LA MANO de Kara encontró el frío acero. Nunca había tenido una sensación tan intensa de alivio. Estrechó los dedos alrededor de la pistola.

Pero su alivio fue prematuro. Se hallaba sobre el estómago, con el rostro pegado a la alfombra, inútil. Giró y rodó para ponerse de espaldas. La pistola sonó contra el marco metálico de la cama. Un estruendo rasgó el apretado espacio.

¡Había disparado la pistola! ¿Le habría dado a alguien? ¿Habría hecho un hueco en la pared o en la ventana? Quizás le dio a Carlos. O a Thomas.

Giró otra vez y vio que Thomas aún estaba de espaldas junto a la pared opuesta. Sin perforación de bala que ella pudiera ver.

Algo rebotó sobre la cama. Carlos.

Kara disparó dentro del colchón, estremeciéndose con la explosión. Otra vez. Pum, pum.

Vio los pies de Carlos posándose en el suelo. De dos largas zancadas se metió en el pasillo.

La joven jaló violentamente el gatillo y envió otra bala en dirección al hombre.

Carlos desapareció hacia la suite adjunta al final del pasillo. La puerta se cerró de un portazo.

¿Y si en realidad no se hubiera ido? ¿Y si estuviera escondido detrás de la pared, esperando que ella se levantara y bajara la pistola antes que él irrumpiera y le cortara la garganta?

Kara salió pitando hacia la luz del día, manteniendo la pistola apuntada en la entrada lo mejor que pudo, considerando toda su energía nerviosa. Se puso de pie con cuidado, se acercó a la puerta y observó a su izquierda —en un amplio círculo— hasta que pudo ver el corredor a través de la puerta.

Ninguna señal de Carlos.

La puerta al final del corredor estaba abierta. Ese hombre no había actuado solo. Alguien en el hotel le había ayudado a entrar a la suite por la habitación contigua.

—¿Thomas?

Kara corrió alrededor de la cama y se arrodilló al lado de él.

—¡Thomas! —exclamó, golpeándole levemente la mejilla.

Alguien golpeaba la puerta principal. Habían oído los disparos. Carlos había huido porque sabía que se oirían los disparos. Posiblemente el disparo accidental de ella pudo haberles salvado la vida.

—Thomas, despierta, cariño.

Él gimió y abrió lentamente los ojos.

sep

THOMAS Y Kara se hallaban en la suite de Merton Gains, esperando que el secretario de estado terminara una serie de llamadas. Los había recibido con un breve saludo, escuchó los detalles del ataque a Thomas, ordenó mayor seguridad para su propia suite y luego se excusó por unos minutos. Manifestó que el mundo se estaba desenredando tras puertas cerradas.

Ellos oían la voz apagada del ministro por el pasillo a sus espaldas.

—¿Quince? ¿Quince años? —preguntó Kara en voz baja, casi en susurro—. ¿Estás seguro?

—Sí. Muy seguro.

—¿Cómo es posible eso? No eres quince años mayor, ¿o sí?

—Mi cuerpo no, pero de algún modo…

—¿De algún modo?

—Lo siento.

—De algún modo —añadió ella—. Parece… mayor.

—Como te decía, tengo como cuarenta años allá. Sinceramente aquí también me siento como de cuarenta.

Asombroso.

—Así que estas heridas tuyas son un cambio determinante en las reglas entre estas dos realidades —comentó ella, señalando el brazo de Thomas—. El conocimiento y las destrezas siempre han sido transferibles en ambas direcciones, pero antes de que el bosque colorido se volviera negro tus heridas en ese mundo no pasaban hasta aquí; solamente las heridas de este mundo pasaban hasta allá. ¿Se cruzan ahora en ambas direcciones?

—Evidentemente. Pero es sangre lo que se transfiere, no solo heridas. La sangre tiene que ver con la vida. En realidad, el niño dijo que la sangre contamina los lagos. Esa es una de nuestras reglas cardinales. En todo caso, ahora el asunto se da en ambas direcciones.

