Todo empezó una tarde de febrero en el banco donde trabajaba Do, por lo que Mi llamaría más tarde (y, desde luego, se rieron mucho de ello) «un golpe de suerte». El talón se parecía mucho a todos los talones que pasaban entre las manos de Domenica desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, sin otra interrupción que los cuarenta y cinco minutos para comer. Llevaba la firma del titular de la cuenta, François Chance, y después de haber efectuado la operación de débito, Domenica leyó en el endoso: «Michèle Isola».
Miró casi de forma maquinal por encima de las cabezas de sus colegas, y vio, al otro lado del mostrador de los cajeros, a una joven con los ojos azules, largos cabellos negros y abrigo beige. Se quedó allí sentada, más asombrada por la belleza de Mi que por su presencia. Aquel encuentro, sin embargo, Dios sabía cuánto lo había imaginado: una vez, tenía lugar en un transatlántico (¡un transatlántico!); otra en el teatro (adonde ella no iba jamás), o bien en una playa italiana (ella no conocía Italia). En fin, en cualquier lugar de un mundo que no era completamente real, donde ella no era realmente Do, el mundo de antes del sueño, en el que se puede imaginar sin riesgo cualquier cosa.
Detrás del mostrador que veía cada día desde hacía dos años, un cuarto de hora antes de que sonara el timbre de cierre, el encuentro era real, pero no le sorprendía. Sin embargo, Mi estaba tan guapa, tan resplandeciente, parecía tan maravillosamente anclada en la felicidad, que su visión borraba todos los sueños.
En la almohada, la vida era más sencilla. Do volvía a encontrarse con una huérfana a la que superaba en altura (1,68 m), conocimientos (Bachillerato de 1º y 2º ciclo con buenas notas), juicio (multiplicaba la fortuna de Mi mediante confusas operaciones en la Bolsa), el corazón (salvaba a la madrina Midola de un naufragio, mientras que Mi solo pensaba en ella misma y perecía), el éxito (el futuro novio de Mi, un príncipe italiano, prefería a la «prima» pobre, tres días antes de la boda; crisis de conciencia espantosa), y en fin, en todo. Y en belleza, ni que decir tiene.
Mi estaba tan deslumbrante que al cabo de más de quince años, por encima de las cabezas que iban y venían, Do casi sintió dolor. Quería levantarse pero no podía. Vio pasar el talón, con un fajo más de talones, a manos de una de sus colegas, y después hacia la ventanilla interior de un cajero. La joven del abrigo beige (de lejos, parecía tener más de veinte años y sus gestos eran muy seguros) se metió el dinero que le habían entregado en el bolso, mostró un segundo su sonrisa y fue hacia la puerta del banco a reunirse con otra joven que la esperaba.
Domenica dio la vuelta al mostrador con una curiosa sensación de asco agarrándole el pecho. Se decía: «voy a perderla, no la volveré a ver nunca más. Si la veo, si me atrevo a hablarle, ella me hará el favor de dedicarme una sonrisa, pero me olvidará enseguida, con indiferencia».
Y eso fue más o menos lo que ocurrió. Alcanzó a las dos chicas en el bulevar Saint Michel, a más de cincuenta metros del banco, cuando ya se disponían a subir en un coche MG blanco aparcado en una zona prohibida. Mi miró, sin reconocerla, pero con un interés educado, a esa chica vestida con una blusa que la cogía por la manga, que debía de estar helándose de frío (era cierto), que había corrido y que hablaba con voz estrangulada.
Do dijo que era Do. Después de bastantes explicaciones, Mi pareció acordarse de la pequeña compañera de infancia, respondió que era muy curioso volver a encontrarse así. Ya no había nada más que decir. Mi hizo un esfuerzo. Le preguntó a Do si hacía mucho tiempo que vivía en París y trabajaba en un banco, si su trabajo le gustaba. Presentó a Do a su amiga, una americana mal maquillada que ya se había sentado en el coche. Después dijo:
—Llámame un día de estos. Me ha gustado mucho volverte a ver.
Y se fueron, Mi al volante, entre el ruido del motor acelerado a fondo. Do volvió al banco en el momento en que ya cerraban las puertas, con el espíritu lleno de ideas confusas y de rencor. «Cómo voy a llamarla, si ni siquiera sé dónde vive. Es asombroso que sea igual de alta que yo, era muy bajita antes. Yo también sería tan guapa como ella, si fuese vestida así. ¿De cuánto dinero era el talón? A ella no le importa si yo la llamo o no. No tiene acento italiano. Qué tonta soy, ella se ha visto obligada a entablar conversación. Ha debido de encontrarme tonta y mal vestida. La odio. Puedo odiarla todo lo que quiera, que la que se sofoca soy yo».
Se quedó una hora más trabajando después de cerrar. Puso la mano en el talón en el momento en que los demás empleados se preparaban para irse. La dirección de Mi no figuraba en él. Vio el nombre del titular de la cuenta, François Chance.
Le llamó media hora más tarde, desde el Dupont-Latin. Dijo que era una prima de Mi que acababa de encontrarse con ella y que no había pensado en pedirle su número de teléfono. El hombre que estaba al teléfono dijo que, por lo que él sabía, la señorita Isola no tenía ninguna prima, pero al final le dio el número y una dirección: residencia Washington, calle lord Byron.
Al abandonar la cabina telefónica en el sótano, Do pensó dejar transcurrir tres días enteros antes de llamar a Mi. Volvió a encontrar en el salón a los amigos que la esperaban: dos colegas de la oficina y un chico al que conocía desde hacía seis meses, que la besaba desde hacía cuatro, y que era su amante desde hacía dos. Era delgado, amable, un poco en las nubes, nada feo, agente de seguros.
