver. No lo sé. Tú tenías que ponerte enferma de repente. Ella te habría devuelto a casa a la una. Algo no había funcionado bien, ya que eras tú quien conducías el coche a la vuelta. A menos que nos equivocásemos, no sé.

—¿Y qué hiciste?

—Esperé en la carretera. Hacia las dos y cuarto vi las primeras llamas. Esperé un poco más. No quería llegar la primera al lugar. Cuando te llevé a las escaleras que había delante de la casa, había media docena de personas en pijama o en bata que no sabían qué hacer. Los bomberos de Les Lecques llegaron enseguida y apagaron el incendio.

—¿Estaba previsto que yo intentara sacarla de mi habitación?

—No. No fue mala idea, porque los inspectores de Marsella quedaron bastante impresionados. Pero fue peligroso. Pienso que por eso quedaste negra de los pies a la cabeza. En definitiva, te dejaste coger en la trampa en la habitación, y saltaste por la ventana. Tenías que haber quemado el camisón en la planta baja. Habíamos contado cien veces los pasos necesarios para caer en la piscina. Diecisiete. Debías esperar también para quemar el camisón a que acudiesen los vecinos, para caer en la piscina justo en el momento en que ellos llegasen. Al parecer, no esperaste. A fin de cuentas, supongo que tuviste miedo de que yo no te cogiese lo bastante rápido, y no saltaste a la piscina.

—Es posible que me desvaneciera de repente, al taparme la cabeza, y por eso no pudiese ir más lejos.

—No lo sé. La herida que tenías en la parte superior del cráneo era grande y profunda. El doctor Chaveres piensa que saltaste desde el primero.

—¡Con ese camisón alrededor de la cabeza, si no alcanzaba la piscina, habría podido morir! Tu plan era muy arriesgado, ¿sabes?

—No. Habíamos hecho arder cuatro camisones parecidos. Nunca había costado más de siete segundos, sin corriente de aire. Debías llegar a la piscina en diecisiete pasos. Cinco segundos, o incluso siete segundos, únicamente las manos y la cara, no podías morir. Esa herida en la cabeza no estaba prevista. Ni tampoco las quemaduras que tenías en el cuerpo.

—¿Pude actuar de manera diferente a como estaba previsto? ¿Por qué no iba a hacerte caso hasta el final?

—Te cuento las cosas a mi manera —dijo Jeanne—. Quizá tú no me escuchabas tan fácilmente. Era más complicado. Tenías miedo de lo que ibas a hacer, miedo de las consecuencias, miedo de mí. En el último momento, creo que quisiste cargar las tintas. A ella la encontramos en la puerta de la habitación, cuando debía encontrarse en la cama, o cerca de la cama. Quizá durante un instante quisiste salvarla de verdad. No lo sé.

Dormí diez noches, quince noches, durante aquel mes de octubre, soñando lo mismo: intentaba, con movimientos de extraordinaria rapidez, pero perfectamente ineficaces, sacar a una joven de largos cabellos de un incendio, de un ahogamiento, de un enorme vehículo estrellado que nadie conducía. Me despertaba helada, sabiendo muy bien que era una cobarde. Lo bastante cobarde para hacer tragar unos comprimidos de Gardenal a una desgraciada y quemarla viva. Demasiado cobarde para negar aquella mentira de haber querido salvarla. La amnesia era una huida. Si no me acordaba, es porque por nada del mundo, pobre angelito, habría soportado acordarme.

Nos quedamos en París hasta finales de octubre. Vi las películas de vacaciones de Micky. Veinte, treinta veces. Me aprendí sus gestos, su forma de andar, la manera que tenía de volver los ojos bruscamente hacia la cámara, hacia mí.

—Tenía la misma brusquedad en la voz —me dijo Jeanne—. Tú hablas demasiado despacio. Ella atacaba siempre una frase antes de haber acabado la precedente. Saltaba de una idea a otra, como si hablar fuese un zumbido inútil, como si tú ya lo hubieses comprendido todo.

—Supongo que era más inteligente que yo.

—No he dicho eso. Inténtalo una vez más.