—Pero la primera vez que te golpeaste la cabeza, cuando empezó todo esto, sangraste en ambos mundos.

—Quizás me herí realmente en los dos mundos al mismo tiempo. Tal vez eso es lo que abrió esta puerta —opinó él y suspiró—. No sé, parece absurdo. Supondremos que se pueden transferir conocimientos, destrezas y sangre. Nada más.

—Y que eres la única puerta. Estamos hablando de tu conocimiento, tus destrezas y tu sangre.

—Correcto.

—Eso explicaría por qué no has envejecido aquí —concluyó Kara—. Te cortas allá y apareces cortado aquí, pero no envejeces de la misma forma, ni engordas del mismo modo, ni sudas de igual manera. Solo acontecimientos específicos vinculados al derramamiento de sangre aparecen en ambas realidades.

Ella hizo una pausa.

—¿Y eres general allá?

—Comandante de los guardianes del bosque, general Thomas de Hunter —corrigió él sin inmutarse.

—¿Cómo sucedió eso? —indagó ella—. No es que dude de que pudieras ser el mismísimo Alejandro Magno. Solo que es demasiado para digerir. Un poco de detalles ayudaría.

—Debe parecer demasiado absurdo, ¿eh? —declaró él con una sonrisa dibujada en los labios.

Este era el Thomas que Kara conocía.

Él apretó el cojín de cuero a su lado.

—Todo esto es muy… muy extraño. Muy real.

—Porque es muy real. Dime, por favor, que no vas a tratar otra vez de saltar por el balcón.

—Está bien —la tranquilizó él soltando el cojín—. Es obvio que los dos lugares son reales. Al menos lo estamos suponiendo, ¿correcto? Pero tienes que comprender que después de quince años en otro mundo, este se siente más como un sueño. Perdóname si de vez en cuando me comporto de manera extraña.

Ella sonrió y sacudió la cabeza. Él ya era medio «bastante extraño» y medio el antiguo Thomas.

—¿Es cómico? —cuestionó él.

—No. Pero escúchate: «Perdóname si de vez en cuando me comporto de manera extraña», no es por ofenderte, hermano, pero pareces estar en un gran conflicto. Dime más.

—Después de que los shataikis extendieran su veneno por el bosque colorido, una terrible enfermedad se apoderó de la población. Hace que la piel se descascare por encima y se raje por debajo. Es muy doloroso. Los ojos se vuelven grises y el cuerpo hiede, como a azufre o huevos podridos. Pero Elyon dispuso una manera de que vivamos sin los efectos de esta enfermedad. Siete selvas… bosques regulares, no coloridos, aún permanecen, y en cada uno de ellos un lago. Si nos bañamos a diario en el lago, la enfermedad queda en remisión. La única condición que tenemos para vivir en el bosque es que nos bañemos con regularidad y evitemos que los lagos sean contaminados con sangre.

Kara solamente lo miraba.

—Por desgracia, en este mismo instante estoy en una batalla con las hordas que podrían acabar con todo.

—¿Y qué hay con la profecía?

—¿Que Elyon destruirá a las hordas con un soplo? Quizás la dinamita sea la respuesta de Elyon —opinó él parándose, ansioso de avanzar con este plan—. Debo averiguar cómo hacer dinamita antes de regresar.

—Así que entiendo que has seguido soñando —comentó Gains detrás de ellos, tuteando por primera vez a Thomas.

Kara se paró al lado de su hermano. Al oír la convicción en la voz de Thomas y ver la luz en sus ojos mientras hablaba, ella estuvo tentada a creer que el verdadero drama se desarrollaba en una realidad diferente, que la variedad Raison solo era una historia y que la guerra en el desierto de Thomas era la realidad verdadera.

Gains la trajo de regreso a la tierra.

