Una tarde de primavera en que la cocina estaba inundada de luz, a Peter y Kate se les comunicó que su tía Laura y el pequeño Kenneth vendrían a vivir con ellos una temporada. No se dio ninguna razón, pero por la expresión solemne de sus padres era evidente que a su tía algo le iba mal.
—Laura y el bebé se quedarán en tu habitación, Kate —dijo su madre—. Tendrás que mudarle a la de Peter.
Kate asintió valientemente.
—¿Te parece bien, Peter? —preguntó su padre.
Peter se encogió de hombros. No parecía que hubiera muchas opciones.
Y así se dispuso. En realidad, Peter esperó con impaciencia la llegada de Laura. Era la más joven de los muchos hermanos y hermanas de su madre, y le gustaba. Era peligrosa y divertida. Una vez, en una feria, la había visto tirarse desde lo alto de una plataforma de treinta metros atada a una cuerda elástica. Se había precipitado desde el cielo y, justo cuando estaba a punto de hacerse pedazos contra la hierba, había salido despedida de nuevo hacia arriba con un prolongado grito de terror e hilaridad.
Kate se trasladó a la habitación de Peter llevando consigo su último juego, una caja de magia, con una varita y un libro de conjuros. También se llevó un pequeño destacamento de treinta muñecas. Ese mismo día apareció en la casa una montaña de pertrechos infantiles: una cuna, una trona, un parque, un cochecito, un carrito, un andador, un balancín y cinco grandes bolsas de ropa y juguetes. Peter se mostró receloso. Una persona pequeña no podía necesitar tantas cosas. Kate, en cambio, estaba loca de excitación. Ni siquiera la víspera de Navidad se sentía así.
A los niños se les dejó quedarse hasta tarde para dar la bienvenida a los huéspedes. Llevaron al bebé dormido al sofá y lo acomodaron allí. Kate se arrodilló a su lado, como si estuviera en la iglesia, contemplando la cara del niño pequeño y suspirando de vez en cuando. Laura se sentó en el otro extremo de la habitación y encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Peter vio enseguida que no estaba de humor para la diversión o el peligro, a menos, claro está, que contáramos el hecho de fumar. Contestó a las amables observaciones y preguntas de su madre con respuestas cortas y giraba la cabeza bruscamente en ángulo recto para echar el humo hacia un rincón en el que no había nadie.
A lo largo de los días siguientes, vieron muy poco a Laura y bastante al pequeño Kenneth. Peter se maravilló de la cantidad de espacio que podía ocupar una persona pequeña. En la entrada estaban el cochecito y el carrito; en el salón se hacinaban el parque, el balancín, el andador y un gran batiburrillo de juguetes; y, en la cocina, la trona bloqueaba el armario en el que se guardaban las galletas.
Y el propio Kenneth estaba en todas partes, era uno de esos bebés que gateaban tan bien que no ganaban nada intentando andar. Avanzaba por la alfombra a una velocidad alarmante, como un tanque militar.
Era un bebé de tipo rechoncho, con una gran mandíbula cuadrada que aguantaba una cara regordeta y babosa de un rosa feroz, con unos ojos brillantes y decididos y unas ventanillas de la nariz que, cuando no conseguía lo que quería en el acto, temblaban como las de un luchador de sumo.
Kenneth era un especialista en agarrar cosas. Si veía a su alcance un objeto que pudiera levantar, su cálido puño húmedo se cerraba en torno a él y se lo llevaba a la boca. Era una costumbre terrible. Intentó comerse el piloto sentado en la cabina de la maqueta de avión que Peter estaba pegando. Kenneth también mordió las alas. Se comió los deberes de Peter. Masticó los lápices, la regla y los libros. Se arrastró hasta el dormitorio e intentó mascar la cámara que le habían regalado a Peter por su cumpleaños.
—¡Está loco! —gritó Peter mientras secaba su cámara y su madre se llevaba a Kenneth—. Si pudiera llevársenos a la boca, se nos comería a todos.
