El taxi me dejó en el bulevar Suchet, delante de un edificio con grandes cristaleras que parecía reciente. Vi el nombre de aquel a quien buscaba en una placa en la entrada. Subí al tercero, a pie, por no sé qué extraño temor al ascensor, y llamé a la puerta sin pensar. Amigo, amante, enamorado, buitre, ¿qué importa lo que fuese?
Un hombre de treinta años vino a abrirme, un chico alto, vestido de gris, guapo. Oía discutir a otras personas en el piso.
—¿François Chance?
—No está. ¿Había quedado con él? No me ha dicho que tuviese una cita.
—No tenía cita.
Dudando, me hizo entrar en un vestíbulo grande con las paredes desnudas, sin muebles, dejando la puerta abierta. No tenía la sensación de conocerle, pero él me miraba de los pies a la cabeza de una manera curiosa. Le pregunté quién era.
—¿Cómo que quién soy? ¿Y usted?
—Soy Michèle Isola. Salgo de la clínica. Conozco a François y querría hablar con él.
El hombre, eso era bien visible en su mirada desorientada, también conocía a Michèle Isola. Se alejó lentamente, moviendo un par de veces la cabeza con aire dubitativo, y después me dijo:
—Perdón.
Y se precipitó hacia una habitación que había al fondo del vestíbulo. Volvió acompañado de un hombre mayor, más gordo, menos guapo, que llevaba todavía una servilleta en la mano y que no había tragado aún el último bocado.
—¡Micky!
Quizá tuviera unos cincuenta años, las sienes sin pelo, la cara floja. Arrojó la servilleta en las manos del que había venido a abrirme, se acercó a mí a grandes zancadas.
—Ven, no te quedes ahí. ¿Por qué no has llamado? Ven.
Me arrastró hacia una habitación y cerró la puerta. Me puso las manos en los hombros y me mantuvo así delante de él, a la distancia de los brazos. Tuve que soportar aquel examen durante varios segundos.
—¡Qué sorpresa, es una verdadera sorpresa! Evidentemente, me ha costado reconocerte, pero estás encantadora, pareces tener buena salud. Siéntate. Cuéntame. ¿Y la memoria?
—¿Está al corriente?
—Evidentemente que estoy al corriente… Murneau me telefoneó anteayer. ¿No ha venido contigo?
La habitación debía de ser su despacho. Tenía una mesa grande de caoba cubierta de papeles, unos sillones austeros, libros detrás de los cristales.
—¿Cuándo has salido de la clínica? ¿Esta mañana? No habrás hecho ninguna tontería, ¿verdad?
—¿Quién es usted?
Él estaba sentado frente a mí, me cogía la mano enguantada. La pregunta le desconcertó, pero por la expresión de su rostro (sorprendido, divertido, después apenado) la podía ver recorriendo rápidamente su espíritu.
—¿No sabes quién soy y vienes a verme? ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está Murneau?
—Ella ignora que estoy aquí.
Notaba que él iba de sorpresa en sorpresa, que las cosas debían de ser más sencillas de lo que yo pensaba. Me soltó la mano.
—Si no te acuerdas de mí, ¿cómo sabes mi dirección?
—Por su carta.
—¿Qué carta?
—La que recibí en la clínica.
—Yo no te escribí.
Esta vez me tocaba a mí abrir mucho los ojos. Él me miraba como se mira a un animal, y veía en sus rasgos que no dudaba ya de mi memoria, sino de mi cordura.
—Espera un momento —dijo de pronto—. No te muevas.
Me levanté con él y le impedí que accediera al teléfono. A mi pesar levanté el tono, y me puse a gritar.
—¡No haga eso! Yo recibí una carta y el sobre llevaba su dirección. ¡He venido para saber quién era, y para que me dijese quién soy yo!
—Cálmate. No entiendo lo que me dices. Si Murneau no está al corriente, debo llamarla. No sé cómo has conseguido salir de esa clínica, pero está claro que ha sido sin el permiso de nadie.
Me cogió de nuevo por los hombros, intentó hacerme sentar en el sillón que yo había abandonado. Estaba muy blanco a la altura de las sienes, pero sus mejillas se habían teñido súbitamente de púrpura.
—¡Se lo suplico, tiene que contarme algo! Me he hecho unas ideas algo tontas, pero no estoy loca. Se lo ruego.
No conseguía que me sentara, y renunció. Le cogí por el brazo cuando hizo un nuevo movimiento hacia el teléfono que se encontraba encima de la mesa.
—Cálmate —dijo—. No quiero hacerte ningún daño. Te conozco desde hace años.
—¿Quién es usted?
—¡François! Soy abogado. Me ocupo de los asuntos de la señora Raffermi. Formo parte del «registro».
—¿El «registro»?
—El libro de cuentas. Son los que trabajan para ella. Los que están en su nómina. Soy un amigo, sería demasiado largo explicártelo. Era yo quien me ocupaba de sus contratos en Francia, ¿me comprendes? Siéntate.