—Bueno —siguió diciendo Gains rodeando el sofá—. Tengo la sensación de que vamos a necesitar esos sueños tuyos. Nunca imaginé que alguna vez diría algo como esto, pero tampoco imaginé que alguna vez enfrentaríamos tal clase de monstruo. ¿Les puedo brindar algo de beber?

Ninguno de los dos contestó.

—Repito, la falta de seguridad para la suite de ustedes fue descuido mío. Odio admitirlo, Thomas, pero te hemos menospreciado desde el principio. Te puedo garantizar que eso acaba de cambiar.

Thomas no dijo nada. Gains lo miró.

—¿Seguro que estás bien?

—Estoy bien.

—Muy bien —declaró Gains, miró a Kara y luego otra vez a Thomas—. Te necesitamos en esto, hijo.

—No estoy seguro de poder ayudar más. Las cosas han cambiado.

Gains dio un paso al frente, agarró a Thomas por el brazo y lo llevó a la ventana.

—No estoy seguro de que comprendas toda la magnitud de lo que está pasando, pero no parece bueno, Thomas. Farmacéutica Raison acaba de concluir el examen de una chaqueta que fue dejada en un perchero en el Aeropuerto Internacional de Bangkok. Se informó que un hombre acosó a varias asistentes de vuelo antes de entrar al centro de primeros auxilios, colgó la chaqueta en el perchero y salió. ¿Adivinan qué hay en la chaqueta?

—El virus —contestó Kara.

—Correcto. La variedad Raison. Como lo prometiera Valborg Svensson. Como lo predijera nadie más que Thomas Hunter, lo cual te hace un hombre muy, pero muy importante, Thomas. Y es verdad, el virus se transmite por aire. Lo que significa que si nosotros tres aún no estamos infectados, lo estaremos antes de que salgamos para Washington D. C. Media Tailandia estará infectada para el fin de semana.

—¿Salir para D. C.? —preguntó Thomas—. ¿Por qué?

—El presidente ha sugerido que le cuentes lo que sabes a un comité que él está reuniendo.

—No estoy seguro de tener algo que agregar a lo que usted ya sabe.

—Sé que esta no ha sido la semana más fácil para ti, Thomas —comentó Gains sonriendo con nerviosismo—, pero sin duda no estás viendo claramente el panorama aquí. Tenemos entre manos una situación grave y para empezar no sabemos en absoluto cómo tratarla de forma eficaz. Pero tú vaticinaste la situación y de momento pareces saber más del asunto que nadie. Eso te convierte en invitado del presidente de Estados Unidos. Ahora. Por la fuerza si es necesario.

Thomas parpadeó. Miró a Kara.

—Me parece lógico —declaró ella.

—¿Saben algo de Monique? —quiso saber Thomas.

—No.

—Pero ustedes no comprenden lo que está sucediendo ahora —objetó Thomas—. Es probable que Svensson no tenga aún el antivirus, pero lo tendrá con ayuda de ella. Cuando eso ocurra, estaremos acabados.

Este era más como su antiguo hermano.

—No sé en qué situación estamos. En este momento el asunto se me ha escapado de las manos…

—¿Ve usted? Le digo algo y empieza con las dudas. ¿Por qué debería creer que Washington será diferente?

—¡No estoy dudando de ti! Solo estoy diciendo que el presidente se ha hecho cargo de esto. No es a mí a quien debes persuadir sino a él.

—Está bien. Iré. Pero también necesito ayuda de usted. Antes de volver a dormir debo aprender a crear una explosión suficientemente grande para echar abajo un barranco.

Gains suspiró.

Thomas dio un paso, agarró al ministro por el brazo casi en la misma forma en que Gains le había agarrado el suyo y lo llevó lentamente hacia la misma ventana.

