QUE el lector no se enfade conmigo si mi prosa no tiene la dicha de agradarle. Por lo menos mantienes que mis ideas son singulares. Lo que dices, hombre respetable, es la verdad, pero es una verdad parcial. Por otra parte, ¡qué fuente abundante de errores y de desprecios no es una verdad parcial! Las bandadas de estorninos[11] tienen una manera de volar que es propia, y parece estar sometida a una táctica uniforme y regular, como sería la de una tropa disciplinada que obedece con precisión a la voz de un solo jefe. Es la voz del instinto a quien obedecen los estorninos, y su instinto les lleva a aproximarse siempre al centro del pelotón, mientras que la rapidez de su vuelo les lleva sin cesar a alejarse de él, de manera que es multitud de pájaros, reunidos por una tendencia común hacia el mismo punto imantado, al ir y venir de continuo, al circular y cruzarse y cruzarse en todos los sentidos, forma una especie de torbellino agitadísimo, cuya masa completa, sin seguir una dirección muy determinada parece tener un movimiento general de evolución sobre sí misma, resultante de los movimientos particulares de circulación propios de cada una de sus partes, y en el cual el centro, tendiendo perpetuamente a amplificarse, pero sin cesar presionado, empujado por el esfuerzo contrario de las líneas envolventes que pesan sobre él, se halla constantemente más apretado que ninguna de esas líneas, las cuales lo son más cuanto más próximas están del centro. A pesar de esa singular manera de formar remolinos, los estorninos no dejan por eso de hendir menos, con una velocidad rara, el aire ambiente, y de ganar sensiblemente, en cada segundo, un terreno preciso para el término de sus fatigas y el fin de su peregrinación. Tú, por lo mismo, no prestes atención a la manera extraña en que canto cada una de estas estrofas. Pero persuádete de que los acentos fundamentales de la poesía no por eso conservan menos su intrínseco derecho sobre mi inteligencia. No generalicemos hechos excepcionales, no pido nada mejor: sin embargo mi carácter se halla dentro del orden de las cosas posibles. Sin duda, entre los dos términos de tu literatura, tal como tú la entiendes, y de la mía, existe una infinidad de intermediarios y sería fácil multiplicar las divisiones; pero carecería de toda utilidad y existiría el peligro de conferir algo estrecho y falso a una concepción eminentemente filosófica, que deja de ser racional, desde el momento en que no es comprendida como ha sido imaginada, es decir, con amplitud. Sabes aliar el entusiasmo y la frialdad interior, observador de un humor concentrado; en fin, por mí, te encuentro perfecto… ¡Y tú no quieres comprenderme! Si no tienes buena salud, sigue mi consejo (lo mejor que poseo, a tu disposición), y vete a dar un paseo por el campo. Triste compensación, ¿qué dices? Cuando hayas tomado el aire, ven de nuevo a buscarme: tus sentidos se habrán ya calmado. No llores más, no quería causarte pena. ¿No es verdad, amigo mío, que hasta cierto punto mis cantos han despertado tu simpatía? ¿Quién te impide entonces salvar los otros escalones? La frontera entre tu gusto y el mío es invisible, jamás podrás encontrarla: lo que prueba que esa frontera no existe. Reflexiona entonces (no hago más que rozar la cuestión) que no sería imposible que hubieras firmado un tratado de alianza con la obstinación, esa agradable hija del mulo, fuente tan rica de intolerancia. Si yo no supiera que no eres un necio, no te haría semejante reproche. No es útil para ti que te enquistes en el cartilaginoso caparazón de un axioma que crees inconmovible. Hay otros axiomas inconmovibles que caminan paralelamente al tuyo. Si tienes una inclinación marcada por los caramelos (admirable farsa de la naturaleza), nadie lo concebirá como un crimen, pero aquéllos cuya inteligencia, más enérgica y más capaz de grandes cosas, prefiere la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones para obrar de esa forma, sin tener la intención de imponer su pacífica dominación a los que tiemblan de miedo ante una musaraña o ante la expresión parlante de las caras de un cubo. Hablo por experiencia, y no vengo a representar aquí el papel de provocador. Pues así como los rotíferos y los tardígrados pueden ser calentados hasta una temperatura próxima a la ebullición, sin que pierdan necesariamente su vitalidad, así sucederá contigo, si sabes asimilar, con precaución, la áspera serosidad purulenta que se desprende lentamente de la irritación que causan mis interesantes lucubraciones. ¡Y qué! ¿No se ha conseguido injertar en el lomo de una rata viva la cola separada del cuerpo de otra rata? Prueba, pues, de forma parecida a transportar a tu imaginación las diversas modificaciones de mi razón cadavérica. Pero sé prudente. A la hora en que escribo, nuevos estremecimientos recorren la atmósfera intelectual: no se trata sino de tener el valor de mirarlos de frente. ¿Por qué haces esa mueca? E incluso la acompañas de un gesto que sólo podría imitar después de un largo aprendizaje. Persuádete de que el hábito es necesario en todo, y, puesto que la repulsión instintiva que se había declarado desde las primeras páginas, ha disminuido notablemente de profundidad, en razón inversa de la aplicación a la lectura, como un forúnculo que se saja, es preciso esperar, aunque tu cabeza se halle todavía enferma, que tú curación no tarde en entrar con seguridad en su último periodo. Para mí es indudable que ya bogas en plena convalecencia; sin embargo tu rostro ha quedado muy delgado, ¡ay! Pero… ¡ánimo!, hay en ti un espíritu poco común, te amo, y no desespero de tu completa liberación, con tal de que tomes algunas substancias medicamentosas que no harán más que apresurar la desaparición de los últimos síntomas del mal. Como alimento astringente y tónico, arrancarás primero los brazos a tu madre (si vive todavía), la despedazarás en pequeños trozos y te los comerás a continuación, en un sólo día, sin que ningún rasgo de tu cara traicione tu emoción. Si tu madre fuera demasiado vieja, elige Otro personaje quirúrgico más joven y más tierno, sobre el cual pueda obrar la legra, y cuyos huesos tarsianos, cuando camine, encuentren fácilmente un punto de apoyo para hacer de palanca: tu hermana, por ejemplo. No puedo dejar de compadecer su suerte, y no soy de aquéllos en los cuales un entusiasmo muy frío no hace sino atacar a la bondad. Tú y yo verteremos por ella, por esa virgen amada (aunque no tenga pruebas para establecer que sea virgen), dos lágrimas incoercibles, dos lágrimas de plomo. Eso será todo. La porción más lenitiva, que te aconsejo, es un bacín lleno de pus blenorrágico con nódulos, en el cual se haya previamente disuelto un quiste piloso de ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado, reinvertido hacia atrás del glande por una parafimosis, y tres babosas rojas. Si sigues mis prescripciones, mi poesía te recibirá con los brazos abiertos, como un piojo reseco recibe con sus besos a la raíz de un cabello.
