CÍCLOPE.
El sigilo era imposible. No tenían una semana para rastrear la selva en busca de un túnel que pudiera llevarlos al interior de la montaña. Lo que tenían era tecnología de infrarrojos que desnudaría electrónicamente a Cíclope de suficiente follaje para revelar cualquier anomalía sospechosa, como el calor, por ejemplo.
Habían aterrizado el C-17 táctico en el aeropuerto de Sentani, lo reabastecieron de combustible e inmediatamente volvieron a subir a los cielos para enfrentar la montaña sobre la costa. El pronóstico del tiempo era bueno, los vientos estaban bajos y el equipo había dormido bien en el vuelo sobre el Pacífico.
Aun así, Thomas no podía quitarse de encima la ansiedad. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si Rachelle hubiera estado equivocada?
Además, otro pedazo de información complicaba ahora el asunto: No había podido recuperar los libros de historias en su sueño. Qurong aún los poseía todos, menos aquel con páginas en blanco. La única información útil que tenía de sus sueños era la afirmación de Rachelle de que Monique estaba aquí, en esta montaña.
El transportador volaba bajo, revisando los árboles, cubriendo la parte trasera de la montaña en largos rastreos. El capitán Keith Johnson se le acercó desde la cabina de mando pareciendo algo salido de un libro de aventuras gráficas, con todos sus componentes de camuflaje: un casco con equipo de comunicación que le permitía ver la proximidad de cada uno de los cuatro líderes de grupo a través de un visor que se hallaba sobre el ojo derecho. Paracaídas. Mochila de selva. Dos granadas. Cuchillo de empuñadura verde con una hoja brillante por el que Mikil daría su mejor caballo.
Los demás parecían iguales. Solo Thomas estaba vestido de forma distinta. Uniforme camuflado, cuchillo, radio, un rifle de asalto que no tenía intención de utilizar y un paracaídas que no tenía más remedio que usar. Salto de amigos.
—Acabamos de completar el primer rastreo completo —comunicó el capitán, poniéndose en cuclillas—. Todavía nada. ¿Está usted seguro de que no deberíamos cubrir el otro costado?
—No. Este lado.
—Entonces el operario quiere bajar más. Pero usted sabe que cualquiera allá abajo nos va a oír. Este aparato suena como una estampida en lo alto.
—¿Tiene usted una alternativa? —indagó Thomas quitándose el casco y pasándose los dedos por el cabello húmedo.
Habían pasado una docena de escenarios en el vuelo. Thomas había brindado sus ideas, pero, cuando de vigilancia electrónica se trataba, él se hallaba claramente fuera de la posición de ellos. Se les había sometido.
—No. No con las limitaciones de tiempo que usted pone. Pero debo advertirle que si ellos están allá abajo, lo observan todo.
—No estoy seguro de que no queramos que nos localicen. Si tenemos suerte, no les dejaremos salida. No pueden salir sin ponerse al descubierto.
—No tengo inconveniente en decir que estamos sobrevolando muy lejos de donde deberíamos hacerlo. Esta no sería mi primera opción —dijo el capitán mirándolo y luego asintiendo.
—Comprendo el peligro, capitán, pero si lo hace sentir un poco mejor, le informo que el presidente podría poner toda la División 101 Airborne en estos mismos zapatos si creyera que así aceleraríamos el rescate de Monique de Raison. Bajemos a rescatarla.
LA DECISIÓN de usar la policía secreta francesa para tratar con Hunter había sido una demanda de Armand Fortier. El director de la Sûreté había llamado directamente a Carlos. Estaban poniendo más de trescientos agentes en el caso, cada uno con la orden de traer de inmediato a Hunter a Francia, o matarlo si tenían que hacerlo. Ya habían activado una amplia red de informadores en Estados Unidos, la cual les contó que el hombre había volado a Fort Bragg y que luego desapareció.
Tres posibilidades, pensó Carlos. Una, él aún estaba en Fort Bragg, intentando pasar inadvertido. Dos, se hallaba camino a Francia para tratar directamente con Fortier. O tres, estaba en camino hacia acá, Indonesia.
Carlos miró por los binoculares el transportador que se acercaba y supo que supuso correctamente. Sin duda, Hunter estaba en ese avión.
Ese hombre lo turbaba ahora de un modo que ni Svensson podía conseguir. Tres veces Hunter se le había escapado milagrosamente de las manos. No, no era del todo correcto: Dos veces resultó mortalmente herido y luego aparentemente sanado, y una vez se le había escapado de las manos… la última vez.
No eran sólo sus nueve vidas. Hunter parecía saber cosas de las que no debería tener idea.
Cierto, fue por los sueños del hombre como supuestamente aislaron la variedad Raison en primera instancia. Pero, si Carlos tenía razón, su enemigo aún se estaba enterando de cosas en sus sueños. El avión que ahora se acercaba, sin duda con rastreadores infrarrojos, era prueba suficiente. Había optado por dejar que los franceses rastrearan a Hunter en Estados Unidos mientras él regresaba aquí, adonde estaba seguro de que el hombre vendría finalmente. Vendría por Monique.
—¿Cuántas veces? —crepitó la voz de Svensson por la radio.
—Siete —contestó Carlos posicionando su micrófono—. Esta vez vienen más bajo.
Estática.
—¿Cómo nos encontraron?
—Como dije. Él sabía acerca del virus, sabía respecto del antivirus, ahora sabe dónde estamos. Es un fantasma.
—Entonces es hora de atraer a tu fantasma para hablar con él. ¿Crees que un accidente aéreo lo matará?
—No creo. Tal vez a los demás, pero no a Hunter.
—Entonces derríbalos. Ningún otro sobreviviente.
—¿Evacuaremos?
