Había un matón en la escuela de Peter y se llamaba Barry Tamerlane. No parecía un matón. No iba desaliñado, su rostro no era feo, no tenía una sonrisa inquietante, ni costras en los nudillos, ni tampoco llevaba armas peligrosas. No era especialmente grande. Ni tampoco era uno de esos tipos pequeños, enjutos y huesudos que pueden resultar feroces luchadores. No lo maltrataban en su casa, como ocurre con muchos matones, ni estaba consentido. Sus padres eran amables pero firmes, y no sospechaban nada. Su voz no era fuerte ni ronca, los ojos no eran pequeños ni duros y ni siquiera era muy tonto. En realidad, era más bien regordete y fofo, aunque no exactamente un gordito, llevaba gafas, tenía una cara blanda y rosada y un aparato de metal en la boca. Exhibía a menudo un aspecto triste y desamparado que atraía a algunos adultos y que le era útil cuando tenía que dar explicaciones para salir de algún lío.
¿Qué era entonces lo que convertía a Barry Tamerlane en un matón con éxito? Peter había dado a esa pregunta un montón de distraídas vueltas. Su conclusión era que había dos razones para el éxito de Barry. La primera era que parecía capaz de moverse de la forma más rápida entre querer algo y conseguirlo. Si estabas en el patio con un juguete y a Barry Tamerlane le gustaba su aspecto, sencillamente te lo arrancaba de las manos. Si necesitaba un lápiz en clase, sencillamente se daba la vuelta y «tomaba prestado» el tuyo. Si había una cola, se dirigía directamente al principio. Si se enfadaba contigo, te lo decía y luego te golpeaba con fuerza. La segunda razón del éxito de Tamerlane era que todo el mundo le tenía miedo. Nadie sabía a ciencia cierta por qué. El nombre mismo de Barry Tamerlane bastaba para sentir una mano helada apretándote el estómago. Le tenías miedo porque todo el mundo se lo tenía. Era temido porque tenía la reputación de ser temible. Cuando lo veías llegar, te apartabas de su camino y cuando te pedía tus caramelos o tus juguetes, se los entregabas. Eso era lo que hacía la gente, así que parecía sensato actuar del mismo modo.
Barry Tamerlane era un chico poderoso en la escuela Nadie era capaz de impedir que consiguiera lo que quería. El mismo no era capaz de impedirlo. Era una fuerza ciega. A veces le parecía a Peter como un robot programado para hacer lo que tuviera que hacer. Era extraño que no le importara no tener amigos ni que todos lo odiaran y lo evitaran.
Peter, por supuesto, mantenía las distancias con el matón, pero le dedicaba una atención especial. Barry Tamerlane era un misterio. Cuando cumplió once años, Barry invitó a una docena de chicos del colegio a una fiesta. Peter intentó eludir la invitación, pero sus padres no le hicieron caso. Les caían bien el señor y la señora Tamerlane, de modo que, según la lógica de los adultos, a Peter tenía que caerle bien Barry.
El sonriente homenajeado recibió a sus invitados en la puerta.
—¡Hola, Peter! Gracias. ¡Eh, mamá, papá, mirad lo que me ha regalado mi amigo Peter!
Aquella tarde Barry fue amable con todos sus invitados. Participó en los juegos y no pretendió ganar siempre con la excusa de que era su cumpleaños. Rio con sus padres, sirvió las bebidas y ayudó a recoger y fregar los platos. En un momento dado, Peter echó una ojeada al dormitorio de Barry. Había libros por todas partes, un tren en el suelo, un viejo osito de peluche en la cama apoyado contra una almohada, un juego de química, un videojuego: era un dormitorio como el suyo.
Al final de la tarde, Barry le dio a Peter un amable golpe en el brazo y le dijo:
—Hasta mañana, Peter.