Veía delante de mí un objeto de pie sobre un Otero. No distinguía con claridad su cabeza, pero, pese a ello, adivinaba que no tenía una forma corriente, sin precisar desde luego la proporción exacta de sus contornos. No me atrevía a acercarme a esa columna inmóvil, y, aun cuando hubiera tenido a mi disposición las patas ambulatorias de más de tres mil cangrejos (no hablo siquiera de las que sirven para la aprehensión y para la masticación de los alimentos), hubiera permanecido en el mismo lugar, si un acontecimiento, muy nimio en sí, no hubiese inferido un pesado tributo a mi curiosidad, que hacía estallar sus diques. Un escarabajo, que hacía rodar por el suelo con sus mandíbulas y sus antenas una bola, cuyos principales elementos estaban compuestos por materias excrementicias, avanzaba con rápido paso hacia el Otero señalado, poniendo gran empeño en hacer evidente su voluntad de tomar aquella dirección. ¡El animal articulado no era mucho mayor que una vaca! Si alguien duda de lo que digo, que venga a mí, y haré que quede satisfecho el más incrédulo con la aseveración de buenos testigos. Lo seguí de lejos, ostensiblemente intrigado. ¿Qué quería hacer con aquella enorme bola negra? Oh lector, tú que te vanaglorias continuamente de tu perspicacia (y sin razón), ¿serías capaz de decírmelo? Pero no quiero someter a una ruda prueba tu conocida pasión por los enigmas. Bástete saber que el más suave castigo que puedo inflingirte es hacerte observar que ese misterio no te será revelado (te será revelado) sino más tarde, al final de tu vida, cuando entables discusiones filosóficas con la agonía al borde de tu cabecera… e incluso, tal vez, al final de esta estrofa. El escarabajo había llegado a la base del otero. Yo había adelantado mi paso a sus huellas y me hallaba todavía a una gran distancia del lugar de la escena, pues así como los estercorarios, aves inquietas como si estuvieran siempre hambrientas, lo pasan bien en los mares que bañan los dos polos, y no penetran sino accidentalmente en las zonas templadas, así yo tampoco estaba tranquilo y hacía avanzar mis piernas con mucha lentitud. Pero ¿hacia qué sustancia corporal avanzaba yo? Sabía que la familia de los pelícanos comprende cuatro géneros distintos: el pájaro bobo, el pelícano, el cormorán y la fragata. La forma grisácea que se hallaba ante mí no era un bobo. El bloque plástico que percibía no era una fragata. La carne cristalizada que observaba no era un cormorán. ¡Veía ahora al hombre con encéfalo desprovisto de protuberancia anular! Buscaba vagamente, entre los repliegues de mi memoria, en qué comarca tórrida o helada había visto ya ese pico larguísimo, ancho, convexo, abovedado, de arista marcada, unguiculado, abultado y muy ganchudo en su extremidad; esos bordes dentados, rectos; esa mandíbula inferior, de ramas separadas hasta cerca de la punta; ese intervalo relleno por una piel membranosa; esa ancha bolsa, amarilla y sacciforme, que ocupa toda la garganta y puede distenderse considerablemente; y esas narices tan estrechas, longitudinales, casi imperceptibles, abiertas en un surco basal ~ Si ese ser viviente, de respiración pulmonar simple, de cuerpo guarnecido de pelos, hubiera sido un pájaro completo hasta la planta de los pies, y no solamente hasta los hombros, no me hubiera sido tan difícil reconocerlo: cosa muy fácil de hacer, como vais a ver vosotros mismos. Sólo que esta vez me dispenso de ello, pues para la claridad de mi demostración necesitaría que uno de esos pájaros se hallara sobre mi mesa de trabajo, aunque fuera disecado. Pero no soy lo bastante rico como para procurármelo. Siguiendo paso a paso una hipótesis anterior, habría citado en seguida su verdadera naturaleza, y luego encontrado un Sitio en los cuadros de la historia natural, a aquél cuya nobleza de aspecto enfermizo admiraba. ¡Con qué satisfacción, de no ser del todo ignorante de los secretos de su doble organismo, y con qué avidez por saber aún más, lo contemplaba yo en su perdurable metamorfosis! ¡Aunque no poseía un rostro humano, me parecía bello como dos largos filamentos tentaculiformes de un insecto, o mejor, como una inhumación precipitada, o mejor todavía, como la ley de la reconstitución de los órganos mutilados, y, sobre todo, como un líquido eminentemente putrescible! Pero sin prestar ninguna atención a lo que sucedía a su alrededor, el extranjero miraba siempre ante sí, con su cabeza de pelicano. Otro día contaré el final de esta historia. Sin embargo, continuaré mi narración con triste apresuramiento, pues si por parte vuestra os impacientáis por saber adónde quiere ir mi imaginación (¡ruego al cielo que en efecto esto no sea más que imaginación!), por la mía he tomado la resolución de terminar de una vez (¡y no de dos!) lo que tenía que decir. No obstante nadie tiene derecho a acusarme de falta de valor. Porque cuando se halle en presencia de semejantes circunstancias, más de uno sentirá latir en la palma de la mano las pulsaciones de su corazón. Acaba de morir, casi desconocido, en un pequeño puerto de Bretaña, un patrón de cabotaje, viejo marino que fue héroe de una terrible historia. Por entonces era capitán de largas travesías y viajaba para un armador de Saint-Malo. Después de una ausencia de trece meses, regresó al hogar conyugal en el momento en que su mujer, todavía en cama, acababa de darle un heredero, al cual no se consideraba con ningún derecho a reconocer. El capitán no hizo el menor gesto de sorpresa ni de cólera; rogó fríamente a su mujer que se vistiera y que le acompañara a dar un paseo por la murallas de la ciudad. Era el mes de enero. Las murallas de Saint-Malo son elevadas, y, cuando sopla el viento del norte, los más intrépidos retroceden. La desdichada obedeció, tranquila y resignada; al volver, deliraba. Expiró esa misma noche. No era más que una mujer. Mientras que yo, que soy un hombre, en presencia de un drama no menos grande, no sé si conservaré bastante dominio sobre mí mismo como para que los músculos de mi rostro permanezcan inmóviles. En cuanto al escarabajo llegó a la base del Otero, el hombre elevó sus brazos hacia el Oeste (precisamente en esa dirección un buitre de corderos y un búho de Virginia entablaban un combate en el aire), enjugó en su pico una larga lágrima que presentaba un sistema de coloración diamantino, y dijo al escarabajo: «¡Desgraciada bola!, ¿no la has hecho rodar bastante tiempo? Tu venganza no está aún saciada, y ya, esa mujer, a quien habías atado con collares de perlas las piernas y los brazos, de manera que formara un poliedro amorfo, a fin de arrastrarla con tus patas a través de los valles y los caminos, sobre las zarzas y las piedras (¡déjame que me aproxime a ver si es todavía ella!), ha visto sus huesos llenarse de heridas, sus miembros pulirse por la ley mecánica del frotamiento rotatorio, confundirse en la unidad de la coagulación, y su cuerpo presentar, en vez de las delineaciones primordiales y de las curvas naturales, la apariencia monótona de un todo homogéneo que se parece demasiado, por la confusión de sus diversos elementos triturados, a la masa de una esfera. Hace mucho tiempo que está muerta; deja esos despojos a la tierra y ten cuidado de aumentar, en proporciones irreparables, la rabia que te consume: eso no es ya justicia, pues el egoísmo escondido en los tegumentos de tu frente, levanta lentamente, como un fantasma, los paños que lo cubren». El buitre de corderos y el búho de Virginia, llevados insensiblemente por las peripecias de su lucha, se había aproximado a nosotros. El escarabajo tembló ante esas palabras inesperadas, y, lo que en Otra ocasión hubiera sido un movimiento insignificante, esa vez se convirtió en la señal distintiva de un furor que no conocía límites, pues frotó terriblemente sus patas traseras contra el borde de los élitros, haciendo oír un ruido agudo: «¿Quién eres tú, ser pusilánime? Parece que has olvidado ciertos acontecimientos extraños de los tiempos pasados; no los conservas en tu memoria, hermano. Esa mujer nos ha traicionado, a uno después de otro. A ti primero, y a mí después. Me parece que esa injuria no debe (¡no debe!) desaparecer del recuerdo tan fácilmente. ¡Tan fácilmente! A ti, tu magnánima naturaleza te permite perdonar. Pero ¿sabes tú si a pesar de la situación anormal de los átomos de esa mujer, reducida a pasta de amasado (no es cuestión ahora de saber si no se creería, a la primera investigación, que ese cuerpo haya aumentado su densidad en una cantidad notable más bien por el engranaje de dos fuertes ruedas que por los efectos de mi fogosa pasión), existe todavía? Cállate, y permíteme vengarme». Reanudó sus maniobras, y se alejó, empujando la bola hacia adelante. Cuando estuvo lejos, el pelicano exclamó: «Esa mujer, por su poder mágico, me ha dado una cabeza de palmípedo, y ha convertido a mi hermano en un escarabajo: puede ser que merezca incluso peores tratamientos que los que acabo de enumerar». Y yo, que no estaba seguro de soñar, al adivinar, por lo que había oído, la naturaleza de las relaciones hostiles que unían, por encima de mí, en un combate sangriento, al buitre de corderos y al búho de Virginia, eché atrás mi cabeza, como un capuchón, a fin de dar al juego de mis pulmones la soltura y la elasticidad susceptibles, y, dirigiendo mi vista hacia lo alto, les grité: «Vosotros, cesad en vuestra discordia. Tenéis razón los dos, pues ella había prometido su amor a ambos, y por lo tanto os ha engañado a los dos. Pero no sois los únicos. Además, os despojó de vuestra forma humana, realizando un juego cruel con vuestros dolores más sagrados. ¡Y vacilaríais en creerme! Por otra parte, ella está muerta, y el escarabajo le ha hecho sufrir un castigo de rastro imborrable, a pesar de la piedad del primer traicionado». Estas palabras pusieron fin a su querella y no se arrancaron más plumas ni más trozos de carne: tenían razón de obrar así. El búho de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila, se perdió en las altas capas de la atmósfera. El pelícano, cuyo generoso perdón me había impresionado mucho, porque no lo encontraba natural, recobrando en su otero la impasibilidad majestuosa de un faro, como para advertir a los navegantes humanos de que presten atención a su ejemplo, y preservarlos del amor de las hechiceras sombrías, miraba siempre ante si. El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desapareció en el horizonte. Cuatro existencias más que se podían tachar del libro de la vida. Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo, pues no sabía lo que hacía, de tan emocionado como me encontraba ante ese cuádruple infortunio. Y yo que creía que eran materias excrementicias. ¡Qué necio más grande soy!
