Todo el vecindario hablaba del ladrón. Meses atrás había entrado en una casa del principio de la calle. Se había introducido por una ventana trasera durante una soleada tarde en que la casa estaba vacía. Se llevó cuchillos, tenedores y un cuadro. Y se dirigía calle arriba; visitaba una casa de un lado y otra del otro.
«¡Qué sangre fría!», decía la gente. «Al final lo cogerán. Anoche entró en el número ocho, la próxima semana será el número nueve».
Pero no, esperaría tres semanas, o cuatro, y luego saltaría al número once. Y luego volvería al día siguiente y robaría en el número doce. Se llevaba televisores, aparatos de vídeo, ordenadores, estatuillas, joyas. Sabía cómo forzar cerraduras, escalar tuberías, desconectar alarmas antirrobo, quitar pestillos de las ventanas, hacerse amigo de perros furiosos y salir con el botín en pleno día sin ser visto. Era un mago, un maestro del robo. Era invisible, silencioso, flotaba. No dejaba pisadas en los arriates de los jardines, ni huellas dactilares en los pomos de las puertas.
La policía estaba desconcertada. Enviaron a dos agentes de paisano para que vigilaran la calle en un coche camuflado. Todo el mundo sabía quiénes eran. Permanecieron sentados haciendo crucigramas y comiendo bocadillos hasta que fueron llamados para hacer un trabajo más importante. Media hora más tarde, el ladrón actuó de nuevo y se llevó un paquete de caro jabón perfumado y un bastón con mango de plata de casa de la señora Ludobel, una rica anciana que vivía sola y tenía unos sobresalientes dientes amarillos. El bastón había pertenecido a su bisabuelo, un misionero célebre por su celo. Lo utilizaba para golpear a los niños africanos cuando no se habían estudiado las lecciones de la Biblia.
—Poseía un gran valor sentimental —se lamentó la señora Ludobel cuando acudió a contar la noticia a la madre de Peter—. Había dado tres veces la vuelta al mundo en el siglo diecinueve. ¡Y mi jabón, mi valioso jabón!
—Me alegro de que se llevara ese asqueroso bastón —dijo Peter a Kate cuando la señora Ludobel se hubo marchado—. Espero que el ladrón lo rompa de un rodillazo.
Kate asintió con tuerza.
Ojalá se le hubiera llevado los dientes.
Lo cierto era que la señora Ludobel, aunque tenía un nombre que sonaba divertido, no era demasiado apreciada por los niños de la calle. Era uno de esos raros adultos infelices que se sienten profundamente irritados por el hecho de que existan niños. Cuando estaban jugando fuera, les gritaba desde la ventana por «juntarse delante de mi casa». Creía que toda la porquería que se acumulaba en su trozo de calle era dejada allí por niños desaprensivos. Si un balón o un juguete caían en su jardín, salía a toda prisa y lo confiscaba. Siempre estaba de mal humor y que los niños se burlaran de ella empeoraba las cosas. Hacerla enfadar era una especie de diversión. Los padres de Peter decían que estaba un poco loca y era digna de compasión. Siempre intentaban ser amables con ella. Pero a los niños les era difícil compadecerse de un adulto con colmillos amarillos que te perseguía por la calle.
De modo que a Peter no le importó demasiado que se llevaran el jabón y el bastón de la señora Ludobel. Empezaba a sentir cierto respeto por ese ladrón. Decidió llamarlo Sam Burbujas. Qué atrevido era al actuar en toda la calle, casa tras casa, en orden ascendente. ¡Parecía estar pidiendo que lo capturaran!
Pasaron los meses, unas cuantas casas mas fueron desvalijadas. Los números quince, diecinueve, veintidós, veintisiete. No podía haber duda alguna. Burbujas se dirigía hacia la casa de Peter, el número treinta y ocho.
Peter pasó mucho tiempo haciendo cálculos con lápiz y papel. No pudo descubrir ningún esquema en los números de las casas elegidas por el ladrón. Pero, si entraba en la suya, llegaría en menos de dos semanas. Quizá se la saltaría. Peter sabía que se sentiría desilusionado si eso ocurría. Sin decírselo a nadie, había decidido que sería el quien capturara a Sam Burbujas.