Lo intentaba. Lo conseguía. Jeanne me daba un cigarrillo, lo encendía, me estudiaba:

—Fumas como ella. Pero tú fumas de verdad. Ella aspiraba dos caladas y luego aplastaba el cigarrillo. Métete en la cabeza que ella soltaba todo lo que tocaba. No se interesaba por una idea más que algunos segundos, se cambiaba de ropa tres veces al día, los chicos no le duraban ni una semana, le gustaba el zumo de pomelo hoy, y el vodka mañana. Dos caladas y lo apagas, no es difícil. Puedes encender otro cigarrillo enseguida, así irá bien.

—Pero sale muy caro, ¿no?

—¿Lo ves?, eres tú quien habla, no ella. No repitas jamás eso.

Me puso al volante del Fiat. Después de algunas maniobras, pude conducir sin demasiados problemas.

—¿Qué ha pasado con el MG?

—Se quemó junto con todo lo demás. Lo encontraron espachurrado en el garaje. Es increíble, sujetas el volante como ella. No eres tonta, sabes observar. Y además, hay que decir que tú no habías conducido más que su coche. Si eres lista, te pagaré uno cuando estemos en el sur. Con «tu» dinero.

Ella me vestía como Micky, me maquillaba como Micky. Faldas de lana anchas, enaguas, ropa interior blanca, verde agua, azul cielo. Zapatos Raffermi.

—¿Cómo era cuando hacías tacones de zapatos?

—Fatal. Date un poco la vuelta para que te vea.

—Cuando me doy la vuelta me duele la cabeza.

—Tienes unas piernas bonitas. Ella también, bueno, no sé. Llevaba la barbilla más alta, así, mira. Camina.

Yo caminaba. Me sentaba. Me levantaba. Daba unos pasos de vals. Abría un cajón. Tendía un índice napolitano al hablar. Reía de forma más neta, más aguda. Me quedaba de pie, con las piernas separadas, un pie perpendicular al otro. Decía: «Murneau, qué chisme más tonto, ciao, qué locura, te lo aseguro, pobre de mí, me gusta, no me gusta, ya sabes, un montón de trastos». Ladeaba la cabeza con aire dubitativo, con una mirada de soslayo.

—No está mal. Cuando te sientes con una falda así, no enseñes las piernas más de lo necesario. Ponías de lado, bien paralelas, así. Hay momentos en que realmente no recuerdo ya cómo lo hacía ella.

—Ya lo sé: mejor que yo.

—No he dicho eso.

—Pero lo piensas. Te pones nerviosa. Hago lo que puedo, ¿sabes? Me hago un lío con estos trastos.

—Me parece oírla a ella, continúa.

Era la pobre revancha de Micky. Más presente que la Domenica de antaño, era ella quien guiaba mis piernas pesadas, mi espíritu extenuado.

Un día, Jeanne me condujo a casa de unos amigos de la muerta. Ella no se alejaba de mí, dijo hasta qué punto era desgraciada yo, y todo fue bien.

Desde el día siguiente tuve derecho a responder al teléfono. Me compadecían, estaban locos de inquietud, me suplicaban que les concediese cinco minutos de charla. Jeanne seguía escuchando por otro receptor, y me explicaba enseguida quién era la persona que me hablaba.

Ella no estaba, sin embargo, la mañana que Gabriel, el amante de la antigua Do, llamó. Dijo que sabía cuál era mi problema, me explicó él mismo quién era.

—Quiero verte —añadió.

No sabía cómo deformar la voz. La angustia de decir una tontería acabó por reducirme al silencio.

—¿Me oyes? —decía él.

—No puedo verte en este momento. Tengo que reflexionar. No sabes en qué estado me encuentro.

—Escúchame bien: tengo que verte. No he podido llegar a ti durante tres meses, pero ahora ya no te dejo. Tengo que saber determinadas cosas. Voy para allá.

—No te abriré.

—Entonces, desconfía si quieres —me dijo él—. Tengo una cualidad: soy muy tozudo. Tus problemas no me importan. Los de Do son más graves: está muerta. ¿Voy o no?

—Por favor, te lo suplico. ¿No lo entiendes? No puedo ver a nadie. Déjame un poco más de tiempo. Te prometo que te veré más adelante.

