El chico salió al sol de junio cuando Micky acababa de cerrar su revista, echada en la playita de guijarros al pie del promontorio. Al principio le pareció inmenso porque estaba de pie por encima de ella, con una camisa blanca y un pantalón de hilo descolorido, pero enseguida se dio cuenta de que era de estatura media, e incluso bajito. Pero era muy guapo, con unos enormes ojos negros, la nariz recta, los labios de muchacha, y una curiosa forma de permanecer erguido, con los hombros levantados y las manos en los bolsillos.
Hacía dos o tres semanas que Micky vivía con Do en la villa de Cap Cadet. Estaba sola aquella tarde, porque Do había cogido el coche para ir a comprar no sé qué en una tienda de La Ciotat: un pantalón que habían visto juntas y que ella encontraba infecto, o unos pendientes rosa, infectos también. Después, en cualquier caso, fue eso lo que contó Micky al chico.
Él se había acercado sin hacer ruido, sin mover los guijarros bajo sus pies. Era muy delgado, con la vivacidad atenta de los gatos.
Micky se colocó las gafas de sol ante los ojos, para verlo mejor. Se incorporó un poco apoyando con una mano contra el pecho el sujetador de su bikini, que se había desabrochado. Él le preguntó, con una voz sin acento, si era Micky. Después, sin esperar su respuesta, se sentó junto a ella, ligeramente ladeado, con un movimiento maravillosamente fluido, como si no hiciese otra cosa en la vida. Ella le dijo, por mantener las formas, que aquella era una playa privada, y que le agradecería mucho que se largase de allí.
Como parecía que ella tenía problemas para abrocharse el sujetador, con las dos manos a la espalda, él se agachó vivamente y antes de que ella se diese cuenta, se lo había abrochado.
A continuación dijo que iba a bañarse. Se quitó la camisa, el pantalón y las alpargatas, se alejó con un pantalón corto y feo color caqui, del ejército, y entró en el agua.
Nadaba igual que andaba, con tranquilidad, silenciosamente. Volvió hacia ella, con cortos mechones de cabello moreno sobre la frente, buscó unos cigarrillos en el bolsillo de su pantalón. Le ofreció uno a Micky, un cigarrillo en el que faltaba casi la mitad del tabaco. Una gota de agua cayó en el muslo de la joven cuando él le dio fuego.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
Micky respondió que no era difícil de adivinar.
—Me extrañaría —dijo él—. Chicas tengo todas las que quiero. Te observo desde hace ocho días, pero te aseguro que no es por eso. De todos modos, a quien miro es a tu amiga. No está mal, pero no es eso lo que me interesa, sino lo que no se ve. Esto de aquí. Y se puso un índice en la frente, se echó hacia atrás y se estiró al sol, con el cigarrillo entre los labios y un brazo bajo la cabeza. Después de un minuto largo de silencio, volvió los ojos, se quitó el cigarrillo de la boca y declaró:
—¡Parece que no eres nada curiosa!
—¿Qué es lo que quieres?
—Bueno, ya era hora. ¿Qué crees que quiero? ¿Cien francos? ¿Cinco mil francos? ¿Eso es lo que vale tu pequeño corazoncito? Hay algunas artistas que están aseguradas. Los brazos, las piernas y demás. ¿Tú también estás asegurada?
Micky pareció relajarse, se quitó las gafas para evitar que se le quedara blanca la piel en tomo a los ojos, y dijo que ya habían intentado ese truco con ella. Que ya podía vestirse.
—No te confundas —dijo él—. Yo no vendo seguros.
—Lo sé perfectamente.
—Yo soy muy listo. Oigo cosas, veo cosas, y quiero que te aproveches de una información que tengo. Además, no soy nada codicioso. Por cien mil francos te hago el favor.
—Si a cada uno que me ha querido timar desde que estoy sola le hubiese dado eso, ya estaría arruinada. ¿Te vistes y te vas o qué?
Él se levantó y pareció renunciar a las tonterías. Sin retorcerse, solo encogiendo un poco las piernas, se puso el pantalón. Micky encontraba extraordinario ver cómo se movía. En aquel momento se contentaba con observarle, con los ojos medio cerrados.
—En primer lugar, Jeanne, es una chiflada —recitó, quedándose inmóvil y sentado, y mirando al mar—. ¿Sabes de qué signo es? Tauro. Desconfía de una Tauro como de la peste, polluelo, son malas personas. Todo en la cabeza, nada en el corazón…
Micky se volvió a poner las gafas. Él la miró, sonrió, se puso la camisa y las alpargatas, se levantó. Ella le retuvo por los bajos del pantalón.