—Esta noche, en la oscuridad. Fortier quiere a este hombre en Francia.
—Entendido.
Carlos salió de las resguardadas redes que habían mantenido en el mínimo su patrón de señales de calor, se puso en el hombro el lanzacohetes modificado Stinger y armó el misil. Un golpe directo cortaría al transportador por la mitad. No estaba seguro de que Hunter sobreviviera, por supuesto, pero se trataba de un juego que gustosamente, incluso con ansias, se disponía a seguir. Más que una pequeña parte de él quería equivocarse acerca del don increíble de Hunter. Lo mejor sería que muriera.
Esperó a que el avión girara en el extremo lejano del valle y que se volviera a dirigir hacia él. Svensson había atacado la montaña en su centro y el avión se acercaba ahora a él al nivel del ojo. Esta vez lo verían. Él tendría un buen disparo.
Era todo lo que necesitaba.
—POSICIÓN DE contacto, dos-nueve-cero.
Thomas oyó al operador electrónico por encima del ruido del avión. Giró y miró por su ventanilla.
—Contacto, uno…
—¡Alerta! ¡Alerta!
La advertencia llegó de la cabina de mando e inmediatamente Thomas vio a través de la ventanilla el misil que venía como un rayo.
Entonces él tenía razón. Monique estaba allí.
También veía de frente a la muerte.
Agarró la barra de su asiento. El C-17 rodó alejándose bruscamente del misil entrante.
—Acción de contrarrestar, utilizada —se oyó la voz del piloto ahogada por el repentino rugido de los cuatro motores Pratt y Whitney a medida que el jet giraba y crujía hacia arriba.
—¡Nos va a dar! —gritó alguien.
Por un breve instante el pánico centelleó en los ojos de veinte hombres que antes habían enfrentado la muerte, pero no en estas circunstancias. Este vuelo podría acabar antes de empezar.
¡Puuum!
El fuselaje implosionó con un enorme resplandor de llamas exactamente detrás de la cabina de mando. Una bola de fuego recorrió la cabina, tan ardiente como para quemar la piel descubierta.
Thomas bajó la cabeza antes de que el fuego lo golpeara. Lo envolvió un estruendo. Aire ardiente. Luego aire frío. Alguien gritaba.
Todo sucedió con tanta rapidez que no tuvo tiempo de reaccionar. Sabía que un misil les había dado, pero no tenía comprensión de lo que eso significaba.
Abrió rápidamente los ojos. El C-17 flotó perezosamente a la derecha, cortado en tres pedazos justo frente a las alas y en la cola. La sección del medio aún conservaba toda su potencia y ahora pasaba rugiendo a las secciones de nariz y cola.
Thomas se hallaba suspendido en el aire, aún atrapado en su asiento. No parecía estar cayendo, no todavía. Había sido lanzado del avión, quizás a través de la desprotegida cola, y ahora flotaba libre.
Pero los árboles se hallaban a menos de mil metros debajo de él y esta flotabilidad no duraría más de…
Se le ocurrió que ya estaba en caída. Como una roca.
El pánico lo inmovilizó por tres segundos. El trueno a su derecha lo hizo reaccionar súbitamente. Una torre aceitosa de fuego surgió de donde el fuselaje principal había chocado en el valle con toda su fuerza. Posiblemente nadie pudo haber sobrevivido a un impacto como ese.
Thomas giró en su asiento, pero la silla giró con él. Agarró el enganche del arnés, tiró de él y se enrolló a su derecha, esforzándose instintivamente por permanecer en la relativa seguridad de la estructura metálica.
Setecientos metros.
La silla se desprendió y lo pasó. Ahora se hallaba en caída libre sin asiento. Una vez había saltado de una torre de banyi, pero nunca antes de hoy había usado un paracaídas, mucho menos había saltado.
Las secciones de la nariz y la cola del avión se abrieron paso a través de los árboles en la ladera de la montaña opuesta. Sin explosiones.
Trescientos metros.
Agarró el cordón de apertura y lo jaló con fuerza. El paracaídas se desplegó con un ligero estallido, ondeó hacia el cielo y se abrió violentamente. El arnés tiró de Thomas, que respiró entrecortadamente y llenó los pulmones con una bocanada de aire. Su casco había volado en algún momento.
El verde follaje se acercaba aprisa a los pies de él. Algo crujió fuertemente, y al principio creyó que se podría tratar de su pierna, pero una rama caía a su lado. Había roto una rama.
Las hojas le oscurecían la visión del suelo. Thomas rodó pesadamente en el momento en que las botas golpearon una superficie sólida debajo de él. Muy pesadamente. Se dio contra el grueso tronco de un árbol, se desplomó a lo largo de sus raíces expuestas, sin aliento y apenas consciente.
Unas aves chillaron. Un guacamayo. No, un tucán; habría reconocido el inconfundible chillido de cualquier manera. El negro pájaro de largo pico se asentaba en lo alto de uno de los árboles cercanos, protestando por esta súbita intromisión.
Estoy vivo.
Gimió y se esforzó por respirar. Movió las piernas, las cuales parecían sanas y salvas. ¿Y si en realidad estuviera inconsciente y de vuelta en el desierto?
Se irguió. Lentamente aclaró la cabeza. El follaje era una mezcla de juncos y arbustos, gracias a un riachuelo que borboteaba a diez metros de distancia. Un enorme tronco caído reposaba en la orilla a su derecha.
Thomas se levantó, soltó el arnés del paracaídas y rápidamente se revisó los huesos. Magullado, pero por lo demás ileso. Su única arma era el largo cuchillo sujeto a la cintura.
Una columna de humo subía al cielo a varios kilómetros del valle. Thomas agarró la radio en la cadera y giró el botón de volumen.