El aniquilamiento intermitente de las facultades humanas: cualquiera que sea vuestro pensamiento, no se trata sólo de palabras. Por lo menos, no se trata de palabras como las demás. Que levante la mano quien crea cumplir un acto justo al rogar a un verdugo que lo desuelle vivo. Que levante la cabeza, con la voluptuosidad de la sonrisa, quien voluntariamente ofrezca su pecho a las balas de la muerte. Mis ojos buscarán la marca de las cicatrices; mis diez dedos concentrarán la totalidad de su atención en palpar cuidadosamente la carne de ese excéntrico; verificaré si las salpicaduras del cerebro han manchado el satén de mi frente. ¿No es verdad que un hombre, amante de semejante martirio, no se encontraría en todo el universo? No sé qué es la risa, cierto, pues no la he experimentado nunca por mí mismo. Sin embargo, ¿qué imprudencia no sería sostener que mis labios jamás se distenderán, si me fuera dado ver a quien pretendiera que existe en alguna parte ese hombre? Lo que nadie desearía para su propia existencia, me ha tocado a mí por una suerte desigual. No es que mi cuerpo nade en el lago del dolor; pudiera pasar. Pero el espíritu se deseca por una reflexión condensada y continuamente tensa; croa como las ramas de un pantano, cuando una bandada de flamencos voraces y de garzas hambrientas se abate sobre los juncos de las orillas. Dichoso aquel que duerme apaciblemente en un lecho de plumas, arrancadas al pecho del eider, sin darse cuenta de que se traiciona a sí mismo. He aquí que hace más de treinta años que no he dormido. Desde el impronunciable día de mi nacimiento he consagrado a las tablas somníferas un odio irreconciliable. Soy yo quien lo ha querido; que no se acuse a nadie. Pronto, que se le despoje de la malograda sospecha. ¿Distinguías en mi frente esa pálida corona? La tejió la tenacidad con sus dedos delgados. En tanto que un resto de savia abrasadora corra por mis huesos, como un torrente de metal fundido, no dormiré. Todas las noches obligo a mis ojos lívidos a mirar las estrellas, a través de los cristales de mi ventana. Para estar más seguro de mí, una astilla de madera separa mis párpados hinchados. Cuando nace la aurora, me encuentra en la misma postura, con el cuerpo apoyado verticalmente y de pie contra el yeso de la fría pared. Sin embargo, algunas veces me sucede que sueño, pero sin perder un solo instante el vivo sentimiento de mi personalidad y la libre facultad de moverme: sabed que a la pesadilla que se oculta en los ángulos fosfóricos de la sombra, a la fiebre que palpa mi rostro con su muñón, a cada animal impuro que levanta su garra sangrienta, pues bien, es mi voluntad quien, para dar un alimento estable a su actividad perpetua, les hace girar en corro. En efecto, átomo que se venga en su extrema debilidad, el libre albedrío no teme afirmar, con enérgica autoridad, que el embrutecimiento no cuenta entre el número de sus hijos: aquel que duerme es menos que un animal castrado la víspera. Aunque el insomnio arrastre hacia la profundidad de la fosa a esos músculos que ya despiden un olor a ciprés, jamás la blanca catacumba de mi inteligencia abrirá sus santuarios a los ojos del Creador. Una secreta y noble justicia, hacia cuyos brazos tendidos me arrojo por instinto, me ordena perseguir sin tregua ese innoble castigo. Enemigo temible de mi alma imprudente, a la hora en que se enciende un farol en la costa, prohíbo a mis infortunados costados que se tiendan sobre el rocío del césped. Vencedor, rechazo las emboscadas de la hipócrita adormidera. En consecuencia, es cierto que a causa de esa extraña lucha de mi corazón ha encerrado sus designios, como un hambriento que se come a sí mismo. Impenetrable como los gigantes, sin cesar he vivido con los ojos completamente abiertos. Por lo menos, está comprobado que, durante el día, todo el mundo puede oponer una resistencia eficaz al Gran Objeto Exterior (¿quién no conoce su nombre?) pues entonces la voluntad vigila en su propia defensa con notable tenacidad. Pero en cuanto al velo de los vapores nocturnos se extiende, incluso sobre los condenados a quienes se va a colgar, ¡oh, ver su intelecto entre las manos sacrílegas de un extranjero! Un escalpelo implacable escudriña la espesa maleza. La conciencia exhala un prolongado estertor de maldición, pues el velo de su pudor sufre crueles desgarraduras. ¡Humillación!, nuestra puerta está abierta a la curiosidad feroz del Celestial Bandido. ¡No merecí ese suplicio infame, tú, horrible espía de mi causalidad! Si existo, no soy otro. No admito en mi esa equívoca pluralidad. Quiero residir sólo en mi íntimo razonamiento. La autonomía… o si no, que me conviertan en hipopótamo. Sumérgete bajo tierra, oh estigma anónimo, y no aparezcas ante mi huraña indignación. Mi subjetividad y el Creador es demasiado para un cerebro. Cuando la noche oscurece el curso de las horas, ¿quién no ha luchado contra la influencia del sueño en su lecho mojado por un sudor glacial? Ese lecho, que atrae a su seno las facultades que mueren, no es más que un sepulcro de tablas de pino hecho a escuadra. La voluntad se retira insensiblemente, como en presencia de una fuerza invisible. Una pez viscosa enturbia el cristalino de los ojos. Los párpados se buscan como dos amigos. El cuerpo es sólo es cadáver que respira. Por último, cuatro enormes estacas clavan al colchón la totalidad de los miembros. Y observad, os lo ruego, cómo en suma las sábanas no son sino sudarios. He ahí el pebetero donde arde el incienso de las religiones. La eternidad brama como un mar lejano y se aproxima a grandes pasos. La morada ha desaparecido: ¡prosternáos, humanos, en la capilla ardiente! Algunas veces, esforzándose inútilmente por vencer las imperfecciones del organismo, en medio del sueño más profundo, el sentido magnetizado percibe con asombro que sólo es un bloque sepulcral, y, apoyado en una incomparable sutilidad, admirablemente razona: «Salir de este lecho es un problema más difícil de lo que se piensa. Sentado en la carreta, me arrastran hacia la binaridad de los postes de la guillotina. Cosa curiosa, mi brazo inerte ha asimilado sabiamente la rigidez de la cepa. Es muy molesto soñar que se marcha hacia el cadalso». La sangre corre a grandes oleadas a través del rostro. El pecho sufre repetidos sobresaltos y se hincha con silbidos. El peso de un obelisco sofoca la expansión del delirio. ¡Lo real ha destruido los sueños de la somnolencia! ¿Quién no sabe que cuando se prolonga la lucha entre el yo, pleno de soberbia, y el crecimiento terrible de la catalepsia, el espíritu alucinado pierde el juicio? Roído por la desesperación, se complace en su mal, hasta que haya vencido a la naturaleza, y el sueño, viendo escaparse su presa, huya para no volver, lejos de su corazón, con un ala furiosa y avergonzada. Echad un poco de ceniza en mi órbita en llamas. No miréis mis ojos que no se cierran jamás. ¿Comprendéis los sufrimientos que soporto (aun cuando el orgullo esté satisfecho)? Desde que la noche exhorta a los humanos al reposo, un hombre que conozco camina a grandes pasos por el campo. Temo que mi determinación sucumba a los ataques de la vejez. ¡Que llegue el día fatal en que he dormirme! Cuando me despierte, mi navaja de afeitar, abriéndose paso a través del cuello, probará que nada era, en efecto, más real.