—¿Cómo sabes eso?
—Cien mil francos.
—Me has oído decirlo. Era en un restaurante, en Bandol. ¿Nos oíste?
—Yo no he ido a Bandol desde el verano pasado. Trabajo en La Ciotat. En correos. Salgo a las cuatro y media. Hoy, no hace ni una hora, he oído eso. Ya me iba. ¿Te decides, sí o no?
Micky se puso de rodillas y, probablemente para ganar tiempo, le pidió otro cigarrillo. Él se lo tendió después de haber encendido uno para sí, como sin duda había visto hacer en las películas.
—¿En correos? ¿Era una llamada telefónica?
—Florencia —dijo él—. Soy un tipo listo. ¡Palabra que todo esto vale los cien mil francos! Solo necesito dinero, como todo el mundo. Para ti, eso no es nada.
—Eres imbécil, vete de aquí.
—Era ella quien llamaba —dijo—. Tu amiga. La interlocutora decía: «Reflexiona. Eso basta. Cuelga».
Micky oyó llegar en aquel momento al MG ante la villa: era Do que volvía. Se bajó las gafas negras, miró una vez más a aquel chico de arriba abajo y le dijo que de acuerdo, que tendría lo que pedía si la información valía la pena.
—La información, cuando vea los cien mil francos —dijo el otro—. Hoy, a medianoche, nos encontramos en el estanco de Les Lecques. Hay un cine al aire libre, en el patio. Estaré allí.
No añadió nada más y se fue. Micky esperó a que Do viniese a encontrarse con ella. Cuando llegó la joven, con una toalla en los hombros y en traje de baño, con aire distendido y jovial, Micky se dijo que no iría a aquel estanco, ni aquella noche ni nunca. Era tarde y el sol se ocultaba ya.
—¿Qué has hecho?
—Nada —dijo Do—. Por ahí. ¿Está buena?
Do llevaba los pendientes rosa. Entró en el agua, como hacía siempre, mojándose primero a conciencia todos los miembros, después de golpe, con un grito de guerra sioux.
En el coche, yendo a cenar a Bandol, Micky echó un vistazo al estanco de Les Lecques al pasar. Vio luz en el patio trasero del establecimiento, carteles de películas.
—He conocido a un chico muy raro esta tarde —le dijo a Do—. Un chico muy raro, con unas ideas muy raras.
Y como Do no reaccionó, añadió que a fin de cuentas parecía que iba a gustarle aquel país.
A las doce menos veinte, aquella noche, llevó a Do a la villa, dijo que había olvidado pasar por una farmacia y que encontraría una abierta en La Ciotat. Volvió a encender los faros del coche y se fue.
A las doce menos diez dejó el coche en una callejuela que hacía esquina con el estanco de Les Lecques, entró en un patio rodeado de toldos de lona y vio los últimos minutos de una película de capa y espada, sentada en una silla plegable, sin llegar a ver a su pequeño estafador entre los demás espectadores.
Él la esperaba a la salida, de pie junto al mostrador del estanco, con los ojos fijos en el televisor, con un jersey azul marino sobre los hombros y las mangas anudadas en torno al cuello.
—Vamos a sentarnos —dijo, llevándose su vaso.
En una terraza desierta, detrás de unos vidrios que los faros de los coches salpicaban a cada momento, Micky sacó del bolsillo de su chaqueta de punto dos billetes de diez mil francos y un billete de cinco.
—Si lo que me cuentas es interesante, tendrás el resto.
—Soy un tío listo. Siempre tengo confianza. Y además, sé que en este momento esperas una entrada.
Cogió los billetes, los dobló cuidadosamente y se los guardó. Dijo que algunos días antes había transmitido un telegrama de Florencia. El chaval que hacía el reparto había salido para toda la mañana, así que fue él quien se encargó de llevarlo.
—Café de la Désirade, en La Ciotat.
—¿Y en qué me concierne eso? —dijo Micky.
—Iba dirigido a ti.
—Yo no recibo mi correspondencia en los cafés.
—Tu amiga sí. Fue ella a recogerlo. Lo sé porque pasó por la oficina un momento después. Confieso que en aquel momento no lo pensé más. Me interesé por ella porque quería telefonear a Florencia. La empleada que pasó la comunicación es amiga mía. La escuché. Y comprendí que era la destinataria del telegrama.
—¿Y quién, en Florencia?
—No lo sé. El telegrama no iba firmado. Al teléfono, es una mujer la que habla. Parece saber muy bien lo que quiere. Si he entendido bien, es a ella a quien acudes cuando te hace falta dinero. ¿Sabes ya quién es?