Do volvió a instalarse junto a él, le miró, lo encontró menos amable, menos en las nubes, menos guapo, y sin embargo agente de seguros lo seguía siendo. Volvió a bajar al sótano y llamó a Mi, que estaba ausente.
Cinco días más tarde, después de varios intentos cada tarde desde las seis a medianoche, consiguió oír a la joven sin acento italiano al teléfono. Aquella tarde llamaba desde el piso de Gabriel, el agente de seguros, que dormía junto a ella, con la cabeza debajo de la almohada. Era medianoche.
Contra todo escepticismo razonable, Mi se acordaba del encuentro. Se excusaba por no haber estado. Por la noche era difícil encontrarla. Por la mañana, por otra parte, también.
Do, que había preparado todo tipo de frases astutas para conseguir verla, no pudo decir más que una:
—Tengo que hablar contigo.
—Ah, bueno —dijo Mi—. Pues ven ahora, pero rápido, que tengo sueño. Tengo ganas de verte, pero es que mañana me tengo que levantar temprano.
Hizo un ruido de beso con la boca y colgó. Do se quedó varios minutos con el receptor en la mano, sentada en el borde de la cama, como una imbécil. Después, saltó y cogió su ropa.
—¿Te vas? —dijo Gabriel.
Ella le besó, a medio vestir, entre grandes risas. Gabriel pensó que estaba completamente loca y volvió a ponerse el almohadón encima de la cabeza. Él también se levantaba temprano.
Era grande, acolchado, muy anglosajón. Una especie de hotel con un portero de uniforme y unos hombres vestidos de negro detrás de unos mostradores oscuros. Telefonearon para avisar a Mi.
Do veía un bar en el fondo del vestíbulo, al que se accedía bajando tres escalones. Había allí gente sentada, una gente que debía de ser esa que uno conoce en los transatlánticos, las playas de moda y los estrenos de teatro: «el mundo de antes de dormir».
El ascensorista detuvo el ascensor en la tercera planta. Piso 14. Do se retocó en un espejo del pasillo, se arregló el pelo, que se había peinado en un pesado moño porque si se lo dejaba suelto requería demasiado tiempo. El moño la hacía parecer mayor, y le daba un aire más serio. Estaba bien.
Una anciana vino a abrir la puerta. Se estaba poniendo un abrigo y ya se iba. Gritó algo en italiano hacia la habitación vecina y se fue del piso.
Como en la planta baja, era muy inglés, con grandes sillones y altos tapices. Mi salió en combinación corta, con los hombros y las piernas desnudas y un lápiz en la boca, y con una pantalla en la mano. Explicó que se había aflojado una bombilla.
—¿Qué tal estás? ¿Se te dan bien las chapuzas? Ven a ver.
En una habitación que olía a cigarrillos americanos y con la cama abierta, Do, sin quitarse el abrigo, volvió a poner la pantalla en su lugar. Mi buscaba en una caja, luego en un mueble, después desapareció en una habitación vecina. Volvió con tres billetes de 10.000 francos en una mano, una toalla de felpa en la otra. Le tendió el dinero a Do, que lo cogió maquinalmente, desconcertada.
—¿Será bastante? —dijo Mi—. ¡Dios mío, no te habría reconocido en la vida!
Miraba a Do con amabilidad, con unos bellos ojos atentos, unos bellos ojos de porcelana. De cerca se veía que no tenía más de veinte años, y era muy, muy guapa. Se quedó inmóvil dos segundos apenas, después pareció recordar algo urgente y se precipitó hacia la puerta.
—Ciao. Llámame, ¿de acuerdo?
—Pero no entiendo…
Do le enseñaba el dinero, la seguía. Mi dio media vuelta en el umbral del baño donde unos grifos estaban abiertos.
—¡Pero yo no quiero dinero! —repetía Do.
—¿No me has dicho eso por teléfono?
—Te he dicho que quería hablar contigo.
Mi parecía sinceramente afligida, o molesta, o asombrada, o todo a la vez.
—¿Hablarme? ¿De qué?
—De unas cosas y otras —dijo Do—. Verte, hablar contigo, no sé. Esas cosas.
—¿A estas horas? Escucha, siéntate, tengo para dos minutos y vuelvo enseguida.
Do esperó media hora en la habitación, sentada delante de los billetes que había dejado encima de la cama, sin atreverse a quitarse el abrigo. Mi volvió con un albornoz de felpa, frotándose enérgicamente el pelo mojado con una toalla. Dijo una frase en italiano que Do no comprendió, y después preguntó:
—¿Te molesta que me acueste? Hablaremos un momento. ¿Vives muy lejos? Si nadie te espera, puedes dormir aquí, si quieres. Hay un montón de camas por todas partes. Te aseguro que estoy muy contenta de verte de nuevo, no pongas esa cara.
Uno se preguntaba cómo podía fijarse ella en la cara de la gente. Se metió en la cama con el albornoz, encendió un cigarrillo, dijo a Do que si quería beber algo, que había bebidas en algún lugar de la habitación contigua. Se durmió enseguida, con el cigarrillo encendido entre los dedos, tan repentinamente como una muñeca. Do no creía lo que estaba viendo. Tocó el hombro de la muñeca, que se movió, murmuró alguna cosa y dejó caer el cigarrillo en el parquet.
—El cigarrillo —se quejó Mi.
—Ya lo apago.
La muñeca hizo un ruido de beso con la boca y se volvió a dormir.
Al día siguiente por la mañana, Do llegó tarde al banco por primera vez desde hacía dos años. La anciana la despertó, sin parecer sorprendida por encontrarla echada en un sofá. Mi ya se había ido.
A la hora de comer, en un bar junto al banco donde servían «platos del día», Do se contentó con beber tres tazas de café. No tenía hambre. Era muy desgraciada, como después de sufrir una injusticia. La vida te quita con una mano lo que te da con la otra. Había pasado la noche en casa de Mi, había entrado en su intimidad más rápido de lo que jamás se habría atrevido a imaginar, pero todavía tenía menos excusas que el día anterior para volverla a ver. Mi era inasible.
