DECIR QUE el mundo se precipitaba a un irracional caos no sería una exageración, no a modo de ver de cualquiera. Habían pasado cuatro días desde que Mike Orear revelara la información en CNN, desde que Francia declarara la ley marcial, desde que Monique regresara con el elixir mágico en su mente, desde que Thomas Hunter resultara muerto por una bala en la frente. Estuvieran los titulares en inglés, alemán, español, ruso o cualquier otro idioma, todos se habían reducido a unas cuantas afirmaciones audaces.
CONFIRMADA AMENAZA DE VARIEDAD RAISON
MUNDO AL BORDE DE LA GUERRA
SE CALCULA EN MÁS DE CINCO MIL MILLONES LOS INFECTADOS
PARALIZADA LA ECONOMÍA MUNDIAL
DÍA T MENOS DIEZ QUE DIOS NOS AYUDE A TODOS ESPERANZA DE ANTIVIRUS
Ver tales titulares era una experiencia surrealista. Ni los periodistas ni los lectores tenían idea de lo que realmente significaba eso. Nunca antes había sucedido algo así. No era posible que estuviera ocurriendo algo de esa magnitud. La variedad Raison se había extendido por el mundo y, a excepción de unos cuantos nativos en selvas tropicales, seguramente todos habían oído las noticias. Pero ¿cuántos creían ahora? ¿Creían de veras?
Negación.
Desde luego, el mundo había desarrollado una negación total o se hallaba demasiado estupefacto como para reaccionar. De ahí que no hubiera disturbios. De ahí que no hubiera protestas. De ahí que aún no empezaran las típicas peroratas y críticas en las ondas aéreas.
En vez de eso había un análisis casi desconectado de la situación. El mundo se apegaba en masa a los noticieros, clamando a Dios por el mensaje en que todos confiaban que vendría pronto: el anuncio de que el antivirus de Monique de Raison se había probado y que eliminaba eficazmente al virus como todos esperaban que lo hiciera.
El presidente hablaba al pueblo dos veces al día desde la Casa Blanca, calmando y apaciguando. Pruebas de infección se asignaron al azar, por sorteo, basado en los números de la seguridad social. A una persona de cada mil se le permitía ir al hospital local para un examen. La esperanza ese primer día de que ciertas secciones de Estados Unidos se hubieran librado del virus cambió rápidamente a estupefacción a medida que resultaban positivos los exámenes en cada persona, cada familia, cada barrio, cada pueblo y cada ciudad. CNN utilizaba un mapa electoral modificado para mostrar la saturación del virus. Cuando se confirmaba la infección, inmediatamente se pintaba de rojo la localidad. A inicios del segundo día estaba roja la mitad del mapa. Doce horas después solo se veía el color rojo.
Las escuelas cancelaron las clases. A pesar de la súplica del presidente de continuar la vida como siempre, la mitad de los negocios de la nación cerraron sus puertas al segundo día, y sin duda cerrarían más. El transporte también se había paralizado. Menos mal que los servicios públicos seguían funcionando con el mínimo personal por órdenes directas del presidente de Estados Unidos.
La primera señal de que el caos pronto amenazaría la vida cotidiana fue una presión sobre las tiendas de comestibles a las ocho de la mañana del segundo día. Era natural. Pronto vendría el caos. Sería imposible llegar a una tienda, peor aún encontrar una abierta.
La segunda señal fue el tono de la reunión de las Naciones Unidas a la que el presidente esperaba dirigirse en este mismo instante. Los asistentes formaban un grupo heterogéneo de acuerdo a las ojeras, las camisas y las blusas arrugadas. El salón se hallaba repleto, cada silla ocupada, cada pasillo plagado de asesores. Si había un momento para que la comunidad global se calmara, era este. Pero las reacciones ante los vehementes discursos hasta este momento, tanto de Rusia, como de Inglaterra y ahora de Francia, revelaban cuan separados podrían estar los líderes a la hora de la verdad.
Un caos organizado.
—Nosotros somos las verdaderas víctimas de estos bárbaros terroristas… nosotros, ¡el inocente pueblo francés! —Informando con convicción su excusa el embajador de Francia—. Nuestro gobierno simplemente ha actuado según los mejores intereses de nuestros ciudadanos y de la comunidad mundial. Por imposible que pueda parecer, incluso suicida, no acceder a las demandas de esa gente habría sido nuestra verdadera muerte. ¡Es mejor vivir para luchar otro día que morir sobre montones de armas!
Algunas voces gritaron en desafío tan pronto como se completaba la traducción en los audífonos. A Robert le pareció que algunos estaban de acuerdo y otros en violenta oposición. La palabra «traidor» se oyó en alguna parte… muy clara.