—Hable, hable. Alguien que escuche, hable.
El parlante silbó. Volvió a intentarlo, sin conseguir nada. El transmisor podría estar dañado. Pero, por lo que había visto, lo más probable era que las personas en el otro extremo estuvieran muertas. Se le revolvió el estómago. Quizás hubieran sobrevivido unos cuantos al ser disparados como había pasado con él, aunque no recordaba haber visto ningún otro cuerpo cayendo.
Thomas se dio la vuelta, corrió hacia arriba a la orilla del riachuelo, saltó el tronco y se hundió hasta el tobillo en barro.
Tranquilo, tranquilo. ¡Piensa!
Volvió a examinar la selva. Si recordaba bien, el misil lo habían disparado desde un punto en la mitad de la ladera oriental. Debía llegar a los restos del C-17. Sobrevivientes. Un arma. Radio. Cualquier cosa que le pudiera ayudar. Y antes de que cayera la noche de ser posible. No tenía el mismo cuerpo de Thomas de Hunter en el desierto, pero tenía la misma mente, ¿correcto? Había estado en peores situaciones. Justo la noche anterior había experimentado algo peor, con cien asesinos de las hordas a asombrosa distancia de su garganta.
Thomas se metió a la selva, donde el follaje protegía del sol y disminuía la maleza, y se dirigió hacia la columna de humo a varios kilómetros del valle. Su misión tenía prioridad sobre cualquier sobreviviente, a pesar de lo inhumano que eso pareciera. Su propósito aquí era encontrar a Monique a cualquier costo, aunque ese costo incluyera la muerte de veinte soldados.
Apretó la mandíbula y gimió.
Varias veces resistió la tentación de dirigirse a la derecha y buscar la procedencia del misil. Pero siguió adelante. Sin duda habían visto desplegarse su paracaídas. Esta vez lo estarían esperando.
Y esta vez no se recuperaría de un balazo en la cabeza. Necesitaba más que un cuchillo.
CARLOS ALZÓ la radio.
—¿A qué distancia?
—A cien metros. Corriendo río arriba —contestó la voz en tono bajo—. ¿Le disparo el dardo?
—Sólo si sabe que le puede dar debajo del cuello. ¿Está seguro de que es él?
Una pausa.
—Es él.
—Recuerden, lo necesito vivo.
Un dardo tranquilizador podría matar a un hombre si le pega en la cabeza.
Carlos esperó. Habían rastreado a Hunter desde que aterrizara, a cinco kilómetros valle abajo. Otros cuatro habían sobrevivido al accidente: dos en forma parecida a Hunter, otros dos fracturados y sangrando pero vivos y cerca del sitio del accidente. La supervivencia les duró muy poco.
Si su hombre no recibía el dardo ahora, lo tendrían que agarrar de los escombros. Mejor ahora. Lo que menos necesitaba Carlos ahora era otro de los escapes de Hunter.
—¿Informes de la situación?
Era Svensson en la otra radio.
Carlos pulsó el botón del transmisor.
—Lo tenemos a la vista.
—Así que sobrevivió.
—Sí.
—¿Está sano?
—Sí.
—Manténganlo así.
Ven acá y mantenlo sano por ti mismo, intolerable perezoso. Por supuesto que lo conservaría sano. Mientras el hombre no intentara nada.
—Blanco derribado —crepitó la otra radio.
Esperó, seguro que al informe lo seguiría inmediatamente un cambio. Blanco se levanta y huye.
Pero ese informe no llegó.
—¿Sigue derribado?
—Positivo.
—Espósenlo fuertemente. Y sugiero que se apuren. Quizás no esté derribado por mucho tiempo.
MONIQUE SE hallaba solo medio consciente sobre el colchón. Había soñado con truenos. Un repique de choques en el cielo que anunciaban el fin del mundo. Las personas clamaban a un enorme rostro en las nubes, el cual supuestamente pertenecía a Dios. Pedían un héroe que las salvara de este terrible e injusto cambio de acontecimientos. Querían una solución. Por tanto, Dios tuvo misericordia. Señaló a una mujer de cabello largo y oscuro llamada Monique. Esta fue quien en primera instancia creara la vacuna Raison. Era quien podía domarla ahora.
Monique abrió los ojos y respiró hondo. Pero había un problema. Svensson poseía ahora la solución de ella.
Se abrió el pasador y chirrió la puerta.
Ella cerró los ojos. Lo único peor a estar atrapada en este salón blanco era tener que enfrentar a Svensson o al hombre del Mediterráneo que olía como a una barra de jabón perfumado. Carlos.
Entraron varios pares de pies. Algo cayó en el piso de concreto haciendo un ruido sordo. ¿Qué fue eso? Ella no se atrevió a mirar ahora.
Las botas salieron y el pasador de la puerta se volvió a cerrar por fuera.
Monique esperó tanto como pudo antes de abrir los ojos. Movió la cabeza. En medio del piso se hallaba un cuerpo boca abajo con el rostro virado hacia el otro lado. Suéter de camuflaje y botas negras embarradas. Manos esposadas a la espalda. Cabello oscuro.
Ella se sentó. ¿Thomas?
Parecía que pudiera ser él, pero vestido de forma errónea.
Ella atravesó aprisa el salón en dirección al hombre. Sí, era un hombre… los antebrazos eran demasiado musculosos para una mujer. Le vio el rostro.
Thomas.
Un centenar de pensamientos le recorrieron la mente. Había venido por ella. Supo dónde encontrarla. Había venido como soldado. ¿Dónde estaban los demás?
Ver a los pies de ella a un hombre inconsciente y esposado normalmente le revolvería el estómago, pero hoy las cosas no eran normales, y ver hoy a un amigo le inundó su desesperado mundo de tanto gozo que de repente creyó que iba a llorar.