El fin de semana anterior a la llegada prevista de Burbujas, Thomas y Viola Fortune hicieron preparativos. Thomas Fortune reforzó las ventanas introduciendo largos tornillos en los marcos. Instaló cerraduras más seguras en las puertas delantera y trasera y puso un candado a la verja que rodeaba la casa. Intentó colocar él mismo una alarma antirrobo, pero se golpeó el pulgar con un martillo al clavar el cable eléctrico a la pared, cosa que lo puso de un pésimo humor. Y lo que era peor aún, la alarma, una vez instalada, no funcionaba. No había tiempo de colocar otra y, además, eso no detendría a Sam Burbujas.
Viola Fortune entró en la casa sus herramientas de jardinería preferidas. Recorrió las habitaciones recogiendo pinturas, adornos, lámparas y libros valiosos y los encerró en un armario en lo alto de la casa. Peter y Kate escondieron sus juguetes preferidos debajo de las camas. Parecía que lo que venía calle arriba fuera un huracán, un remolino de viento, un tifón, que podía arrebatarles cuanto tenían. En realidad, se trataba de un viejo ladronzuelo bastante listo en su trabajo. Pero ¿era más listo que Peter?
Peter empezó a planear su campaña. El primer problema era el siguiente: para capturar al ladrón, tenía que estar en casa y eso significaba saltarse la escuela. Podía fingir una enfermedad, pero debía ser cuidadoso. Tenía que hacerlo con exactitud. Si fingía demasiado, uno de sus padres no iría a trabajar para quedarse con él. Sam Burbujas vería que había gente en la casa y seguiría calle arriba. Por otro lado, si Peter no parecía lo bastante enfermo, lo enviarían al colegio con una nota para que lo dispensaran de hacer deporte. Si lo hacía bien, lo dejarían estar en casa solo, con la señora Farrar, la servicial vecina que pasaría más o menos cada hora para ver si todo iba bien.
Por las tardes, de vuelta del colegio, se encerraba en su habitación y se entrenaba en parecer mustio. Para tener un aspecto pálido, se empolvó la cara con harina. En el espejo parecía un cadáver vuelto a la vida. Mascó granos de pimienta para que le subiera la temperatura. Funcionó demasiado bien. Le pareció que la boca y la garganta le ardían, y la temperatura le subió mucho. Lo habrían llevado a toda prisa al hospital. Se preguntó si no le convenía más un esguince en el tobillo. Empezó a cojear de un lado a otro por el pequeño espacio de su dormitorio. Parecía más bien un niño que se estaba convirtiendo en cangrejo.
Estaba todavía perfeccionando su enfermedad tres días más tarde cuando oyó la noticia de boca de su madre. Habían robado al señor y la señora Baden-Baden del número 34. Hacía sólo dos meses que se habían gastado varios miles de libras en el último sistema de alarma con luces rojas y azules, dispositivos de ultrasonidos y una sirena. Parecía como si Sam Burbujas hubiera atravesado las paredes de la casa para robar una raqueta de tenis que tenía cuatrocientos años junto con su caja de vidrio y un carcomido taburete de piano en el que se suponía que se había sentado Mozart un par de minutos cuando tenía cinco años.
—Es un escándalo —dijo Viola Fortune.
—Es indignante —concedió Peter.
Pero cuando su madre se hubo marchado, dio unos puñetazos al aire presa de la excitación. ¡Sam Burbujas estaba en camino! Peter no tenía ninguna razón para creer que su casa, la número 38, sería la siguiente. Lo había decidido porque deseaba que sucediera y, de algún modo, eso parecía suficiente. Y tampoco podía saber cuándo ocurriría el siguiente robo. Pero había hecho una suposición y había decidido que Sam Burbujas llegaría de visita al cabo de cuatro o cinco días.
Ahora bien, mientras Peter hacía los preparativos para estar enfermo, también se preguntó cómo iba a atrapar al ladrón. Estuvo mucho tiempo con la cabeza en las nubes pensando en trampillas, una red que cayera del techo, un lingote de oro cubierto de cola instantánea, un cable eléctrico conectado a los pomos de las puertas, pistolas de juguete, dardos envenenados, lazos, poleas y cuerdas, martillos, muelles, luces halógenas y perros feroces, cortinas de humo, cuerdas de piano y una horca de jardinería. Pero Peter no era tonto. Sabía perfectamente que todas esas ideas podían funcionar, pero también sabía que, para un niño de once años, hacer que funcionaran era casi imposible.