—¿Pero quién… quién se atreve aquí, como un conspirador, a arrastrar los anillos de su cuerpo hacia mi negro pecho? Quienquiera que seas, excéntrica pitón, ¿con qué pretexto disculpas tu ridícula presencia? ¿Te atormenta un vasto remordimiento? Pues mira, boa, tu majestad salvaje no tiene, supongo, la exorbitante pretensión de sustraerse a la comparación que hago entre ella y los rasgos del criminal. Esa baba espumosa y blancuzca es para mí el signo de la rabia. Escúchame: ¿sabes que tu ojo está lejos de beber un rayo celeste? No olvides que si tu presuntuoso cerebro me ha creído capaz de ofrecerte algunas palabras de consuelo, el motivo no puede ser otro que una ignorancia totalmente desprovista de conocimientos fisiognómicos. Durante un tiempo suficiente, entendámonos, dirige el fulgor de tus ojos hacia lo que tengo derecho a llamar, como cualquier otro, mi rostro. ¿No ves cómo llora? Te has engañado, basilisco. Es preciso que busques en otra parte la triste razón de alivio que mi impotencia radical te suprime, a pesar de las numerosas protestas de mi buena voluntad. ¡Oh!, ¿qué fuerza, expresable en frases, te arrastra fatalmente hacia tu perdición? Es casi imposible que me acostumbre a este razonamiento que tú no comprendes, pues aplastando en el césped enrojecido, de un taconazo, las curvas fugitivas de tu cabeza triangular, podría amasar una incalificable almáciga con la hierba de la llanura y la carne del aplastado.
— ¡Desaparece lo más pronto posible de mi vista, culpable de rostro pálido! ¡El espejismo falaz del horror te ha mostrado tu propio espectro! Disipa tus injuriosas sospechas, si no quieres que te acuse a mi vez y presente contra ti una recriminación que sería seguramente aprobada por el juicio del serpentario reptilívoro. ¡Qué monstruoso desvarío de la imaginación te impide reconocer me! ¿No recuerdas ya los importantes servicios que te he prestado, al gratificarte con una existencia que hice emerger del caos, y, por tu parte, el voto para siempre inolvidable de no desertar de mi bandera y serme fiel hasta la muerte? Cuando eras niño (tu inteligencia se hallaba entonces en su más bella fase) escalabas el primero por la colina, con la velocidad del rebeco, para saludar con un gesto de tu mano a los multicolores rayos de la aurora naciente. Las notas de tu voz brotaban de tu laringe sonora lo mismo que perlas diamantinas, y resolvían sus personalidades colectivas en la adición vibrante de un largo himno de adoración. Ahora arrojas a tus pies, como un harapo sucio de barro, la longanimidad de la que di prueba durante mucho tiempo. El reconocimiento ha visto secarse sus raíces como el lecho de un pantano, pero en su lugar ha crecido la ambición en unas proyecciones que me seria penoso calificar. ¿Quién es el que me escucha, para tener tanta confianza en el abuso de su propia debilidad?
—¿Y quién eres tú, tú misma, sustancia audaz? ¡No!… ¡No!… No me engaño, y, a pesar de las múltiples metamorfosis a que has recurrido, tu cabeza de serpiente siempre brillará ante mis ojos como un faro de eterna injusticia y de cruel dominación. Ha querido tomar las riendas del mando, pero no sabe reinar. Ha querido convertirse en objeto de horror para todos los seres de la creación, y ha fracasado. Ha querido probar que él sólo es el monarca del universo, y en eso se ha equivocado. ¡Oh miserable!, ¿has esperado hasta este momento para oír los murmullos y las conspiraciones que, elevándose simultáneamente de la superficie de las esferas, vienen a rozar con ala feroz los bordes papiláceos de tu destructible tímpano? No está lejos el día en que mi brazo te arroje al polvo, envenenado por tu respiración, y, arrancando de tus entrañas una vida nociva, deje en el camino tu cadáver, acribillado de contorsiones, para enseñar al viajero consternado que esa carne palpitante, que llena su vista de asombro y clava en su palacio su muda lengua, no debe ser ya comparada, si conserva su sangre fría, más que con el tronco podrido de un roble que se desplomó de vejez. ¿Qué idea de piedad me retiene ante tu presencia? Tú mismo, retrocede ya ante mí, te lo digo, y ve a lavar tu inconmensurable vergüenza en la sangre de un niño que acaba de nacer: he ahí cuáles son tus costumbres. Son dignas de ti. Vete… camina siempre hacia adelante. Te condeno a ser errante. Te condeno a permanecer solo y sin familia. Camina continuamente, a fin de que tus piernas te nieguen su sostén. Atraviesa las arenas de los desiertos hasta que el fin del mundo sumerja a las estrellas en la nada. Cuando pases cerca de la guarida del tigre, se apresurará a huir, por no ver, como en un espejo, su carácter enaltecido sobre el pedestal de la perversidad ideal. Pero cuando el imperioso cansancio te ordene detener tu marcha ante las losas de mi palacio, recubiertas de zarzas y de cardos, presta atención a tus sandalias hechas jirones, y atraviesa, de puntillas, la elegancia de los vestíbulos. No es una recomendación inútil. Podrías despertar a mi joven esposa y a mi hijo de corta edad, que duermen en los sótanos de plomo que se extienden a lo largo de los cimientos del antiguo castillo. Si no tomaras tus precauciones de antemano, podrían hacerte palidecer con sus aullidos subterráneos. Cuando tu impenetrable voluntad les quitó la existencia, no ignoraban que tu poder es temible, y no tenían dudas a este respecto, pero no esperaban en modo alguno (y su supremo adiós me confirmó su creencia) que tu Providencia se mostraría implacable hasta ese punto. Sea como sea, cruza rápidamente esas salas abandonadas y silenciosas, de zócalos de esmeralda, pero con armarios ajados, donde descansan las gloriosas estatuas de mis antepasados. Esos cuerpos de mármol están irritados contigo; evita sus vidriosas miradas. Es un consejo que te da la lengua de su único y último descendiente. Mira cómo su brazo está levantado en actitud de provocativa defensa, la cabeza altivamente echada hacia atrás. Seguramente han adivinado el mal que me has hecho, y, si pasas al alcance de los helados pedestales que sostienen esos bloques esculpidos, te espera la venganza. Si tu defensa tiene necesidad de objetarme algo, habla. Ahora es demasiado tarde para llorar. Habría que haber llorado en momentos más convenientes, cuando la ocasión era propicia. Si por fin has abierto los ojos, juzga tú mismo cuáles han sido las consecuencias de tu conducta. ¡Adiós!, me voy a respirar la brisa de los acantilados, pues mis pulmones, medio ahogados, piden a gritos un espectáculo más tranquilo y más virtuoso que el tuyo.