—Es sólo una fase —dijo Kate sensatamente—. Todos lo hemos hecho.
Ese tono tranquilo y sabiondo que había adoptado desde la llegada de Kenneth también le sacaba de quicio. Lo había copiado de su madre. Era evidente que nadie podía negar que aquel bebé era espantoso. La hora de la comida era la peor. Kenneth tenía un sistema para convertir la comida en porquería. La trituraba y aplastaba hasta que empezaba a gotear como si fuera cola y se la embadurnaba por los brazos, la cara, la ropa y la trona. El espectáculo le revolvía a Peter el estómago. Tenía que comer con los ojos cerrados. Y era imposible mantener una conversación porque el bebé berreaba a pleno pulmón casi a cada cucharada.
Kenneth se había apoderado de la casa. No había rincón al que no llegaran sus gritos, olores y risas de hiena loca y sus pequeñas manos especialistas en agarrar cosas. Vació armarios y librerías, rompió periódicos, derribó lámparas y botellas llenas de leche. A nadie parecía importarle. En realidad, todos, la madre de Peter, su tía, su hermana y su padre, saludaban encantados cada nueva fechoría.
Las cosas llegaron a su punto crítico una tarde después de la escuela. Era finales del mes de junio, pero llovía y hacía frío. Kate estaba echada en su cama leyendo. Peter estaba arrodillado en el suelo. Por aquel entonces las canicas hacían furor en la escuela, y él era un jugador entusiasta. La víspera le había ganado a otro niño la canica más hermosa que jamás había visto, una Gema Verde. Era más pequeña que la mayoría y parecía brillar con luz propia. La estaba usando en ese momento, lanzándola por la alfombra hacia la gran canica anaranjada que solía utilizar como blanco de prácticas. Nada más salir la Gema Verde de su mano, la gorda cabeza calva de Kenneth apareció por la puerta. La canica rodó directamente hacia él y Kenneth se abalanzó sobre ella con furia.
—¡Kenneth, no! —gritó Peter.
Pero fue demasiado tarde. El bebé atrapó la canica y se la metió en la boca. Peter se incorporó a toda velocidad e intentó abrir las mandíbulas de Kenneth. No tardó en desistir. Estaba horriblemente claro lo que había sucedido. El bebé permaneció sentado, inmóvil como una estatua. Durante un instante, los ojos parecieron salírsele de las órbitas, y una mirada de desconcertada irritación cruzó su cara.
—No —susurró Peter—. Se la ha tragado.
—Tragado, ¿el qué? —dijo Kate sin levantar la vista del libro de conjuros.
—Mi Gema Verde, la canica que gané ayer.
Kate adoptó su voz tranquila, de sabelotodo.
—Oh, eso. Yo no me preocuparía. Es muy pequeña y lisa. No le hará ningún daño.
Peter miró a Kenneth, que sentado y henchido de satisfacción se contemplaba la mano.
—Él no me preocupa. ¿Y mi canica?
—No le pasará nada —dijo Kate—. Ya saldrá por el otro lado.
Peter se encogió de hombros.
—Muchas gracias.
Kate cerró el libro de conjuros. Se inclinó y le hizo cosquillas a Kenneth. Kenneth se echó a reír y se arrastró hacia la cama. Kate lo alzó y lo sentó junto a ella en la cama.
—¿Sabes lo que creo? —dijo.
Peter no dijo nada. Sabía lo que le diría.
—Creo que estás celoso de Kenneth.
Qué irritante podía ser su hermana.
—¡Eso es estúpido! —dijo Peter—. Es lo más estúpido que he oído nunca. ¿Cómo iba a sentir celos de esa cosa?
Miró al bebé, que le devolvió la mirada con inocente interés, bamboleando la enorme cabeza.
—¡No es una cosa! —dijo Kate—. Es una persona. De todas formas, es sencillo. Todo el mundo le hace caso a él y no a ti.