Se arrodilló y le tocó el hombro.
—¿Thomas? —susurró.
La respiración de él era constante.
Tenía el mentón presionado contra el nítido piso, lo que le fruncía los labios. Una barba de un día le ensombrecía el rostro. Su ondulado cabello estaba enmarañado y hecho nudos.
—¡Thomas!
Esta vez se movió, pero solo un poco antes de volver a quedar totalmente ajeno a todo.
Monique se paró y miró el cuerpo boca abajo. ¿Qué clase de hombre era él en realidad? Cientos de veces enfocó sus pensamientos sobre Thomas Hunter en los diez días desde que él irrumpiera en su mundo y la secuestrara por la seguridad de ella. Para salvar al mundo, había dicho él. Una sugerencia absurda para cualquier persona que no estuviera del todo ebria.
Ahora ella pensaba de modo distinto. Él era especial. Sabía cosas que no era posible que supiera y se habituó a arriesgar la vida para defender ese conocimiento.
Y en un nivel más personal, para defenderla a ella. Para salvarla.
Monique vio la cámara de seguridad. Estaban observando, desde luego, y escuchando.
Ella fue hasta el fregadero, metió un vaso de precipitados en el cuenco de agua (la montaña no proveía agua corriente, al menos no en el salón de ella), extrajo una toalla de papel de su estuche y volvió a él. Humedeció la toalla y tiernamente le limpió el rostro y el cuello.
—Despierta —susurró—. Vamos, Thomas, por favor, te necesitamos despierto.
Le exprimió más agua en la cabeza, el rostro, los hombros y lo volvió a sacudir. Él cerró la boca y tragó saliva. Finalmente, se le abrieron los ojos parpadeando.
—Soy yo, Monique.
Él dirigió los ojos hacia el rostro de ella, los abrió desmesuradamente y luego los cerró con fuerza arqueando las cejas. Gimió y se esforzó por levantarse.
La joven lo agarró del esposado brazo y lo jaló, pero eso no pareció ayudar mucho. Thomas luchó por meter las rodillas debajo del cuerpo y sentarse en el aire. Ella no sabía cómo ayudarlo… él estaba incómodo pero decidido a hacerlo por su cuenta; finalmente se las arregló para levantar la cabeza y sentarse, con los ojos cerrados.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella; era una pregunta tonta.
—Me dispararon —contestó él.
—¿Estás herido?
¿Dónde? ¡Ella no había visto sangre!
—No. Me drogaron.
Luego giró el cuello y tragó saliva.
—Deberías acostarte. Aquí, déjame ayudarte.
—Me acabo de levantar.
—Tengo un colchón.
—No tenemos tiempo. Tan pronto como crean que ha pasado el efecto de las drogas vendrán por mí. Tenemos que hablar ahora. ¿Me puedes quitar estas esposas?
—¿Cómo? —averiguó ella, mirándolas.
—No importa. Muchacha, siento la cabeza como…
De repente los ojos se le desorbitaron.
—¿Qué pasa? —indagó ella.
—¡No soñé!
Otra vez los sueños. Monique ya no estaba segura de qué hacer con ellos, pero no había duda de que eran más que simples sueños.
—Te drogaron —expresó ella—. Tal vez eso te afectó.
—Es la primera vez que no sueño en dos semanas —declaró él como si en realidad estuviera en un sueño—. Quiero decir, desde este lado. Allá dejé de soñar durante quince años al comer la fruta rambután.
Se hallaba esposado y de rodillas en un calabozo blanco, el mundo moría por un virus que llevaba el nombre de ella, y él hablaba de una fruta.
—Rambután —repitió ella.
—Y creemos que podrías estar conectada con Rachelle —manifestó él.
—Rachelle.
Él la miró por largo rato. Luego se alejó y susurró entre dientes.
—Muchacha, oh muchacha. Esto es absurdo.
Ella no sabía por qué él creía que ella estaría conectada con Rachelle y por lo pronto no le importaba de veras… era claro que él estaba cediendo a la fantasía. Lo que sí importaba, por otra parte, era el hecho de que Thomas era el único que parecía poder hallarla. La joven volvió a mirar la cámara. Debían tener cuidado.
—Están escuchando. Siéntate en mi cama con la espalda hacia la pared opuesta.
Él pareció entender. Monique le ayudó a cruzar el salón y él se sentó pesadamente, cruzó las piernas, frente al colchón de ella.
—Quizás no nos oigan si hablamos en voz baja —afirmó ella recostándose en el colchón.
—Más cerca —declaró él.
Ella se acercó más, de tal modo que las rodillas de los dos casi se tocaban.
—¿Cómo me encontraste? —curioseó ella.
—Primero el virus —contestó él mirándola, luego miró a otro lugar—. Ha sido liberado.
—Lo… lo sé —anunció ella—. ¿Qué mal está la situación?
—Malísima. Veinticuatro aeropuertos abiertos. Se está extendiendo sin obstáculos.
—¿No han cerrado los aeropuertos?
—No retardarán suficientemente la propagación del virus para justificar el pánico —informó él; su voz ahora era más clara… la droga pasaba rápidamente—. Cuando salí de Washington, únicamente los gobiernos afectados eran conscientes de la existencia del virus. Pero no lo pueden mantener en secreto por mucho tiempo. Todo el mundo lo sabrá un día de estos.
Ella soltó un insulto en francés.
—¡Me cuesta creer que esto sucediera! Tomamos todas las precauciones. No solo fue calentar la vacuna a una temperatura específica; fue mantenerla así dos horas. Una hora y cincuenta minutos o dos horas y diez minutos, y la mutación no se conserva.