Al salir del banco, aquella misma tarde, Do no acudió a su cita con Gabriel y volvió a la residencia. Desde el vestíbulo llamaron al piso 14. La señorita Isola no estaba. Do pasó toda la tarde alrededor de los Campos Elíseos, entró en un cine, volvió a pasear bajo las ventanas del apartamento 14. Hacia medianoche, después de haber interrogado de nuevo a un portero con traje negro, renunció.
Unos diez días después, un miércoles por la mañana, tuvo lugar el golpe de suerte en el banco por segunda vez. Aquel día, Mi iba con un traje chaqueta de color azul turquesa, porque el tiempo era bueno, y la acompañaba un chico. Do se reunió con ella en el mostrador de los cajeros.
—Pensaba llamarte justamente —dijo, a quemarropa—. He encontrado unas fotos antiguas y quería invitarte a cenar y enseñártelas.
Mi, visiblemente pillada desprevenida, dijo sin convicción que era maravilloso y que había que arreglar aquello. Miró atentamente a Do, como la noche que había querido darle dinero. ¿Se interesaba más por los demás de lo que parecía? Tuvo que leer en los ojos de Do la súplica, la esperanza, el temor de verse desdeñada.
—Escucha —dijo—, mañana por la tarde tengo mucho trabajo, pero estaré libre temprano para cenar. Te invitaré yo. Quedamos en algún sitio a las nueve. En el Flore, si quieres. No llego nunca tarde. Ciao, carina.
El chico que la acompañaba gratificó a Do con una sonrisa indiferente. Al salir del banco, pasó el brazo por encima del hombro de la princesa del pelo negro.
Ella entró en el «Flore» a las nueve menos diez, con el abrigo echado por encima de los hombros, un pañuelo blanco enmarcando la cara. Do, que estaba sentada desde hacía media hora detrás de los cristales de la terraza, había visto pasar el MG un instante antes y se había felicitado de ver que ella iba sola.
Mi bebió un Martini seco, le habló de la recepción de la que salía, de un libro que había acabado la noche anterior, pagó, dijo que se moría de hambre y preguntó a Do si le gustaban los restaurantes chinos.
Comieron frente a frente en la calle Cujas, y tomaron platos diferentes, que compartieron. Mi encontraba que el pelo suelto le quedaba mejor a Do que el moño de la primera noche. El suyo lo llevaba mucho más largo, le costaba horrores peinarse. Se lo cepillaba doscientas veces cada día. En algunos momentos miraba a Do silenciosamente, con una atención casi molesta. En otros, proseguía un monólogo saltando de un tema a otro, y poco importaba, al parecer, quién se encontraba frente a ella.
—¿Y las fotos, por cierto?
—Las tengo en mi casa —dijo Do—. Está aquí al lado. Pensaba que podríamos ir un momento luego.
Al subir en el MG blanco, Mi declaró que se encontraba muy a gusto, que estaba muy contenta con aquella velada. Entró en el hotel Victoria diciendo que el barrio era agradable y a continuación pareció muy a gusto también en la habitación de Do. Se quitó el abrigo y los zapatos y se sentó en la cama. Miraron a la pequeña Mi, a la pequeña Do, aquellos rostros olvidados, enternecedores. Do, de rodillas a su lado, en la cama, habría querido que aquello durase siempre. Aspiraba el perfume de Mi tan cerca que sin duda quedaría impregnada de él cuando se fuese. Había rodeado los hombros de Mi con el brazo, y no sabía si era el calor de los hombros o el del brazo el que experimentaba. Cuando Mi, al ver una foto donde estaban juntas en un tobogán de la playa, se echó a reír, Do no pudo más y la besó desesperadamente en el pelo.
—Eran los buenos tiempos —dijo Mi.
No se había apartado. No miraba a Do. Ya no había más fotos que mirar, pero ella no se movía, quizá un poco molesta. Al final volvió la cabeza y dijo a Do, muy rápido:
—Vamos a mi casa.
Se levantó y se puso los zapatos. Como Do no la seguía, volvió a arrodillarse delante de ella y pasó una mano suave por su mejilla.
—Querría quedarme siempre contigo —dijo Do.
Y atrajo contra su frente el hombro de una pequeña princesa que no era indiferente, sino tierna y vulnerable como la niña de antaño, y que respondió, con voz alterada:
—Has bebido demasiado en ese chino, no sabes lo que dices.
En el MG, Do fingió interesarse por los Campos Elíseos que desfilaban detrás de la ventanilla, y Mi no dijo nada. Apartamento 14. La anciana esperaba, dormida en un sillón. Mi la despidió dándole dos besos sonoros en las mejillas, cerró la puerta, lanzó sus zapatos a través de la habitación, el abrigo encima de un sofá. Reía, parecía feliz.
—¿En qué consiste tu trabajo? —preguntó.
—¿En el banco? Ah, es demasiado complicado para explicarlo, y además, nada interesante.
Mi, que ya se había bajado la parte superior del vestido, volvió hacia Do y le desabrochó el abrigo.
—¡Qué boba eres! Quítate esto, ponte cómoda… Me pone enferma verte así. ¿Qué dices, que te apartas?
Acabaron por pelearse, por caer juntas, mitad en un sillón, mitad en la alfombra. Mi era la más fuerte. Se reía, volvía a respirar, sujetaba a Do por las muñecas.
—Vamos, ¿es complicado lo que haces? Sí que pareces una chica complicada. ¿Desde cuándo eres una chica complicada? ¿Desde cuándo pones enferma a la gente?
—Desde siempre —dijo Do—. Yo no te he olvidado jamás. Imaginaba que te salvaba en un naufragio. Besaba tus fotos.