Peter la miró con suspicacia.
—Eso no te lo has inventado tú. ¿Quién lo ha dicho?
Su hermana se encogió de hombros.
—Es verdad de todas formas. Ya no eres el niño pequeño de la casa. Por eso eres tan horrible con él.
—¿Horrible con él? Es él quien se ha comido mi canica. Está loco. Es un incordio. ¡Es un monstruo!
La cara de Kate se puso roja de furia. Se levantó y dejó a Kenneth en el suelo.
—Es una monada. Y tú eres espantoso. Ya era hora de que alguien te diera una lección.
Agarró el libro de conjuros y salió apresuradamente de la habitación. El bebé se arrastró tras ella.
Media hora más tarde, Peter vagaba por el piso de abajo. Kate estaba arrellanada en un sillón del salón con su libro abierto en las rodillas. Kenneth estaba en el suelo, tranquilo de momento, ocupado en masticar una revista vieja.
Peter se sentó en el extremo más alejado de la habitación. Quería continuar con la discusión. Quería saber de dónde había sacado Kate esas ridículas ideas. Pero no estaba seguro de cómo empezar. Su hermana estaba concentrada en su libro y jugueteaba con la varita mágica negra que venía con él. Kenneth vio finalmente a Peter y se arrastró hacia él. Utilizando su pierna como apoyo, el bebé se incorporó y logró permanecer en inestable equilibrio entre las rodillas del niño mayor.
Peter miró a su hermana por encima de la cabeza del bebé. Ella no lo miró. Seguía enfadada con él. Menos mal que el juego de magia era sólo un juego. Peter volvió a mirar a Kenneth. El bebé lo estaba mirando fijamente a los ojos y fruncía el ceño, como si buscara algo en su mente, un recuerdo, una pista perdida acerca de otra vida.
—Gaaaaa —dijo Kenneth tranquilamente.
—Gaaaaa —repitió Kate desde el otro extremo de la habitación.
Con la varita señaló hacia Peter.
—Gaaaaa gaaaaa —repitió Kenneth.
—Gaaaaa gaaaaa —volvió a repetir Kate, y trazó un círculo en el aire.
La habitación empezó a brillar y girar y se hizo cada vez más y más grande hasta alcanzar el tamaño de un enorme salón de un palacio.
Peter estaba de pie, balanceándose mientras luchaba por mantener el equilibrio. Se agarraba a un pilar. Pero un pilar vivo y cálido. Era una pierna, una pierna gigante. Peter levantó su bamboleante y pesada cabeza e intentó dirigir su inestable mirada sobre el propietario de la pierna. Vislumbró una cara, pero enseguida se le escapó del campo de visión. Echó para atrás su inmensa cabeza y lo vio de nuevo, una versión gigante de sí mismo, vestido con el uniforme de la escuela, que lo miraba con indisimulado disgusto. Como atontado, Peter bajó la vista hacia su propia ropa: un ridículo mono con un estampado de ositos y toda la parte de delante manchada de zumo de naranja y chocolate. ¡Terrible, terrible! Kenneth y él se habían intercambiado los cuerpos.
En su sorpresa, Peter se soltó de la pierna y cayó al suelo sentado.
—¡Ups! —oyó que una voz musical decía por él.
Era espantoso, era injusto, era horrible. Estaba al borde de las lágrimas, pero no recordaba del todo qué era lo que le preocupaba. Su atención medio vagaba, medio flotaba de una cosa a otra.
—¡Ayudadme! —gritó—. ¡Que alguien haga algo!
Pero todo lo que salió de sus labios fue una sucesión de torpes balbuceos. La lengua no iba donde él quería que fuera y sólo parecía tener un diente.
Las lágrimas corrían por su cara; estaba cogiendo aire para llenar sus pulmones y gritar su dolor cuando algo poderoso lo atrapó por debajo de los brazos y lo alzó quince metros en el aire. Con la boca abierta, babeó de sorpresa. Estaba contemplando la cara de su tía Laura, que era tan escarpada y colosal como un acantilado. Parecía uno de esos presidentes estadounidenses tallados en la montaña.