Micky dijo que sí con la cabeza, un poco pálida.
—¿Y qué es lo que decía el telegrama?
—Ahí es donde las cosas se tuercen —dijo el chico, con una mueca—. Yo creo que lo que quiere es estafarte, algún tema de pasta o algo así, pero si es algo más grave, me gustaría estar a cubierto. Supón que me equivoco y que tú te ves obligada a ir a buscar a la pasma. ¿Adonde iría yo? A chirona. No me gustaría que nadie se imaginase que el servicio que doy es chantaje.
—No pienso acudir a la policía.
—Eso creo yo. Sería un escándalo. Pero aun así. Lo que yo quiero es estar bien cubierto.
—Pase lo que pase, te prometo que no hablaré de ti. ¿Qué es lo que quieres?
—Nada de bromitas —dijo el chico—. Yo no sé nada de tus historias, y no quiero saber nada. Ni de tus promesas tampoco. Lo que puede cubrirme es la recepción del telegrama, nada más. Firmas en el libro y nos ponemos de acuerdo.
Explicó que había un registro para las recepciones de telegramas. En general, el portador siempre se olvidaba de pedir la firma. Solo anotaba la fecha y hacía una cruz en la casilla correspondiente.
—Firmas por encima de la cruz de tu telegrama, como si lo hubieses recibido tú misma en el Café de la Désirade, y yo, si tú me haces una jugarreta, siempre puedo defenderme.
Micky respondió que él seguramente no hablaría en serio y que de todos modos ella ya estaba más que harta de aquella historia. Podía considerarse afortunado de haber ganado veinticinco mil francos por nada. Tenía sueño. Le dejaba que pagase él las consumiciones.
Se levantó y abandonó la terraza. Él se reunió con ella ante el MG, en la pequeña callecita donde las farolas no estaban encendidas. Le dijo: «toma», le devolvió los billetes, se inclinó, la besó ligeramente en la boca, abrió el coche, cogió del asiento un grueso cuaderno negro que, ella no sabía cómo, se encontraba allí, y pronunció todo seguido: «Junta Clarisse. Besos», y se fue.
Ella lo volvió a encontrar en la carretera, a la salida de Les Lecques, esperando tranquilamente en un talud a que algún coche quisiera llevarlo. Micky lo encontraba un poco demasiado astuto. Sin embargo, detuvo su cabriolé un poco más lejos y esperó a que él subiera. De nuevo llevaba los hombros alzados, se movía de manera fluida, con una mirada baja, de golfillo, pero no llegaba a esconder su satisfacción. Ella le preguntó:
—¿Tienes también algo para escribir?
Él le tendió un lápiz y abrió la libreta negra.
—¿Dónde firmo?
—Aquí.
Él miró atentamente la firma a la luz del salpicadero, inclinado hacia ella de tal modo que ella notaba el olor de su cabello y le preguntó qué llevaba.
—Agua de colonia para hombres. Una marca que solo se encuentra en Argelia. Hice el servicio allí.
—Es repugnante. Apártate y repíteme el texto de ese telegrama.
Él repitió: «Junta Clarisse. Besos». Después, contó tres veces lo que recordaba de la primera comunicación. Había oído otra el mismo día, justo antes de decidirse a ir a la playa a hablar con ella. Acechaba los alrededores de la villa desde hacía ocho días, desde las cinco de la tarde hasta la hora de cenar.
Micky no decía nada. Él acabó por callar también, después de haber reflexionado un rato, con las cejas fruncidas, y ella puso la primera y arrancó. Lo condujo hasta el puerto de La Ciotat, donde había cafés todavía iluminados, y un enorme barco dormía en medio de las barquitas. Antes de bajar, él preguntó:
—¿Te preocupa lo que te he contado?
—Pues aún no lo sé.
—¿Quieres que te diga qué pasará ahora?
—Vete y olvídalo todo.
Dijo que de acuerdo. Bajó del coche, se inclinó antes de cerrar la puerta y le tendió la mano.
—Lo olvidaré, pero no todo —dijo.
Ella le dio los veinticinco mil francos.
A las dos de la mañana, cuando subió a las habitaciones, Domenica dormía. Micky entró en el primer baño por la puerta del pasillo. El nombre de «Clarisse» le recordaba algo, no sabía qué, relacionado con el baño. Dio la luz y vio la marca del calentador. Su mirada siguió el conducto del gas que corría por la parte alta de la pared.