Ese sábado por la mañana estaba echado en la cama pensando. Se encontró contemplando un viejo agujero de ratón en el zócalo de la pared junto a su cama. Ya no había ratones y el agujero parecía seguir de manera indefinida por el interior de la pared y por debajo de las tablas del suelo. Luego alzó la vista hasta la estantería donde guardaba sus posesiones más valiosas y, de pronto, vio la solución. Hiciera lo que hiciera, tenía que ser sencillo. Ahí estaba la ratonera y, más arriba, el regalo de su último cumpleaños que parecía mirarlo y gritarle: «¡Úsame! ¡Úsame!».
Se sentó a la mesa, tomó una hoja de papel y con mano temblorosa redactó una breve carta, puede que la carta más importante de su vida. Luego la metió dentro de un sobre en el que escribió algo y la llevó abajo, al escritorio donde se guardaban todas las facturas de la casa. La escondió un poco, sólo para mantenerla fuera de la vista, pero fácil de encontrar. Escritas con mayúsculas en ese sobre estaban las palabras: «Abrir en caso de muerte repentina».
Viola Fortune se jactaba de lo bien que conocía a sus hijos. Conocía sus humores, sus debilidades, sus preocupaciones y todo lo que les concernía mucho mejor que ellos mismos. Por ejemplo, sabía cuándo Peter o Kate estaban cansados mucho antes de que se sintieran realmente cansados. Sabía cuándo estaban realmente de mal humor, aun cuando ellos creyeran que estaban de buen humor. Esa noche de domingo, había observado cuidadosamente que Peter se había rezagado bastante a la hora de acudir a cenar, que se había acabado el primer plato pero con un esfuerzo que había conseguido ocultar a todos menos a ella, y que al ofrecerle el segundo su labio superior había temblado en una mueca de disimulado disgusto. Y se trataba de un bistec con patatas fritas onduladas rociado con medio litro de salsa de tomate.
—Peter, cariño. No tienes buen aspecto —había dicho por fin.
—Me encuentro muy bien —contestó Peter, suspiró y se pasó la mano por la cara.
—Creo que deberías acostarte temprano esta noche —dijo Viola.
—No, ¿por qué?
Pero su madre observó sagazmente que no lo decía con la firmeza habitual. Cuando se le ordenó que se pusiera el pijama tras la cena, sólo ofreció una resistencia simbólica. Cuando se asomó a su habitación veinte minutos más tarde, ya estaba casi dormido. No puede engañarme, pensó Viola mientras se alejaba de puntillas. No se encuentra bien.
Peter permaneció despierto hasta medianoche haciendo planes. A la mañana siguiente, su madre pudo ver por sí misma lo pálido y mustio que estaba. Le tomó la temperatura. Nada demasiado serio, pero era evidente que no podía ir a la escuela, por más que protestara. Estaba lo bastante bien para leer y ver la televisión, así que se hicieron planes con la señora Farrar. Peter fue acomodado en el sofá del salón.
—No está mal que la casa parezca ocupada —dijo su padre cuando entró a despedirse—. Pon el volumen de la televisión bien alto. Al menos mantendrás al ladrón alejado.
Todo el mundo se fue. Peter apagó la televisión y salió de debajo de la manta, atento a los crujidos y murmullos de una casa que se adaptaba al silencio. No esperaba que entraran a robar todavía, no a las nueve y media de la mañana. Estaba convencido de que los ladrones no se levantaban temprano. Seguramente Sam Burbujas dormía hasta el mediodía y tomaba un largo y lento desayuno, planeando su siguiente movimiento entre tazas de café cargado y leyendo los periódicos en busca de noticias sobre la detención de viejos colegas.
En efecto, la mañana transcurrió sin novedad. La señora Farrar llegó con galletas caseras. Peter miró la televisión, leyó libros, comprobó su equipo y recorrió la casa apagando una o dos luces y corriendo las cortinas del salón de manera que no pudieran verlo desde fuera. Desde la calle, la casa parecía vacía. Estaba empezando a sentirse impaciente. Comió el almuerzo que le habían dejado, aunque no tenía hambre. Estaba harto de televisión y libros y, sobre todo, estaba harto de esperar. Vagó por las habitaciones. Se acercó disimuladamente a las ventanas y observó. La calle estaba tranquila, aburrida, sin ladrones. Quizá todo había sido un error idiota. Quizá debería estar en el colegio con sus amigos.
Sin olvidar llevar consigo el equipo antiladrón, subió hasta su dormitorio. Asomándose por la ventana, tenía una buena vista de la calle en ambas direcciones. Nadie, nada, ni siquiera pasaba un coche. Se echó en la cama y gruñó. Se suponía que capturar ladrones era divertido, pero ese había sido el día más aburrido de su vida. Fingir que estaba enfermo y no hacer nada en toda la mañana hizo que se sintiera cansado.