—No tengo la seguridad de que comprendas toda la magnitud de lo que está pasando, pero no parece bueno, Merton —remedó Thomas, correspondiéndole al tuteo—. Déjame ayudarte. Mientras hablamos estoy dirigiendo lo que queda de mi ejército, los guardianes del bosque, en una terrible batalla contra las hordas. Ahora nos quedan menos de cinco mil hombres. Ellos suman cien mil. Si no encuentro una forma de tirarles encima el despeñadero, nos invadirán y asesinarán a nuestras mujeres y nuestros niños. Bueno, eso podría ser una gran idiotez para ti. Pero hay otro problema. Si muero allá, muero aquí. Y si estoy muerto aquí, no les seré de mucha ayuda.

—¿No es eso exigir mucho?

—Este vendaje en mi antebrazo cubre una herida que recibí hoy en la batalla —contestó Thomas estirando el brazo y subiéndose la manga de la camisa—. Mis sábanas allá arriba están cubiertas de sangre. Carlos no me cortó mientras yo dormía. ¿Quién lo hizo? Mis sienes están vibrando por una pedrada que recibí en la cabeza. Créeme, la otra realidad es tan palpable como esta. Si muero allá, te puedo garantizar que muero acá.

Y lo opuesto también es cierto, pensó Kara. Si él muriera aquí, entonces moriría en el bosque.

—Ahora haré todo lo que esté de mi parte para ayudarte, si me ayudas a permanecer vivo —advirtió él bajándose la manga—. Yo diría que es un intercambio parejo. ¿No es cierto?

—De acuerdo —contestó el ministro; una sonrisa insegura le atravesó el rostro—. Veré qué puedo hacer, con la condición de que no hables de este tipo de detalles frente a los medios de comunicación o a la clase dirigente en Washington. No estoy seguro de que ellos lo entendieran.

—Veo tu punto —asintió Thomas—. Quizás, Kara, tú podrías realizar algunas investigaciones mientras el ministro me pone al corriente.

—¿Quieres que descubra cómo hacer explosivos? —preguntó arqueando una ceja.

—Estoy seguro de que Gains puede hacer una llamada a las personas indicadas. Estamos en tierras del cañón. Muchas rocas, ricas en cobre y mineral de estaño. Ahora hacemos armas de bronce. Aunque nos retiráramos, solo tendríamos unas pocas horas para encontrar los elementos que se te ocurran y hacer explosivos. Tiene que ser bastante fuerte para echar abajo las paredes del cañón a lo largo de una falla natural.

—Pólvora —explicó Gains.

—¿No dinamita? —inquirió Thomas, situándosele enfrente.

—Lo dudo. La pólvora se hizo primero al combinar varios elementos comunes. Eso es lo mejor para ti —respondió él y luego movió la cabeza de lado a lado—. Ayúdanos Dios. Discutimos con calma qué explosivo será mejor para volar esas «hordas» mientras respiramos el virus más mortal del mundo.

—¿Quién puede ayudarme? —preguntó Kara a Merton.

Él desplegó el celular, entró a la cocina, pulsó un número, habló brevemente en tono suave y terminó la llamada.

—Anoche conociste a Phil Grant, director de la CIA. Él está en el cuarto contiguo y pondrá en eso a tantas personas como necesites.

—¿Ahora mismo?

—Sí, ahora mismo. Si se puede descubrir y hacer pólvora en cuestión de horas, la CIA hallará las personas que puedan decirte cómo.

—Perfecto —declaró Thomas.

A Kara le gustaba el nuevo Thomas. Le guiñó un ojo y salió.

sep

THOMAS SE volvió hacia Gains.

—Bueno, ¿en qué estábamos?

Todo regresaba a Thomas. No es que hubiera olvidado ninguno de los detalles, pero hasta ahora se había sentido un poco desorientado. Podía involucrarse en muy poco. Con cada minuto que pasaba en este mundo aumentaba su sensación de la crisis inmediata, correspondiendo a la crisis que dependía de él en el otro mundo.

—Washington.

—No me puedo imaginar a un grupo de políticos escuchando a alguien tan directo como yo —comentó Thomas pasándose una mano por el cabello—. Creerán que estoy loco.