—No es tu culpa.
—Quizás no, pero tú sabes que mi vacuna era realmente un virus que…
—Sí, sé todo acerca de que tu vacuna en realidad es un virus; me lo dijiste en Bangkok. Y representaba una brillante solución para grandes problemas. Si se debe culpar aquí a alguien es a mí. Fui yo quien le dijo al mundo cómo tu vacuna podía mutarse en el virus en que se ha convertido.
—A través de tus sueños.
—Sí. Donde estás conectada con Rachelle.
Ella ya no quería hablar con él de esos sueños en este momento. Él la había visto de manera extraña cada vez que afirmaba que ella estaba conectada con Rachelle.
—¿Saben ellos quién está detrás de esto? —redirigió Monique la discusión, manteniendo la voz en un susurro—. ¿Saben dónde estamos?
—Los franceses están involucrados. O al menos algunos elementos maliciosos del gobierno francés. Esa es la teoría dominante. Svensson no está solo; él es el sujeto detrás del virus, pero hay mucho más en esto que el virus. Se hacen llamar la Nueva Lealtad y están exigiendo enormes entregas de armas nucleares de todos los países a cambio del antivirus.
—¡Nunca aceptarán!
—Ya lo hicieron. China y Rusia. Estados Unidos se está preparando para acceder —comunicó él, luego pestañeó y ella se preguntó cuán cierto era eso—. Otros. Israel podría ser un problema, pero quizás acepten bajo bastante presión. La posibilidad de que toda la población muera en cuestión de semanas supera a cualquier otra lógica. Todo esto es cuestión del antivirus.
—¿Y mi padre? ¿Está la compañía buscando un camino?
—Tu padre está poniendo el grito en el cielo en Bangkok, pero aparte de tratar de descubrir un antivirus, no hay mucho que pueda hacer. Todo el mundo busca una manera… otra razón para retrasar la comunicación al público. Si encuentran una forma de detener el virus, el pánico no tendrá oportunidad de ganar velocidad.
—Tienen opciones, entonces.
—No. No que yo haya oído. No aparte de ti.
—Te refieres a la puerta trasera.
—Supongo que por eso Svensson te agarró en primera instancia. ¿Sobrevivió tu clave a la mutación?
Era obvio que lo habían puesto al corriente.
—Sí. Y creo que yo podría crear un virus con capacidad para anular la variedad Raison. Espero.
—Gracias a Dios —exclamó él, cerrando los ojos.
—Por desgracia estoy aquí. Y ahora tú también.
—¿Se lo diste a Svensson? ¿Y qué quieres decir con espero?
—Espero, como si en realidad no lo hubiera intentado aún. Se lo di hace veinticuatro horas.
—¿Me puedes decir a qué se parece este virus asesino?
Ella sabía lo que él estaba preguntando. Si se separaban, o si él escapaba pero ella no, él podría llevar la información al mundo exterior. Pero el antivirus en la mente de ella era demasiado complejo para que cualquiera sin una formación en genética lo recordara, mucho menos para que lo entendiera.
—No lo creo.
—¿No lo crees porque no sabes cómo o porque es demasiado complicado?
—Necesitaría escribirlo.
—Entonces escríbelo.
—Está escrito.
—¿Dónde?
—En la computadora —reveló ella mirando por sobre el hombro de él a la estación de trabajo—. Preferiría que me sacaras de aquí.
—Créeme, no voy a ir a ninguna parte sin ti. Nunca me dejaría olvidarme de esto.
—¿Quién?
—Rachelle —declaró él.
LA CABEZA de Thomas se despejó lentamente. Las esposas apretaban un poco… no había nada que pudiera hacer al respecto. Tenían que salir con el antivirus, pero por el momento él tampoco podía hacer nada. Lo único acerca de lo que podía hacer algo ahora mismo era con Monique.
Él miró dentro de los ojos café de Monique y se preguntó si su esposa se hallaba en alguna parte, ahora, en ese mismo instante. Sinceramente, al mirarla, no estaba seguro de que ella fuera Rachelle.
Él le miró el índice derecho a Monique. Allí estaba la cortada, exactamente igual a la de Rachelle. La volvió a mirar a los ojos. La última vez que había visto a Monique fue en Tailandia la semana pasada. Pero eso fue hacía quince años, antes de casarse con Rachelle. Extraño.
Sin embargo, que Monique comprendiera totalmente la situación podría tener valor crítico y práctico. Si ellos se llegaran a separar y Monique supiera que se podría conectar con Rachelle, podría encontrar una manera de hacer lo que Rachelle había hecho. Podría soñar como Rachelle si tuviera que hacerlo.
Thomas consideró eso mientras la miraba a los ojos.
—¿Quién es Rachelle? —preguntó ella, interrumpiendo la mirada. Ambas mujeres tenían el mismo espíritu impetuoso. La misma nariz fina. Pero, hasta donde él podía ver, allí terminaban las similitudes.
—¿Thomas?
—¿Rachelle?
—Sí, Rachelle —repitió Monique.
—Lo siento. Bueno, tú sabes cómo te he hablado de mis sueños. Cómo supe sobre la variedad Raison por los libros de historias en mis sueños.
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Exactamente. Cada vez que me quedo dormido despierto en otra realidad con personas y… y con todo. Estoy casado allí.
—Rachelle es tu esposa —declaró ella.
¡Ella lo sabía!
—¿Recuerdas?
Monique lo miró y él pensó por un momento que ella recordaba.
—¿Recordar qué?
¿Por qué había dicho él eso?
—No sé exactamente cómo funciona, pero Rachelle soñó que eras tú. Ella me dijo dónde encontrarte —manifestó él, e hizo una pausa—. Tú podrías ser Rachelle. Yo… no lo sabemos.
