7. EL ADULTO

Todos los agostos, la familia Fortune alquilaba una pequeña casa de pescadores en la costa de Cornualles. Cuantos veían el lugar tenían que reconocer que era una especie de paraíso. Delante de la casa había un jardín. Más allá, discurría un riachuelo, apenas más grande que una acequia, pero útil para construir presas. Un poco más lejos, tras un bosquecillo, pasaba una vía de tren abandonada que antaño había servido para transportar el estaño de una mina cercana. A medio kilómetro de distancia estaba la boca tapiada de un túnel al que los niños tenían prohibido entrar. Detrás de la casa había unos pocos metros cuadrados de jardín lleno de matorrales que daban directamente a la amplia media luna de una bahía de fina arena amarilla. En un extremo de la bahía había cuevas lo bastante profundas y oscuras como para dar miedo. Cuando la marea bajaba se formaban charcas en las rocas. En el aparcamiento que había en la bahía, estacionaba una furgoneta en la que se vendían helados desde media mañana hasta el anochecer. Media docena de casitas se agrupaban a lo largo de la bahía, y los Fortune conocían a las demás familias que acudían en agosto y congeniaban con ellas. Más de una docena de niños de edades comprendidas entre los dos y los catorce años formaban un revoltoso grupo que se reunía para jugar y era conocido, al menos por ellos mismos, con el nombre de La Banda de la Playa.

Con mucho, los mejores momentos eran las noches, cuando el sol se ponía en el Atlántico y las familias se reunían en uno de los jardines de atrás para hacer una barbacoa. Tras cenar, los mayores estaban demasiado satisfechos con sus bebidas y sus interminables historias como para empezar a acostar a los niños y era entonces cuando La Banda de la Playa desaparecía en la serena tranquilidad del anochecer y volvía a sus lugares de juego favoritos. La diferencia radicaba en el misterio de la oscuridad y las extrañas sombras, la refrescante arena bajo los pies y la deliciosa sensación, mientras corrían enfrascados en sus juegos, de que jugaban en un tiempo prestado. La hora de acostarse había pasado de sobra, y los niños sabían que tarde o temprano los adultos abandonarían las conversaciones y sus nombres resonarían en el aire de la noche: ¡Charlie! ¡Harriet! ¡Toby! ¡Kate! ¡Peter!

A veces, cuando los gritos de los adultos no llegaban hasta los niños porque estaban en el extremo más alejado de la playa, enviaban a Gwendoline. Era la hermana mayor de tres de los niños de La Banda de la Playa. Como no había suficiente espacio en la casa de su familia, Gwendoline se quedaba con los Fortune. Su dormitorio estaba junto al de Peter. Parecía de lo más triste, de lo más ensimismada en sus pensamientos. Era una adulta —algunos decían que tenía diecinueve años— y se sentaba con los adultos todo el rato, pero no participaba en su conversación. Estudiaba medicina y se preparaba para un examen importante. Peter pensaba mucho en ella, aunque no sabía por qué. Tenía los ojos verdes y un pelo tan pelirrojo que podía decirse que era anaranjado. A veces miraba a Peter larga y fijamente, pero pocas veces le hablaba.

Cuando acudía a avisar a los niños lo hacía andando sin prisa por la playa, descalza y con unos pantalones cortos deshilachados, y sólo los miraba cuando llegaba a donde ellos estaban. Hablaba con una voz serena, triste y musical:

—Vamos, chicos. A la cama.

Y luego, sin esperar a oír sus protestas ni repetirlo, daba la vuelta y se marchaba, dejando marcas en la arena mientras se alejaba. ¿Estaba triste porque era una adulta y no le gustaba? Era difícil asegurarlo.

Fue en el verano de su duodécimo año cuando Peter empezó a darse cuenta de lo diferentes que eran el mundo de los niños y el de los adultos. No podía decirse exactamente que los padres nunca se divirtieran. Salían a nadar, pero nunca más de veinte minutos. Les gustaba jugar al voleibol, pero sólo durante una media hora. De vez en cuando era posible convencerles para jugar al escondite, a pillarse o para construir un castillo de arena gigante, pero eran ocasiones especiales. El hecho era que todos los adultos, si se les daba la mínima posibilidad, preferían dedicarse a una de estas tres actividades en la playa: sentarse y hablar, leer periódicos y libros o dormir. Su único ejercicio (si puede llamarse así) eran los prolongados y aburridos paseos, que no eran más que excusas para seguir hablando. En la playa, a menudo miraban el reloj y, mucho antes de que nadie tuviera hambre, empezaban a comentar que ya era hora de empezar a pensar en el almuerzo o la cena.