De modo que Barry Tamerlane lleva una doble vida, pensó Peter camino de casa. Todas las mañanas, en algún punto del trayecto entre la casa y la escuela, el niño se transforma en monstruo y, al final del día, el monstruo se transforma de nuevo en un niño. Esos pensamientos llevaron a Peter a fantasear acerca de pociones y fórmulas mágicas que transforman a la gente; y luego, en las semanas que siguieron a la fiesta de cumpleaños, no volvió a pensar en ello. Resulta un verdadero misterio el modo en que podemos llegar a acostumbrarnos a vivir con misterios, y había en el universo enigmas mucho más grandes que Barry Tamerlane.
Uno de esos enigmas le había rondado bastante por la cabeza a Peter últimamente. Un día iba por un pasillo de la escuela, camino de la biblioteca, cuando pasaron junto a él dos chicas de una clase superior.
Una le estaba diciendo a su amiga:
—Pero ¿cómo sabes que no estás soñando ahora? Podrías estar soñando que me hablas.
—Bueno —dijo la amiga—, podría pellizcarme y si me doliera me despertaría.
—Pero supón —dijo la primera chica— que sueñas que te pellizcas y que sueñas que te duele. Todo puede ser un sueño y no saberlo nunca…
Doblaron una esquina y desaparecieron. Peter se detuvo para pensar. Era una idea que se le había medio ocurrido, pero que nunca había formulado con tanta claridad. Miró a su alrededor. El libro de la biblioteca en la mano, el iluminado ancho pasillo, las luces del techo, las aulas a ambos lados, los niños que se le acercaban: todo eso podría no estar allí. Podrían no ser más que pensamientos en su cabeza. A su lado, en la pared, había un extintor. Alargó la mano y lo tocó. El rojo metal estaba frío bajo sus dedos. Era sólido, real. ¿Cómo no iba a estar allí? Pero, al mismo tiempo, eso era lo que sucedía en los sueños: todo parecía ser real. Sólo cuando te despertabas sabías que habías estado soñando. ¿Cómo podía saber que no estaba soñando el extintor, soñando el rojo, soñando su tacto?
Transcurrieron los días y Peter siguió pensando en el problema. Se encontraba una tarde en el jardín cuando se dio cuenta de que, si estaba soñando el mundo, todo cuanto ocurriera lo provocaría él. Justo encima, en lo alto del cielo, un avión iniciaba el descenso. La luz del sol daba un reflejo plateado a sus alas. Las personas que allá arriba estaban enderezando los asientos y cerrando las revistas no tenían ni idea de que eran soñados por un niño en el suelo. ¿Significaba eso que cuando un avión se estrellaba era por su culpa? ¡Qué idea más terrible! Pero en realidad, si era así, tampoco había, en el fondo, accidentes de aviación. Eran sólo sueños. A pesar de todo, miró fijamente el avión y deseó con todas sus fuerzas que llegara sano y salvo al aeropuerto. Llegó.
Una noche, un par de días más tarde, la madre de Peter entró en su dormitorio para darle el beso de buenas noches. En el momento en que sus labios le tocaron la mejilla, tuvo otro pensamiento. Si estaba soñando, ¿qué pasaba con su madre cuando se despertaba? ¿Habría otra madre, más o menos igual, sólo que de verdad? ¿O alguien completamente diferente? ¿O nadie? Viola se quedó bastante sorprendida cuando Peter le rodeó el cuello con los brazos y trató de impedir que se fuera.
Con el paso de los días, Peter siguió dándole vueltas al problema y empezó a pensar que seguramente era verdad que su vida era sólo un sueño. Había mucho de sueño en el modo en que los niños llegaban al colegio cada mañana como un río humano, en el modo en que la voz de la maestra flotaba entre las paredes del aula y en el modo en que se movía su falda cuando se dirigía a la pizarra. Y fue casi como un sueño el modo en que la maestra se plantó de pronto ante él y le dijo:
—¿Peter, Peter? ¿Me escuchas? ¿Estás otra vez en las nubes?