Monique se puso de pie. Thomas no sabría decir si estaba ofendida o solo asombrada.
—¿Y cómo diablos llegaste a esa conclusión?
—Tienes una cortada de papel en tu índice derecho. Lo sé porque Rachelle despertó con una cortada hecha por un papel en su dedo índice derecho. Si tú y Rachelle no son las mismas, al menos Rachelle está participando de tus experiencias.
Monique levantó el dedo y observó la minúscula marca roja. Luego bajó la mano y miró lentamente a Thomas.
—Tu esposa está en peligro.
El pasador de la puerta se abrió de repente. Monique abrió bien los ojos y los movió por sobre el hombro de él.
MIKE OREAR había estado seguro de que Theresa reaccionaba de forma exagerada. Ella había sido la que más sufrió de frente la amenaza del virus y salió tambaleándose. Él no dudaba de ninguno de los datos de ella. Era verdad, un hombre llamado Valborg Svensson había liberado un virus que mutó de la vacuna Raison. El virus era indudablemente peligrosísimo y mataría a millones, quizás miles de millones, si no lo detenían.
Pero lo detendrían.
El mundo no se acababa solo porque algún grupo de anormales pusiera las manos en un frasquito de gérmenes. La vida de Mike no se acabaría solo porque Svensson o quienes lo manipularan quisieran algunas bombas nucleares. Sencillamente, las cosas no funcionaban así.
Eso fue hace tres días. En total estaban a dieciocho del final, días más o días menos, si creían en los modelos de los CDC. Ahora quedaban quince días, y Mike Orear se estaba convirtiendo a la religión de temor de Theresa.
Se hallaba en su oficina y analizaba el despliegue de notas legales frente a él. Todas increpaban lo mismo, y él sabía por qué increpaban, pero también sabía que en alguna parte había una equivocación. Debía haberla. Simplemente tenía que haberla.
Había hablado con Theresa una docena de veces en los últimos tres días, y en cada ocasión él quiso saber si alguien había avanzado algo en un antivirus, esperando que al fin ella respondiera afirmativamente; que dijera que uno de los laboratorios de Hong Kong, de Suiza o de la UCLA había logrado un progreso.
Pero ella no lo hacía. Al contrario, los laboratorios que trabajaban en el problema sabían que sería muy poco probable hallar algún antivirus en menos de dos meses.
La mañana del día anterior los teletipos dieron la noticia de un estallido sumamente infeccioso de una vacuna viral mutada, apodada Variedad Raison, sobre una pequeña isla al sur de Java, y los teletipos estaban que ardían. Los habitantes de la isla apenas eran doscientos mil, pero no había aeropuerto y habían suspendido el servicio de barcazas transportadoras. La isla se hallaba aislada y el virus contenido. No se habían hecho más envíos de la vacuna.
Dada la naturaleza del virus, la Organización Mundial de la Salud, junto con los Centros para el Control de Enfermedades, habían aportado fondos ilimitados y enormes recompensas por un antivirus que salvara a las doscientas mil personas que de otro modo morirían en menos de tres semanas. El gobierno estaba ofreciendo contratos para dejar libres a todos los principales laboratorios del país. La asistencia médica comunitaria se había enfurecido.
Una pista falsa, pensó Mike, sin duda una pista falsa. Aun así, las cadenas reportaban una versión atenuada de la historia. Comprendían la amenaza del pánico y jugaban limpio.
Pero no sabían ni la mitad del asunto, pensó Mike. Ni siquiera una centésima. ¿Cómo podía una amenaza de esta magnitud no filtrarse a la prensa? ¿Cuántos otros agentes de prensa estarían ahora mismo sentados en sus oficinas pensando lo mismo? Quizás a todos les aterraba salir corriendo y declarar al mundo que el cielo se hallaba a punto de caer. La historia era demasiado importante. Demasiado increíble.
Él se puso de pie y fue al espejo de la pared. Abrió la boca y se miró las encías. Estiró las mejillas y miró de arriba abajo. No había ningún indicio de que estuviera infectado con un virus asesino. Pero lo estaba. Le había dado a Theresa una muestra de sangre para asegurarse, la cual resultó positiva. No sabía si lo contagió ella o alguien más ese día, pero, según el reporte de Theresa, él era un muerto andante.
Mike regresó a su escritorio y miró sus notas. Había pasado la mayor parte de los dos últimos días registrando las autopistas electrónicas y haciendo llamadas telefónicas discretas en su intento por unir ese rompecabezas, y ahora que lo tenía ensamblado no estaba seguro de si su esfuerzo había sido una buena idea.
Hecho: El presidente había pasado a la clandestinidad los últimos cuatro días. El mensaje oficial fue que, por cuestiones de salud, debió cancelar tres Cenas para levantar fondos y un viaje de gestión de energía alternativa a Alaska. Dijeron que se debía revisar algunos pólipos en el colon… cosas de rutina. Incluso había ido al hospital en dos ocasiones. Quizás había algo de verdad en la historia de los pólipos.
Hecho: El premier ruso había cancelado un viaje a Ucrania debido a asuntos de presión relacionados con la crisis rusa de energía. Otra buena diplomacia. Pero también se había convocado a toda la flota naval rusa, la que ahora se reunía en varios puertos importantes. ¿Con qué propósito?
Hecho: No menos de ochenta y cuatro columnas de transporte militar se habían descubierto rumbo al oriente solo en los dos últimos días. Los ferrocarriles no eran la excepción. Había gran cantidad de armamento militar rumbo a la Costa Este. Nada que provocara una ola de preocupación a alguien que no viera el panorama completo, pero sin duda algunos de los oficiales encargados sospecharían algo, en especial si vinculaban ese movimiento de armas con la firme reposición de navíos de la armada en ruta hacia varios puertos marinos orientales.