Do no podía hablar más, echada en la alfombra, con las muñecas prisioneras, Mi encima de ella.
—Bueno, pues muy bien —concluyó Mi.
Se levantó y se dirigió hacia su habitación. Un momento después, Do oyó el agua que corría en el baño. Más tarde, se puso de pie a su vez y entró en la habitación de Mi, buscó en un armario un pijama o un camisón. Fue un pijama. Era de su talla.
Aquella noche durmió en el sofá de la habitación que había a la entrada. Mi, acostada en la habitación vecina, hablaba mucho, forzando la voz para hacerse oír. No había tomado somníferos. Solía tomarlos a menudo, y eso explicaba el sueño súbito de la primera noche. Mucho tiempo después de haber anunciado: «¡Dodo, Do!» (eso también las hizo reír), continuó su monólogo.
Hacia las tres de la mañana, Do se despertó y la oyó llorar. Corrió hacia su cama y la encontró fuera de las sábanas, bañada en lágrimas, durmiendo con los puños apretados. Apagó la lámpara, tapó a Mi y fue a acostarse otra vez.
Al día siguiente por la noche, Mi tenía «a alguien». Desde el Dupont-Latin, donde telefoneaba, Do podía oír a alguien que le reclamaba los cigarrillos. Mi respondía: «Encima de la mesa, te van a morder».
—¿No te veré hoy? —dijo Do—. ¿Quién es ese chico? ¿Sales con él? ¿No podré verte después? Puedo esperar. Cepillarte el pelo. Puedo hacer cualquier cosa.
—Me pones enferma —dijo Mi.
A la una, aquella misma noche, llamaba a la puerta de la habitación de Do, en el hotel Victoria. Debía de haber bebido mucho, fumado mucho y hablado mucho. Estaba triste. Do la desnudó, le prestó a su vez una chaqueta de pijama, la acostó en su cama, la acunó entre sus brazos hasta que sonó el despertador, sin dormir, escuchando su respiración regular y diciéndose: «Ahora no es un sueño, está aquí, es mía, quedaré totalmente impregnada de ella cuando se vaya, soy ella».
—¿Es necesario que vayas allí? —preguntó Mi al abrir un ojo—. Ven a acostarte otra vez. Ya te pondré en el «registro».
—¿El qué?
—El libro de pagos de mi madrina. Ven a acostarte otra vez. Yo pagaré.
Do estaba vestida, dispuesta a irse. Respondió que era una tontería, que ella no era un juguete que se toma o se deja. El banco le daba un salario que cobraba cada mes, y con eso podía vivir. Mi se incorporó en su cama, con el rostro fresco, reposado, la mirada bien despierta y furibunda.
—Hablas como alguien a quien conozco. ¡Si te digo que pagaré yo, pagaré yo! ¿Cuánto te dan en el banco?
—Sesenta y cinco mil al mes.
—Te subo el sueldo —dijo Mi—. Ven a acostarte otra vez o te despido.
Do se quitó el abrigo, puso café a calentar, miró por la ventana un sol que parecía el de Austerlitz, que no era ardiente. Cuando llevó la taza a la cama, sabía que su exaltación duraría más que una mañana; que ahora, todo lo que hiciese o dijese podría un día ser utilizado en su contra.
—Eres un juguete muy amable —dijo Mi—. Está bueno tu café. ¿Hace mucho tiempo que vives aquí?
—Varios meses.
—Haz las maletas.
—Mi, tendrías que comprender. Es grave lo que me quieres obligar a hacer.
—Sí, ya lo he comprendido desde hace dos días, imagínate. ¿Crees que hay muchas personas que me hayan salvado de un naufragio? Además, estoy segura de que no sabes nadar.
—No.
—Yo te enseñaré —dijo Mi—. Es fácil. Mira, se mueven los brazos así, ves… Las piernas es más difícil…
Reía, echaba a Do en la cama, la obligaba a doblar los brazos, y después de golpe se detuvo, miró a Do sin sonreír, dijo que sabía muy bien que la cosa era grave… pero no tanto.
Las noches siguientes Do se acostó en el sofá de la entrada en el apartamento 14 de la residencia Washington, vigilando de alguna manera los amores de Mi, que dormía en la habitación vecina en compañía de un chico bastante vanidoso y desagradable. Fue él quien la vio en el banco. Se llamaba François Roussin, era secretario de un abogado, y tenía una cierta clase. Como tenía en mente, más o menos, las mismas resoluciones vagas que Do, enseguida se detestaron francamente.
Mi decía que era guapo e inofensivo. Por la noche, Do estaba demasiado cerca para no oírla gemir en brazos de aquel energúmeno. Sufría como si tuviera celos, sabiendo que era en realidad un sentimiento mucho más sencillo. Casi se sintió feliz la noche que Mi le preguntó si seguía teniendo pagada la habitación del hotel Victoria: quería pasar allí la noche con otro chico. La habitación estaba pagada hasta finales de marzo. Mi desapareció tres noches. François Roussin se sintió muy afectado, pero Do no tuvo nunca nada que temer del otro chico, del que no sabía nada (solo que hacía carreras a pie), y que fue rápidamente olvidado.
Y también estaban las noches que Mi pasaba sola. Las mejores. No podía soportar estar sola. Alguien que le cepillase el pelo doscientas veces, alguien que le lavase la espalda, alguien para apagarle el cigarrillo si se dormía, alguien para escuchar su monólogo: Do estaba allí. Propuso una cena de chicas, hizo que les subieran unos platos extravagantes (huevos revueltos) bajo unas tapaderas de plata. Ella enseñó a Mi cómo hacer animales doblando una servilleta, y la llamaba «amor mío» o «cariño» cada tres frases. Sobre todo cuando le ponía una mano en la nuca, en el hombro, o le rodeaba la cintura con el brazo: en todo momento conservaba el contacto físico con Mi. Eso era lo más importante, por esa necesidad que tenía de que la mimasen antes de dormir, a golpe de somnífero, de chicos o de blablablá, una necesidad que no era más que el antiguo miedo a la oscuridad, cuando mamá se va de la habitación. Los dos rasgos más acusados de Mi (hasta un punto que Do encontraba patológico) venían directamente de la infancia.