Intentó decirle la verdad.
—Creo —dijo muy cautelosamente— que estaba pensando sobre estar en las nubes.
Toda la clase se echó a reír. Fue una suerte para Peter que la señorita Burnett tuviera debilidad por él. Le alborotó el pelo y se alejó hacia las primeras filas diciéndole:
—Venga, presta atención.
Y así fue como ocurrió que Peter se encontró en el fondo del patio durante el recreo. Todo el que se fijara en él habría visto a un niño de pie junto a un muro, con una manzana en la mano, mirando el aire, sin hacer nada. En realidad, Peter estaba pensando con intensidad. Había estado a punto de comerse la manzana cuando había tenido otra idea brillante. Un gran avance. Si la vida era un sueño, morir debía de ser el momento en que te despertabas. Eso era lo que la gente quería decir cuando hablaban de ir al cielo. Era como despertarse. Peter sonrió. Estaba a punto de recompensarse con un mordisco de la manzana cuando alzó la vista y se encontró contemplando la redondeada cara sonrosada de Barry Tamerlane, el matón de la escuela.
Sonreía, pero no parecía contento. Sonreía porque quería algo. Había cruzado el patio en línea recta en dirección a Peter, pasando entre quienes jugaban al fútbol, al tejo y a la comba.
Le cogió la mano y dijo simplemente:
—Quiero esa manzana.
Y volvió a sonreír. Unos destellos plateados brillaron en el aparato metálico de su boca.
Peter no era un cobarde. Una vez, en Gales, bajó una montaña con un tobillo torcido y sin quejarse. Y una vez se metió vestido en un mar embravecido para sacar de las olas al perro de una señora. Pero no tenía ánimos para luchar. Era algo que rehuía hacer. Era bastante fuerte para su edad, pero sabía que nunca podría ganar una pelea porque nunca podría llegar a pegarle a alguien verdaderamente fuerte. Cuando estallaba una pelea en el patio y todos los niños formaban un corro, Peter sentía náuseas en el estómago y debilidad en las piernas.
—Venga —dijo Barry Tamerlane con voz razonable—. Dámela o te aplastaré la cara.
Peter sintió que un torpor le subía desde los pies y se apoderaba de su cuerpo. La manzana era amarilla veteada de rojo. La piel estaba un poco mustia porque hacía una semana que la había llevado a la escuela, donde había envuelto su pupitre con un aroma dulce y silvestre. ¿Valía una nariz aplastada? De ningún modo. Pero, al mismo tiempo, ¿iba a regalarla sólo porque un matón se lo exigía?
Miró a Barry Tamerlane. Se había acercado un poco más. Su redonda cara sonrosada había enrojecido. Las gafas le hacían los ojos más grandes. Una pequeña burbuja de saliva colgaba entre su aparato y un incisivo. No era más grande ni, sin duda, más fuerte que Peter.
Ya algunos niños, dándose cuenta de que pasaba algo en el rincón del patio donde estaba Tamerlane, empezaban a juntarse en un círculo irregular.
—¡Vamos, Peter! ¡Rómpele la jeta! —dijo alguien poco servicialmente.
Barry Tamerlane se dio la vuelta y lanzó una mirada, y el chico retrocedió hasta las últimas filas de la multitud.
—¡Ánimo, Barry! ¡Animo, Barry! —dijeron otras voces.
A Barry Tamerlane no le gustaba que lo rechazaran. Se estaba preparando para luchar. Había retrocedido un poco, había cerrado un puño y se había ladeado un poco. Las rodillas estaban ligeramente inclinadas y se balanceaba. Parecía saber lo que hacía.
Al círculo se estaban sumando más niños. Peter oyó el grito que recorría el patio: «¡Una pelea! ¡Una pelea!». La gente acudía de todas las direcciones.