Hecho: El gobierno francés prácticamente se había ausentado sin permiso. Cancelaron dos sesiones de la Asamblea Nacional y una cantidad de diarios hacía preguntas inquietantes acerca de la súbita partida de su primer ministro, supuestamente en unas vacaciones no programadas. Para hacer el asunto aún más interesante, se habían convocado grandes cantidades de ejércitos franceses a la frontera norte para lo que denominaban ejercicios de emergencia.
Hecho: Los más encumbrados despachos en Inglaterra, Tailandia, Australia, Brasil, Alemania, Japón e India, además de otras seis naciones, habían pasado a un extraño silencio en los últimos tres días.
Estos eran cinco de veintisiete hechos que Mike había recopilado con gran meticulosidad en las últimas cuarenta y ocho horas. Y todos ellos afirmaban que los individuos más poderosos del mundo estaban tan preocupados con algo como Theresa lo estaba con esta variedad Raison. Quizás incluso más.
¿Y por qué había recopilado toda esa información? Porque Mike sabía que no iba a poder mantener cerrada la boca por mucho tiempo. Cuando la abriera y le hiciera saber al mundo lo que estaba sucediendo mientras se ocupaban de sus vidas cotidianas como si todo estuviera muy bien, él tendría que corroborar sus afirmaciones con sus propios datos y no con información que incriminara a Theresa. Se sentía atado a ciertas reglas, aunque el mundo estuviera en cuenta regresiva.
—Esto es una locura —manifestó entre dientes.
Ayer había ido a dejar al genio de las finanzas, Peter Martinson, al aeropuerto para un vuelo a Nueva York.
—Una pregunta hipotética —había sugerido Mike.
—Hazla.
—Digamos que obtuvieras alguna información que te mostrara que mañana se afectarían los mercados. Digamos que supieras que los mercados se irían a derrumbar, por ejemplo. ¿Tienes alguna obligación de reportar esa información?
—Depende de la fuente —contestó Peter sonriendo—. ¿Abuso de información privilegiada? Prohibición de hacerla pública.
—Muy bien, digamos entonces que te enteraras que un cometa iba a reducir la tierra a cenizas, pero has jurado confidencialidad al presidente de Estados Unidos porque él no quiere que cunda el pánico.
—Entonces sales envuelto en gloria, revelándolo con lujo de detalles al mundo simplemente antes de morir con los demás.
Mike había soltado una gran carcajada y cambiado de tema. Peter lo presionó una vez más, pero luego se desentendió del asunto. Mike se fue prometiendo regresar con la noticia final sobre si el mercado se iba a derrumbar la próxima semana o algo así.
Alguien tocó a la puerta.
—Adelante —informó él, guardando los papeles.
Nancy Rodríguez, compañera suya en Qué Importa, programa que hacían juntos al final de la tarde, asomó la cabeza.
—¿Vas a ir a la reunión?
Había olvidado que el director de noticias convocó la reunión para revisar una nueva agenda nocturna.
—Adelante. Allí estaré.
Ella cerró la puerta.
Mike metió los documentos en el cajón a su mano derecha. Sea como sea, ¿por qué asistir a una reunión sobre una nueva agenda? ¿Por qué no volver a North Dakota y visitar a sus padres y amigos? ¿Por qué no ir a saltar banyi en el parque Six Flags, a comprar un Jaguar o a embutirse de langostas? O mejor aún, ¿por qué no ir a la iglesia y confesarse con el cura? El pensamiento lo detuvo.
Una leve ola de calor se le extendió por la cabeza y le recorrió la espalda.
Esto estaba ocurriendo de veras, ¿no era así? No solo era una historia. Se trataba de su vida. De la vida de todos.
¿Cómo podía quedarse callado?
LA PUERTA se abrió.
—Trataré de conseguirte el documento —susurró Monique.
Ella se refería al antivirus.
Thomas se volvió. Carlos entró al salón, seguido por un hombre a quien Thomas aún no había conocido. Era alto y caminaba lentamente con un bastón blanco, como apoyo de la pierna derecha. Tenía el cabello peinado hacia atrás con brillantina. Svensson. Había visto fotos en Bangkok.
El suizo parecía reprimir una tentación de regodearse. Carlos, por otra parte, se veía más desdichado.
El chipriota llevó la silla del escritorio hasta el centro del salón, se acercó a Thomas, le agarró las esposas y lo jaló hacia arriba. Thomas se paró y retrocedió tambaleando antes de que las articulaciones de los hombros resultaran lastimadas más de lo normal.
—Siéntese —ordenó Carlos, señalando la silla con cuatro dedos. Sus uñas eran largas pero nítidamente arregladas. Olía a jabón europeo.
Thomas se dirigió a la silla y se sentó. Carlos arreó a Monique hasta el fregadero, donde la esposó al porta toallas. ¿Por qué?
—Así que este es el hombre que nos ha dado todo un mundo de problemas —declaró el suizo moviéndose lentamente alrededor de Thomas—. Debo decir, joven, que te ves más joven que en tus fotos.
Thomas miró a Monique. Podía encargarse del viejo… incluso con esposas difícilmente sería un desafío. Pero Carlos era otro asunto. Este se puso detrás de él y le hizo inútil el pensamiento al asegurar los tobillos de Thomas a las patas de la silla con cinta de contacto.
—Entiendo que posees algunas habilidades que te hacen muy valioso —continuó Svensson—. Nos hallaste; Armand lo considera algo fascinante. Te quiere en Francia. Pero primero tengo algunas preguntas mías que hacerte y temo que tendré que insistir en que las contestes.