—¿No me escribió usted después del accidente?
—No. Murneau me pidió que no lo hiciera. Tuve noticias tuyas, como todo el mundo, pero no te escribí. ¿Qué te iba a decir?
—Que yo le pertenecería siempre.
Al repetir las palabras me di cuenta de hasta qué punto era estúpido imaginar que aquel hombre de gruesa papada, que habría podido ser mi padre, me hubiese escrito una carta como esa.
—¿Cómo? ¡Es ridículo! ¡Jamás me habría permitido nada semejante! ¿Dónde está esa carta?
—No la tengo.
—Escucha, Micky. Ignoro lo que tienes en la cabeza. Es posible que en el estado en que te encuentras, te imagines cosas. Pero te lo ruego, déjame telefonear a Murneau.
—Precisamente ha sido Jeanne quien me ha dado la idea de venir a verle. Recibí una carta suya de enamorado, y después Jeanne me dijo que usted nunca había tenido suerte conmigo: ¿qué quería que yo me imaginara?
—¿Murneau leyó esa carta?
—No lo sé.
—No lo entiendo —dijo él—. Si Murneau te ha dicho que yo no tenía suerte contigo, es porque tú tenías la costumbre de hacer ese juego de palabras, pero hacía alusión a otra cosa. Es verdad que me causaste muchos problemas.
—¿Problemas?
—Dejemos eso, te lo ruego. Son deudas pueriles, alerones de coche chafados, cosas sin importancia. Siéntate, sé amable y deja que la llame. ¿Has comido ya, al menos?
No tuve el valor de retenerle una vez más. Le dejé dar la vuelta a la mesa, marcar el número. Retrocedí lentamente hacia la puerta. Al escuchar el timbre, al otro lado del hilo, él no apartaba la vista de mí, pero era evidente que no me veía.
—¿Sabes si está en casa en estos momentos?
Colgó y volvió a marcar. ¿A mi casa? A él, igual que a los demás, Jeanne no le había contado dónde me tenía, porque creía que había salido de la clínica aquella mañana mismo. Comprendí que antes de venir a buscarme, ella tuvo que vivir durante varias semanas en otro domicilio, que sería «mi casa»: era allí adonde llamaba él.
—No responde.
—¿Adonde llama?
—A la calle Courcelles, claro. ¿Ha ido a comer a otro sitio?
Le oí gritar: «¡Micky!» detrás de mí cuando ya estaba en el vestíbulo, abriendo la puerta de entrada. No había notado las piernas tan cansadas en mi vida, pero los escalones eran amplios, los zapatos de la madrina Midola de buena calidad, y no me caí al bajar.
Caminé un cuarto de hora a través de las calles vacías, en torno a la puerta de Auteuil. No me di cuenta de que al brazo seguía llevando la carpeta con recortes de periódico del doctor Doulin. Me detuve ante un escaparate que hacía de espejo para asegurarme de que llevaba la boina bien puesta, y que no parecía una malhechora. Vi a una joven de rasgos cansados, pero tranquila y bien vestida, y después, justo detrás, al hombre que me había abierto la puerta en casa de François Chance.
No pude evitar llevarme la mano libre a la boca, volviéndome con un sobresalto que me dolió desde los hombros hasta la coronilla.
—No tengas miedo, Micky, soy un amigo. Ven. Tengo que hablar contigo.
—¿Quién es usted?
—No temas nada. Te lo ruego, ven. Solo quiero hablar contigo.
Me cogió por el brazo con un gesto sin brusquedad alguna. Yo me dejaba hacer. Estábamos demasiado lejos para que pudiera volverme a llevar a la fuerza a la casa de François Chance.
—¿Me ha seguido?
—Sí. Cuando has venido así de repente, he perdido la cabeza. No te reconocía, y tú tampoco parecías conocerme. Te he esperado delante del edificio en coche, pero has salido tan rápido que no te he podido avisar. Después has girado hacia una calle en sentido prohibido, y me ha costado mucho volver a encontrarte.
Me sujetaba firmemente hasta su coche, un automóvil negro aparcado en una plaza que acababa de atravesar.
—¿Adonde me lleva?
—Adonde quieras. ¿No has comido? ¿Te acuerdas de Chez Reine?
—No.
—Es un restaurante. Vamos a menudo. Tú y yo. Micky, te aseguro que no debes tener miedo.
Me cogió por el brazo y dijo, muy rápido:
—Era a mí a quien venías a ver, esta mañana. En el fondo, no creía que vinieses nunca. Ignoraba esta… bueno, que no te acordases. Ya no sabía qué pensar.
Tenía los ojos muy oscuros, muy brillantes, una voz monótona, pero agradable, que iba bien con su nerviosismo. Parecía fuerte y atormentado. Me desagradaba, sin ningún motivo especial, pero no tenía ya miedo de él.
—¿Ha escuchado detrás de la puerta?