Se inventaban recados: ir a buscar al hombre que vivía a medio kilómetro de distancia para que arreglara algo, al taller del pueblo o a la ciudad cercana en expediciones de compra. Volvían quejándose del tráfico que había en vacaciones, pero, por supuesto, ellos eran el tráfico de las vacaciones. Esos inquietos mayores hacían constantes visitas a la cabina telefónica que había al final del camino para llamar a los familiares, al trabajo o a los hijos mayores. Peter se dio cuenta de que gran parte de los adultos no podía empezar tranquilamente el día hasta que había cogido el coche para ir a comprar el periódico, un periódico concreto. Otros no podían pasar el día sin cigarrillos. Otros tenían que aprovisionarse de cerveza. Otros no podían prescindir del café. Algunos no podían leer un periódico sin fumar un cigarrillo y beber café. Los adultos siempre estaban chasqueando los dedos y gruñendo porque alguien había vuelto de la ciudad y se había olvidado algo; siempre se necesitaba algo más y se hacían promesas de ir a buscarlo al día siguiente —otra silla plegable, champú, ajo, gafas de sol, colgadores para la ropa—, como si las vacaciones no pudieran disfrutarse, no pudieran siquiera empezar, a menos que se reunieran todos esos artículos inútiles. Gwendoline, en cambio, era diferente. Pasaba el día sentada en una silla, leyendo un libro.

Mientras tanto, Peter y sus amigos nunca sabían qué día de la semana o qué hora del día era. Recorrían la playa de un extremo al otro, persiguiéndose, escondiéndose, batallando, invadiendo, en juegos de piratas o seres extraterrestres. En la arena construían presas, canales, fortalezas y un zoo acuático que poblaban con cangrejos y caracolas. Peter y otros niños mayores inventaban historias que aseguraban ser ciertas para aterrorizar a los pequeños. Monstruos marinos con tentáculos que salían del agua y atrapaban a los niños por los tobillos y los arrastraban a las profundidades. O el loco con pelo de algas que vivía en la cueva y convertía a los niños en langostas. Peter se esforzaba tanto inventando esas historias que al final se mostraba remiso a ir solo a la cueva y al nadar se estremecía cuando un alga le rozaba el pie.

A veces, La Banda de la Playa se quedaba tierra adentro, en el jardín en el que construían un campamento. O corrían a lo largo de la antigua vía de tren hasta la boca del túnel prohibido. Había una abertura entre los tablones y se animaban unos a otros a meterse en la oscuridad total. El agua goteaba y producía un eco hueco, espeluznante y apagado. Se oían sonidos escurridizos que pensaban que podían ser de ratas y siempre había una brisa fría, húmeda y tiznada que una de las niñas grandes decía que era el aliento de una bruja. Nadie la creía, pero nadie se atrevía a adentrarse más de unos cuantos pasos.

Esos días de verano empezaban temprano y acababan tarde. A veces, mientras se acostaba, Peter intentaba recordar cómo había empezado el día. Los acontecimientos de la mañana parecían haber ocurrido semanas atrás. Había ocasiones en que estaba todavía luchando por recordar el principio del día cuando se dormía.

Una noche, tras la cena, Peter se enzarzó en una discusión con otro de los niños que se llamaba Henry. La disputa empezó por una tableta de chocolate, pero la rencilla pronto degeneró en una sarta de insultos. Por alguna razón, todos los niños excepto, claro está, Kate se pusieron de parte de Henry. Peter tiró la tableta de chocolate a la arena y se marchó. Kate se dirigió a la casa para que le pusieran una tirita en un corte que se había hecho en el pie. El resto del grupo se fue por la playa. Peter se dio la vuelta y los vio alejarse. Oyó risas. A lo mejor hablaban de él. Mientras el grupo se retiraba en el atardecer, sus miembros se perdieron de vista y sólo se veía una mancha que se movía y se estiraba hacia un lado y otro. Lo más probable era que se hubieran olvidado de él y que jugaran a un nuevo juego.