¡Oh pederastas incomprensibles!, no seré yo quien lance injurias contra vuestra gran degradación, no seré yo quien venga para arrojar mi desprecio sobre vuestro ano infundibuliforme. Basta con que las enfermedades vergonzosas y casi incurables que os asedian lleven consigo su infalible castigo. Legisladores de instituciones estúpidas, inventores de una moral estrecha, alejaos de mi, pues soy un alma imparcial. Y vosotros, jóvenes adolescentes, o mejor, jóvenes muchachas, explicadme cómo y por qué (pero manteneos a una conveniente distancia, pues yo tampoco sé resistir a mis pasiones) germinó la venganza en vuestros corazones para haber prendido en el costado de la humanidad semejante corona de heridas. Habéis hecho enrojecer a vuestros hijos con vuestra conducta (que yo venero); vuestra prostitución, al ofreceros al primero que llega, ejerce la lógica de los pensadores más profundos, mientras que vuestra exagerada sensibilidad colma la medida de la estupefacción de la mejor misma. ¿Sois de naturaleza menos o más terrestre que la de vuestros semejantes? ¿Poseéis un sexto sentido, que a nosotros nos falta? No mintáis, y decid lo que pensáis. No es un interrogatorio lo que os propongo, pues desde que frecuento como observador la sublimidad de vuestras grandiosas inteligencias, sé a qué atenerme. Que mi mano izquierda os bendiga, que mi mano derecha os bendiga, ángeles protegidos por mi amor universal. Beso vuestro rostro, beso vuestro pecho, beso con mis labios suaves las diversas partes de vuestro cuerpo armonioso y perfumado. ¿Por qué no me dijisteis en seguida que erais cristalizaciones de una belleza moral superior? Ha sido necesario que adivinara por mí mismo los innumerables tesoros de ternura y de castidad que encubrían los latidos de vuestro corazón oprimido. Pecho ornado de guirnaldas de rosas y de espicardo. Ha sido necesario que entreabriese vuestras piernas para conoceros y que mi boca se suspendiera de las insignias de vuestro pudor. Pero (cosa importante de presentar) no olvidéis lavar todos los días la piel de vuestras partes con agua caliente, pues, de otro modo, los chancros venéreos brotarían infaliblemente en las comisuras hendidas de mis labios insaciables. ¡Oh!, si en lugar de ser un infierno, el universo no hubiera sido más un inmenso ano celestial, mirad el gesto que hago con la parte de mi bajo vientre: si, yo hubiera metido mi verga a través de su esfínter sangrante, destrozando, con mis movimientos impetuosos, las propias paredes de su bacín. La desgracia no habría soplado entonces, sobre mis ojos ciegos, dunas enteras de arena movediza; habría descubierto el lugar subterráneo donde yace la verdad dormida, y los ríos de mi esperma viscoso habrían encontrado salida al océano donde precipitarse. Pero ¿por qué me sorprendo hasta el punto de lamentar un imaginario estado de cosas que nunca recibirá el sello para su ulterior cumplimiento? No nos demos el trabajo de construir fugitivas hipótesis. Mientras tanto, que aquel que arde en el deseo de compartir mi lecho venga a mi encuentro; pero pongo una condición rigurosa a mi hospitalidad: es necesario que no tengo más de quince años. Por su parte, que no crea que yo tengo treinta: ¿qué interés tiene eso? La edad no disminuye la intensidad de los sentimientos, lejos de ello, y aunque mis cabellos se han vuelto blancos como la nieve, no es a causa de la vejez: es, al contrario, por el motivo que ya sabéis. ¡A mí no me gustan las mujeres! ¡Ni siquiera los hermafroditas! Necesito seres que se me parezcan, en cuya frente la nobleza humana se haya grabado con los caracteres más nítidos e imborrables. ¿Estáis seguros de que aquellas que llevan largos cabellos son de una naturaleza igual a la mía? No lo creo, y no cambiaré de opinión. Una saliva salobre resbala de mi boca, no sé por qué. ¿Quién quiere succionaría, a fin de que me libre de ella? Crece… crece de continuo. Sé lo que es. He observado que, cuando bebo sangre de la garganta de los que se acuestan conmigo (es un error que me crean un vampiro, porque se les llama así a los muertos que salen de sus tumbas, y yo estoy vivo), al día siguiente devuelvo parte por la boca: he aquí la explicación de la saliva infecta. ¿Qué queréis que haga, silos órganos, debilitados por el vicio, se niegan a cumplir las funciones de la nutrición? Pero no reveléis mis confidencias a nadie. No es por mi por lo que digo esto, es por vosotros mismos y por los demás, a fin de que el prestigio del secreto se mantenga en los límites del deber y de la virtud de aquellos que, imantado por la electricidad de lo desconocido, tendrían la tentación de imitarme. Tened la bondad de mirar mi boca (por el momento, no tengo tiempo de emplear una fórmula de cortesía más larga); ella os llama la atención desde el primer instante por la apariencia de su estructura, sin acudir a la serpiente en vuestras comparaciones; se trata de que contraigo el tejido hasta su última reducción, a fin de hacer creer que poseo un carácter frío. Aunque vosotros no ignoráis que es diametralmente opuesto. Siento no poder mirar a través de estas páginas el rostro del que me lee. Si no ha pasado de la pubertad, que se aproxime. Apriétame contra ti y no temas hacerme daño; encogeremos progresivamente los lazos de nuestros músculos. Todavía más. Siento que es inútil insistir; la opacidad, notable por más de un motivo, de esta hoja de papel, es uno de los impedimentos más considerables para nuestra completa conjunción. Yo he experimentado siempre un infame capricho por la pálida juventud de los colegios y por los niños descoloridos de los talleres. Mis palabras no son la reminiscencia de un sueño, y tendría que desenredar demasiados recuerdos, si se me impusiera la obligación de hacer pasar ante vuestros ojos los acontecimientos que podrían afirmar con su testimonio la veracidad de mi dolorosa aseveración. La justicia humana no me ha sorprendido en flagrante delito, a pesar de la incontestable habilidad de sus agentes. He incluso asesinado (¡no hace mucho tiempo!) a un pederasta que no se prestaba suficientemente a mi pasión; arrojé su cadáver a un pozo abandonado, y no existen pruebas decisivas contra mí. ¿Por qué te estremeces de miedo, adolescente que me lees? ¿Crees que quiero hacer otro tanto contigo? Te muestras soberanamente injusto… Tienes razón: desconfía de mí, sobre todo si eres hermoso. Mis partes ofrecen eternamente el espectáculo lúgubre de la turgescencia; nadie puede sostener (¡y cuántos no se han aproximado!) que los han visto en estado de tranquilidad normal, ni siquiera el limpiabotas que tiró una cuchillada en un momento de delirio. ¡Ingrato! Me cambio de ropa dos veces por semana, aunque no sea la limpieza el principal motivo de mi determinación. Si no hiciera así, los miembros de la humanidad desaparecerían al cabo de algunos días en medio de prolongados combates. En efecto, en cualquier comarca que me encuentre, ellos me molestan continuamente con su presencia y se acercan hasta lamer la superficie de mis pies. ¡Pero qué potencia poseen mis gotas seminales para atraer todo lo que respira por medio de nervios olfativos! Vienen desde las orillas del Amazonas, atraviesan los valles que riegan el Ganges, abandonan el liquen polar, para realizar largos viajes en mi busca, preguntando a las ciudades inmóviles si han visto pasar, un instante, a lo largo de sus murallas, a aquél cuyo esperma sagrado perfuma las montañas, los lagos, las malezas, las selvas, los promontorios y la vastedad de los mares. La desesperación por no poder encontrarme (me escondo secretamente en los lugares más inaccesible, a fin de alimentar su ardor) les lleva a los actos más deplorables. Se colocan trescientos mil a cada lado, y el bramido de los cañones sirve de preludio a la batalla. Todas las alas se mueven a la vez, como un solo guerrero. Los cuadros se forman y en seguida caen para no levantarse. Los caballos espantados huyen en todas las direcciones. Los obuses surcan el suelo, como meteoros implacables. El teatro del combate no es más que un vasto campo de matanza cuando la noche revela su presencia y la luna silenciosa aparece entre las desgarraduras de una nube. Mostrándome con el dedo un espacio de muchas leguas cubierto de cadáveres, el creciente vaporoso de ese astro me ordena meditar un instante, como sujeto de meditabundas reflexiones, las consecuencias funestas que arrastra, tras sí, el inexplicable talismán que me concedió la Providencia. Desgraciadamente, ¡cuántos siglos no serán necesarios todavía antes de que la raza humana perezca completamente en mi pérfida trampa! Es así como un espíritu hábil, que no se vanagloria, emplea, para alcanzar sus fines, los mismos medios que parecerían, en un principio, constituir un obstáculo invencible. Siempre mi inteligencia se eleva hacia esa imponente cuestión y vosotros sois testigos de que ya no me es posible limitarme al modesto tema que al principio tenía intención de tratar. Una última palabra… era un noche de invierno. Mientras el viento silbaba entre los abetos, el Creador abrió su puerta en medio de las tinieblas e hizo que entrara un pederasta.