El presidente se quitó el audífono. Al líder de la mayoría Dwight Olsen lo habían puesto en espera un minuto antes. Robert agarró el teléfono negro frente a él.
—Está bien, conécteme.
—El presidente recibirá ahora su llamada.
—Gracias —sonó la voz de Olsen—. Buenos días, señor presidente.
—Mi participación es dentro de cinco minutos. ¿Qué quiere, Dwight?
—Entiendo que está pensando en declarar la ley marcial.
—Haré lo que crea necesario para mantener con vida a los estadounidenses.
—Le exhorto a recordar que las personas aún tienen sus derechos. La ley marcial es presionar demasiado.
—Llámelo como quiera. Hoy estoy convocando a la guardia nacional. La defensa ha preparado un plan sencillo para tratar con varias contingencias. Esta noche entra en efecto el toque de queda. No voy a quedar atrapado sofocando una revuelta en casa mientras Francia se nos viene encima.
—Señor, recomiendo firmemente…
—Hoy no. Le atendí esta llamada como muestra de cortesía, pero mi curso está fijado. Todos estaremos muertos en diez días si no podemos asegurar el antivirus. Nuestra mejor esperanza para encontrarlo murió hace tres días con Thomas Hunter… un hombre al que usted rechazó, si recuerda bien. Esperemos que la muerte de Thomas nos traiga lo que necesitamos. Si no, no sé qué vamos a hacer. Nuestros barcos están a mitad de camino a través del Atlántico. Usted entiende que tengo cinco días para hacer la llamada. ¡Cinco días! En ese tiempo debemos mantener vivos a nuestros ciudadanos, e impedir que acaben con el país. Todo lo demás es secundario.
—Sin embargo…
—En unos minutos me voy a dirigir a las Naciones Unidas —continuó Blair—. Luego le enviaremos por fax una copia de mi discurso, pero déjeme comunicarle lo esencial. Voy a decirle que Estados Unidos hará cualquier cosa que sea necesaria para proteger las vidas de nuestros ciudadanos y las de todos los que están con nosotros en el respeto a la supervivencia humana. Luego exigiré que Francia muestre al mundo los métodos y los medios exactos con los que administrarán un antivirus a cambio de las armas que les estamos enviando a sus playas del norte. Una garantía. Sin tal garantía, Estados Unidos se verá obligado a suponer que la Nueva Lealtad pretende hacernos sufrir una muerte terrible después de que nos hayamos despojado de nuestras armas.
Dwight no reaccionó. Los dos sabían adonde se estaba dirigiendo esto.
—Bajo ninguna circunstancia llevaré a mi pueblo a una muerte innecesaria. Si nos van a matar como ovejas en el degolladero, en pago trataré con quienes amenazan a mi pueblo. Pensando en esto estoy autorizando apuntar las armas nucleares sobre París y otras veintisiete ubicaciones no reveladas. En cinco días, a menos que recibamos una garantía de que a Estados Unidos realmente nos dará un antivirus para la variedad Raison, gran parte de Francia dejará de existir. Haremos muchas advertencias para que los ciudadanos inocentes se dirijan al sur. Usted tiene ahora mi discurso, en pocas palabras. A la luz de nuestra situación, la ley marcial es la menor de nuestras preocupaciones.
—Señor, tengo a Theresa Sumner de los CDC —susurró en voz baja un asesor al oído del presidente.
Él asintió. El líder de la mayoría del senado aún estaba en silencio, impactado.
—Si tiene algún problema con esto, trátelo conmigo en la sesión de la mañana. Gracias, Dwight. Me tengo que ir.
Depositó el teléfono y agarró un celular del asesor. El secretario de estado, Merton Gains, iba hacia él con una carpeta roja en la mano. A juzgar por la cara del hombre, sin duda la carpeta contenía malas noticias. El ministro de estado se hallaba en camino hacia el Oriente Medio para una conferencia cumbre con varias naciones árabes, pero era muy pronto para tener noticias de esas reuniones. ¿Qué más pudo haber motivado el ingreso de Gains? Demasiadas posibilidades para considerar.
—Hola, Theresa —expresó el presidente llevándose el celular al oído.
—Buenas tardes, señor presidente —dijo ella con una voz que a él le pareció débil.
—¿Alguna noticia de los exámenes?
—Sí —respondió Theresa e hizo una pausa.
—Esto no parece bueno —objetó Blair respirando hondo.