Peter permaneció de pie de espaldas al mar. Un repentino viento helado le hizo estremecerse. Miró las casas. Sólo pudo oír el grave murmullo de las conversaciones de los adultos, el ruido de un tapón descorchado, el musical sonido de la risa de una mujer, quizá su madre. De pie allí, aquel anochecer de agosto, entre los dos grupos, con el mar lamiendo sus pies descalzos, Peter se dio cuenta de pronto de algo muy obvio y terrible: un día dejaría el grupo que corría desordenadamente por la playa y se uniría al grupo que estaba sentado y conversaba. Resultaba difícil de creer, pero sabía que era verdad. Se preocuparía por cosas diferentes, por el trabajo, por el dinero y los impuestos, los talonarios, las llaves y el café, y por hablar y estar sentado, interminablemente sentado.

Esos pensamientos ocupaban su mente cuando esa noche se metió en la cama. Y no eran exactamente pensamientos felices. ¿Cómo podía ser feliz ante la perspectiva de una vida gastada en estar sentado y hablar? O haciendo recados y yendo a trabajar. Y sin jugar nunca, sin divertirse nunca de verdad. Un día sería una persona completamente diferente. Ocurriría tan despacio que ni siquiera se daría cuenta, y cuando lo hiciera, su espléndido y juguetón yo de los once años estaría bastante lejos, sería tan peculiar y difícil de comprender como le parecían a él todos los adultos en ese momento. Y con estos tristes pensamientos se adentró en el sueño.

Al día siguiente, Peter Fortune se despertó tras un sueño intranquilo y se encontró convertido en una persona gigante, un adulto. Intentó mover los brazos y las piernas, pero eran demasiado pesados y el esfuerzo fue excesivo para él tan temprano por la mañana. De modo que tuvo que quedarse quieto y escuchar los pájaros que estaban al otro lado de la ventana y que lo miraban. La habitación era más o menos la misma, aunque parecía mucho más pequeña. Tenía la boca seca, le dolía la cabeza y se sentía un poco atontado. Le dolió parpadear. Se dio cuenta de que había bebido demasiado vino la víspera. Y quizá también había comido demasiado, porque sentía el estómago lleno. Y había estado hablando demasiado, porque le dolía la garganta.

Gruñó y se puso de espaldas. Hizo un enorme esfuerzo y consiguió levantar un brazo y llevarse la mano a la cara para frotarse los ojos. La piel a lo largo de la mandíbula raspaba al tocarla, como un papel de lija. Tendría que levantarse y afeitarse antes de poder hacer cualquier otra cosa. Y tenía que ponerse en acción porque había un montón de cosas por hacer, recados que cumplir, tareas que realizar. Pero, antes de poder moverse, se quedó sorprendido por la visión de su mano. ¡Estaba cubierta de gruesos pelos negros y rizados! Contempló esa cosa grande y gorda con dedos del tamaño de salchichas y empezó a reír. Incluso de los nudillos salían pelos. Cuanto más la contemplaba, sobre todo cuando la cerraba, más parecía una escobilla de váter.

Se levantó y se sentó en el borde de la cama. Estaba desnudo. Tenía el cuerpo duro, huesudo y peludo por todas partes, con nuevos músculos en los brazos y las piernas. Cuando por fin se puso de pie, casi se dio en la cabeza con una de las vigas bajas del desván, que era su dormitorio.

—Esto es ridíc… —empezó a decir, pero su propia voz le sorprendió.

Sonaba como un cruce entre una podadora y una sirena. Necesitaba lavarse los dientes y hacer gárgaras, pensó. Al cruzar la habitación en dirección al lavabo, las tablas del suelo crujieron bajo su peso. Las articulaciones de las rodillas eran más gruesas, más duras. Cuando llegó al lavabo, tuvo que agacharse para examinarse la cara en el espejo. Con su máscara de rastrojos negros, parecía como si un mono lo estuviera mirando.

Descubrió que sabía afeitarse. Había observado bastantes veces a su padre. Al acabar, la cara se pareció más a la suya. En realidad era mejor, menos hinchada que su cara de once años, con una mandíbula sobresaliente y una mirada atrevida. No está mal, pensó.