—Te he oído desde el vestíbulo. Sube, te lo ruego. La carta era mía. Yo también me llamo François. François Roussin. Te has confundido por la dirección…
Cuando me senté junto a él, en el coche, me pidió que le tuteara, como antes. Yo era incapaz de pensar con coherencia. Le vi sacar las llaves, encender el contacto, me extrañó ver temblar su mano. También me extrañaba de no temblar yo misma. Supongo que debí de amar a aquel hombre, puesto que había sido amante mío. Era normal que al volver a encontrarse conmigo estuviera nervioso. Yo me sentía entumecida de pies a cabeza. Si temblaba, era de frío. Nada era tan real como el frío.
Me había dejado el abrigo puesto. Tenía la impresión de que el vino me calentaba, bebí demasiado y ya no tenía las ideas claras.
Le había conocido el año anterior en casa de François Chance, donde él trabajaba. Me quedé diez días en París, en otoño. La manera que tenía de contar el principio de nuestra relación daba a entender que él no era mi primera aventura, y que le había secuestrado prácticamente, apartándolo de sus ocupaciones y encerrándolo conmigo en un hotel de Milly-la-Forêt. Después de volver a Florencia, le había escrito unas cartas ardientes que me enseñó. Evidentemente, yo le engañaba, pero solo para provocar, por hastío de una vida estúpida, porque estaba lejos de él. No había conseguido que mi tía le arreglase a él un falso viaje de negocios a Italia. Nos volvimos a ver aquel mismo año, en enero, cuando yo vine a París. Una gran pasión.
El final de la historia, porque forzosamente debía tener uno (el accidente), me parecía muy nebuloso. Quizá fuese en parte el efecto del vino, el caso es que los acontecimientos se iban confundiendo cada vez más y más a partir de la entrada en escena del personaje de Domenica Loï.
Hubo una discusión, unas citas a las que no acudimos, otra discusión en la que yo le di una bofetada a ella, otra discusión más en la que yo no le di una bofetada, sino una paliza, con una cólera tal que ella me suplicaba de rodillas, y llevó durante ocho días las marcas de mis golpes. Y hubo también un episodio, sin relación aparente con la acción, en el que hubo una falta de delicadeza por parte de él, mía o de Do. Y después cosas que no tenían ninguna relación con nada: los celos, una discoteca en l’Etoile, la influencia equívoca de un personaje diabólico (Do) que quería separarme de él (François), una huida súbita en el MG, en el mes de junio, cartas sin respuesta, el regreso del sargento (Jeanne), la influencia cada vez más y más equívoca del personaje diabólico sobre el sargento, una voz preocupada al teléfono (la mía) en el curso de una conversación París-Cap Cadet que duró veinticinco minutos y que le costó una fortuna.
Como él hablaba sin parar, no comía. Pidió una segunda botella de vino, se agitaba mucho, fumaba mucho. Adivinaba que todo lo que me estaba contando me parecía falso. Acabó por repetir: «te lo aseguro» al final de cada frase. Yo tenía una bola de hielo en el pecho. Cuando pensé en Jeanne de repente, me dieron ganas de dejar caer mi cabeza apoyada en los brazos encima del mantel, para dormir o para sollozar. Ella me encontraría, ella me pondría la boina en la cabeza, me llevaría lejos de todo aquello, lejos de aquella voz malvada y monótona, de aquellos ruidos de vajilla, de aquel humo que me escocía en los ojos…
—Vámonos.
—Espera, un segundo más. ¡Por favor, no te vayas! Tengo que llamar al despacho.
De haber estado menos entumecida o menos asqueada, me habría ido. Encendí un cigarrillo que no pude soportar y apagué inmediatamente en el plato. Me dije que contada de otra manera aquella historia me habría parecido menos fea, y quizá me habría reconocido en ella. Exteriormente, nada es cierto. Pero ¿quién podía saber lo que esa pequeña atolondrada tenía en el corazón, salvo yo? Cuando recuperase mis recuerdos, los acontecimientos probablemente serían los mismos, pero la historia sería totalmente distinta.
—Ven —dijo él—. No te aguantas de pie. No te voy a dejar.
Me cogió por el brazo otra vez. Abrió una puerta cristalera. En los muelles hacía sol. Me senté en su coche. Pasamos por unas calles empinadas.
—¿Adonde vamos?
—A mi casa. Escucha, Micky, me doy cuenta de que te he contado todo esto muy mal, querría que lo olvidaras todo. Volveremos a hablar cuando hayas dormido un poco. Todos estos golpes, estas emociones repetidas, comprendo que te dejen hundida. No me juzgues con demasiada rapidez.
Como había hecho Jeanne, mientras conducía me puso una mano en la rodilla.
—Es maravilloso —dijo— volver a verte.
Cuando me desperté acababa de hacerse de noche. No me había dolido tanto la cabeza desde los primeros días de la clínica. François me sacudía el brazo.
—Te he hecho café. Te lo traigo.