En marzo, Do acompañaba a Mi (o Micky, como la llamaba todo el mundo) a todas partes adonde iba, con excepción de la vivienda de François Roussin. Eso se reducía a carreras en coche por París, de una tienda a otra, de una visita a otra, de una partida de tenis en pista cubierta a la cháchara en torno a una mesa de restaurante con gente sin interés. A menudo Do se quedaba en el coche, ponía en funcionamiento la radio, hacía mentalmente el borrador de la carta que escribiría por la noche a la madrina Midola.
Su primera carta databa del día de su «compromiso». Decía que había tenido la suerte de encontrar de nuevo a Mi, que todo iba bien, y que esperaba que también fuese así para una madrina «que era un poco la suya». Seguían noticias de Niza, uno o dos zarpazos cuidadosamente disimulados a Micky, y la promesa de ir a verla y darle un beso en el primer viaje a Italia que hiciese.
Después de enviar la carta, inmediatamente lamentó los zarpazos. Eran demasiado evidentes. La madrina Midola era lista (tenía que haberlo sido para pasar de las aceras de Niza a los palacios italianos), y desconfiaría en seguida. Pero no, en absoluto. La respuesta llegó cuatro días más tarde, y era absolutamente delirante. Do era una bendición. Seguía siendo tal y como su madrina Midola la recordaba: dulce, razonable, afectuosa. Debía de darse cuenta, desgraciadamente, de que «su» Micky había cambiado mucho. Esperaba que aquel milagroso reencuentro fuese una buena influencia, y adjuntaba un talón.
Do devolvió el talón en su segunda carta prometiendo hacer todo lo posible por «su» niña traviesa, que era solo demasiado exuberante, aunque a veces se pudiese creer que carecía de corazón, mil besos, tiernamente suya…
A finales de marzo, Do había recibido su quinta respuesta. Ella firmaba ya «tu ahijada».
En abril estuvo en un tris de descubrirse. Una noche, delante de Micky, en la mesa de un restaurante, atacó a François Roussin directamente, después de un desacuerdo cualquiera sobre el menú que había pedido su «protegida». Lo importante no era que Micky durmiese mal después de tomar gallo al vino, sino que François era un cabrón, un servil, un hipócrita, que no se podía soportar ni en pintura.
Dos noches más tarde, fue más grave. El restaurante no era el mismo, y el punto de desacuerdo tampoco, pero François seguía siendo un cabrón, y él se resistió. Do fue acusada de robo y abuso, de chantaje a los sentimientos, de costumbres de colegiala. En una última discusión, muy cruda, la mano de Micky se elevó. Do, que esperaba recibir la bofetada, pensó que había ganado la partida al verla abatirse sobre la cara del cabrón.
No perdía nada esperando. De vuelta a la residencia, François hizo una escena, dijo que no pasaría más la noche en compañía de una idiota y una mirona. Se fue dando un portazo. La escena continuó entre Do, que se justificaba cargando más contra él, y Micky, loca de rabia al oír que le decían algunas verdades. No fue la batalla en broma de la noche de las fotos. Una lluvia de auténticos puñetazos, a izquierda y derecha, llovió sobre Do en toda la habitación, la envió contra la cama, la levantó, le hizo brotar las lágrimas y los ruegos, y la dejó despeinada, sangrando por la nariz, de rodillas contra una puerta. Micky la puso de pie de nuevo, la arrastró lloriqueante hacia el cuarto de baño y por una noche fue ella quien hizo correr el agua y sacó las toallas.
No se hablaron durante tres días. François volvió al día siguiente. Miró el rostro tumefacto de Do con ojos críticos y dijo:
—Vaya, pichoncito, esto es mucho más penoso que de costumbre. —Y se llevó a Micky a festejarlo. A la noche siguiente, Do volvió a coger el cepillo del pelo y cumplió con su «deber» sin decir una palabra. A la otra noche, como el silencio la perjudicaba, fue ella la primera en bajar la cabeza sobre las rodillas de Micky y pedirle perdón. Hicieron las paces entre lágrimas y besos húmedos, y Micky sacó de su armario un montón de regalos humillantes y patéticos. Llevaba tres días recorriendo las tiendas de la ciudad para tranquilizarse.
Un azar nefasto quiso que Do, aquella misma semana, se encontrase de nuevo con Gabriel, a quien llevaba un mes sin ver. Salía de la peluquería. Llevaba todavía las marcas de la crisis nerviosa de Micky. Gabriel la hizo subir en su Dauphine y fingió haber aceptado la ruptura, mal que bien. Se inquietaba por ella, eso era todo. Y se inquietó más aún al verla maquillada de aquella manera. ¿Qué le habían hecho? Do no vio interés alguno en mentir.
—¿Ella te pegó? ¿Y tú lo soportas?
—No puedo explicártelo. Estoy muy bien con ella. La necesito como el aire que respiro. Tú no lo entenderías. Los chicos solo entienden a los chicos.
Gabriel meneaba la cabeza, en efecto, pero adivinaba de forma vaga y acertada. Do intentó hacerle creer que se había encaprichado de una prima suya de largos cabellos. Él conocía a Do. Do era incapaz de encapricharse de nadie. Si ella soportaba que le pegase una niñita histérica, debía de tener en la cabeza alguna idea estúpida, bien pensada, muchísimo más peligrosa.