Se vistió con la ropa que había sobre una silla y bajó. Pensó que todo el mundo iba a sorprenderse cuando lo vieran diez años mayor y treinta centímetros más alto que la noche anterior. Pero de los tres adultos inclinados sobre la mesa del desayuno, sólo Gwendoline alzó la vista, le lanzó una mirada con sus brillantes ojos verdes y rápidamente miró hacia otro lado. Sus padres sencillamente mascullaron «Buenos días» y siguieron leyendo los periódicos. Peter sintió algo extraño en el estómago. Se sirvió café, tomó el periódico que estaba doblado junto a su plato y ojeó la primera página. Una huelga, un escándalo relacionado con armas y una reunión de dirigentes de varios países importantes. Descubrió que sabía los nombres de todos los presidentes y ministros, que conocía sus historias y lo que querían. Seguía notando raro el estómago. Sorbió el café. Era repugnante, como si hubieran machacado cartón quemado y lo hubieran hervido en agua del baño. Siguió sorbiendo de todos modos porque no quería que nadie pensara que tenía de verdad once años.

Peter se acabó la tostada y se levantó. A través de la ventana, pudo ver a La Banda de la Playa corriendo por la playa en dirección a la cueva. ¡Qué desperdicio de energía tan temprano!

—Voy a telefonear al trabajo —anunció Peter a la habitación dándose importancia— y a dar un paseo.

¿Había algo más aburrido y más adulto que un paseo? Su padre gruñó.

—Muy bien —dijo su madre.

Gwendoline miró su plato.

En el vestíbulo, marcó el número de su ayudante en el laboratorio londinense. Todos los inventores tienen por lo menos un ayudante.

—¿Cómo va la máquina antigravitatoria? —preguntó Peter—. ¿Te han llegado mis últimos bocetos?

—Tus bocetos lo han aclarado todo —dijo el ayudante—. Hemos hecho los cambios que sugerías y encendimos la máquina durante cinco segundos. Toda la habitación empezó a flotar, como habías dicho. Antes de intentarlo de nuevo vamos a atornillar las mesas y las sillas al suelo.

—No hagáis ninguna prueba hasta que regrese de vacaciones —dijo Peter—. Quiero verlo con mis propios ojos. Vuelvo este fin de semana.

Cuando acabó de hablar por teléfono, salió al jardín y se detuvo ante el riachuelo. Era un hermoso día. El agua que corría bajo la pasarela de madera producía un agradable sonido y estaba excitado con su nuevo invento. Pero, por alguna razón, no tenía ganas de alejarse de la casa. Oyó un sonido tras él y se dio la vuelta. Gwendoline estaba en el umbral, mirándolo. Peter sintió otra vez la opresión en el estómago. Era una sensación fría, de caída. Sintió un poco de debilidad en las rodillas. Gwendoline tenía el brazo apoyado en el borde de un viejo barril de agua que había junto a la puerta. La luz de la mañana, rota por las hojas de los manzanos, bailaba sobre sus hombros y su pelo. En sus veintiún años de vida, Peter no había visto nunca nada tan, en fin, tan perfecto, delicioso, estupendo, hermoso…, no había una palabra adecuada para lo que veía. Los ojos verdes de Gwendoline estaban fijos en él.

—¿Vas a dar un paseo? —dijo suavemente.

Peter casi no consiguió hablar. Se aclaró la garganta.

—Sí. ¿Quieres venir?

Cruzaron juntos el jardín hasta llegar al camino elevado por el que había pasado antaño el ferrocarril. No hablaron de nada en particular —de las vacaciones, el tiempo, las historias de los periódicos—, cualquier cosa para evitar hablar de ellos mismos. Ella puso su suave y fresca mano en la suya mientras caminaban. Peter pensó seriamente que podía flotar hasta la copa de los árboles. Había oído hablar de chicos y chicas, de hombres y mujeres, que se enamoraban y sentían que enloquecían, pero siempre había pensado que la gente exageraba. Al fin y al cabo, ¿cuánto te puede gustar alguien? Y, en las películas, esas escenas obligadas, cuando el protagonista y la protagonista se tomaban el tiempo de ponerse sentimentaloides, mirarse a los ojos y besarse, siempre le habían parecido una pérdida inútil y ridícula de tiempo que lo único que hacía era retrasar unos minutos más el final de la historia. Y ahí estaba en ese momento, fundiéndose con el simple contacto de la mano de Gwendoline, y quería gritar, rugir de alegría.

