Yo habré asesinado

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, tres niñas: la primera se llamaba Mi, la segunda Do, la tercera La. Tenían una madrina que olía bien, que no las regañaba jamás cuando no se portaban bien, y a la que llamaban madrina Midola.

Un día, están en el patio. La madrina besa a Mi, no besa a Do, no besa tampoco a La.

Un día, juegan a los matrimonios. La madrina elige a Mi, no elige nunca a Do, no elige tampoco a La.

Un día, están tristes. La madrina, que se va, llora con Mi, no dice nada a Do, tampoco dice nada a La.

De las tres niñitas, Mi es la más guapa, Do la más inteligente, La muere enseguida.

El entierro de La es un gran acontecimiento en la vida de Mi y de Do. Hay muchos cirios, muchos sombreros encima de la mesa. El ataúd de La está pintado de blanco, la tierra del cementerio es blanda. El hombre que cava el hoyo lleva una chaqueta con botones dorados. La madrina Midola ha venido. A Mi, que le da un beso, le dice: «mi amor». A Do: «me manchas la ropa».

Pasan los años y la madrina Midola, de la que se habla bajando la voz, vive lejos, escribe cartas con faltas de ortografía. Un día es pobre y fabrica zapatos para las damas ricas. Otro día es rica y fabrica zapatos para las damas pobres. Un día tiene mucho dinero y se compra bonitas casas. Un día, como el abuelo ha muerto, viene en un coche grande. Hace que Mi se pruebe su bonito sombrero, mira a Do sin reconocerla. La tierra del cementerio es blanda, y el hombre que la arroja en el hoyo del abuelo lleva una chaqueta con botones dorados.

Más tarde, Do se convierte en Dominique, Mi en una Michèle lejana que viene a veces de vacaciones, que hace que su primita Do se pruebe sus bonitos vestidos de organdí, que enternece a todo el mundo en cuanto abre la boca, que recibe cartas de la madrina que empiezan todas por «mi amor» y que llora en la tumba de su mamá. La tierra del cementerio es blanda, y la madrina pasa el brazo alrededor de los hombros de Mi, de Micky, de Michèle, y murmura cosas dulces que Do no oye.

Más tarde Mi va de negro porque ya no tiene mamá, y le dice a Do: «Necesito, necesito, necesito que me amen». Mi siempre quiere coger la mano de Do cuando van de paseo. Mi dice a su prima Do: «Si me das un beso, si me aprietas contra tu cuerpo, no se lo diré a nadie y me casaré contigo».

Más tarde aún, dos años, quizá tres años después, Mi besa a su padre en el cemento de la pista de un aeropuerto, ante el gran pájaro que se lo lleva lejos, junto a la madrina Midola, a un país de viajes de novios, a una ciudad que Do busca con el dedo en sus mapas de geografía.

Más tarde aún, ya no ven nunca a Mi más que en fotos, en las revistas con portada satinada. Un día lleva el pelo largo y negro, y entra con vestido de noche en una sala inmensa toda de mármol y dorados. Un día, tiene las piernas largas, está echada con un traje de baño blanco en la cubierta de un velero blanco. Un día, conduce un coche pequeño y descubierto donde van montados, gesticulantes, unos jóvenes agarrados los unos a los otros. Algunas veces tiene el bonito rostro grave, con un ligero fruncimiento de cejas por encima de sus bellos ojos claros, pero es a causa del sol que se refleja en la nieve. Algunas veces sonríe, muy cercana, observando al objetivo de frente, y el pie de foto, en italiano, dice que será un día una de las mayores fortunas del país.

Más tarde aún, la madrina Midola morirá, como mueren las hadas, en su palacio de Florencia, de Roma o del Adriático, y Do inventará este cuento, que sabe muy bien, porque ya no es ninguna niña pequeña, que es falso.

Es lo bastante cierto para impedirle dormir, pero la madrina Midola no es un hada, es una vieja dama rica que siempre comete faltas de ortografía, a quien no ha visto nunca más que en los entierros, que no ha sido tampoco su madrina, como Mi no es su prima; esas son solo cosas que se dicen a los hijos de las criadas, como Do, como La, porque es amable y no hace daño a nadie.

Do, que tiene veinte años, como la princesita del pelo largo de las fotos de las revistas, recibe cada año, por Navidad, unos zapatos de tacón cosidos en Florencia. Y por eso, quizá, se enamora de Cenicienta.