Su voz, tan sonora y musical como una orquesta sinfónica, le retumbó en los oídos.
—Las cinco. ¡La cena, el baño y a la cama!
—Bájame, tía Laura. Soy yo. Peter.
Pero lo único que salió fue:
—Aaaa, aguuú, amamá.
—Eso es —dijo ella alentadoramente—. Cena, baño y cama. ¿Lo has oído? —dijo a alguien a lo lejos—. Está intentando hablar.
Peter empezó a dar patadas y a luchar.
—¡Bájame!
Pero ya estaba atravesando la habitación a una velocidad terrorífica. Seguramente iba a estrellarse contra el marco de la puerta.
—¡Iiik! —chilló.
Justo a tiempo cambió de dirección y fue llevado hasta la cocina e introducido en la trona.
La luz del atardecer que se filtraba a través de los árboles del jardín dibujaba en la pared unas sombras móviles de tal belleza que Peter se olvidó de todo.
Señaló y gritó:
—¡Aark!
La tía Laura tarareaba sola en voz baja mientras le ataba el babero alrededor del cuello. Bueno, por lo menos no corría el riesgo de caer al suelo. Sería capaz de informarle de que era víctima de un cruel truco de magia. De modo que dijo con su voz más razonable: «Ing, ing, iin», y habría dicho mucho más si su boca no se hubiera visto trabada por una cucharada de huevo hervido. El gusto y el olor, el color, la textura y el ruido de succión abrumaron sus sentidos y dispersaron sus pensamientos. La huevidad le estalló en la boca, un manantial blanco y amarillo de sensaciones salió disparado hacia su cerebro. Todo su cuerpo se sacudió mientras intentaba señalar el bol que Laura sostenía. Quería más.
—¡Aark! —gritó a través de la boca llena, agitando el brazo—. ¡Aark, aark, aark!
—Sí —dijo su tía con voz suave—. Te gusta el huevo.
Hasta que no se acabó el huevo, Peter no pudo pensar en otra cosa. Cuando lo terminó, y antes de que pudiera recordar de qué estaba hablando, una taza de zumo de naranja lo distrajo con su sabor picante, ácido y sonoro. Luego empezó a llegar a su boca el plátano machacado. Esa comida estaba tan buena que se sentía orgulloso de llevarla en el pelo y en las manos y la cara y el pecho.
Por último se apoyó en el lateral de la trona. Estaba tan lleno que apenas podía pestañear. Pero sabía que tenía que hablar. Lo intentó lentamente esta vez, presionando la punta de la lengua contra su único diente.
—Tía Laura —dijo pacientemente—. En realidad no soy tu bebé, soy Peter, y ha sido Kate quien…
—Sí —asintió Laura—. Agú agú no está nada mal. Mira cómo te has puesto. Estás lleno de huevo y plátano de la cabeza a los pies. ¡Es la hora del baño!
Y Peter se encontró en los brazos de la tía Laura, volando escaleras arriba. En el rellano pasaron como una exhalación junto a Kate.
—¡Uaaah! —le gritó—. ¡Uaaah uaaah!
—¡Arrurrú! —gritó ella, levantando la varita mágica.
Unos segundos más tarde estaba sentado en una bañera del tamaño de una piscina pequeña, con diminutas olas de agua caliente que chocaban suavemente contra su pecho. Sabía que tenía que hablar con su tía, pero en ese momento estaba más interesado en golpear la superficie del agua con las palmas de las manos. Qué complejo y único era cada manotazo, las gotas se separaban a medida que ascendían y volvían a caer para formar dibujos y ondas. Era tan maravilloso, tan gracioso.
—¡Eh, mira esto! —se encontró gritando—. ¡Iii ink aark!