—Voy ahora —dijo él.

Jeanne llegó antes que él y lo recibió. Oí sus voces en el vestíbulo de la planta baja. Yo estaba echada en mi cama, con un puño enguantado apretado contra la boca. Al cabo de un momento, la puerta de entrada se volvió a cerrar y Jeanne vino a cogerme entre sus brazos.

—No es peligroso. Debe de imaginarse que sería un cerdo si no viniese a preguntarte cómo murió su amiga, pero la cosa no va más allá. Cálmate.

—No puedo verlo.

—No lo verás. Todo ha acabado. Ya se ha ido.

Me invitaban. Me reunía con personas que no sabían cómo hablarme, que se contentaban con interrogar a Jeanne y desearme mucho valor.

Jeanne organizó incluso una pequeña recepción en la calle Courcelles, una tarde de lluvia. Fue dos o tres días antes de nuestra partida hacia Niza. Una especie de examen, de ensayo general, antes de que me soltaran en mi nueva existencia.

Yo estaba lejos de ella, en una habitación de la planta baja, cuando vi entrar a François Roussin, que no había sido invitado. Ella le vio igualmente y, desplazándose de un grupo a otro, se fue acercando tranquilamente en mi dirección.

François me explicó que estaba allí no en calidad de amante, sino como secretario, acompañando a su jefe. Parecía, sin embargo, muy dispuesto a dejar hablar al amante, cuando Jeanne consiguió unirse a nosotros.

—Déjala tranquila o te echo —le dijo ella.

—No amenace nunca a la gente con algo que no es capaz de hacer. Escuche, Murneau, si le doy una torta la tiro al suelo. Y le juro que lo haré si continúa molestándome.

Hablaban en voz baja, sin perder su actitud de camaradería, incluso. Cogí el brazo de Jeanne y le pedí a François que se fuera.

—Tengo que hablar contigo, Micky —insistía él.

—Ya hemos hablado.

—Hay cosas que no te he dicho.

—Me has dicho lo suficiente.

Fui yo quien arrastró a Jeanne lejos de él. Se fue enseguida. Lo vi parlotear con François Chance, y mientras este se ponía el abrigo, en el vestíbulo, su mirada se cruzó con la mía. No había en sus ojos más que una especie de rabia, y me volví.

Por la noche, cuando todo el mundo se fue, Jeanne me apretó un buen rato contra su cuerpo, me dijo que me había portado tal y como ella esperaba, y que íbamos a conseguirlo, que ya lo habíamos conseguido.

Niza.

El padre de Micky, George Isola, era muy delgado, muy pálido y muy viejo. Me miraba moviendo la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas, sin atreverse a abrazarme. Cuando lo hizo, sus sollozos me conmovieron. Viví un momento absurdo, porque yo no estaba asustada, ni me sentía desgraciada, sino rebosante de felicidad al verle tan contento. Creo que durante unos minutos me olvidé de que no era Micky.

Prometí que volvería a verle. Le aseguré que me portaría bien. Le dejé regalos y cigarrillos con la sensación de que aquello era abominable. Jeanne se me llevó. En el coche, me dejó llorar con toda mi alma, pero enseguida me pidió perdón por tener que aprovecharse de mi emoción: había concertado una visita con el doctor Chaveres. Me condujo a su casa directamente. Pensaba que sería mejor, desde todos los puntos de vista, que él me viera en aquel estado.

El doctor debió de pensar, en efecto, que la visita a mi padre me había conmovido hasta el punto de comprometer mi curación. Me encontró física y moralmente muy abatida, y prescribió a Jeanne que me aislase aún durante un tiempo más. Lo que ella deseaba.

Era tal y como yo lo recordaba, pesado, con el pelo cortado al rape, unas manos gruesas de carnicero. Sin embargo, solo lo había entrevisto una vez, entre dos estallidos de luz, antes o después de la operación. Me contó las inquietudes de su cuñado, el doctor Doulin, abriendo ante mí el historial que este le había enviado.

—¿Por qué no ha ido más a verle?

—Esas sesiones —intervino Jeanne— la ponían en un estado terrible. Lo llamé por teléfono, y él mismo decidió que era mejor dejarlo.