Estaba en una habitación con las cortinas corridas, con muebles disparejos. La cama en la que estaba echada, con falda y jersey y una cubierta encima de las piernas, era un sofá-cama, y volví a ver a François preparándolo. En una mesita pequeña, a la altura de mis ojos, vi una foto mía, al menos de aquella que era «antes», en un marco de plata. Al pie de un sillón situado frente a la cama, los recortes de prensa del doctor Doulin se habían desplegado sobre la alfombra. François debía de haberlos leído mientras yo dormía.
Volvió con una taza humeante. Me sentó muy bien. Él me miraba sonriente mientras yo bebía, con las manos en los bolsillos del pantalón, en mangas de camisa, al parecer, muy contento de sí mismo. Miré el reloj. Se había parado.
—¿He dormido mucho tiempo?
—Son las seis. ¿Te encuentras mejor?
—Me parece que habría podido dormir todavía años y años. Me duele la cabeza.
—¿Hay que hacer algo? —me preguntó él.
—No lo sé.
—¿Quieres que llame a un médico?
Se sentó en la cama junto a mí, y cogió la taza vacía que yo tenía en las manos. La colocó en la alfombra.
—Sería mejor llamar a Jeanne.
—Hay un médico en este edificio, pero no tengo el teléfono. Y además, te confieso que no tengo ningunas ganas de verla aparecer otra vez en mi casa.
—¿No te gusta?
Él se rió y me cogió entre sus brazos.
—Te he recuperado —dijo—. No has cambiado, en realidad. Siempre hay personas que nos gustan y otras que no. No, no te muevas. Tengo derecho a tenerte un poco, después de todo este tiempo.
Me hizo bajar la cabeza, me pasó la mano por el pelo, me besó dulcemente bajo la nuca.
—No, ella no me gusta. Contigo, habría que querer a todo el mundo. Incluso a esa pobre chica, que sin embargo, Dios sabe…
Sin dejar de besarme, hizo un gesto con la mano señalando a los recortes de prensa de la alfombra.
—He leído eso. Ya me lo habían contado, pero los detalles son terribles. Me alegro mucho de que pudieras salir de todo eso. Déjame verte el pelo.
Me puse rápidamente una mano en la cabeza.
—No, te lo ruego.
—¿Tienes que llevar los guantes? —me dijo.
—Por favor…
Me dió un beso en la mano enguantada, la levantó suavemente, me besó el pelo.
—Esto es lo que más te cambia, el pelo. Durante la comida, antes, varias veces he tenido la impresión de hablar con una extraña.
Cogió mi rostro entre sus manos y me miró un rato largo, muy de cerca.
—Sin embargo, eres tú de verdad, eres Micky. Te he visto dormir. A menudo te veía dormir, como ya sabes. Hace un momento, tenías la misma cara.
Me besó en la boca. Un beso leve y seco, primero, para ver cómo reaccionaba yo, y después, más rato. Se iba apoderando de mí otro entumecimiento que no se parecía en nada al de la comida, que era como un dulce desgarramiento de todos los miembros. Una sensación que venía de antes de la clínica, de antes de la luz blanca, «de antes», sencillamente. No me moví. Estaba muy atenta, y creo que tenía la esperanza absurda de recuperarlo todo con un beso. Me aparté porque ya no podía respirar.
—¿Me crees ahora? —me dijo él.
Tenía una risita satisfecha, un mechón moreno en la frente. Era esa frase la que lo falseaba todo. Me separé más.
—¿Venía a menudo a esta habitación?
—No, no muy a menudo. Yo iba a tu casa.
—¿Adonde?
—A la residencia, en la calle Lord Byron, y después a la calle Courcelles. ¡Mira, una prueba!
Se levantó bruscamente, fue a abrir unos cajones y volvió a mi lado, tendiéndome un pequeño llavero con unas llaves.
—Tú me las diste cuando te instalaste en la calle Courcelles. Algunas tardes no cenabas conmigo y nos encontrábamos allí.
—¿Un piso?
—No. Una casita. Muy bonita. Murneau te la enseñará. O si quieres vamos juntos. Estaba muy bien aquello.
—Cuéntame.
Él se rió de nuevo, rodeándome con los brazos. Yo me eché en la cama, con las duras llaves en la palma de la mano.
—¿Contarte qué? —preguntó.
—Lo nuestro. Jeanne. Do.
—Lo nuestro es lo interesante. No la Murneau. Ni la otra. A causa de la otra yo dejé de ir.
—¿Por qué?
—Ella te trastornaba. En cuanto te la llevaste allí, ya nada fue bien. Te volvía loca. Tenías ideas locas.
—¿Y cuándo fue eso?
—No lo sé. Hasta que os fuisteis al sur las dos.
—¿Y cómo era ella?
—Escucha, ella ha muerto. No me gusta hablar mal de los muertos. Además, ¿qué importancia tiene ya, cómo fuera ella? Tú la veías de otro modo: amable, encantadora, se habría dejado matar por ti. ¡Y tan inteligente! Debía de ser inteligente, eso es cierto. Supo manipularte muy bien, y manipular también a la Murneau. Le faltó muy poco para manipular incluso a la abuelita Raffermi…
—¿Conocía a mi tía?