Estaba tan excitado que se le levantaron los brazos y las piernas y cayó hacia atrás. La tía Laura lo sostuvo suavemente por la nuca con la palma de la mano.
El susto lo hizo volver en sí y Peter recordó que tenía que decirle quién era.
—Auaba… —empezó a decir, pero de pronto se vio alzado del agua como un misil de un submarino y aterrizó en una toalla blanca tan grande como el jardín de atrás.
Fue secado, empolvado, envuelto en un pañal, abotonado en un pijama, llevado al dormitorio y depositado en la cuna de Kenneth. La tía Laura le cantó una canción cadenciosa e interesante sobre una oveja negra que guardaba algunas bolsas de lana para unas personas que conocía.
—¡Otra! —gritó—. ¡Unga!
De modo que la tía Laura la cantó otra vez. Luego lo besó, levantó el lateral de la cuna y salió sin hacer ruido de la habitación.
Peter se habría sentido presa del pánico de no haberle dejado la canción tan feliz y somnoliento, La luz del atardecer jugaba en las cortinas corridas que se movían misteriosamente. Los pájaros gorjeaban sus cantos imposibles. Escuchó con atención. ¿Qué iba a hacer? ¿Y si la tía Laura volvía a casa y se lo llevaba consigo? Intentó sentarse y pensar, pero estaba demasiado cansado para levantar su enorme cabeza del colchón.
Oyó la puerta que se abría y unas pisadas que cruzaban la habitación. La cara de Kate apareció entre los barrotes. Sonreía.
—Kate —susurró—. Sácame de aquí. Ve a buscar la varita.
Ella movió la cabeza.
—Te lo mereces.
—Tengo que hacer los deberes —suplicó Peter.
—Kenneth los está haciendo en tu lugar.
—Lo va a ensuciar todo. Por favor, Kate. Te daré todas mis canicas. Todo lo que quieras.
Kate sonrió.
—Eres mucho más simpático así.
Metió las manos entre los barrotes y le hizo cosquillas en la barriga. Intentó no reír pero fue inútil.
—Buenas noches, gordito —susurró y luego desapareció.
A la mañana siguiente, atontado por un sueño que parecía haber durado seis meses, Peter fue llevado abajo, a la cocina. Contempló adormilado a la familia desde lo alto de su trona.
Lo saludaron y le cantaron alegremente:
—Buenos días, Kenneth.
—Uark —contestó Peter con un graznido—. I Jark ork. No soy Kenneth. Soy Peter.
Todo el mundo pareció encantado con esa respuesta. Fue entonces cuando se percató del niño que estaba en el otro extremo de la mesa. Kenneth en el cuerpo de Peter y con su uniforme escolar. Le estaba dirigiendo tal mirada de aversión y disgusto que se formaban oleadas negras en el aire.
El niño desvió la mirada. Apartó el plato, se levantó y salió de la habitación. Peter sintió una fría sacudida de rechazo. Inmediatamente empezó a llorar.
—Pero ¿qué te pasa? —empezaron a decir varias personas en la cocina.
—No me quiere —intentó decirles Peter entre sollozos— y me hace sentir mal. ¡Aaa uaba lama uaa!
Le limpiaron las lágrimas, Kenneth y Kate partieron a la escuela, sus padres salieron a trabajar y, media hora después, recién vestido con un mono limpio, Peter se encontró sentado en el suelo de la sala, apresado en el parque mientras Laura estaba ocupada arriba.
Ahí por lo menos podría planear su fuga, En algún lugar de la casa tenía que estar la varita mágica de Kate. Si pudiera agitarla por encima de su cabeza…
Con sus manos regordetas y débiles agarradas a los barrotes del parque se las arregló para ponerse de pie. Los barrotes continuaban algunos centímetros más por encima de su cabeza. No había puntos de apoyo, y él no era lo suficientemente fuerte como para escalarlos. Se sentó. Tendrían que sacarlo. Tendría que hacer que Laura bajara.