Llegaron al túnel y, sin detenerse para hablar de ello, entraron por la abertura de los tablones hasta la fría oscuridad cargada de polvo. Se fueron acercando más el uno al otro a medida que avanzaban y soltaron algunas risas al tropezar con las piedras del suelo. El túnel no era muy largo. Ya veían el fondo, brillando como una estrella rosa. A mitad de camino se detuvieron. Se acercaron más. Los brazos y la cara aún estaban cálidos del sol. Se juntaron más y, con el sonido de los animales que huían y el goteo del agua en los charcos, se besaron. Peter supo que, en todos los años de una niñez feliz, incluso en sus mejores momentos, como cuando había jugado con La Banda de la Playa en un anochecer de verano, nunca había hecho nada mejor, nada tan emocionante y extraño como besar a Gwendoline en el túnel del ferrocarril.

Mientras caminaban hacia la luz, ella le contó cómo un día sería médico y científico y trabajaría para descubrir nuevos remedios contra enfermedades mortales. Salieron parpadeando a la luz y encontraron bajo los árboles un lugar donde crecían flores azules con esbeltos tallos curvos. Se tumbaron de espaldas, con los ojos cerrados, el uno al lado del otro en la hierba alta, rodeados por sonoros insectos. Él le habló de su invento, la máquina antigravitatoria. Podían partir juntos pronto, subir a su deportivo descapotable de dos plazas y conducir por las estrechas carreteras de Cornualles y Devon hasta Londres. Podrían pararse en un restaurante del camino y pedir mousse de chocolate y helado de vainilla, y limonada a raudales. Llegarían a medianoche al edificio. Subirían en el ascensor. Entrarían en el laboratorio y él le enseñaría la máquina con sus cuadrantes y sus suaves luces. Le daría al interruptor y juntos chocarían y se tambalearían suavemente en el aire junto con las mesas y las sillas…

Debió de quedarse dormido en la hierba mientras le contaba eso. Coche deportivo, pensó entre sueños, mousse de chocolate, medianoche, quedarse despierto hasta que uno quisiera y Gwendoline… Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no estaba mirando el cielo, sino el techo de su habitación. Salió de la cama y se dirigió a la ventana que daba a la playa. Vio a La Banda, a lo lejos. La marea estaba baja, las charcas de las rocas los esperaban. Se puso los pantalones cortos y la camiseta y bajó a toda prisa. Era tarde, todo el mundo había acabado de desayunar hacía rato. Bebió un vaso de zumo de naranja, cogió un panecillo y salió corriendo, a través del pequeño jardín trasero, en dirección a la playa. La arena ya estaba caliente bajo sus pies, y sus padres y sus amigos ya estaban instalados con los libros, las sillas de playa y las sombrillas.

Su madre lo saludó.

—Vaya dormida. Lo necesitabas.

Sus amigos lo habían visto.

—¡Peter, Peter! ¡Ven, mira! —le gritaron.

Excitado, empezó a correr hacia ellos y, más o menos a la mitad del camino, se detuvo y se dio la vuelta para mirar una vez más a los adultos. Al amparo de una sombrilla, se inclinaban unos hacia otros mientras hablaban. Albergaba un sentimiento diferente hacia ellos. Había cosas que sabían y querían que para él sólo estaban empezando a aparecer, como sombras en la niebla. Al fin y al cabo, tenía delante nuevas aventuras.

Como de costumbre, Gwendoline estaba sentada aparte con sus libros y papeles, estudiando para su examen. Ella lo vio y levantó la mano. ¿Se había colocado bien las gafas de sol o era un saludo? Nunca lo sabría.

Se dio la vuelta y contempló el océano. Relucía, hasta el amplio horizonte. Se extendía ante él, vasto y desconocido. Unas tras otras, las interminables olas se acercaban revolcándose y susurrando hasta la playa, y a Peter le parecieron semejantes a todas las ideas y fantasías que tendría en su vida.

Oyó que lo llamaban de nuevo. Su hermana Kate bailaba y saltaba en la arena húmeda.

—¡Hemos encontrado un tesoro, Peter!

Tras ella, Harriet se sostenía con un solo pie, las manos en la cadera, dibujando un círculo en la arena con el dedo gordo. Toby, Charlie y los pequeños se empujaban para hacer cola y saltar desde una roca dentro de una charca de agua salada. Y detrás de toda esta agitación humana el océano cabeceaba, se plegaba y se deslizaba, porque nada podía permanecer inmóvil, ni la gente, ni el agua, ni el tiempo.

—¡Un tesoro! —gritó otra vez Kate.

—¡Ya voy! —gritó Peter—. ¡Ya voy!

Y empezó a correr hacia la orilla del agua. Se sintió hábil y ligero saltando sobre la arena. Iba a despegar, pensó. ¿Estaba en las nubes o volaba?