—No, afortunadamente. Pero si tu tía hubiese muerto un mes más tarde, puedes estar segura de que la habría conocido y habría conseguido su parte del pastel. Tú estabas dispuesta a llevarla. Ella tenía muchísimas ganas de conocer Italia.
—¿Por qué dices que yo me había enemistado contigo?
—Porque yo le molestaba.
—¿Por qué?
—¡Y yo qué sé! Pensaba que tú te casarías conmigo. Cometiste el error de hablarle de nuestros proyectos. Y ahora cometemos un error hablando de todo esto. Ya basta.
Me besó en el cuello, en la boca, pero yo ya no notaba nada, e intentaba ordenar mis pensamientos, inerte.
—¿Por qué decías antes que estabas contento de que yo hubiese intentado sacarla de su habitación, durante el incendio?
—Porque yo la habría dejado que se muriese. Y otras cosas. Dejémoslo ya, Micky.
—¿Qué cosas? —quise saber.
—Cuando me enteré, yo estaba en París. No entendía muy bien qué era lo que había pasado. Me imaginé Dios sabe qué. No creía que fuese un accidente. En fin, no un accidente por azar.
Me quedé sin voz. Estaba loco. Decía cosas horribles, levantándome poco a poco la falda con una mano y desabrochándome el cuello del jersey con la otra. Intenté levantarme.
—Déjame.
—¿Ves? Deja ya de pensar en todo eso.
Me empujó brutalmente hacia la cama otra vez. Quise apartar aquella mano que subía por mis piernas, pero fue él quien apartó la mía y me hizo daño.
—¡Déjame!
—¡Escucha, Micky…!
—¿Por qué has pensado que no fue un accidente?
—¡Mierda! ¡Hay que estar loco de atar para creer en un accidente, cuando se conoce a la Murneau! ¡Hay que estar loco para creer que ella hubiese dejado pasar una conexión mal hecha durante las tres semanas que estuvo allí! Puedes estar tan segura como que la Tierra es redonda de que esa conexión era impecable.
Me debatí como pude. Él no me dejaba. La lucha le impulsaba a luchar más todavía. Desgarró la parte superior de mi jersey y eso fue lo que le detuvo. Vio que lloraba y me dejó.
Busqué mi abrigo, los zapatos. No oía lo que me estaba diciendo. Recogí los recortes de prensa, los coloqué en la carpeta. Me di cuenta de que en la mano tenía todavía las llaves que él me había dado. Me las guardé en el bolsillo del abrigo.
Se había puesto delante de la puerta para impedirme el paso, con los rasgos derrotados y un aire curiosamente sumiso. Me sequé los ojos con el dorso de la mano diciéndole que si quería volver a verme, era necesario que me dejase ir.
—Es una tontería, Micky. Te aseguro que es una tontería. Hace meses que pienso en ti. No sé que me ha pasado.
Se quedó en el rellano viéndome bajar. Triste, feo, ávido, mentiroso. Un buitre.
Caminaba desde hacía mucho rato. Cogía una calle, luego otra. Cuanto más reflexionaba, más enmarañadas estaban mis ideas. El dolor que salía de mi nuca irradiaba hacia la espalda, a lo largo de la espina dorsal. Probablemente era la fatiga.
Había ido caminando primero para buscar un taxi, luego por el simple hecho de andar, porque no tenía ganas de volver a Neuilly, de ver a Jeanne. Pensé en llamarla, pero no habría podido evitar hablarle de la conexión. Tenía miedo de no creerla, si ella se justificaba.
Tenía frío. Entré en un café para calentarme. Al pagar, me di cuenta de que ella me había dado mucho dinero, sin duda lo bastante para vivir varios días. Vivir, en aquel momento, no significaba más que una cosa: echarme, dormir. Me habría gustado lavarme también, cambiarme de ropa y de guantes.
Seguí caminando y entré en un hotel junto a la estación de Montparnasse. Me preguntaron si no tenía equipaje, si deseaba una habitación con baño, me hicieron rellenar una ficha. Pagué por adelantado.
Subí la escalera detrás de una camarera, cuando, desde el mostrador, el conserje me llamó:
—Señorita Loï, ¿tenemos que despertarla mañana?
Respondí que no, que no valía la pena y después me volví, con todo el cuerpo congelado, el espíritu como paralizado de espanto, porque ya lo sabía, lo sabía desde hacía mucho tiempo, lo sabía desde siempre.
—¿Cómo me ha llamado?
Él miró la ficha que yo acababa de rellenar.
—Señorita Loï. ¿No es eso?
Bajé hacia él. Intenté ahogar un miedo antiguo en mi interior. No podía ser cierto; era una simple «parafasia», el hecho de haber hablado de ella dos horas antes, la fatiga…
Yo había escrito en aquel papel amarillo: «Loï, Domenica Lella Marie, nacida el 4 de julio de 1939 en Niza (Alpes Marítimos), francesa, empleada de banca…».