—El mundo está a punto de enloquecer, Thomas. Francia, Gran Bretaña, China, Rusia… todas las naciones en que Svensson ha liberado este monstruo ya están dando tumbos. Quieren respuestas, y tú, además de los cómplices de esta confabulación, podrías ser el único en dárselas. No tenemos tiempo para discutir tu cordura.

—Bien dicho.

—Hiciste de mí un creyente. Me voy a aventurar por ti. No me vuelvas la espalda, no ahora.

—¿Dónde ha liberado Svensson el virus?

—Ven conmigo.

sep

HABÍA UNA sensación de «paramnesia» para la reunión. El mismo salón de conferencias, los mismos rostros. Pero también había algunas diferencias importantes. Tres nuevos asistentes se habían unido por medio una video conferencia. La ministra de salud Barbara Kingsley, funcionada de alto rango en la Organización Mundial de la Salud, y el ministro de defensa, aunque se excusó después de solo diez minutos. Había algo extraño en su temprana salida, pensó Thomas.

Los ojos se movían rápida y nerviosamente por el salón. Habían desaparecido las miradas confiadas de anoche. A la mayoría de ellos le era difícil sostenerle la mirada.

Pasaron treinta minutos discutiendo los informes recibidos. Gains tenía razón. Rusia, Inglaterra, China, India, Sudáfrica, Australia, Francia… naciones que habían sido amenazadas directamente hasta aquí exigían respuestas del Departamento de Estado. Pero no había ninguna, al menos ninguna que brindara la más leve esperanza. Además, estaba la promesa de que al final del día se habría duplicado la cantidad de ciudades infectadas.

El informe de Farmacéutica Raison sobre la chaqueta dejada en el aeropuerto de Bangkok levantó quince minutos de especulaciones y conjeturas, la mayoría encabezadas por Theresa Sumner, de los Centros para el Control de Enfermedades, CDC. Si, y ella insistió que se trataba de un gran si, cada ciudad que Svensson afirmaba haber infectado hubiera sido infectada de veras, y si —otra vez un gran si— el virus actuaba en realidad como mostraran los modelos de computación, el virus ya se había extendido demasiado para detenerlo.

Ninguno de ellos podía comprender totalmente un escenario tan catastrófico.

—¿Cómo diablos pudo haber ocurrido algo así? —inquirió Kingsley, una mujer de huesos fuertes y cabello negro. Su pregunta fue recibida con silencio.

Thomas pensó que solo en la última semana esta misma y simple pregunta se habría hecho ya mil veces de las maneras más claras posible.

—Señor Raison, tal vez usted podría dar una explicación con la que yo me sienta cómoda para transmitirle al presidente.

—Se trata de un virus, señora. ¿Qué explicación le gustaría?

—Sé que se trata de un virus. La pregunta es: ¿cómo es posible esto? Millones de años de evolución o de lo que sea que tengamos aquí, ¿y simplemente sale de la nada una bacteria para matarnos a todos? No estamos en la Edad Media, ¡por el amor de Dios!

—No, en la Edad Media la humanidad no tenía la tecnología para crear nada tan asqueroso.

—No puedo creer que ustedes no previeran la llegada de esto.

Eso estuvo tan cerca de una acusación como la que alguien pudiera hacer, y dejó en silencio el salón.

—Nadie que entienda el verdadero potencial de las bacterias biotecnológicas pudo haber previsto la llegada de esto —explicó Jacques de Raison—. El equilibrio de la naturaleza es un asunto delicado. No hay manera de predecir mutaciones de esta clase. Explíquele eso por favor a su presidente.

Todos se miraron como si en cualquier momento uno de ellos fuese a aclarar esa terrible equivocación.

¡Santos inocentes!

Pero no eran santos ni inocentes.

Se unieron alrededor del anuncio de Sumner de que el virus solo se había verificado en Bangkok. Nadie más sabía mucho respecto de qué buscar, aunque los CDC trabajaban febrilmente para tener la información correcta a la mano.

—¿No tenemos que abordar un avión? —preguntó finalmente Thomas.