—¿Hay algún problema? —preguntó Domenica, dando vueltas en la cama, en la habitación contigua.
—Necesitaba tu dentífrico.
Micky apagó la luz, salió al pasillo y fue a acostarse.
Un poco antes de mediodía, al día siguiente, Micky previno a Yvette de que iba con Do a almorzar a Cassis, se excusó por haber olvidado decirle nada y le hizo unos encargos para la tarde.
Detuvo el MG ante la estafeta de correos de La Ciotat. Le dijo a Do:
—Ven, tengo que enviar una cosa desde hace varios días. Siempre se me olvida.
Entraron. Micky estudiaba el rostro de su amiga dirigiéndole ojeadas con disimulo. Do no estaba nada tranquila, eso estaba claro. Una empleada de la oficina, el colmo de la mala suerte, preguntó amablemente:
—¿Es para Florencia?
Micky fingió no haber oído nada, cogió un formulario de telegrama de un mostrador y redactó un texto para Jeanne Murneau. Había reflexionado mucho antes de dormir, y preparado cada palabra:
«Perdón, desgraciada, dinero, te beso mil veces en todas partes, en la frente, en los ojos, la nariz, la boca, las dos manos, los pies, sé buena, lloro. Tu Mi».
Si Jeanne encontraba raras aquellas palabras y se inquietaba, el proyecto se pararía. Habría tenido su oportunidad.
Micky enseñó el texto a Do, que lo leyó sin encontrar nada particularmente divertido ni extraño en él.
—Yo encuentro bastante raro este telegrama —dijo Micky—. Es lo que nos hace falta. ¿Quieres pasarlo por la ventanilla? Espero en el coche.
El chico de la víspera, siempre con camisa blanca, sellaba unas hojas con un tampón, detrás de una ventanilla. Se había dado cuenta de su presencia en cuanto entraron en la oficina, y se había acercado. Siguió a Micky afuera.
—¿Qué vas a hacer?
—Nada —dijo Micky—. Si quieres el resto del dinero, eres tú el que tiene que hacer algo. Al salir, a las cinco, vete a la villa. La asistenta habrá salido. Sube al primer piso, la primera puerta a la derecha. Es un baño. Allí te las arreglas como puedas. Necesitarás una llave inglesa.
—¿Qué es lo que quieren esas? —dijo él.
—No sé nada. Si lo he entendido bien, tú lo comprenderás también. Infórmame esta noche en el estanco de Les Lecques. Hacia las diez, si no te molesta.
—¿Qué me traerás?
—Puedo darte todavía veinticinco mil francos más. Después, quizá tendrás que esperar unos días.
—Mira, hasta ahora, para mí, es una historia de chicas, nada serio. Si va a ser algo más grave, yo no sigo.
—Como estoy avisada, no será nada grave —dijo Micky—. Además, tienes razón: solo es una historia de chicas.
Él esperó hasta la noche en la callejuela donde ella había acudido la noche anterior.
—No bajes —le dijo—, nos vamos. No quiero que me vean dos veces contigo en el mismo sitio.
Pasaron a lo largo de la playa de Les Lecques, y después Micky cogió la dirección de Bandol.
—Yo no sigo en una cosa de este tipo —dijo él, en el coche—. Ni por diez veces más dinero.
—Te necesito.
—Lo único que tienes que hacer es ir a la poli. No será necesario hacerles un dibujo. Solo tendrán que ver el tubo y leer el telegrama: lo que quieren esas es tu piel.
—Es más complicado que eso —dijo Micky—. No puedo ir a la policía. Te necesito para detener esto, pero necesito a Domenica mucho más aún, y durante unos cuantos años. No intentes comprenderlo, no tengo ganas de explicártelo.
—Y la de Florencia, ¿quién es?
—Se llama Jeanne.
—¿Y tanto quiere tu dinero?
—Precisamente, no lo creo. O no es esa la verdadera razón, pero eso no le importa a nadie. Ni a la policía, ni a ti, ni a Domenica.
Ella calló hasta Bandol. Fueron hasta el Casino, en el extremo de la playa, pero no bajaron hasta que ella paró el motor.
—¿Entiendes qué es lo que van a hacer? —preguntó Micky, volviéndose hacia el muchacho.
Ella llevaba aquella noche un pantalón turquesa, unas sandalias, la chaqueta de la noche anterior. Había quitado las llaves del contacto, y varias veces, al hablar, se llevó una contra la mejilla.