La firma era «Doloï», escrito de forma muy legible, en una sola palabra, rodeada de un óvalo torpe y precipitado.
Me desnudé. Llené la bañera. Me quité los guantes antes de meterme en el agua. Después, como tener que tocarme el cuerpo con las manos me repelía, me los volví a poner.
Actuaba con lentitud, casi calmada. Llegada a un cierto punto de abatimiento, estar agobiada y estar calmada eran un poco lo mismo.
No sabía en qué sentido reflexionar, así que no reflexionaba. Me sentía mal y al mismo tiempo me sentía bien, porque el agua estaba tibia. Me quedé así quizá una hora. No había vuelto a poner en marcha el reloj y cuando lo miré, al salir de la bañera, seguía marcando las tres de la tarde.
Me sequé con las toallas del hotel, me lavé la ropa interior con un gran escozor en las manos, con los guantes mojados. El espejo del armario me devolvía la imagen de una autómata con las caderas estrechas, que se paseaba con los pies desnudos por la habitación, con un rostro menos humano que nunca. Al acercarme me di cuenta de que el baño había avivado las espantosas líneas bajo las cejas, las aletas de la nariz, la barbilla, las orejas. A través del pelo, las cicatrices se habían hinchado y adoptado un color rojo ladrillo.
Me eché en la cama y me quedé un buen rato con la cabeza escondida entre los brazos, sin otro pensamiento que el de una muchacha que hundía voluntariamente la cabeza y las manos en el fuego.
No era posible. ¿Quién sería capaz de tener ese tipo de valor? Me di cuenta de pronto de la presencia, a algunos centímetros de mi ojo, de la carpeta que me había enviado el doctor Doulin.
La primera vez que había examinado aquellos artículos, por la mañana, todo concordaba con el relato de Jeanne. Al releerlos descubrí detalles que me habían parecido sin importancia entonces, pero que ahora me ofuscaban.
No se mencionaba la fecha de nacimiento de Domenica Loï, ni el resto de sus nombres. Solo se decía que tenía veintiún años. Pero al haberse producido el incendio un 4 de julio, se añadía que la desgraciada había perecido la noche de su cumpleaños. Pensé, durante unos segundos, que podía conocer los nombres de Do y su fecha de nacimiento tan bien como ella misma, que había podido escribir «Loï» en lugar de «Isola»: la fatiga, las preocupaciones de las que formaba parte Do, todo lo explicaba. Pero eso no explicaba un desdoblamiento tan total, una ficha tan completa, hasta esa firma absurda de colegiala.
Otras objeciones se me presentaron. Jeanne no podía equivocarse. Ella me había ayudado a bañarme desde la primera noche, me conocía como una madre adoptiva, desde hacía años. Aunque mi rostro estuviese transformado, mi cuerpo, mi forma de andar, mi voz, no lo estaban. Do podía haber tenido la misma estatura que yo, incluso el mismo color de ojos y los mismos cabellos morenos, pero para Jeanne no era posible el error.
Pensé en la palabra «traicionada». Y era muy raro, como si ya, a mi pesar, mis ideas hubiesen avanzado hacia una explicación que yo no había querido admitir, igual que tampoco había querido admitir durante varios días los signos evidentes de lo que había descubierto al releer una ficha de hotel.
«¡Yo no era yo!» La imposibilidad de descubrir mi pasado era prueba de ello. ¿Cómo iba a recuperar el pasado de alguien que no era yo?
Por otra parte, Jeanne no me había reconocido. Mi risa la sorprendía, mi forma de andar, otros detalles que ignoraba, que ella atribuía quizá a la convalecencia, pero que la inquietaban y la alejaban progresivamente de mí.
Lo que había intentado comprender aquel día, huyendo de ella, era eso. Él «ya no duermo». Él «¿cómo has podido parecerte tanto?». ¡Yo me parecía a Do, maldita sea! Jeanne no quería admitirlo, como yo, pero cada uno de mis gestos le arañaba el corazón, cada noche de duda añadía más ojeras a sus ojos.
Sin embargo, había un fallo en todo ese razonamiento: la noche del incendio. Jeanne estaba allí. Me había recogido al pie de la escalera, me había acompañado a La Ciotat, ciertamente, a Niza. También le habían pedido, antes de que lo hiciesen sus padres, que reconociese el cuerpo de la muerta. Aun quemada, yo era reconocible. El error era posible para los extraños, pero no para Jeanne.
Entonces era lo contrario, más horrible, pero mucho más sencillo.
«¿Quién me dice que no estás haciendo comedia?». Jeanne tenía miedo, miedo de mí. No porque yo me pareciese cada vez más y más a Do, ¡sino porque sabía que yo era Do!
Ella lo sabía desde la noche del incendio. Por qué se había callado, por qué había mentido… era algo que me repugnaba adivinar. Me repugnaba imaginar a Jeanne tomando voluntariamente a la viva por la muerta, con el fin de conservar con vida, contra viento y marea, hasta la apertura de un testamento, a su pequeña heredera.