Chaveres, que era mayor, y quizá más enérgico que el doctor Doulin, dijo a Jeanne que estaba hablando conmigo, y que le agradecería mucho que nos dejara hablar a solas. Ella se negó.

—Quiero saber lo que le hacen. Tengo confianza en usted, pero no la dejaré sola con nadie. Puede hablar delante de mí, y ella también.

—¿Qué sabe usted? —dijo él entonces—. Veo en estos informes que, en efecto, asistió usted a todas las conversaciones que ella tuvo con el doctor Doulin. Y él no pudo obtener nada de ella desde su salida de la clínica. ¿Quiere usted que se cure, sí o no?

—Quiero que Jeanne se quede —dije yo entonces—. Si ella se va, yo también. El doctor Doulin me prometió que me volvería la memoria en poco tiempo. Hice todo lo que él quería. Jugué con los cubos y con los alambres. Le conté mis penas durante horas. Me puso inyecciones. Si se equivocó, no es culpa de Jeanne.

—Se equivocó —suspiró Chaveres—, pero ya empiezo a comprender en qué.

Yo veía mis páginas de escritura involuntaria en el historial que él tenía abierto.

—¿Se equivocó? —se asombró Jeanne.

—¡Ah! No, se lo ruego, no insista en esa palabra como si supiera lo que significa. Esta pequeña no sufre ninguna lesión. Sus recuerdos se detienen, como los de un viejo chocho, hacia los cinco o seis años. Las costumbres han persistido. No hay ni un solo especialista en enfermedades de la memoria o del lenguaje que no tomase eso por una amnesia incompleta. El choque, la emoción… eso puede durar tres semanas, a su edad, o tres meses. Si el doctor Doulin se equivocó, fue a sabiendas de que se equivocaba, si no, yo no lo sabría. Yo soy cirujano, no psiquiatra. ¿Ha leído lo que escribió ella?

—Lo he leído.

—¿Y qué tienen de particular las palabras «manos», «cabellos», «ojos», «nariz», «boca»? Son términos que se repiten constantemente.

—Pues no lo sé.

—Yo tampoco, desde luego. Lo que sé es que esta pequeña estaba enferma «antes» del accidente. ¿Era exaltada, violenta, egocéntrica? ¿Tenía tendencia a compadecerse de sí misma, a lloriquear en sueños, a tener pesadillas? ¿La había visto usted sufrir cóleras súbitas, como aquel día en que levantó una mano enyesada a mi cuñado?

—No lo comprendo. Micky es emotiva, tiene veinte años, y es posible que sea de un natural bastante violento, pero no estaba enferma. Incluso era muy sensata.

—¡Por el amor de Dios! ¡Yo nunca he dicho que no fuese sensata! Entendámonos bien: esta pequeña, antes del incendio, y como muchas otras personas que jamás disfrutarán fumando en pipa o coleccionando sellos, presentaba ciertos rasgos de naturaleza histérica. Si supongo que estaba enferma, es en primer lugar una apreciación personal del grado en el que empieza la enfermedad. Y en segundo lugar, porque ciertas amnesias o afasias se dan entre los «estigmas» tradicionales de la histeria.

Se levantó, dio la vuelta a la mesa, vino hacia mí, que me encontraba junto a Jeanne en un sofá de cuero de su consulta. Me cogió por la barbilla. Me hizo volver la cabeza hacia Jeanne.

—¿Acaso tiene aire de vieja chocha? Su amnesia no es incompleta, sino selectiva. Para que me comprenda, lo simplifico: no ha olvidado un fragmento determinado de su vida, un fragmento temporal, aunque sea largo. Se niega a recordar una cosa determinada, o a alguien. ¿Sabe por qué llegó el doctor Doulin a esa conclusión? Porque incluso en el período hasta los cuatro o cinco años hay agujeros. Ese algo o ese alguien debe tocar, de cerca o de lejos, tantos recuerdos desde su nacimiento, que ella los ha tachado uno tras otro, todos. ¿Comprenden lo que les digo? ¿Han lanzado una piedra al agua? Esas figuras concéntricas que se van extendiendo, de círculo en círculo, más o menos es eso.