—Solo estuve diez minutos én ese baño —dijo el chico—. Vi que «Clarisse» debía de ser la marca del calentador. Desatornillé la tuerca del empalme debajo de la ventana. La juntura está húmeda, blanda. Hay otros empalmes en el pasillo, pero no valía la pena mirar. Con uno solo basta. No necesitan más que una habitación cerrada, y la llamita del calentador. ¿Quién se ocupó de la instalación? Es reciente.
—Un fontanero de La Ciotat.
—Pero, ¿quién estaba allí cuando hicieron el trabajo?
—Jeanne debió de venir en febrero o en marzo. Ella fue la que hizo el seguimiento.
—Entonces, ella podría tener una tuerca idéntica. Son unas tuercas especiales. Aunque la junta esté hecha polvo, no dejan filtrar el gas lo bastante rápido para provocar una explosión. Y si tenían que romper una tuerca, se habría visto. Debían de tener otra.
—¿Quieres ayudarme o no?
—¿Y cuánto me darás?
—Lo que me habías pedido, y diez veces más.
—Me gustaría saber primero qué tienes en la cabeza —dijo él, después de reflexionar un momento—. Lo de la imitación al teléfono me ha dejado pasmado, pero tiene su lógica. He observado a esa chica mejor que nadie lo hará jamás. Durante horas. Llegará hasta el final, seguro.
—No lo creo —dijo Micky.
—¿Y qué piensas hacer?
—Nada, ya te lo he dicho. Te necesito para continuar vigilándola. Jeanne vendrá con nosotras. Lo que yo querría saber es cuándo piensan incendiar la casa.
—Quizá no lo hayan decidido aún.
—Cuando lo decidan, quiero estar prevenida. Si lo sé, te prometo que no pasará nada.
—Bueno. Lo intentaré. ¿Eso es todo?
—Por la tarde, normalmente, la villa se queda vacía mucho rato. Puedes ver, cuando salgamos nosotras, cómo está la junta. Eso quizá nos indique algo. No puedo impedirle que continúe. Solo tiene que cerrar la puerta cuando tome un baño.
—¿Por qué no dejas las cosas claras con ellas? —preguntó el chico—. ¿Sabes con qué estás jugando ahora mismo?
—Con fuego —respondió Micky.
Rió brevemente, sin alegría, y volvió a poner el motor en marcha.
Al volver habló sobre todo de él, de la manera en que se movía, que tanto le gustaba. Él pensaba que ella era guapa, más apetecible que ninguna de las chicas que había conocido, pero que debía ser razonable. Aunque ella aceptase seguirle a cualquier parte, o dejarse querer, diez veces cien mil francos durarían más que el momento que pasarían juntos.
Como si ella leyese en la cabeza de él, soltó una mano del volante y le tendió el dinero que le había prometido para aquella noche.
De todos modos él vivía en casa de sus padres, y cada vez tenía que montar un verdadero circo para encontrar un escondite.
Él hizo lo que ella le pedía. Cuatro veces en una semana vio partir a las dos jóvenes en el MG para ir a pasar la noche Dios sabe dónde. Entonces se introducía en la villa por el garaje, que siempre estaba abierto, y examinaba la junta.
Se reunió con la pequeña heredera de largos cabellos negros dos veces: una tarde que estaba sola en la playa, al pie del promontorio, y otra tarde en una cervecería del puerto, en La Ciotat. Ella parecía relajada, como si estuviese segura de tener la situación controlada. Afirmaba que no pasaría nada.
Cambió bruscamente de actitud después de la llegada a Cap Cadet de la mujer del pelo dorado.
Él las observó a las tres durante otra larga semana, antes de que Micky le diera una señal. A menudo se quedaba junto a la carretera, detrás de la casa, pero a veces se acercaba, escuchaba sus voces en las habitaciones. Una tarde Micky volvía sola de la playita, en bañador y con los pies descalzos. Él la citó para la noche.
Se encontraron en el puerto de La Ciotat. Ella no bajó del MG, le dio cinco billetes de diez mil francos y declaró que ya no necesitaba sus servicios. Según decía, la mujer se había dado cuenta varias veces de su presencia junto a la casa. De todos modos, el proyecto no era más que una farsa, ahora ya lo sabía. Le aconsejó, amistosamente, que se contentase con el dinero que había recibido y olvidase aquella historia. Si la molestaba de alguna forma, estaba decidida a hacérselo pagar, tenía medios para ello.
Antes de alejarse, el MG recorrió diez metros, se paró, retrocedió diez metros hasta llegar a la altura del muchacho. Micky se asomó por la ventanilla y le dijo:
—De hecho, ni siquiera sé cómo te llamas.
Él respondió que no tenía necesidad de saberlo.