En la cocina, grande y desordenada, había un cajón. Por supuesto, había muchos cajones, pero cuando alguien decía: «La cuerda está en el cajón de la cocina», todos lo entendían. Lo más probable era que la cuerda no estuviera en el cajón. Se suponía que tenía que estar, junto con una docena de otras cosas útiles que nunca estaban allí: destornilladores, tijeras, cinta adhesiva, chinches, lápices. Si uno quería una de esas cosas, miraba primero en el cajón y luego en todos los demás sitios. Era difícil de definir lo que se guardaba en el cajón: cosas que no tenían un lugar natural, cosas que no tenían utilidad pero que no merecían ser tiradas, cosas que podrían arreglarse algún día. Cosas como pilas que no estaban del todo gastadas, tuercas sin tornillos, el asa de una tetera de gran valor sentimental, un candado sin llave o una cerradura de combinación cuyo número secreto era un secreto para todos, las canicas menos apreciadas, monedas extranjeras, una linterna sin bombilla, un único guante de un par amorosamente tejido por la abuelita antes de morir, el tapón de una bolsa de agua caliente, un fósil roto. Debido a alguna mágica inversión, toda lo espectacularmente inútil acababa llenando el cajón destinado a las herramientas prácticas. ¿Qué podía hacerse con una única pieza de rompecabezas? Pero, por otro lado, ¿se atrevía alguien a tirarla?
De vez en cuando, el cajón se vaciaba. Viola Fortune tiraba el desconcertante arsenal a la basura y volvía a hacer provisión de cuerda, cinta adhesiva, tijeras… Luego, poco a poco, esos preciosos artículos huían en señal de protesta a medida que los cachivaches volvían a acumularse.
A veces, en momentos de aburrimiento, Peter abría el cajón con la esperanza de que los objetos le sugirieran una idea o un juego. No ocurría nunca. Nada encajaba, nada tenía relación. Si un millón de monos hubieran agitado el cajón durante un millón de años, quizá el contenido habría acabado ensamblándose y formando una radio. Pero con toda seguridad esa radio nunca funcionaría, y nadie la tiraría nunca. Y también había otras veces, como aquella aburrida y calurosa tarde de domingo, en que nada salía bien. Peter quería construir algo, inventar algo, pero no conseguía encontrar ninguna pieza interesante, y el resto de la familia no representaba ninguna ayuda. Lo único que querían hacer era haraganear tumbados en la hierba, fingiendo que dormían. Peter estaba harto de ellos. El cajón parecía ser un símbolo de todo lo malo de aquella familia. ¡Menudo lío! No era de extrañar que no pudiera pensar nada con claridad. No era de extrañar que siempre estuviera con la cabeza en las nubes. Si viviera solo sabría dónde encontrar destornilladores y cuerdas. Si estuviera solo, también sabría donde estaban sus pensamientos. ¿Cómo era posible esperar que realizara los grandes inventos que cambiarían el mundo cuando su hermana y sus padres provocaban esas montañas de desorden?
Aquella particular tarde de domingo, Peter estaba revolviendo el fondo del cajón. Buscaba un anzuelo, pero sabía que tenía pocas posibilidades. Su mano se cerró sobre un pequeño muelle grasiento que pertenecía a unas tijeras de podar. Lo dejó. Detrás había paquetes de semillas: demasiado viejas para plantarlas, no lo suficiente para tirarlas. Qué familia, pensó Peter mientras metía la mano derecha en el fondo del cajón. ¿Por qué no son como todo el mundo, con pilas en todos los aparatos y juguetes que funcionan, con rompecabezas y juegos de cartas completos y con todas las cosas en el armario adecuado? Su mano se cerró sobre algo frío. Sacó un pequeño frasco azul oscuro con una tapa negra. En una etiqueta blanca estaba escrito: «Crema disolvente». Contempló esas palabras durante largo rato, intentando descifrar su significado. En el interior había una viscosa crema blanca de superficie suave. Nunca se había utilizado. Introdujo en ella la yema del índice. La sustancia estaba fría: no era el frío riguroso y crudo del hielo, sino un frescor envolvente, aterciopelado y cremoso. Retiró el dedo y soltó un grito de sorpresa. La punta de su dedo había desaparecido. Se había disuelto completamente. Enroscó la tapa y subió corriendo a su cuarto. Colocó el frasco en una estantería, de una patada despejó el suelo de ropa y juguetes para poder sentarse, con la espalda apoyada en la cama. Necesitaba pensar.