Me soltó la barbilla y trazó unos círculos en el vacío.

—Tome mis radiografías y el informe de la operación —continuó—, y verá que mi papel se limitó a coserla. Ciento catorce puntos de sutura. Créame, tenía buena mano esa noche, y estoy en buena situación para saber que no la «toqué». No se trata de una lesión, ni siquiera de la consecuencia de un trauma físico, su corazón nos lo diría mejor que su cabeza. Es el rechazo psíquico característico de una pequeña que ya estaba enferma.

Yo no pude soportarlo más. Me levanté, le pedí a Jeanne que me sacara de allí. Él me retuvo vivamente por el brazo.

—Me doy por satisfecho, si te doy miedo —me dijo, levantando el tono—. Quizá te cures sola, quizá no. Pero si quieres que te dé un buen consejo, uno auténticamente bueno, es que vuelvas a verme. Y también que pienses en esto: el incendio no fue culpa tuya, esa joven no murió por tu culpa. Te niegues a recordarla o no, ella existió. Ella era guapa, tenía tu edad, se llamaba Domenica Loï y está muerta, muerta de verdad, y tú no puedes hacer nada.

Detuvo mi brazo antes de que le pegara. Le dijo a Jeanne que contaba con ella para que me volviese a llevar.

Nos quedamos tres días en Niza, en un hotel frente al mar. El mes de octubre acababa ya, pero todavía había bañistas en la arena. Yo los miraba desde la ventana de nuestra habitación e intentaba convencerme de que conocía aquella ciudad, el gusto de la sal y algas que traía el viento.

Jeanne por nada del mundo me habría llevado a casa del doctor Chaveres. Le tenía por un cretino, y además brutal. No era un histérico, sino un paranoico. A fuerza de recoser cabezas, su cerebro se había transformado en un acerico. Los agujeros los tenía él. En la cabeza.

Sin embargo, a mí me habría gustado mucho volverle a ver. Ciertamente, era algo bruto, pero lamentaba haberle interrumpido. No me lo había contado todo aún.

—¡Imagina que quieres olvidarte de ti misma! —exclamaba Jeanne, con ironía—. En resumen, es eso.

—Si supiera quién soy, invertiría los términos, no te hagas la tonta. Yo querría olvidar a Micky, eso es todo.

—Si lo invirtiera, su magnífico razonamiento no se aguantaría ni un segundo, precisamente. Ignoro lo que entiende él por histeria, quiero pensar en rigor que Micky quizá merecía estar mejor cuidada, pero tú eras perfectamente normal. Jamás te vi exaltada ni malcriada como ella.

—Fui yo quien quise golpear al doctor Doulin, fui yo quien te pegó a ti. ¡Eso es verdad!

—En tu lugar, en el estado en el que te encontrabas, supongo que cualquiera habría hecho lo mismo. Yo habría cogido una barra de hierro… Eso no impide que fueses tú también la que recibió una paliza que te dejó marcada durante ocho días, sin atreverte siquiera a defenderte, por parte de una chiflada que no debía de pesar ni un gramo más que tú. ¡Y se trata de ti, no de ella!

Al tercer día me anunció que íbamos a volver a Cap Cadet. Se aproximaba el momento de la apertura del testamento. Sería necesario que ella asistiese, y tendría que dejarme unos cuantos días sola con una criada. No me juzgaba todavía capaz de mantener mi papel en Florencia. En Cap Cadet, donde se habían iniciado las reparaciones dos semanas después del incendio, solo la habitación de Domenica seguía inhabitable. Allí yo estaría lejos de todo el mundo y me encontraría sin duda en un ambiente que facilitaría mi curación.

A ese respecto tuvimos nuestra primera pelea desde el día en que le di esquinazo en una calle de París. La idea de volver a la villa, donde no se podían borrar todos los restos del incendio, y la misma idea incluso de curarme allí, me turbaban. Como siempre, acabé por ceder.

Por la tarde, Jeanne me dejó sola una hora en la terraza del hotel. Volvió con un coche que no era el suyo, un cabriolé Fiat 1500 que no era blanco, sino azul celeste, y me dijo que era para mí. Me dio los documentos y las llaves y fui a dar una vuelta por Niza.