¡Silencio!, pasa un cortejo fúnebre a vuestro lado. Inclinad la binaridad de vuestras rótulas hacia la tierra y entonad un canto de ultratumba. (Si consideráis mis palabras más bien como una simple fórmula imperativa que como una orden formal desplazada de su sitio, daréis una muestra de talento, y del mejor). Es posible que lleguéis de ese modo a gozar extremadamente del alma del muerto que va a descansar de la vida en una fosa. Además, el hecho es, para mí, cierto. Observad que no digo que vuestra opinión no pueda hasta cierto punto ser contraria a la mía, pero lo que importa ante todo es poseer unas nociones justas sobre las bases de la moral, de tal manera que cada uno deba compenetrarse con el principio que manda hacer a otro lo que acaso quisiera que le hiciesen a él mismo. El sacerdote de las religiones abre en primer lugar la marcha, sosteniendo en una mano una bandera blanca, signo de paz, y en la otra en emblema de oro que representa las partes del hombre y de la mujer, como para indicar que esos miembros carnales son la mayor parte del tiempo, abstracción hecha de toda metáfora, instrumentos muy peligrosos en las manos de quienes se sirven de ellos, cuando los manipulan ciegamente para fines diversos que se contradicen entre sí, en lugar de engendrar una Oportuna reacción contra la pasión conocida que causa casi todos nuestros males. Debajo de su espalda lleva adherida (artificialmente, claro) una cola de caballo de espesas crines, que barre el polvo del suelo. Significa que debemos tener cuidado de no rebajar con nuestra conducta el rango de los animales. El ataúd conoce su ruta y marcha tras la túnica flotante del consolador. Los padres y los amigos del difunto, como manifiestan por su posición, han decidido cerrar la marcha del cortejo. Este avanza con majestad, como un barco que surca el pleno mar y no teme el fenómeno del hundimiento, pues en ese instante las tempestades y los escollos no se hacen notar por cosa alguna que no sea su explicable ausencia. Los grillos y los sapos siguen a algunos pasos la fiesta mortuoria; ellos tampoco ignoran que su modesta presencia en los funerales de alguien se le tendrá un día en cuenta. Hablan en voz baja en su pintoresco lenguaje (no seáis demasiado presuntuosos, permitidme daros un consejo desinteresado para creer que vosotros solos poseéis la preciosa facultad de traducir los juicios de vuestro pensamiento) de aquel que vieron más de una vez correr a través de las reverdecidas praderas y sumergir el sudor de sus miembros en las azuladas olas de los golfos arenosos. Al comienzo, la vida parecía sonreírle sin segundas intenciones, y, magníficamente, la coronó de flores; pero, puesto que vuestra inteligencia misma advierte, o mejor, adivina, que se ha detenido en los límites de la infancia, no tengo necesidad, hasta la aparición de una retractación verdaderamente imprescindible, de continuar los prolegómenos de mi rigurosa demostración. Diez años. Número exactamente calcado, hasta el punto de equivocarse, sobre el de los dedos de la mano. Es poco y es mucho. En el caso que nos preocupa, sin embargo, me apoyaré sobre vuestro amor a la verdad para que digáis conmigo, sin tardar un segundo más, que es poco. Y cuando reflexiono someramente sobre esos tenebrosos misterios por los cuales un ser humano desaparece de la tierra, tan fácilmente como una mosca o una libélula, sin conservar la esperanza de regresar a ella, me sorprendo incubando el vivo lamento de no poder probablemente vivir bastante tiempo como para explicaros bien lo que no tengo la pretensión de comprender yo mismo. Pero, puesto que está probado que por un extraordinario azar aún no he perdido la vida desde el tiempo lejano en que comencé, lleno de terror, la frase precedente, calculo mentalmente que no será inútil reconstruir la confesión completa de mi impotencia radical, cuando se trata sobre todo, como ahora, de esa imponente e inabordable cuestión. Resulta, hablando generalmente, algo singular que la tendencia atractiva que nos empuja a buscar (para a continuación expresarlas) las semejanzas y las diferencias que ocultan, en sus naturales propiedades, los objetos más opuestos entre sí, y a veces los menos aptos, en apariencia, para prestarse a ese género de combinaciones simpáticamente curiosas, y que, mi palabra de honor, confieren benevolentemente al estilo del escritor, que se da esa personal satisfacción, el imposible e inolvidable aspecto de un búho serio hasta la eternidad. Sigamos en consecuencia la corriente que nos arrastra. El milano real tiene las alas proporcionalmente más largas que el cernícalo, y el vuelo más cómodo: por eso se pasa la vida en el aire. No descansa casi nunca y recorre cada día distancias enormes; y ese gran movimiento no es en modo alguno un ejercicio de caza, ni la persecución de una presa, ni siquiera de exploración, pues no caza; parece como que el vuelo sea su estado natural, su situación favorita. No se puede evitar admirarle la manera de cómo lo ejecuta. Sus largas y estrechas alas parecen inmóviles; la cola es quien parece dirigir todas las evoluciones, y la cola no se equivoca: se mueve sin cesar. Se eleva sin ningún esfuerzo, desciende como si se deslizara por un plano inclinado, más bien parece nadar que volar, acelera su vuelo, lo aminora, se detiene y permanece suspendido o fijo en el mismo sitio durante horas enteras. No puede advertirse ningún movimiento en sus alas: aunque abrierais los ojos como la puerta de un horno, sería inútil. Cada uno tiene el buen sentido de confesar sin dificultad (aunque un poco de mala gana) que no percibe, en un primer momento, la relación, por lejana que sea, que yo señalo entre la belleza del vuelo del milano real y la de la cara del niño que se eleva dulcemente, por encima del ataúd descubierto, como un nenúfar que horada la superficie del agua; y he ahí precisamente en qué consiste la imperdonable falta que arrastra a la inconmovible situación de una carencia de arrepentimiento, que impresiona a la ignorancia voluntaria en la cual uno se corrompe. Esa relación de serena majestad entre los dos términos de mi maliciosa comparación, es ya demasiado común, y de un símbolo bastante comprensible como para que me asombre ante lo que no puede tener, como única excusa, más que ese mismo carácter de vulgaridad que hace llamar, sobre todo objeto o espectáculo que la sufre, un profundo sentimiento de injusta indiferencia. ¡Cómo silo que se ve a diario debiera despertar menos la solicitud de nuestra admiración! Cuando llega a la entrada del cementerio, el cortejo se apresura a detenerse; su intención no es ir más lejos. El sepulturero termina de excavar la fosa, y en ella se deposita el ataúd con todas las precauciones que vienen al caso; unas imprevistas paletadas de tierra acaban por recubrir el cuerpo del niño. El sacerdote de las religiones, en medio de los asistentes conmovidos, pronuncia unas palabras para enterrar más aún al muerto en la imaginación de los presentes. «Dice que le extraña mucho que derramen tantas lágrimas por un acto tan insignificante. Textual. Pero teme no calificar suficientemente lo que pretende debe ser una felicidad incuestionable. Si hubiera creído en su ingenuidad que la muerte era tan poco simpática, habría renunciado a su cometido, para no aumentar el legitimo dolor de los numerosos parientes y amigos del difunto; pero una secreta voz le advirtió de que les diera algunos consuelos, que no serían inútiles, aunque sólo fuera aquel que hiciera entrever la esperanza de un próximo encuentro en el cielo del que murió y de los que sobreviven». Maldoror huía a galope, y al parecer dirigía su carrera hacia los muros del cementerio. Los cascos de su corcel levantaban alrededor de su dueño una falsa corona de polvo espeso. Vosotros no podéis saber el nombre del caballero, pero yo lo sé. Se aproximaba cada vez más; su rostro de platino comenzaba a hacerse perceptible, aunque estuviese completamente envuelto en un manto que el lector se abstuvo de borrar de su memoria y que sólo dejaba ver los ojos. En medio de su discurso, el sacerdote de las religiones se puso súbitamente pálido, pues su oído reconoció el galope irregular de ese célebre caballo blanco que no abandonó jamás a su dueño. «Si, añadió de nuevo, mi confianza es grande en ese próximo encuentro; entonces se comprenderá, mejor que ahora, qué sentido habría que conceder a la separación del alma y el cuerpo. Como quien cree vivir en esta tierra y se mece en una ilusión cuya evaporación le importa acelerar». El ruido del galope se acrecentaba cada vez más, y como el caballero, reduciendo la línea del horizonte, se hizo visible en el campo óptico que abarcaba la portada del cementerio, rápido como un ciclón giratorio, el sacerdote de las religiones continuó con más gravedad: «No parecéis dudar que éste, a quien la enfermedad forzó a no conocer más que las primeras fases de la vida, y a quien la fosa acaba de recibir en su seno, es indudablemente el vivo; pero sabed al menos que aquél cuya equívoca silueta percibís llevada por un nervioso caballo, y sobre el cual os aconsejo que fijéis lo más pronto posible los ojos, pues no es ya más que un punto y muy pronto desaparecerá entre los brezos, aunque haya vivido mucho, es el único verdadero muerto».