—No lo es. La codificación de Monique sobrevivió a la mutación de la vacuna, pero temo que ya no sea eficaz para neutralizar el virus.
—Lo cual significa que no funciona.
—Básicamente, sí.
—Bueno, ¿sí o no? No me diga «básicamente».
—No funciona. Y para empeorar el asunto, ella ha desaparecido.
—¿Cómo podría desaparecer?
—Lo estamos averiguando. No apareció esta mañana. Kara Hunter está desesperada. Se trata de algo acerca de que Monique puede localizar a Thomas.
Esa era la peor noticia que podía haber recibido a dos minutos de su discurso. Blair bajó la cabeza y cerró los ojos.
—Este… ¿señor?
—Aquí estoy.
—Sólo quería disculparme. Dejé escapar algunos detalles de que la variedad se combina…
—Sí, lo sabemos, Theresa. Está bien; de todos modos tenía que suceder tarde o temprano. Resultó para bien. Encuentre a Monique. Tan pronto como la tenga, quiero verla en Washington.
Blair hizo una pausa. Era un mal día para noticias.
—Si no es una molestia para usted, dígale a Kara que nuestras fuerzas localizaron en las afueras de París la granja que Monique nos describió. Está abandonada. No hay indicios de su hermano. También encontramos la enramada en la cantera, pero no hay cuerpo. Debimos sacar a nuestra gente. Mis condolencias.
—Está bien, lo haré. Aún hay una esperanza, señor. Tenemos diez mil científicos trabajando en un…
—Por favor. Usted ya ha hecho un buen trabajo persuadiéndome de que es bastante improbable hallar una solución a tiempo. Vamos a tener que encontrar el antivirus que ya existe. Suponiendo que ellos lo tengan.
—Monique cree que lo tienen —declaró Theresa—. Ella parece muy confiada en que se trata de una combinación entre el código de Monique y la información que Thomas Hunter les diera.
Merton Gains se sentó en una silla al lado del presidente y le lanzó una mirada.
—Sí, desde luego. Hunter. Todo regresa a Hunter —expresó él suspirando—. Está bien, gracias. Si aparece algo nuevo, dígales que me interrumpan.
Cerró el teléfono, la mente le daba vueltas.
—Parece que ya ha empezado —informó Gains—. Tenemos informes de motines generalizados en Yakarta y Bangkok.
Abrió la carpeta.
—Hay una gran cantidad de ciudades en este reporte, señor.
Se detuvo y levantó la mirada hacia Blair.
—Que incluyen a Tel Aviv.
A Blair se le estremeció la piel de la nuca. ¿Israel? Temprano esa mañana había pasado toda una hora al teléfono con Isaac Benjamín, fue lo único que pudo hacer para impedir que el hombre le colgara. Israel se estaba fragmentando en sus puntos débiles inherentes a su delicado sistema político. Era la única nación con armas nucleares que no estaba en conformidad con el programa de Francia y de la noche a la mañana habían recibido una nueva exigencia que amenazaba con lanzar un golpe contra Israel si no embarcaban sus armamentos desde donde los habían reunido en los puertos de Tel Aviv y Haifa.
—Consiga a Benjamín por teléfono —enunció él—. Si no está disponible, quiero que usted hable con el ministro. No podemos detener los disturbios, pero es mejor que mantengamos a los israelíes a raya.
El secretario general de la ONU ya lo estaba presentando en el estrado.
—Mi intervención es solo en dos minutos; dígales que no tomen ninguna acción hasta que yo logre hablar con Benjamín.
—El presidente de Estados Unidos.
No hubo aplausos.
Blair se acercó al estrado, estrechó la mano del secretario general y miró al círculo de representantes de las naciones reunidos en Nueva York en busca de respuestas a esta crisis, la más grande desde que el ser humano fundara las naciones.
—Gracias. Nos hemos reunido…
Fue hasta donde pudo llegar. Una de las puertas a su derecha se abrió de golpe. De repente, el salón se quedó en silencio y todas las cabezas giraron instintivamente. En el marco de la puerta se hallaba su jefe de personal, Ron Kreet, con una expresión que hizo pensar a Blair que el hombre había ingerido un trago amargo. Tenía el rostro pálido.
Kreet no ofreció ni una insinuación de disculpas. Simplemente se tocó los labios, queriendo decir que debía hablar con el presidente. Ahora.
Blair miró a los delegados. Era algo sumamente inusual, por supuesto, pero Kreet sabía esto mejor que nadie… pasó dos años como su embajador ante las Naciones Unidas.
Algo había sucedido. Algo muy malo.
—Discúlpenme un momento —declaró Blair y bajó de la plataforma.