El corazón de Peter sonaba en sus oídos. La última vez que se vio en una situación semejante había sido un gato con un truco humano en la manga. Pero en esta ocasión no era tan sencillo. Intentando ganar tiempo, se pasó la manzana de una mano a otra y dijo:
—¿De verdad quieres esta manzana?
—Ya me has oído —dijo Tamerlane con una voz monótona—. Esa manzana es mía.
Peter miró al niño que se disponía a golpearlo y recordó la fiesta de cumpleaños tres semanas atrás, cuando Barry se había mostrado tan cordial y amistoso. En ese momento, apretaba la cara para parecer lo más malvado posible. ¿De dónde había sacado la idea de que cuando estaba en la escuela podía hacer cualquier cosa o coger lo que quisiera?
Peter se atrevió a quitarle los ojos de encima a Barry un momento y vio el apretado círculo de caras excitadas y temerosas. Ojos grandes, bocas abiertas. Alguien estaba a punto de ser derribado por el terrible Tamerlane y nadie podía hacer nada. ¿Qué era lo que hacía tan poderoso al sonrosado y regordete Barry? Inmediatamente, sin que viniera de ningún sitio, Peter encontró la respuesta. Es evidente, pensó. Somos nosotros. Nosotros lo hemos soñado un matón de escuela. No es más fuerte que ninguno de nosotros. Nosotros hemos soñado su poder y su fuerza. Nosotros lo liemos convertido en lo que es. Cuando vuelve a casa, nadie cree en él como matón y entonces se convierte en sí mismo.
Barry habló de nuevo:
—Es tu última oportunidad. Dame la manzana o te mandaré al quinto pino de un puñetazo.
Como respuesta, Peter se llevó la manzana a la boca y le dio un enorme bocado.
—¿Sabes una cosa? —dijo lentamente con la boca llena—. No te creo. En realidad, te voy a decir algo gratis. Ni siquiera creo que existas.
La multitud lanzó un grito ahogado y, también, algunas risitas. Peter parecía muy seguro de si mismo. Quizá estaba en lo cierto.
Incluso Barry frunció el ceño y dejó de balancearse.
—¿Qué estás diciendo?
Todo el miedo de Peter había desaparecido. Se plantó justo delante de Barry, sonriendo como si más bien se apiadara de él por no existir. Tras semanas de preguntarse si la vida era realmente un sueño, Peter había decidido que Tamerlane el matón sin duda era uno y que, si golpeaba a Peter en la cara con toda su fuerza, no podría hacerle más daño que una sombra.
Peter le dio otro mordisco a la manzana Acercó su cara a la de Barry y lo miró como si no fuera más que una foto divertida en la pared.
—No eres más que una gelatina rosa y gorda… con dientes de metal.
Sonó una risotada que se extendió por la multitud y no se detuvo. Sonaron risas socarronas, risitas y gritos. Los niños se apiñaron más y se dieron palmadas en las rodillas. Estaban exagerando, por supuesto. Querían demostrarse que ya no tenían miedo. Se lanzaron fragmentos de insultos.
—¡Gelatina rosa… dientes de metal… una gelatina con dientes de metal!
Peter sabía que su comentario era cruel. Pero ¿qué importaba? De todas formas, Barry no era real. Había adquirido un rosa brillante, más brillante que cualquier gelatina. Estaba odiando ese momento.
Peter insistió un poco más antes de que Barry fuera consciente de su rabia.
—He estado en tu casa, ¿te acuerdas? Por tu cumpleaños. Sólo eres un niño simpático y normal. Te vi ayudando a tu mamá a fregar los platos…
—¡Aaaaaaah! —cantó la multitud en una larga nota descendente de fingido afecto.
—No es verdad —soltó Barry.
Le brillaban los ojos.
—Y miré en tu habitación y vi tu osito colocado sobre la cama.
—¡AAAAAAAh! —gritó la multitud. El sonido descendió desde una nota aún más elevada, hasta convertirse en burla—. ¡Ooooooh! ¡Barry Blandiblup!…, ¡un osito de peluche!…, ¡aaaah!