«Cada noche, a la hora en que el sueño alcanza su más alto grado de intensidad, una vieja araña de una especie gigante saca lentamente su cabeza de un agujero situado en el suelo, en una de las intersecciones de los ángulos de la habitación. Ella escucha atentamente si algún ruido mueve todavía sus mandíbulas en la atmósfera. Vista su conformación de insecto, no puede hacer otra cosa, si pretende aumentar de brillantes personificaciones los tesoros de la literatura, que atribuir mandíbulas al ruido. Cuando está segura de que el silencio reina a su alrededor, retira sucesivamente, de las profundidades de su nido, sin el socorro de la meditación, las diversas partes del cuerpo, y avanza muy despacio hacia mi cama. ¡Cosa notable!, yo, que hago retroceder al sueño y a las pesadillas, siento que se me paraliza la totalidad del cuerpo, cuando trepa a lo largo de los pies de ébano de mi lecho de satén. Me aprieta la garganta con las patas y me chupa la sangre con su vientre. ¡Todo sencillamente! ¡Cuántos litros de un licor purpúreo, cuyo nombre no ignoráis, habrá bebido desde que cumple la misma maniobra con una persistencia digna de mejor causa! No sé qué le habré hecho para que se conduzca de tal manera conmigo. ¿Le rompí una pata inadvertidamente? ¿Le arrebaté a sus hijos? Esas dos hipótesis, sujetas a caución, no son capaces de sostener un serio examen; ni siquiera merecen la pena de provocar un encogimiento de mis hombros o una sonrisa de mis labios, aunque uno no deba burlarse de nadie. Ten cuidado tú, tarántula negra; si tu conducta no tiene como excusa un silogismo irrefutable, una noche me despertaré de un sobresalto, por un último esfuerzo de mi voluntad agonizante, romperé el encanto con que mantienes mis miembros inmovilizados, y te aplastaré entre los huesos de mis dedos, como un trozo de materia blanducha. Sin embargo, recuerdo vagamente que te he dado permiso para que permitieras a tus patas trepar sobre la abertura de mi pecho, y desde ahí hasta la piel que recubre mi rostro; por lo tanto, no tengo derecho a reprimirte. ¡Oh, quién desenredará mis confusos recuerdos! Le doy como recompensa lo que me queda de sangre: contando incluso la última gota, hay para llenar por lo menos la mitad de una copa de orgia». Mientras habla no deja de desnudarse. Apoya una pierna sobre el colchón, e impulsándose con otra sobre el suelo de zafiro para elevarse, termina acostado en una posición horizontal. Ha resuelto no cerrar los ojos, a fin de esperar a su enemigo a pie firme. Pero ¿no toma cada vez la misma resolución y no es siempre destruida por la inexplicable imagen de su fatal promesa? Ya no dice nada y se resigna con dolor, pues para él un juramento es sagrado. Se envuelve majestuosamente en los pliegues de seda, desdeña entrelazar las borlas doradas de sus cortinas, y, apoyando los bucles ondulados de sus largos cabellos en las franjas del cojín de terciopelo, toca con las manos la ancha herida de su cuello, dentro de la cual la tarántula ha cogido la costumbre de alojarse, como en un segundo nido, mientras su rostro respira satisfacción. Él espera que esa misma noche (¡esperad con él!) verá la última representación de la succión inmensa, pues su único deseo seria que el verdugo acabara con su existencia: la muerte, y quedará contento. Mirad a esa vieja araña de una especie gigante que saca lentamente su cabeza de un agujero situado en el suelo, en una de las intersecciones de los ángulos de la habitación. Ya no estamos en el relato. Ella escucha atentamente si algún ruido mueve todavía sus mandíbulas en la atmósfera. ¡Ay!, ahora hemos llegado a lo real en lo que afecta a la tarántula, y, aunque podría romperse un signo de exclamación al final de cada frase, ¿no es acaso ésa una razón para no hacerlo? Cuando está segura de que el silencio reina a su alrededor, he aquí que retira sucesivamente de las profundidades de su nido, sin el socorro de la meditación, las diversas partes de su cuerpo, y avanza muy despacio hacia la cama del hombre solitario. Se detiene un instante, pero ese momento de vacilación es corto. Ella se dice que aún no es hora de dejar de torturar y que antes es preciso dar al condenado las posibles razones que determinaron la perpetuidad del suplicio. Trepa hasta la oreja del dormido. Si no queréis perder una sola palabra de lo que va a decir, haced abstracción de las extrañas ocupaciones que obstruyen el pórtico de vuestro espíritu y sed por lo menos agradecidos por el interés que os manifiesto, al hacer acto de presencia en las escenas teatrales que me parecen dignas de producir una verdadera atención de vuestra parte, pues ¿quién me impediría guardar para mí sólo los acontecimientos que relato? «Despiértate, llama amorosa de los viejos días, esqueleto descarnado. Ha llegado el momento de detener la mano de la justicia. No te haremos esperar mucho tiempo la explicación que deseas. Nos escuchas, ¿no es verdad? Pero no muevas tus miembros, hoy estás aún bajo nuestro magnético poder, y la atonía encefálica persiste: es la última vez. ¿Qué impresión causa a tu entendimiento la figura de Elsenor? ¡Lo has olvidado! Y aquel Reginaldo, de altivo caminar, ¿has grabado sus rasgos en tu fiel cerebro? Míralo escondido entre los repliegues de las cortinas; su boca está inclinada hacia tu frente, pero no se atreve a hablarte, pues es más tímido que yo. Voy a contarte un episodio de tu juventud, para ponerte de nuevo en el camino de la memoria…». Hacía mucho tiempo que la araña había abierto su vientre, del que emergieron dos adolescentes vestidos de azul, con una espada resplandeciente en la mano, que se colocaron a los lados del lecho, como para custodiar en lo sucesivo el santuario del sueño. «Éste, que no ha dejado de mirarte, pues te amó mucho, fue el primero de nosotros dos a quien diste tu amor. Pero lo hiciste sufrir a menudo por las brusquedades de tu carácter. Él no cesaba de hacer esfuerzos para no darte ningún motivo de queja: un ángel no lo hubiera conseguido. Un día le preguntaste si quería ir a bañarse contigo a la orilla del mar. Los dos, como dos cisnes, os lanzasteis al mismo tiempo desde una roca cortada a pico. Buceadores excelentes, os deslizasteis en la masa acuosa con los brazos extendidos sobre la cabeza y las manos juntas. Durante algunos minutos nadasteis entre dos corrientes. Reaparecisteis a una gran distancia con los cabellos enredados y chorreando líquido salado. Pero ¿qué misterio había tenido lugar bajo el agua para que un largo rastro de sangre se percibiera entre las olas? De nuevo en la superficie, tú continuaste nadando y simulaste no darte cuenta de la debilidad creciente de tu compañero. Él perdía sus fuerzas rápidamente, y tú no reducías tus largas brazadas hacia el horizonte brumoso, que se esfumaba ante ti. El herido lanzaba gritos de angustia y tú te hiciste el sordo. Reginaldo llamó tres veces al eco de las sílabas de tu nombre y las tres veces tú respondiste con un grito de voluptuosidad. Se encontraba demasiado lejos de la orilla para regresar y en vano se esforzaba por seguir la estela de tu paso, a fin de alcanzarte y posar un instante su mano sobre tu hombro. La persecución negativa se prolongó durante una hora, él perdiendo sus fuerzas y tú sintiendo aumentar las tuyas. Desesperando de igualar tu velocidad, dijo una breve plegaria al Señor para encomendarle su alma, se colocó de espalda, como cuando se hace la plancha, de tal manera que se percibía al corazón latir violentamente bajo su pecho, y, sin otra esperanza, aguardó la llegada de la muerte. En ese momento, tus miembros vigorosos seguían alejándose y se perdían de vista, rápidos como una sonda que se deja ir. Una barca, que regresaba de echar sus redes en alta mar, pasó por el lugar. Los pescadores tomaron a Reginaldo por un náufrago y lo recogieron, desvanecido, en su embarcación. Constataron la existencia de una herida en el costado derecho; cada uno de aquellos expertos marineros emitieron su opinión de que ninguna punta de escollo o fragmento de roca era susceptible de producir un orificio tan microscópico