Estaba a punto de gritar cuando un ladrillo amarillo brillante cerca de su pie atrajo su atención. Amarillo, amarillo, amarillo, parecía canturrear de forma seductora. Vibraba, brillaba, silbaba. Tenía que atraparlo. Se lanzó contra él, la mano se cerró a su alrededor, pero no acababa de sentirlo de verdad, no de modo suficiente. Se lo llevó a la boca y, con sus sensibles labios, encías y diente, exploró su sabor a madera, a amarillo, a cubo, hasta que lo comprendió bien.
Luego vio un martillo de plástico rojo, tan rojo que podía sentir el calor del color en la cara. Con la boca, la lengua y la saliva, viajó alrededor de aristas, ángulos y pliegues.
Así lo encontró la tía Laura diez minutos más tarde, mordisqueando lleno de satisfacción la pata de un canguro de juguete.
El día transcurrió en una serie borrosa de entretenimientos, comidas y una siesta. De vez en cuando, Peter recordaba que debía buscar la varita y luego sus pensamientos quedaban atrapados por el brillante sabor de una comida tan buena que deseaba sumergir en ella todo el cuerpo; o se veía distraído por extrañas canciones que requerían toda su atención: una mujer que vivía en un zapato, una vaca que saltaba sobre la luna, un gato en un pozo; o veía alguna otra cosa que necesitaba explorar con la boca.
Al final de la tarde, la tía Laura lo llevó abajo tras la siesta y lo dejó en el suelo, esa vez fuera del parque. Con las fuerzas repuestas tras haber dormido, Peter decidió empezar de nuevo. La varita se hallaba probablemente en la cocina. Se estaba arrastrando hacia la puerta cuando vio a su izquierda un par de pies con unos zapatos familiares: sus zapatos. Su mirada se alzó desde las piernas hasta la cara del niño sentado en el sillón. Estaba frunciendo el ceño.
Esa vez, Peter reprimió su miedo. Sabía que sólo había una forma de enfrentarse a eso. Gateó hasta las piernas, consiguió ponerse de pie y, todavía jadeando por el esfuerzo, se dirigió directamente a Kenneth.
—Vamos a ver. Tienes que dejar de mirarme de ese modo. No hay ninguna razón para que te caiga mal. No he hecho nada malo. Me porto bien…
En el momento en que dijo esas palabras, la habitación empezó a brillar, girar y encogerse. De pronto, Peter se encontró sentado en el sillón, con el bebé Kenneth de pie entre las rodillas, intentando decirle algo.
Peter levantó al bebé y se lo puso en el regazo. Con cautela, Kenneth alargó la mano y le tocó la punta de la nariz.
—¡Parp! —gritó Peter.
La mano del bebé retrocedió, la cara mostró fugazmente signos de alarma, que se disolvieron en sonrisas y luego en risa. De haber contado Peter el chiste más inteligente, divertido o tonto del universo, no habría hecho reír más a nadie de lo que se rio Kenneth.
Peter miró por encima de la cabeza del bebé a Kate que estaba sentada en el otro extremo de la habitación.
—No creo de verdad que sea un monstruo. En realidad, sabes, me cae bastante bien.
Kate no dijo nada. No le creía.
—Quiero decir —prosiguió Peter— que creo que es genial.
—Mmm —dijo Kate, y dejó su varita—. Si lo dices de verdad, ven conmigo y lo llevaremos al parque a dar una vuelta con el cochecito.
Era un desafío que estaba segura de que él no aceptaría.
—¡De acuerdo! —dijo Peter para asombro de su hermana. Sin dejar al niño, se puso de pie—. Vamos. Podrá ver un montón de cosas interesantes.
Kate se levantó también.
—Peter, ¿qué te pasa?
Pero su hermano no la oyó. Mientras sacaba a Kenneth del salón, había empezado a cantarle una canción a pleno pulmón: «Bee bee bee, ovejita negra, ¿tienes lana…?».