Cerró los ojos y se dejó ir. No fue exactamente un sueño, más bien una pequeña cabezada. Era consciente de estar tumbado en la cama y oía los ruidos del exterior a través de la ventana abierta. Primero pisadas, acercándose desde lejos y cada vez más próximas. Después, un chirrido agudo y seco, como de metal arrastrado sobre piedra, y también ese ruido se hizo cada vez más fuerte y luego se detuvo. Peter estaba lo suficientemente consciente como para saber que debía intentar abrir los ojos. Debía levantarse de la cama y acercarse a la ventana. Pero estaba tan cómodo donde estaba, el cuerpo pesado y blando, como un globo lleno de agua. Era un esfuerzo levantar los párpados. Hubo otro ruido fuera, justo debajo de su ventana, unos golpes suaves y acompasados, como pisadas, pero más lentas, como si alguien estuviera subiendo por una escalera. Y el sonido de una respiración dificultosa y malhumorada que se hacía más fuerte por segundos.
Peter volvió en sí y abrió los ojos. La ventana abierta llenó su campo de visión. Podía ver el ex remo de una escalera de aluminio apoyada contra el alféizar de la ventana, y una mano, una mano vieja y arrugada, seguida de otra, cogiéndose a la repisa. Peter se hundió entre las almohadas. Estaba demasiado aterrorizado para recordar sus planes cuidadosamente trazados. Todo cuanto podía hacer era mirar. Una cabeza y unos hombros aparecieron en el marco de la ventana La cara estaba oculta por un chal de cuadros y un ajustado gorro negro. La figura se quedó inmóvil un momento, contemplando la habitación sin ver a Peter. A continuación, empezó a entrar por la ventana con irritados gruñidos y murmullos de «¡Maldita cosa estúpida!» hasta que estuvo dentro, inspeccionando la habitación, sin percatarse todavía de la presencia de Peter, que permanecía tan inmóvil que debía de parecer parte del dibujo de la colcha.
El ladrón buscó en un bolsillo, sacó un par de guantes negros y se los puso rápidamente. Luego se apartó el chal y se echó para atrás el gorro. Pero no era en absoluto un ladrón. Peter no pudo contenerse. Soltó un grito de asombro. El ladrón lo miró fijamente sin sorpresa.
—¡Señora Ludobel! —susurró Peter.
La señora Ludobel le sonrió con su sonrisa amarilla y alzó las cejas.
—Sí. Te he visto antes de entrar. Me preguntaba cuándo ibas a reconocerme.
—Pero si le robaron la semana pasada…
La señora Ludobel le lanzó una mirada, compadeciéndose de su estupidez.
—Fue un montaje, para que nadie sospechara de usted, ¿verdad? —añadió Peter.
La señora Ludobel asintió alegremente. Parecía mucho más feliz haciendo de ladrón.
—Vamos a ver, ¿vas a dejarme hacer mi trabajo y mantener luego la boca cerrada o voy a tener que matarte?
Al tiempo que hacía esa importante pregunta, avanzó por la habitación, mirando a todos lados.
—En realidad, no es que haya mucho. Pero me llevaré esto.
Cogió de una repisa una reproducción de la torre Eiffel que Peter había comprado en París una vez que estuvo de viaje con la escuela. Se la metió en el bolsillo.
Fue en ese momento cuando Peter recordó su plan. Cogió la cámara de la mesita de noche.
—¿Señora Ludobel? —dijo mansamente.
En el momento en que se dio la vuelta y abandonó su escrutinio de los juguetes de Peter, el flash le dio en la cara. Y luego otra vez flash… flash. Inmediatamente después del tercero, Peter empezó a rebobinar el carrete.
—Eh, niño, dame esa cámara. Ahora mismo.
Su voz se convirtió en un chillido en esas dos últimas palabras. Tendió una mano que agitó con furia.
Peter sacó el carrete. Al mismo tiempo que le entregaba la cámara, se inclinó sobre el borde de la cama y lo echó a rodar por el agujero del ratón.
—Niño, ¿qué pretendes? ¡Esta cámara está vacía!
—En efecto —dijo Peter—. Sus fotos están ahí dentro. Nunca podrá sacarlas.