Primero, se examinó el índice. Era casi tan corto como el pulgar. Tocó el espacio donde tenía que estar la parte que le faltaba de dedo. No había nada. La punta del dedo no era simplemente invisible. Se había fundido.
Tras media hora de pensar con calma, Peter se dirigió a la ventana, que daba al jardín de atrás. El césped parecía la versión al aire libre del cajón de la cocina. Ahí estaban sus padres tumbados boca abajo en la hierba, medio dormidos, tomando el sol. Entre ellos estaba Kate, que seguramente pensaba que tomando el sol se las daba de adulta. Alrededor del trío estaban los restos de su tarde de domingo desperdiciada: tazas de té, tetera, periódicos, bocadillos a medio consumir, pieles de naranja, envases vacíos de yogur. Contempló a su familia con resentimiento. No se podía hacer nada con esa gente, pero tampoco se podían tirar. O, mejor dicho, bueno, quizá… Inspiró profundamente, se metió el pequeño frasco azul en el bolsillo y bajó.
Peter se arrodilló junto a su madre. Ella murmuró somnolienta.
—Ten cuidado con no quemarte, mamá —dijo Peter lleno de amabilidad—. ¿Quieres que te ponga un poco de crema en la espalda?
Viola Fortune murmuró algo que sonó parecido a un sí. Él sacó el frasco. Era difícil desenroscar la tapa con un dedo de menos. Se colocó el guante desemparejado que había cogido al pasar por la cocina. La blanca espalda de su madre brillaba a la luz del sol. Todo estaba a punto.
Peter no albergaba ninguna duda de que quería a su madre muchísimo, y de que ella lo quería a él. Le había enseñado a hacer caramelo y a leer y escribir. Había saltado una vez en paracaídas y se quedaba en casa con él cuando estaba enfermo. Era la única madre que conocía capaz de hacer el pino y aguantarse sin las manos. Pero había tomado una decisión y tenía que desaparecer. Sacó una porción de crema fría con la punta de su dedo enguantado. El guante no desapareció. La magia parecía funcionar sólo con tejido vivo Dejó caer la crema justo en medio de la espalda de su madre.
—Oh —exclamó, sin demasiada convicción—. Está muy fría.
Peter empezó a extender la crema de modo uniforme y, en el acto, su madre empezó a disolverse. Hubo un momento desagradable mientras la cabeza y las piernas seguían estando en la hierba, sin nada en medio. Rápidamente extendió más crema en la cabeza y los tobillos.
Desapareció. El suelo sobre el que había estado echada tenía todavía su marca, pero al mirar con más atención vio que las hojas de césped ya se estaban enderezando.
Peter se acercó con el frasquito azul a su padre.
—Me parece que te estás quemando, papá —dijo Peter—, ¿te pongo un poco de crema?
—No —dijo su padre sin abrir los ojos.
Pero Peter ya había sacado una buena porción de crema y la estaba extendiendo por los hombros de su padre. Lo cierto era que no había nadie en el mundo, exceptuando a su madre, a quien Peter quisiera más que a su padre. Y estaba clarísimo que su padre lo quería. Thomas Fortune aún conservaba en el garaje una moto de 500 cc (otra cosa que no se podía tirar) y con ella lo llevaba dar vueltas. Le había enseñado a silbar, a anudarse los zapatos de un modo especial y a derribar la gente haciéndola caer por encima de la cabeza. Pero Peter había tomado una decisión y su padre tenía que desaparecer. Esta vez untó la crema desde los pies a la cabeza en menos de un minuto, y lo único que quedó en el césped fueron las gafas que Thomas Fortune usaba para leer.