Ella se había callado, pero quedaba un testigo de su mentira: la viva. Por eso no dormía. Había aislado a la testigo, que quizá hiciese comedia o quizá no, y era necesario que continuase mintiendo. Ya no estaba segura de su error, de su propia memoria, ni segura de nada. ¿Cómo reconocer una risa o la situación de un lunar después de tres meses de ausencia, y tres días de unas nuevas costumbres? Ella tenía mucho que temer. En primer lugar, de aquellos que conocían bien a la muerta y que podrían descubrir la superchería. Y sobre todo de mí, a quien mantenía lejos de los demás. Ella ignoraba cómo reaccionaría yo al encontrarme con mis recuerdos. Otro fallo, sin embargo: la tarde del incendio, Jeanne pudo descubrir a una joven sin rostro, sin manos, pero no podía sospechar que sería una autómata perfecta, con un pasado tan virgen como su porvenir. Era inverosímil que hubiese adoptado unos riesgos semejantes. A menos que…
A menos que la testigo tuviese tantos motivos como ella para callar, y (¿por qué no, ya que estaba en plan de hacer suposiciones abominables y absurdas?), habiéndolo comprendido así, Jeanne se persuadiese de que ella llevaría las riendas de mi vida. Ahí intervenían las sospechas de François acerca de la conexión del gas. Me parecía evidente, como a él, que un defecto de instalación tan grave como para causar un incendio no se le pudo escapar a Jeanne. Por tanto, el defecto de conexión debió de convenirle a alguien. Y alguien tuvo que estropearla posteriormente.
Si los investigadores y las casas de seguros se habían inclinado por la tesis del accidente, es que el sabotaje no se realizó de una sola vez con un vulgar corte. En varios artículos encontré los detalles: una juntura que la humedad iba corroyendo desde hacía varias semanas, los bordes oxidados de una tubería… Eso suponía preparativos, un trabajo lento. Y no tenía más que un nombre: asesinato.
¡Fue antes del incendio cuando la viva quiso tomar el lugar de la muerta! Como Mi no tenía ningún interés en tal sustitución, la viva debía de ser Do. Yo era la viva. Yo era Do. De una ficha de hotel al tubo de un calentador, se había cerrado el bucle, exactamente como aquel óvalo pretencioso que rodeaba mi firma.
Me encontré, no supe cómo ni desde cuándo, de rodillas en el lavabo de mi habitación del hotel, estudiando los conductos y manchándome de polvo los guantes. No eran tuberías de gas, debían de ser muy diferentes de las de Cap Cadet, pero debía esperar vanamente que me demostraran lo absurdo de mis hipótesis. Yo me decía: esto no puede ser verdad, vas demasiado rápido, aunque la conexión hubiese estado bien hecha, pudo estropearse sola. Y me respondía: la instalación solo tenía tres meses, es imposible, y por otra parte, nadie creyó que fuese posible, y por eso se concluyó que el defecto era inicial.
Iba en ropa interior y de nuevo tenía mucho frío. Me puse la falda y el jersey desgarrado. Tuve que renunciar a ponerme las medias. Hice con ellas una bola que me metí en el bolsillo del abrigo. Me encontraba en un estado de ánimo tal que incluso en aquel movimiento vi una prueba: Mi, ciertamente, no habría hecho tal cosa. Un par de medias no tenía para ella tanta importancia. Las habría tirado en cualquier sitio, en medio de la habitación.
En el bolsillo del abrigo noté las llaves que François me había dado. Fue, creo, el tercer regalo que me hizo la vida aquel día. El segundo fue un beso, antes de que un chico me dijese: «¿Me crees ahora?». El primero fue la mirada de Jeanne cuando le pedí que me hiciese un talón y ella bajó del coche. Era una mirada cansada, ligeramente irritada, pero leí en ella que me amaba con toda su alma… y me bastaba con pensar en ello, en aquella habitación de hotel, para creer de nuevo que nada de lo que imaginaba era cierto.
En la guía, la casita de la calle Courcelles estaba a nombre de Raffermi. Mi índice enguantado en algodón húmedo pasó cincuenta y cuatro números de la columna antes de detenerse en el bueno.
El taxi me dejó ante el 55: un portal con verjas altas, pintadas de negro. Mi reloj, que había puesto en hora al abandonar el hotel de Montpamasse, marcaba cerca de medianoche.
En el fondo del jardín con castaños de Indias se encontraba la casa, blanca, esbelta, tranquila. No había luz alguna, y los postigos parecían cerrados.
Abrí el portal, que no rechinó en absoluto, subí una avenida bordeada de césped. Mis llaves no entraban en las cerraduras de la puerta de entrada. Di la vuelta a la casa y encontré una puerta de servicio, que pude abrir.