A la mañana siguiente fuimos las dos por la Corniche y la carretera de Tolón, ella delante, en su coche, yo detrás en el mío. Por la tarde llegamos a Cap Cadet. Yvette nos esperaba allí, barriendo bien el yeso y los escombros que habían dejado los albañiles. No se atrevió a decirme que no me reconocía, se deshizo en lágrimas y fue a esconderse en la cocina, repitiendo, con un pronunciado acento sureño: «pobrecilla, pobrecilla».

La casa era baja, con un tejado casi plano. La pintura exterior aún no estaba terminada. Quedaban grandes manchas de hollín por el lado en que se había extendido el incendio. Se habían reconstruido el garaje y el comedor, donde Yvette nos sirvió por la noche.

—No sé si le seguirán gustando los salmonetes —me dijo—, pero he pensado que le haría ilusión. ¿Qué le parece volver a nuestro bello país?

—Déjala tranquila —la cortó Jeanne.

Probé el pescado y declaré que estaba muy bueno. Yvette se quedó un poco reconfortada.

—Podrías aprender a convivir un poco, ¿sabes, Murneau? —dijo a Jeanne—. No me la voy a comer, a tu pequeña.

Al traer la fruta, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla. Dijo que Murneau no era la única en hacerse mala sangre por mí. No había pasado un solo día, durante aquellos tres meses, sin que alguien, en Les Lecques, le pidiera noticias.

—Incluso hay un zagal que vino ayer mismo por la tarde, mientras yo limpiaba arriba. Con ese debió de ser usted muy mala.

—¿Un qué?

—Un zagal, un chico. Apenas debe de tener la misma edad que usted. Unos veintidós, veintitrés años. Pero no le tiene que dar vergüenza, no. Es guapo como un sol, y huele muy bien, como usted. Lo sé porque le di un beso, porque le conozco desde que era así de pequeño, no pasaba de la mesa.

—¿Y Micky le conocía? —preguntó Jeanne.

—Pues parece que sí. No deja de preguntarme cuándo volverá y dónde está.

Jeanne la miró con aire molesto.

—Ah, seguro que volverá —acabó Yvette—. No está lejos. Trabaja en correos de La Ciotat.

A la una de la mañana, acostada en la habitación que había ocupado Micky al principio del verano, yo no dormía nada. Yvette se había ido a Les Lecques. Un poco antes de medianoche oí a Jeanne andar por mi antigua habitación y entrar en el baño reconstruido. Ella verificaba que no quedase ninguna señal molesta, a pesar de la investigación y de los albañiles.

Se acostó enseguida en la tercera habitación del extremo del pasillo. Yo me levanté y fui a reunirme con ella. La encontré a punto de ponerse a leer, en combinación blanca, encima de la cama deshecha, un libro titulado: Las enfermedades de la memoria, de un tal Delay.

—No vayas por ahí con los pies descalzos —me dijo—. Siéntate o coge mis zapatos. Debo de tener unas zapatillas por ahí, en las maletas.

Puse encima de una mesa el libro que le había quitado de las manos, y me dejé caer a su lado.

—¿Quién es ese chico, Jeanne?

—Pues no sé nada.

—¿Qué decía yo exactamente al teléfono?

—Nada que deba impedirte dormir. Para ser peligroso, tendría que tener a la vez el telegrama y nuestras conversaciones. Eso no es muy verosímil.

—Correos de La Ciotat, ¿es muy grande?

—No lo sé. Tendremos que dar una vuelta por allí mañana. Ahora ve a acostarte. Además, no es cierto que las comunicaciones telefónicas pasen por La Ciotat.

—Está el teléfono aquí. He visto un aparato abajo. Podríamos saberlo enseguida.

—No digas tonterías. Ve a acostarte.

—¿Puedo dormir contigo?

En la oscuridad ella me dijo de pronto que había un contratiempo que habría podido darnos problemas.

—He encontrado una llave inglesa en el baño, con un montón de objetos más o menos quemados. Estaba en el fondo de una tina de lavar. No es la mía. Aquella que usé aquella noche la tiré después. Es posible que tú comprases otra en algún sitio para desenroscar cada noche la tuerca.