Sólo quedaba Kate. Yacía llena de satisfacción, boca abajo, entre los dos padres disueltos. Peter miró el frasco azul. Quedaba lo suficiente para una persona pequeña. Le habría costado admitir que quería a su hermana. Una hermana estaba sencillamente ahí, se la quisiera o no. Pero era divertido jugar con ella cuando estaba de buen humor; además, tenía la clase de cara que hacía que a uno le entraran ganas de hablar con ella y probablemente era cierto que en el fondo la quería, y ella a él. A pesar de todo, había tomado una decisión y tenía que desaparecer.
Sabía que sería un error preguntar a Kate si quería que le pusiera crema en la espalda. Inmediatamente sospecharía alguna jugarreta. Los niños son más difíciles de engañar que los adultos. Pasó el dedo por el fondo del frasco y estaba a punto de dejar caer sobre ella un pegote de tamaño medio, cuando su hermana abrió los ojos y vio la mano enguantada.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
Se levantó de un salto, golpeó el brazo de Peter e hizo que la crema destinada a su espalda le cayera en la cabeza. Estaba de pie, tocándose el pelo.
—Mamá, papá, me está echando porquería encima —se quejó.
—Oh, no —dijo Peter.
La cabeza de Kate, así como sus manos, estaban desapareciendo. Y empezó a correr por el jardín como un pollo sin cabeza, agitando sus reducidos brazos. Habría gritado de tener boca con la que gritar. Es terrible, pensó Peter, y echó a correr tras ella.
—¡Kate! ¡Escúchame! ¡Para!
Pero Kate no tenía oídos. Siguió corriendo en círculos cada vez más grandes, hasta que chocó contra el muro del jardín y cayó en los brazos de Peter. ¡Qué familia!, pensó, mientras untaba lo que quedaba de crema disolvente sobre Kate. Qué alivio cuando por fin desapareció y hubo paz en el jardín.
Ante todo, quiso ordenar el lugar. Recogió la basura de la hierba y la tiró al cubo de la basura: la tetera, las tazas y todo lo demás, así se ahorraría fregar. A partir tic ese momento, la casa se regiría eficazmente. Cogió una gran bolsa de plástico de su dormitorio y la llenó con los objetos que encontró por ahí. Todo lo que halló en su camino fue considerado basura: ropa en el suelo, juguetes en la cama, pares de zapatos extra. Patrulló por la casa recogiendo objetos que parecían no estar en su sitio. Lo que hizo con las habitaciones de u hermana y sus padres fue sencillamente cerrar las puertas. Despojó el salón de adornos, cojines, fotografías enmarcadas y libros. En la cocina, despejó las estanterías de platos, libros de cocina y botes de desagradables encurtidos. Cuando hubo acabado su trabajo al final de la tarde, había once bolsas de desechos domésticos alineados junto al cubo de la basura.
Se hizo la cena: pan con mantequilla y azúcar. Después, tiró el plato y el cuchillo a la basura. Luego, paseó por toda la casa, contemplando las habitaciones vacías. Por fin podía pensar bien, por fin podía ponerse a inventar sus inventos, en cuanto encontrara un lápiz y una hoja de papel en blanco. El problema era que los objetos que solían encontrarse por ahí como los lápices estaban probablemente en una de las once bolsas junto al cubo de la basura. No importaba. Antes de empezar el trabajo duro vería un ratito la televisión. La televisión no estaba prohibida en casa de los Fortune, pero tampoco se fomentaba, la ración diaria era de una hora. Una dosis mayor, creían los Fortune, pudría el cerebro. No aportaban ninguna prueba médica de esa teoría. Eran las seis de la tarde cuando Peter se sentó en un sillón con un litro de limonada, un kilo de toffes y un bizcocho. Esa noche vio lo de toda una semana. Era pasada la una de la madrugada cuando se levantó tambaleando y llegó con algún tropezón al oscuro vestíbulo.