En el interior permanecía aún el perfume de Jeanne. Encendía la luz de las habitaciones a medida que iba entrando. Eran pequeñas, la mayor parte de ellas pintadas de blanco, amuebladas de una manera que me pareció cálida y cómoda. En el primer piso descubrí los dormitorios. Daban a un vestíbulo mitad blanco y mitad nada, porque, probablemente, no habían acabado de pintar las paredes.
La primera habitación en la que entré era la de Micky. No me pregunté cómo sabía que era la suya. Todo hablaba de ella: la mezcolanza de grabados en una pared, la riqueza de los tejidos, el gran lecho con baldaquino, rodeado de muselina que el aire del vestíbulo, a mi entrada, hinchó como las velas de un navio.
Y luego también raquetas de tenis en una mesa, una foto de un chico sujeta a la pantalla de una lámpara, el elefante gordo de peluche sentado en un sillón, un casco de oficial alemán sobre un busto de piedra que debía de representar a la madrina Midola…
Abrí los velos de la cama para echarme allí unos segundos, y luego los cajones de los muebles, intentando descubrir, contra todo lo esperable, alguna prueba de que aquella habitación me pertenecía a mí. Saqué ropa interior, objetos que para mí no significaban nada, documentos que recorrí rápidamente y que dejé caer en la alfombra.
Abandoné la habitación en un gran desorden. Pero ¿qué importaba? Sabía que iba a telefonear a Jeanne. Pondría mi pasado, mi presente y mi futuro en sus manos, y dormiría. Ella se ocuparía del desorden y del asesinato.
La segunda habitación era anónima, la tercera era aquella donde debía de dormir Jeanne cuando yo me encontraba en la clínica. El perfume que flotaba en el baño vecino, la talla de los vestidos que había en un armario me lo indicaron.
Abrí por fin la habitación que buscaba. No quedaba nada más que los muebles, un poco de ropa interior en una cómoda, una bata de casa a cuadros escoceses azules y verdes (con la palabra «Do» bordada en el bolsillo superior) y tres maletas cerradas cerca de la cama.
Las maletas estaban llenas. Comprendí, al extender su contenido en la alfombra, que Jeanne las había traído de Cap Cadet. Dos de ellas guardaban cosas de Mi que ella no me había enseñado. Si se encontraban en aquella habitación, era quizá porque Jeanne no había tenido el valor de entrar en la habitación de la muerta. O porque sí.
La tercera maleta, más pequeña, contenía pocos vestidos, pero sí cartas, papeles que pertenecían a Do. Era demasiado poco para creer que aquello era todo, pero me dije que probablemente les habrían entregado a los Loï el resto de las cosas de su hija que habían escapado al incendio.
Desaté un cordón que unía varias cartas. Eran cartas de la madrina Midola (firmaba así) a alguien que al principio creí que era Mi, porque empezaban diciendo: «querida mía» o «carina» o «mi pequeña». Al leerlas comprendí que aunque se hablaba mucho de Mi, iban dirigidas a Do. Quizá en mi estado presente yo tuviese una noción bastante curiosa de la ortografía, pero aun así las cartas me parecían repletas de faltas. Sin embargo, eran muy tiernas, y lo que leí entre líneas me heló de nuevo la sangre.
Antes de continuar mi inventario, busqué un teléfono. Había uno en la habitación de Mi. Llamé al número de Neuilly. Era casi la una de la madrugada, pero Jeanne debía de tener la mano encima del receptor, porque descolgó al momento. Antes de que yo pudiera decir una palabra, me gritó su angustia, medio insultándome, medio suplicando. Yo grité a mi vez:
—¡Para!
—¿Dónde estás?
—En la calle Courcelles.
Hubo un silencio repentino que se prolongó, que podía significar cualquier cosa: asombro, confesión. Fui yo, al final, quien volvió a hablar:
—Ven, te espero.
—¿Cómo estás?
—Mal. Tráeme unos guantes.
Colgué. Fui a la habitación de Do y continué hurgando entre «mis» papeles. Después cogí una braguita, una combinación que me había pertenecido, la bata de cuadros escoceses. Me cambié de ropa. Incluso me quité los zapatos. Bajé con los pies desnudos a la planta baja. Lo único que conservaba de la «otra» eran los guantes, y los guantes eran míos.
En el salón donde encendí todas las luces bebí un sorbo de coñac, a morro. Tardé mucho rato en descifrar el mecanismo del tocadiscos. Puse algo ruidoso. El coñac me sentaba bien, pero no me atrevía a beber más. Pero de todos modos cogí la botella y fui a echarme en una habitación vecina que me pareció más cálida, y la apreté contra mi pecho, en la oscuridad.
Al cabo de unos veinte minutos de mi llamada, oí que se abría una puerta. Un instante después la música se detuvo en la habitación de al lado. Unos pasos se acercaron a la habitación donde yo me encontraba. Jeanne no dio la luz. Vi su larga silueta que se detenía en el umbral, una mano en el picaporte… exactamente como el negativo de la joven que había aparecido en la clínica. Se quedó silenciosa unos momentos, y después dijo, con su voz profunda, suave y tranquila:
—Buenas noches, Do.