Con un crujido de las articulaciones de las rodillas, la señora Ludobel se agachó y miró. A continuación, con pequeños jadeos malhumorados se incorporó.
—¡Vaya! —dijo distraídamente—. Tienes razón, Parece que al final tendré que matarte.
Y, con esas palabras, sacó una pistola y le apuntó a la cabeza.
Peter retrocedió hacia la pared.
—Yo que usted no lo haría —dijo—. Pero si insiste, hay algo que debería saber primero. Me parece justo que se lo cuente.
La señora Ludobel soltó una sonrisa amarilla, malhumorada.
—Desembucha rápido.
Peter habló con rapidez.
—En algún sitio de esta casa hay un sobre con la inscripción «Abrir en caso de muerte repentina». Dentro dice que en esta ratonera hay unas fotos del ladrón que es también un asesino. Necesitarán una palanca y un mazo, pero estoy seguro de que se tomarán la molestia.
Hizo falta al menos un minuto para que la señora Ludobel digiriera esa información y durante todo ese tiempo mantuvo la pistola a la altura de la cabeza de Peter. Al final, bajó el arma, pero no la apartó.
—Muy astuto —soltó—. Pero no has acabado de planearlo bien del todo. Si te disparo, las fotos se descubrirán y me detendrán. Pero si no te disparo tú entregarás las fotos a la policía y me detendrán igualmente. Así que podría muy bien dispararte sólo por divertirme. Y como castigo por hacerme la vida tan difícil.
Quitó el seguro de la pistola, que hizo un ruido seco, y la alzó de nuevo hacia él. Peter intentó bajar de la cama manteniendo al mismo tiempo las manos sobre la cabeza. No era fácil. No quería en modo alguno que le dispararan. Faltaban sólo unas pocas semanas para su cumpleaños y deseaba tener una bici nueva.
—Pero, señora Ludobel —tartamudeó—. He pensado en eso. Si promete dejar de robar y devolver todas las cosas que ha cogido, intentaré pescar las fotos y se las daré. De verdad, se lo prometo.
Sus ojos se entrecerraron mientras consideraba la oferta.
—Mmm. Devolver todas esas cosas no será fácil.
—Podría dejarlas por la noche delante de las puertas.
La señora Ludobel apartó el arma. Peter bajó las manos.
—¿Sabes una cosa? —dijo con voz aduladora—. Había pensado llegar hasta el final de la calle. No podría…
—Lo siento —dijo Peter—. Tiene que parar ya. Esta es mi oferta. Si no le gusta, venga, dispare.
La señora Ludobel se dio la vuelta, pareció dudar y, durante un angustiante instante, Peter pensó que lo haría. Pero cogió el chal, se embozó con él y se colocó de nuevo el gorro. Se dirigió hacia la ventana y empezó a salir.
—Me he divertido mucho en estos últimos meses. Ahora tendré que volver a gritar a los niños.
—Sí —dijo Peter suavemente—. Por eso no pueden detenerla.
La señora Ludobel le lanzó una última sonrisa amarilla y luego desapareció. Peter oyó el crujido de sus pisadas en los peldaños de la escalera de mano y el chirrido cuando la apartó de la pared. Se sentó en el borde de la cama, se puso la cabeza entre las manos y suspiró. Había ido por un pelo.
Estaba aún en esa posición cuando oyó pisadas que subían ruidosamente por la escalera. La puerta se abrió de golpe y su padre irrumpió en la habitación, se agachó junto a él y le cogió la mano.
—Gracias a Dios estás bien —dijo Thomas Fortune sin aliento.
—Sí —dijo Peter—. Ha ido por…
—Te has quedado dormido aquí arriba —dijo su padre—. Menos mal. No has oído nada. Se ha llevado la televisión, la manta y todo el jabón del cuarto de baño. Ha recortado el cristal de una ventana lateral y ha sacado los tornillos…
Mientras su padre seguía hablando, Peter no dejó de contemplar el agujero del ratón. En los días que siguieron, pasó horas tumbado boca abajo, buscando en el agujero con el alambre de una percha. Cada vez que se cruzaba con la señora Ludobel, ella fingía no conocerlo. Nunca mantuvo su palabra y no devolvió los objetos robados y, mientras tanto, los robos continuaron hasta el final de la calle. Habría ido a la cárcel de poder recuperar él esas fotos, de modo que siguió metiendo el trozo de alambre y hurgando en la ratonera. Pero nunca encontró el rollo de película, como tampoco encontró nunca su reproducción de la torre Eiffel.