—¿Y cómo vives desde que has dejado el banco?
—Ella me da lo que quiero.
—¿Adonde te llevará eso?
—No lo sé. Ella no es mala, ¿sabes? Me quiere mucho. Me levanto a la hora que yo quiero, tengo ropa, la acompaño adonde va. Tú no lo entiendes.
Ella se fue preguntándose precisamente si no lo habría entendido demasiado. Pero él también la quería. Todo el mundo la quería. Nadie podía leer en sus ojos que se sentía como muerta desde la noche en que ella le había pegado, que no era a aquella niña mimada a la que ella necesitaba, sino una vida que había vivido demasiado tiempo en sueños y que ni siquiera la niña mimada llevaba. Ella la habría llevado en su lugar. Ella habría sabido aprovechar mucho mejor el lujo, el dinero fácil, la dependencia y la cobardía de los demás. Micky pagaría sus golpes algún día, como había pretendido pagarlo todo. Pero no era eso lo más grave. Tendría que pagar también las ilusiones de una pequeña empleada de banca que no interesaba a nadie, no pedía amor a nadie y no creía que el cielo sería más azul si alguien la mimaba.
Ya hacía varios días que Do presentía que ella mataría a Mi. En la acera, al abandonar a Gabriel, se dijo simplemente que tenía un motivo más. No suprimiría solamente a un insecto inútil e indiferente, sino también humillaciones y rencores. Buscó sus gafas de sol en el bolso. En primer lugar, porque todo el mundo, en realidad, puede leer esas cosas en los ojos de uno. Y también porque llevaba un morado debajo de un ojo.
En mayo Micky se pasó con sus caprichos. Escuchó con oídos atentos determinados disparates que François Roussin acostumbraba a decirle, y decidió instalarse en una casita que poseía la madrina Midola en la calle Courcelles. La Raffermi no había vivido jamás allí. Micky se lanzó de cabeza a remodelarla. Como era muy cabezota pero no tenía otro crédito que el de su tía, las cosas se pusieron feas en cuarenta y ocho horas entre París y Florencia.
Micky obtuvo el dinero que le hacía falta, cubrió sus gastos, encargó la pintura y los muebles, pero le pusieron a un encargado de negocios, François Chance, y hubo un redoble de tambor y se recurrió a un sargento de élite, un personaje mítico y absolutamente detestado, porque tenía en su haber algunas azotainas aplicadas a Micky.
El sargento se llamaba Jeanne Murneau. Micky hablaba poco de ella, y en unos términos tan abominables que se podía imaginar fácilmente el pavor que le inspiraba. Bajarle las bragas a Micky para darle unos azotes en el culo, incluso a los catorce años, la edad en que se produjo, no dejaba de ser una hazaña. Pero decir «no» cuando Micky, con veinte años, decía «sí» y hacerla entrar en razón, eso ya era legendario, no era verosímil.
El caso es que no era absolutamente cierto, como Do supo en cuanto vio al sargento. Era alta, dorada, plácida. Micky no la temía, no la detestaba; era mucho peor. No podía soportar su presencia a tres pasos. Su adoración era tan total, su nerviosismo tan evidente, que a Do se le revolvió la sangre. Las empleadas de banco no eran quizá las únicas que lloriqueaban en su almohada. Micky había soñado visiblemente durante años con una Murneau que no existía, y sufría tontamente, se volvía loca cuando Jeanne estaba allí. Do, que nunca había oído hablar del sargento más que incidentalmente, se quedó estupefacta al ver su importancia.
Era una noche como las demás. Micky se cambiaba para ir a reunirse con François. Do leía en un sillón. Fue ella quien abrió la puerta. Jeanne Murneau la miró como se mira a una pistola cargada, se quitó el abrigo y llamó, sin alzar la voz:
—Micky, ¿puedes venir?
La chica apareció en albornoz, intentando sonreír, como si la hubiesen cogido faltando a clase, con los labios temblorosos. Hubo una breve conversación en italiano, de la cual Do no comprendió gran cosa, solo que Micky se dejaba descomponer frase a frase, como una labor de punto deshilachada. Se balanceaba de un pie a otro, irreconocible.
Jeanne se acercó a ella a grandes zancadas, la besó en la sien, sujetándola por los codos, y después la miró a los ojos durante un buen rato. Lo que decía no debía de ser muy agradable. La voz era profunda, tranquila, pero el tono era seco como un látigo. Micky sacudía sus largos cabellos y no respondía. Al fin, Do la vio palidecer, zafarse de los brazos del sargento, separarse, ajustándose el albornoz.
—¡Yo no te he pedido que vinieras! ¡Solo tenías que quedarte donde estabas! Yo no he cambiado, pero tú tampoco. Sigues siendo Murneau, la lianta. La diferencia es que ahora tengo mis seguidoras.
—¿Tú eres Domenica? —preguntó Jeanne, dando la vuelta bruscamente—. Pues ve a cerrar esos grifos.
—¡No te muevas si yo no te lo digo! —intervino Micky, cerrándole el paso a Do—. Quédate donde estás. Si la escuchas una sola vez, no habrás acabado jamás con esa mujer.
Do se encontró, no sabía cómo, tres pasos atrás. Jeanne encogió los hombros y fue al baño a cerrar los grifos ella misma. Cuando volvió, Micky había empujado a Do hacia un sillón y ella estaba de pie a su lado. Sus labios seguían temblando.
Jeanne se detuvo en el umbral, una mujer altísima con los cabellos claros que apoyaba sus frases con un índice extendido, que hablaba a toda velocidad para evitar que le quitaran la palabra. Do oyó pronunciar su nombre varias veces.
—Habla en francés —dijo Micky—. Do no te entiende. Estás que revientas de celos. Se quedaría pasmada si te entendiese. ¡Mírate, estás celosa! ¡Si te vieses la cara! ¡Qué fea estás, qué fea!