y al mismo tiempo tan profundo. Una arma cortante, tal vez un estilete muy agudo, podía únicamente arrogarse los derechos a la paternidad de tan fina herida. El no quiso nunca relatar las diversas fases de la inmersión a través de las entrañas de las olas, y hasta ahora ha guardado el secreto. Unas lágrimas corren en este instante por sus mejillas un tanto descoloridas y caen sobre tus sábanas: el recuerdo es a veces más amargo que la realidad. Pero no sentiré piedad: sería mostrarte demasiado estima. No hagas girar en su órbita esos ojos furibundos. Permanece más bien tranquilo. Sabes que no puedes moverte. Además, no he terminado mi narración. —Recoge tu espada, Reginaldo, y no olvides con tanta facilidad tu venganza. ¿Quién sabe? Acaso llegue un día en que ella te haga reproches—. Más tarde, sentiste remordimientos cuya existencia debía ser efímera; decidiste redimir tu culpa con la elección de otro amigo a quien bendecir y honrar. Por ese medio expiatorio, borrabas las manchas del pasado, y hacías recaer sobre el que vino a ser la segunda víctima la simpatía que no habías sabido mostrar al otro. Vana esperanza, el carácter no se modifica de un día para otro, y tu voluntad siguió siendo idéntica a sí misma. Yo, Elsenor, te vi por primera vez, y desde entonces no he podido olvidarte. Nos miramos unos instantes y tú sonreíste. Yo bajé los ojos porque vi en los tuyos una llama sobrenatural. Me preguntaba si, al amparo de una noche oscura, te habrías dejado caer hasta nosotros desde la superficie de alguna estrella, pues, lo confieso, hoy que no es necesario fingir, no te parecías a los jabatos de la humanidad, ya que una aureola resplandeciente envolvía la periferia de tu frente. Hubiera deseado tener relaciones íntimas contigo; mi presencia no se atrevía a aproximarse a la sorprendente novedad de esa nobleza extraña, y un obstinado terror vagaba a mi alrededor. ¿Por qué no escuché las advertencias de la conciencia? Presentimientos fundados. Al darte cuenta de mi vacilación, enrojeciste y adelantaste el brazo. Mi mano, estrechó amistosamente la tuya, y, después de esta acción, me sentí más fuerte; un hálito de tu inteligencia había penetrado en mi. Con los cabellos al viento y respirando el aliento de la brisa, caminamos unos instantes a través de los bosques espesos de lentiscos, jazmines, granados y naranjos, cuyos aromas nos embriagaban. Un jabalí rozó nuestras ropas a todo correr, y, cuando me vio contigo, dejó caer una lágrima: no me explicaba su conducta. A la caída de la noche llegamos a las puertas de una ciudad populosa. Los perfiles de las cúpulas, las flechas de los minaretes y las esferas de mármol de los belvederes recortaban vigorosamente sus perfiles, a través de las tinieblas, sobre el azul intenso del cielo. Pero no quisiste descansar en aquel sitio, aunque estábamos agotados por la fatiga. Bordeamos la parte baja de las fortificaciones externas, como dos chacales nocturnos, evitamos el encuentro de los centinelas, y conseguimos alejarnos, por la puerta posterior, de aquella reunión solemne de animales racionales, civilizados como los castores. El vuelo de la portalinterna, el crujido de la hierba seca, el aullido intermitente de algún lobo lejano, acompañaban la oscuridad de nuestra marcha incierta a través del campo. ¿Qué válidos motivos tenías para huir de las colmenas humanas? Me hacia esta pregunta con cierta turbación; por otra parte, mis piernas comenzaban a negarme un servicio demasiado tiempo prolongado. Al final alcanzamos la orilla de un espeso bosque, cuyos árboles se entrelazaban entre sí por medio de una maraña inextricable de altas lianas, plantas parásitas y cactus de monstruosas espinas. Te detuviste ante un abedul. Me dijiste que me arrodillara y me preparara a morir; me concedías un cuarto de hora para abandonar esta tierra. Algunas miradas furtivas durante nuestra larga marcha, arrojadas a hurtadillas sobre mí, cuando yo no te observaba, ciertos gestos que noté por la irregularidad de su medida y de su movimiento, se presentaron de súbito ante su memoria, como las páginas de un libro abierto. Mis sospechas se habían confirmado. Demasiado débil para luchar contra ti, me tiraste al suelo, como el huracán abate la hoja del álamo. Con una de tus rodillas sobre mi pecho y con la otra apoyada en la hierba húmeda, mientras una de tus manos detenía la binaridad de mis brazos en su torno, vi cómo la otra sacaba un cuchillo de la vaina que colgaba de tu cinto. Mi resistencia era casi nula, y cerré los ojos: el pataleo de una manada de bueyes se escuchó en la distancia, traído por el viento. Avanzaba como una locomotora, azuzado por el cayado de un vaquero y las quijadas de un perro. No había tiempo que perder, y así lo comprendiste; temiendo no poder cumplir tus fines, pues la proximidad de un socorro inesperado había duplicado mi potencia muscular, y dándote cuenta de que sólo podías inmovilizar uno de mis brazos, te conformaste, imprimiendo un rápido movimiento a la lámina de acero, con cortarme el puño derecho. El trozo, limpiamente seccionado, cayó a tierra. Emprendiste la huida, mientras yo quedaba aturdido por el dolor. No te relataré cómo el vaquero vino en mi ayuda, ni cuánto tiempo fue necesario para la curación. Confórmate con saber que esa traición, inesperada para mí, me dio el deseo de buscar la muerte. Llevé mi presencia al combate, para ofrecer mi pecho a las balas. Adquirí gloria en los campos de batalla; mi nombre se hizo temible incluso para los más intrépidos, por la matanza y la destrucción que mi artificial mano de hierro originaba en las filas enemigas. Sin embargo, un día en que los obuses tronaban mucho más fuerte que de costumbre y los escuadrones, sacados de su base, se arremolinaban como pajas bajo la influencia del ciclón de la muerte, un caballero, con audaz paso, avanzó hacia mí, para disputarme la palma de la victoria. Los dos ejércitos se detuvieron, inmóviles, para contemplarnos en silencio. Combatimos largo tiempo, acribillados de heridas, y con los cascos destrozados. De común acuerdo, hicimos un alto en la lucha, para descansar, y reanudaría después con más energía. Lleno de admiración por su adversario, cada uno levantó su visera. “¡El señor!… ¡Reginaldo!”… tales fueron las simples palabras que pronunciaron al mismo tiempo nuestras gargantas jadeantes. Este último, caído en la desesperación de una tristeza inconsolable, había abrazado, como yo, la carrera de las armas, y las balas no le habían perdonado. ¡En qué circunstancias volvíamos a encontrarnos! ¡Pero tu nombre no fue pronunciado! Él y yo nos juramos amistad eterna, pero de distinto modo de aquellas dos primeras veces en las que tú habías sido el actor principal. Un arcángel, que bajó del cielo y era mensajero del Señor, nos ordenó que nos convirtiéramos en una araña única y fuéramos a chuparte la sangre todas las noches, hasta que una orden llegada de arriba detuviera el curso del castigo. Durante casi diez años hemos frecuentado tu cama. Desde hoy estás libre de nuestra persecución. La vaga promesa de que hablabas no la hiciste a nosotros, sino al Ser que es más fuerte que tú: comprendiste tú mismo que valía más someterse a ese decreto irrevocable. ¡Despiértate, Maldoror! El encanto magnético que ha pesado sobre tu sistema cerebroespinal, durante las noches de dos lustros, se evapora». Él se despierta, como se le ha ordenado, y ve dos formas celestiales desaparecer en los aires con los brazos enlazados. No intenta volver a dormirse. Saca lentamente, uno tras otro, sus miembros de la cama. Va a calentar su piel helada en los tizones encendidos de la chimenea gótica. Sólo la camisa cubre su cuerpo. Busca con los ojos la garrafa de cristal para humedecer su paladar reseco. Abre los postigos de la ventana. Se apoya en el alféizar. Contempla la luna que vuelca sobre su pecho un cono de rayos extáticos en los que palpitan, como falenas, átomos de plata de una dulzura inefable. Espera que el crepúsculo de la mañana le traiga, con el cambio de decoración, un irrisorio alivio a su corazón trastornado.