—Te lo habría dicho. Me habría librado de ella.

—No lo sé. No había pensado en eso. Yo creía que cogías la de la caja de herramientas del MG. De todos modos, los investigadores no la han visto, o si la han visto no le han dado importancia.

Más tarde me acerqué a ella para ver si dormía. Le pregunté a oscuras por qué se había sentido unida a mí desde la primera tarde, en la clínica… En fin, si era solamente a causa del testamento, para seguir el juego. Como no respondió le dije que yo habría querido, con todas mis fuerzas, recordar y ayudarla. Le dije que me gustaba mucho el coche azul cielo y todo lo que procedía de ella.

Y ella respondió que estaba dormida.

Los días siguientes continué lo que Jeanne llamaba mi «entrenamiento». Podía constatar mis progresos según las reacciones de Yvette. Varias veces por día ella repetía: «¡Ah, no ha cambiado usted nada!».

Me esforzaba por mostrarme más vivaz, más exuberante, porque Jeanne, a veces, me acusaba de estar algo apagada, o me decía:

—Perfecto, flojucha, sigue así y pronto iremos a hacer la calle juntas a América del Sur. Las prisiones francesas no son muy alegres…

Yvette se pasaba casi todo el día en la villa, de modo que estábamos obligadas a salir. Jeanne me llevaba a Bandol, como debía de hacer Micky tres meses atrás, sin duda, o nos quedábamos al sol, echadas en la playa. Una tarde, un pescador que pasaba en su barco pareció muy sorprendido al ver a una veraneante de otoño con traje de baño y guantes blancos.

El chico del que había hablado Yvette no había aparecido. Correos de La Ciotat nos pareció lo suficientemente importante para descartar la idea de una indiscreción, pero las comunicaciones telefónicas para Cap Cadet estaban centralizadas allí.

Cuatro días antes de la apertura del testamento, Jeanne colocó una maleta en la parte posterior de su coche y se fue. La víspera por la tarde habíamos ido a cenar a Marsella en mi coche. Ella me había hablado en la mesa de una manera inesperada; de sus padres (había nacido en Caserte, y era italiana, pese a su nombre), de sus principios en casa de la Raffermi, de los «buenos tiempos» que, entre los dieciocho y los veintiséis años, fueron suyos, con una voz serena, jovial. A la vuelta, mientras yo iba de curva en curva, entre Cassis y La Ciotat, apoyó la cabeza en mi hombro, rodeándome con un brazo, y me ayudaba a sujetar el volante cada vez que me desviaba.

Me prometió que solo se quedaría en Florencia el tiempo necesario para ciertas formalidades del testamento. La semana antes de su muerte, la Raffermi había añadido a este, en forma de un segundo sobre, una cláusula que fijaba la fecha de apertura en mi mayoría de edad, en caso de que ella muriese antes. Y eso fue o bien por un capricho de anciana, para molestar a Micky (teoría de Jeanne), o simplemente porque se sentía declinar rápidamente y quería dar un plazo a sus administradores para poner al día sus cuentas (teoría de François Chance). Yo no veía en qué podía cambiar aquello, pero Jeanne decía que un codicilo podía causar más problemas que la sustitución pura y simple de un testamento, y que de todos modos, varios familiares de la Raffermi usarían ese vicio de forma u otro cualquiera para causarnos problemas.

Estaba claro, después de nuestra visita, que Jeanne llevaría al padre de Micky al pasar por Niza. En el momento de abandonarme, la presencia de Yvette impidió que me hiciese otras recomendaciones que acuéstate temprano y sé buena.

Yvette se instaló en la habitación de Jeanne. Aquella primera noche no pude dormir. Bajé a beber un vaso de agua a la cocina. Después, como la noche parecía bonita, me puse una chaqueta de Jeanne encima del camisón y salí. En la oscuridad, di la vuelta a la villa. Al meter las manos en los bolsillos de la americana encontré un paquete de cigarrillos. Me apoyé en la pared, en el rincón del garaje, saqué uno y me lo llevé a la boca.

Alguien, a mi lado, me ofreció fuego.