Jeanne sonrió y respondió que Do no tenía nada que ver con aquello. Si Do quería salir de la habitación unos minutos, sería mejor para todo el mundo.
—¡Do se queda donde está! —dijo Micky—. Ella me comprende muy bien. Me escucha. Y no te escucha a ti. Me quiere y es mía. Mira.
Micky se inclinó, atrajo a Do hacia sí, sujetándola por la nuca, la besó en la boca una vez, dos veces, tres veces. Do se dejaba hacer, sin aliento, paralizada, diciéndose: «La mataré, encontraré una manera de matarla, pero ¿quién es esa italiana, para empujarla a hacer estas bobadas?». Los labios de Micky estaban dulces y temblorosos.
—Cuando hayas acabado con tus estupideces —dijo Jeanne Murneau, con voz tranquila—, ve a vestirte y haz la maleta. La Raffermi quiere verte.
Micky se enderezó, la más incómoda de las tres, buscó una maleta con los ojos, porque había una en la habitación. La había visto antes. ¿Adonde había ido a parar? La maleta se encontraba en la alfombra detrás de ella, abierta y vacía. Ella la cogió con las dos manos y se la tiró a Jeanne Murneau, que la evitó.
Micky dio dos pasos gritando algo, en italiano, probablemente un insulto, cogió un jarrón que había encima de la chimenea, de tres palmos de alto, azul, muy bonito, y lo tiró también a la cabeza de la mujer dorada. Esta lo evitó sin moverse apenas un centímetro. El jarrón se estrelló contra una pared. Jeanne rodeó la mesa, fue hacia Micky a grandes zancadas, la cogió por la barbilla con una mano y le dio una bofetada con la otra.
A continuación cogió su abrigo, dijo que se iba a dormir a la calle Courcelles y que se iría al día siguiente al mediodía, que tenía un billete de avión para Micky. En la puerta, añadió que la Raffermi estaba a punto de morir. A Micky no le quedaban más de diez días para verla. Cuando se fue, Micky se dejó caer en un sillón y se deshizo en lágrimas.
Do llegó a la calle Courcelles en el momento en que Micky y François debían entrar en el teatro. Jeanne Murneau no se sorprendió de verla. Cogió su abrigo, lo colgó de un picaporte. La casa estaba llena de escaleras, botes de pintura y papeles arrancados.
—Ella tiene gusto, al menos —dijo Murneau—. Quedará muy bonita. La pintura me da migraña, ¿a ti no? Ven al primero, es más habitable.
Arriba, en la habitación que habían empezado a montar, se sentaron una al lado de la otra en el borde de una cama.
—¿Hablas tú o hablo yo? —preguntó Jeanne.
—Hable.
—Tengo treinta y cinco años. Me pusieron a esa mocosa en las manos cuando tenía siete años. No estoy muy orgullosa de lo que es ahora, pero tampoco me hizo mucha gracia recibirla. Tú naciste el 4 de julio de 1939. Fuiste empleada de banca. El 18 de febrero de este año miraste a Micky con tus grandes y dulces ojos, y después cambiaste de profesión. Ahora te has convertido en una especie de muñeca que recibe sin rechistar tortas y abrazos, tienes un aspecto muy agradable, eres más guapa de lo que yo pensaba, pero no por ello menos molesta. Tienes una idea en la cabeza, y normalmente las muñecas no suelen tener ninguna.
—No entiendo lo que me dice.
—Espera, déjame continuar. Tienes una idea en la cabeza desde hace mil años. No es una idea, en realidad, sino más bien algo vago, impreciso, como una comezón. Muchos otros la han experimentado antes que tú, yo en particular, pero tú eres, de lejos, la más idiota y la más decidida. Y quiero que me entiendas enseguida: no es la idea lo que me inquieta, sino que la lleves como bandera. Has acumulado tantas bobadas ya como para que se inquieten veinte personas. Cuando esas personas son tan cortas de alcances como François Roussin, estarás de acuerdo conmigo en que la cosa es grave. La Raffermi será lo que quieras, pero la verdad es que tiene la cabeza fría. En cuanto a tomar a Micky por una imbécil, eso es demencial. Tú no das la talla y me estás molestando.
—Sigo sin entender nada —dijo Do.
Tenía la garganta seca y se decía: «Es el olor de la pintura». Quiso levantarse, pero la mujer de los cabellos dorados la retuvo tranquilamente en la cama.
—He leído tus cartas a la Raffermi.
—¿Se las enseñó?
—Vives en un sueño. Las he visto, eso es todo. Y el informe que iba adjunto. Morena, 1,68 de estatura, nacida en Niza, padre contable, madre asistenta, dos amantes, uno a los dieciocho años durante tres meses, otro a los veinte, justo antes de la llegada de Micky, sesenta y cinco mil francos al mes, menos las cargas sociales, rasgos particulares: idiota.
Do se soltó y se dirigió hacia la puerta. En la planta baja no encontró su abrigo. Jeanne Murneau apareció de nuevo en otra habitación y se lo tendió.
—No te hagas la boba. Tengo que hablar contigo. No has comido nada. Ven conmigo.
En el taxi, Jeanne Murneau dio la dirección de un restaurante en los Campos Elíseos. Cuando tomaron asiento una a cada lado de una lámpara, frente a frente, Do observó que ella tenía un poco los mismos movimientos que Micky, pero caricaturizados porque era mucho más alta. Jeanne sorprendió la mirada y declaró con la voz irritada, como si fuera demasiado fácil leer en sus ojos:
—La imitadora es ella, no yo. ¿Qué quieres comer?
A lo largo de la cena ella mantuvo la cabeza un poco inclinada a un lado, como Micky, un codo encima de la mesa. Al hablar, desplegaba a menudo una mano fina y larguísima, y extendía el índice como para subrayar la lección. Era un gesto de Micky también, pero más acusado.