Lo miraron como si su declaración requiriera algún examen. Todo lo que Thomas Hunter decía era ahora digno de examinarse.

—El auto nos llevará en treinta minutos —expresó el ayudante de Gains.

—Qué bueno. No estoy seguro que estemos haciendo algún bien aquí. Silencio.

—¿Cómo es eso? —preguntó finalmente alguien.

—Para empezar, ya les conté todo a ustedes. Y toda la cháchara del mundo no cambiará el hecho de que estamos frente a un virus de transmisión por vía aérea que infectará a toda la población del mundo en dos semanas. Solo hay una manera de tratar con el virus, y es encontrar un antivirus. Para eso creo que necesitaremos a Monique de Raison. El destino del mundo depende de que la encontremos —comunicó Thomas, echó la silla hacia atrás y se levantó—. Pero no podemos hablar de encontrar a Monique de Raison aquí, porque al hacerlo probablemente avisamos a Svensson. Creo que él tiene a alguien aquí adentro.

—¿Insinúas que hay un espía? —inquirió Gains aclarando la garganta—. ¿Aquí?

—¿Cómo si no supo Carlos exactamente dónde hallarme? ¿Cómo si no obtuvo acceso a mi suite a través de la habitación contigua? ¿Cómo si no supo que me encontraba durmiendo cuando entró?

—Tengo que estar de acuerdo —concordó Phil Grant; Thomas se preguntó si la confianza del hombre en sus colegas había contenido sus propias sospechas hasta ahora—. Existen otras maneras en que él pudo haber obtenido acceso, pero Thomas tiene bastante razón.

—Entonces debo decir que al gobierno francés le gustaría custodiar a Thomas Hunter —expresó Louis Dutétre.

Todas las miradas se volvieron hacia el funcionario de la inteligencia francesa.

—París ha caído bajo ataque. El señor Hunter sabía del ataque antes de que ocurriera. Esto lo coloca bajo sospecha.

—No sea ridículo —manifestó Gains—. Ellos trataron de matarlo esta mañana.

—¿Quién lo hizo? ¿Quién vio al misterioso intruso? Hasta donde sabemos, Thomas es el espía. ¿No es esa una posibilidad? Mi país insiste en la oportunidad de interrogar…

—¡Basta! —gritó Gains poniéndose de pie—. Esta reunión está suspendida. Señor Dutétre, usted puede informar a su gente que Thomas Hunter está bajo la custodia protectora de Estados Unidos de América. Si su presidente tiene problemas con eso, avísele por favor que se comunique con la Casa Blanca. Vamos.

—¡Una objeción! —exclamó Dutétre levantándose también—. Todos estamos afectados; todos deberíamos participar.

—Entonces encuentre a Svensson —declaró Gains.

—Por lo que a ustedes les consta, ¡este hombre es Svensson!

Ahora había una idea interesante.

Gains salió del salón sin mirar hacia atrás. Thomas lo siguió.

sep

EL PEQUEÑO jet voló hacia el occidente sobre Tailandia, en dirección a Washington, D. C, seis horas después de que el primer fax a la Casa Blanca informara al mundo de que todo acababa de cambiar para el homo sapiens. Ahora los CDC habían comprobado el virus en otras dos ciudades: Nueva York y Atlanta. Empezaron con los aeropuertos, siguiendo indicaciones en Bangkok, y no habían tenido que ir más lejos.

Svensson estaba utilizando los aeropuertos.

Había usado los aeropuertos.

La primera decisión crítica ahora estaba sobre los líderes del mundo. ¿Debían cerrar los aeropuertos y disminuir de este modo la expansión del virus? ¿O deberían evitar el pánico público reteniendo la información hasta que tuvieran algo más concreto?

Según Farmacéutica Raison, cerrar los aeropuertos no disminuiría tanto el virus como para que fuera determinante… ya se había extendido demasiado. Y el pánico no era una posibilidad con la que ninguno de los gobiernos estuviera dispuesto a tratar todavía. Por ahora, los aeropuertos seguirían abiertos.