Por supuesto no había ni un solo niño que no siguiera queriendo en secreto a un apolillado animal de peluche y lo abrazara por la noche. Pero qué maravilloso era saber que el matón también tenía uno.
Es probable que Barry Tamerlane aún pensara en pegarle a Peter en la cara. Mientras los gritos y las burlas crecían, alzó el brazo y apretó débilmente el puño. Y entonces sucedió algo terrible. Estalló en lágrimas. No hubo disimulo. Las lágrimas aparecieron en fluidas hileras a ambos lados de su nariz, y la respiración dejó de estar bajo control. Todo su cuerpo se agitó como si luchara por pequeñas bocanadas de aire. Pero la multitud no conocía la piedad.
—¡El Blandiblup se quiere ir con mamá!
—¡Quiere estar con su osito!
—¡Ooooooh! ¡Miradlo!
Y entonces el llanto se hizo tan poderoso que el pobre Barry ni siquiera tuvo fuerzas para alejarse. Se quedó en medio del círculo de niños, llorando y restregándose los mocos con las manos. Todo y todos estaban contra él. Nadie creía en él. La burbuja del sueño había estallado y el matón había desaparecido con ella.
Lentamente, las pullas y la risa fueron desapareciendo y un incómodo silencio se apoderó de la multitud. Los niños empezaron a alejarse, de vuelta a sus juegos. Una maestra cruzó corriendo el patio, pasó los brazos sobre los hombros del solitario niño y se lo llevó diciendo:
—Pobre niño. ¿Se estaban metiendo contigo?
Durante el resto de esa mañana en clase, Barry estuvo alicaído. Se encorvó sobre su trabajo y no levantó la vista ni miró a nadie. Parecía como si intentara parecer más pequeño o desaparecer del todo.
Peter, en cambio, se sentía henchido de satisfacción. Llegó del patio y se sentó en su pupitre, justo detrás de Barry, fingiendo no darse cuenta de los guiños y las agradecidas sonrisas que se producían a su alrededor. Le había dado una paliza al matón sin levantar un dedo, y casi toda la escuela lo había visto. Era un héroe, un conquistador, un superhombre. No había nada que no pudiera conseguir con su brillante y astuta inteligencia.
Pero, a medida que transcurría la mañana, empezó a sentirse bastante diferente. Sus palabras empezaron a atormentarlo. ¿Las había dicho de verdad? Fue consciente de la desarbolada figura de Barry Tamerlane delante de él y le golpeó la espalda con una regla. Pero Barry sacudió la cabeza y no se dio la vuelta. Peter se estremeció al recordar más cosas que había dicho. Intentó recordar lo horrible que había sido Barry. Peter intentó concentrarse en su victoria, pero ya no estaba a gusto con ella. Se había burlado de Barry por ser gordo, por llevar un aparato en la boca, tener un osito y ayudar a su mamá. Había querido defenderse y darle una lección a Barry, pero había acabado por convertirlo en objeto de burla y desprecio de toda la escuela. Sus palabras habían hecho más daño que un puñetazo en la nariz. Había aplastado a Barry. ¿Quién era el matón ahora?
Al salir para almorzar, Peter dejó una nota en el pupitre de Barry. Decía: «¿Quieres jugar al fútbol? P.S.: Yo también tengo un osito y he ayudado a fregar los platos. Peter».
Barry había temido tener que enfrentarse a todos durante el siguiente recreo, de modo que aceptó con gusto. Los dos niños organizaron un partido e insistieron en estar en el mismo equipo. Se ayudaron mutuamente a marcar goles y al final se cogieron del brazo. No tenía sentido que alguien se burlara de Barry. Él y Peter se habían hecho amigos, no exactamente amigos íntimos, pero amigos al fin y al cabo. Barry colgó la nota de Peter en la pared frente a la mesa de su habitación y el matón, como todos los malos sueños, pronto fue olvidado.