—Te toca hablar a ti.
—Yo no tengo nada que decirle.
—¿Por qué has venido a verme, entonces?
—Para explicarle algo. Pero ya no tiene importancia, porque usted no se fía de mí.
—¿Explicarme qué? —dijo Jeanne.
—Que Micky la quiere mucho, que ha llorado después de irse usted, que es demasiado dura con ella.
—¿Ah, sí, de verdad? Quiero decir: ¿de verdad has venido a decirme eso? Ya ves, se me escapaba algo antes de verte, pero ahora empiezo a entenderlo. Eres una pretenciosa de espanto. Tomar a la gente por boba, a estas alturas, no está permitido.
—Sigo sin entender lo que dice.
—La abuela Raffermi sí que lo ha entendido, puedes creerme, pequeña idiota. Y Micky es cien veces más astuta que tú. Si no lo entiendes, te lo explicaré. Tú apuestas por una Micky que tú imaginas, pero no por la verdadera. De momento está el flechazo, eso la ciega un poco. Pero al paso que vas, durarás menos tiempo aún que sus otros caprichos. Hay algo peor: la Raffermi, al recibir tus cartas, no se ha inmutado. Cuando lees esas cartas se te ponen los pelos de punta. Y presumo que ella te responde con mucha amabilidad. ¿No te ha parecido un poco raro eso?
—¡Mis cartas, mis cartas! ¿Qué importan mis cartas?
—Tienen un defecto: no hablan más que de ti. «Cómo me gustaría ser Micky, cómo me apreciaría usted si yo estuviese en su lugar, cómo sabría aprovechar la vida que usted le ofrece…». ¿No es eso?
Do se cogió la cabeza entre las manos.
—Hay determinadas cosas que debes saber —continuó Jeanne Murneau—. Tu mejor oportunidad es complacer a Micky, por mil motivos que tú no entiendes. Y estar ahí en el momento adecuado. Y además, no podrás separar jamás a Micky de la Raffermi. Tú tampoco lo entiendes, pero es así. No vale la pena que te alteres. En fin, la Raffermi ha tenido tres ataques en cuarenta y cinco días. Dentro de una semana o un mes, estará muerta. Tus cartas son inútiles y peligrosas. Quedará Micky, y eso es todo.
Jeanne Murneau, que no había comido nada, dejó su servilleta, cogió un cigarrillo italiano de un paquete que tenía encima de la mesa y añadió:
—Y yo, evidentemente.
Volvieron a pie a la residencia. No hablaban. La mujer alta y dorada la cogía por el brazo. Cuando llegaron a la esquina de la calle lord Byron, Do la detuvo y le dijo muy deprisa:
—La acompaño, no tengo ganas de entrar. Subieron a un taxi. Calle Courcelles. El olor a pintura parecía más fuerte. Al entrar en una habitación, Jeanne Murneau hizo que se apartase Do, que iba a pasar por debajo de una escalera. La cogió por los hombros, en la oscuridad, y la mantuvo allí quieta, delante de ella, levantándola un poco incluso de puntillas, como para ponerla a su altura.
—Tienes que tranquilizarte. Ya no habrá más cartas, ni más discusiones con nadie, ni más idioteces. Dentro de algunos días vendréis a instalaros aquí las dos. La Raffermi habrá muerto. Yo le pediré a Micky que venga a Florencia. Se lo pediré de tal manera que ella no vendrá. En cuanto a François, esperarás a que te proporcione un buen argumento. En ese momento, sin consideración alguna, alejas a François y te llevas a Micky lejos de él. El argumento será indiscutible. Ya te diré adonde tendrás que llevarla. ¿Lo has entendido esta vez? ¿Me escuchas?
En la saeta de luna que entraba por una ventana, Do dijo que sí con la cabeza. Las grandes manos de la mujer de los ojos dorados seguían sujetándole los hombros. Do no intentó apartarse.
—Lo único que tienes que hacer es mantener la calma. No tomes a Micky por idiota. Yo lo hice antes que tú y me equivoqué. La tenía así, una noche, como te tengo a ti ahora, y nada me ha salido peor. Tenía dieciséis años, casi la edad que tenía yo cuando la Raffermi me llevó con ella, casi la edad que tienes tú. Solo te conozco por tus cartas, que son tontas, pero yo también las habría escrito en otros tiempos. Cuando me pusieron a Micky en los brazos, yo la habría ahogado de buen grado. Desde entonces no he cambiado de sentimientos. Pero ya no la ahogaré. Tengo otro medio de desembarazarme de ella: tú. Una pequeña idiota que tiembla, pero que hará lo que yo le digo, porque también quiere desembarazarse de ella.
—Déjeme, por favor.
—Escúchame. Antes que Micky había otra chica en casa de la Raffermi. Con algunos centímetros más y dieciocho años. Era yo. Yo pintaba los tacones de los zapatos con un pincelito, en Florencia. Y después me dieron todo lo que quise. Y después me lo quitaron otra vez. Había aparecido Micky. Querría que reflexionases sobre esto, y que mantuvieras la calma. Todo lo que tú experimentas, yo lo he experimentado ya. Pero yo he aprendido algunas cosas desde entonces. ¿Pensarás en ello? Puedes irte ya.
Do se vio arrastrada hacia el vestíbulo de entrada, hacia la oscuridad. Dio un golpe con un pie a un bote de pintura. Una puerta se abrió ante ella. Se volvió, pero la mujer la empujó hacia fuera, sin una palabra, y cerró.
Al día siguiente, al mediodía, cuando Do llamó a Jeanne por teléfono desde un café de los Campos Elíseos, ella se había ido. El timbre debió de resonar de una habitación a otra, en una casa vacía.