—Ustedes nos necesitan vivos a los dos hasta el final —contesto Thomas.
El científico rio.
—¿De veras?
—Sólo un estúpido eliminaría a las dos personas que hicieron posible todo esto con información que sólo ellas tenían.
—Quizás —contestó Svensson dejando de andar en círculos—. Pero ahora tengo esa información. En algún momento la utilidad de ustedes se vuelve asunto de historia.
—Tal vez. Pero ¿cuándo? —inquirió Thomas—. ¿Cuándo el virus vuelva a mutar? ¿Qué clase de antivirus se necesitará entonces? Sólo nosotros sabemos las respuestas, y aun así todavía no las conocemos todas. Armand tiene razón.
Él no sabía quién era Armand, pero supuso que era el individuo para quien trabajaba Svensson.
—No habrá más mutaciones —objetó Svensson calmadamente—. Pero estoy feliz de anunciar la fórmula del primer antivirus.
Sacó de su chaqueta una pequeña jeringa llena con un fluido claro. Ahora el júbilo se le extendió a la boca.
—Y pensé que sería apropiado para ustedes dos ver el fruto de su labor.
Con dos dedos se golpeteó en el ángulo interno del brazo izquierdo, con los dientes quitó la protección plástica de la aguja y luego apretó el puño. Encontró una vena en el brazo y se clavó allí la aguja. Dos segundos después el líquido se hallaba en su corriente sanguínea. Retiró la jeringa y la metió en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Ven? Ahora soy la única persona viva que no morirá. Eso cambiará dentro de poco, por supuesto, pero no antes de que extraiga mi precio. Gracias a ustedes dos por su servicio.
Esperó como creyendo recibir una respuesta.
—Carlos.
MONIQUE VIO la larga aguja de acero inoxidable antes que Thomas y creyó que se le revolvía el fondo del estómago. Carlos se acercó a Thomas y le mantuvo la punta encima del hombro.
—Penetrar la carne no es tan doloroso —informó Svensson—. Pero lo será cuando él intente hacer que la aguja te atraviese los huesos.
—¿Qué están pensando hacer? —gritó Monique.
Los tres voltearon a mirar hacia donde ella estaba parada frente el fregadero.
Svensson fue quien contestó.
—Tenemos pensamientos más nobles que tú, estoy seguro. Por favor, trata de controlarte.
Ellos no habían empezado con él y, sin embargo, los ojos de ella ya estaban llenos de lágrimas. La joven apretó los dientes y trató de calmar el temblor en las manos.
—Está bien, Monique —declaró Thomas—. No temas. He visto cómo termina esto.
Ella dudó que él lo hubiera visto. Él solo intentaba confundirlos y calmarle a ella la mente.
—Entonces empecemos con este conocimiento tuyo —advirtió Svensson—. ¿Cómo nos hallaste?
—Hablé con un enorme murciélago blanco en mis sueños. Él me dijo que ustedes estaban en una montaña llamada Cíclope.
Svensson lo contempló con el ceño fruncido. Miró a Carlos.
El chipriota clavó la aguja como un centímetro en el hombro de Thomas.
—Hay libros en mis sueños llamados libros de historias —continuó Thomas cerrando los ojos—. Tienen escrito todo lo que ha sucedido aquí. Así es como me enteré del virus.
—¿Libros de historia? Estoy seguro de que los hay. Dime entonces qué pasará a continuación.
Thomas titubeó. Abrió los ojos y miró directamente a Monique. A ella le costaba estar parada viéndolo con esa aguja que le sobresalía del brazo.
—Más de medio mundo muere por la variedad Raison —informó Thomas—. Ustedes consiguen sus armamentos. Empieza la época de la gran tribulación.
Él mantuvo los ojos fijos en los de ella. Se estaban hablando uno al otro en esta extraña manera, pensó ella. No le miraría el brazo. Únicamente lo miraría a los ojos para darle fortaleza.
—Sí, desde luego, pero me estaba refiriendo a los próximos días, no semanas. No se necesita ninguna clarividencia para suponer cómo terminara esto. Quiero saber cómo conseguiremos eso. O más al punto, lo que los estadounidenses harán en los próximos días.
—No lo sé —contestó él, pensando en lo que le estaban pidiendo.
—Creo que lo sabes. Sabemos que te reuniste con el presidente. Dime cuáles son sus planes.
Monique sintió que se le tensaba el pecho. Esto no se trataba de los sueños. Estos tipos no se detendrían hasta saber lo que había pasado entre Thomas y Robert Blair.
—Ellos no me dijeron qué planes tenían.
Svensson volvió a mirar a Carlos.
—¿Quiere usted que invente algo? —inquirió Thomas—. Ya le dije, no sé qué hará Estados Unidos.
—Yo no te creo.
Carlos empujó y la aguja se deslizó fácilmente antes de detenerse abruptamente en el hueso. Thomas cerró los ojos, pero no logró ocultar el temblor que se apoderó de sus mejillas.
Carlos presionó la aguja.
Thomas gimió. De repente el cuerpo se relajó y se desplomó. ¡Se había desmayado! Gracias a Dios, se había desmayado. Carlos gruñó y sacó la aguja.
—Sólo estuvimos un poco agresivos, ¿verdad? —manifestó Svensson, mirando al hombre.
—Yo habría esperado más de él —respondió Carlos.
—Todavía tiene droga en su sistema.
Svensson fue a la computadora, arrancó el cordón de la pared. Recogió las notas de Monique y los lápices que ella había usado antes. Satisfecho de haber confiscado las herramientas básicas de ella, se dirigió a la puerta.
—Tendremos mucho tiempo más tarde. Los quiero listos para mudarnos al anochecer.