Thomas sólo había estado despierto cuatro horas, pero ahora ansiaba quedarse dormido. Tenía en sus manos la delgada carpeta manila y leía el contenido por quinta vez.

—Quizás no tenga la clase de poder que necesitas, pues es muy lenta al arder, pero Gains tenía razón. La pólvora es el único explosivo con el que tienes alguna posibilidad de trabajar en medio de la nada.

—¿Cómo voy a encontrar esa cosa?

—Me dijeron que la clase de potencia de fuego que necesitas no es imposible. Los chinos la descubrieron por accidente hace casi doscientos años. Puedes disponer casi del cincuenta por ciento de la combinación de elementos y aún conseguir un estallido decente. Y los tres elementos que necesitarás son muy comunes. Solo tienes que saber lo que estás buscando, y ahora lo sabes. ¿Tienes azúcar allá?

—Algo, sí. De la caña de azúcar, igual que aquí.

—Si no logras conseguir carbón con suficiente rapidez, el azúcar también funcionará como combustible. Aquí hay una lista de sustitutos. Todas las proporciones están allá. Detén a las hordas, y detenlas definitivamente. Utiliza mil soldados para hallar lo que necesitas.

—¿Un poco de investigación y estás lista para comandar ejércitos? —bromeó él sonriendo—. Serías buena allá, Kara. Lo serías de veras.

—¿Te gustaría más allá que acá?

Él no había considerado la comparación.

—No estoy seguro de que exista un «allá» que tampoco sea un «acá». Difícil de explicar y es solo un presentimiento, pero lo cierto es que ambas realidades son muy parecidas.

—¡Hum! Bueno, si alguna vez te imaginas cómo llevar contigo a otros, prométeme que me llevarás primero.

—Prometido.

Ella suspiró.

—Sé que esta no es exactamente la mejor ocasión para mencionar esto; sin embargo, ¿recuerdas lo último que te dije antes de que desaparecieras anoche por quince años?

—Recuérdamelo.

—Fue solo hace doce horas. Sugerí que te convirtieras en alguien que pudiera tratar con la situación aquí. Ahora has regresado como general. Sencillamente me produce asombro.

—Pensamiento interesante.

—En realidad has cambiado, Thomas. Y detesto decírtelo, pero creo de verdad que has cambiado para bien de este mundo, no de ese.

—Quizás.

—Se nos está acabando el tiempo. Tienes que empezar a resolver ciertas cosas. Deja del todo este evasivo asunto de «quizás» y «pensamiento interesante». Si no lo haces, sencillamente podríamos quedar tostados.

—Quizás —declaró él sonriendo y cerrando la carpeta—. Pero a menos que logre imaginar la forma de sobrevivir allá como general, no estaré aquí para imaginar nada. Como dije, si muero allá, creo que moriré acá.

—¿Y si mueres aquí? —cuestionó ella—. ¿Y si sucede que el virus nos mata aquí a todos?

Él no había relacionado los puntos de este modo y la sugerencia de Kara lo inquietó. Pero solo tenía sentido que si moría aquí junto con los demás, moriría en el bosque.

—Esperemos que esta pólvora tuya funcione, hermanita.

—¿Hermanita?

—Siempre te he llamado así.

—Ahora parece extraño —dijo ella encogiendo los hombros.

Soy extraño, hermanita. Muy, pero muy, extraño —expresó él, suspiró, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. Es hora de volver al cuadrilátero. Casi estoy tentado a pedirte que me frotes los hombros. Asalto catorce y no me puedo mantener en pie.

—No es divertido. ¿Tienes todo lo que necesitas?

—He leído el material una docena de veces —contestó él tanteándose la cabeza—. Esperemos que logre recordarlo y que logre encontrar lo que necesito.

—La fortaleza de Elyon —recordó ella.

—La fortaleza de Elyon —repitió él abriendo un ojo y observándola.