—Mamá —llamó—. Voy a vomitar.
Se plantó delante de la taza del váter esperan do lo peor. No ocurrió, lo que fue más desagradable. Del piso de arriba llegó un sonido difícil de describir. Era un ruido de pasos chirriantes chancleteante y chapoteante, como si una criatura viscosa cruzara de puntillas un enorme charco de gelatina verde. Las náuseas de Peter desaparecieron y fueron sustituidas por el terror. Se dirigió a la escalera. Encendió la luz y echó una ojeada.
—Papá —dijo con voz ronca—. ¿Papá?
No hubo ninguna respuesta.
No tenía sentido dormir abajo. No había mantas y había tirado todos los cojines. Empezó a subir las escaleras. Cada paso crujía y lo delataba. El corazón le martilleaba en los oídos. Creyó oír de nuevo el sonido, pero no pudo estar seguro. Sólo el sibilante silencio y su batiente corazón. Subió otros tres escalones. Si Kate estuviera en su habitación, hablando con las muñecas… Le quedaban cuatro escalones para llegar al rellano. Si había un monstruo moviéndose de un lado a otro en un charco de gelatina, se había detenido y lo estaba esperando. Su dormitorio estaba a seis pasos de distancia. Contó hasta tres y se lanzó a correr. Cerró con fuerza la puerta tras él, echó el pestillo y se apoyó contra ella, esperando.
Estaba a salvo. La habitación parecía desnuda y amenazadora. Se metió en la cama con ropa y zapatos, dispuesto a salir por la ventana en caso de que el monstruo derribara la puerta. Esa noche Peter no durmió, corrió. Corrió en sueños, por resonantes pasillos, a través de un desierto de piedras y escorpiones, por laberintos de hielo, a lo largo de un inclinado y blando túnel rosa de paredes goteantes. Fue entonces cuando se dio cuenta que no lo perseguía el monstruo. Estaba corriendo por su garganta.
Se despertó de golpe y se sentó en la cama. Fuera había luz. Era media mañana quizá, o primera hora de la tarde. El día tenía ya un aspecto gastado. Quitó el pestillo de la puerta y asomó la cabeza. Silencio. Vacío. Descorrió las cortinas de habitación. La luz entró a raudales y empezó a sentirse más valiente. Fuera se oía el canto de los pájaros, el ruido del tráfico, el sonido de una cortadora de césped. Cuando volviera la oscuridad, también lo haría el monstruo. Lo que necesitaba, pensó, era una trampa. Si pretendía pensar con calma e inventar su invento, tendría que acabar con el monstruo de una vez por todas. Necesitaba, vamos a ver, veinte chinchetas, una linterna, algo pesado al final de una cuerda amarrada a un palo…
Esos pensamientos lo llevaron abajo, a la cocina. Abrió el cajón. Estaba apartando una caja de portavelas de cumpleaños que se habían medio derretido la última vez que se utilizaron cuando se vio el índice. ¡Estaba allí! Había vuelto a crecer. Los efectos de la crema habían desaparecido. Empezaba a considerar qué podría significar eso cuando sintió una mano en el hombro. ¿El monstruo? No, Kate, entera, de una sola pieza.
Peter empezó a parlotear.
—Gracias a Dios que estás aquí. Necesito que me ayudes. Estoy haciendo una trampa. Mira, con esto…
Kate empezó a arrastrarlo de la mano.
—Llevamos un buen rato llamándote desde el jardín. Y tú aquí, mirando el cajón. Ven a ver lo que estamos haciendo. Papá ha sacado el motor de la podadora vieja. Vamos a hacer un aerodeslizador.
—¡Un aerodeslizador!
Peter se dejó conducir hacia fuera. Tazas, pieles de naranja, periódicos y sus padres… sin disolver.
—Ven —gritó su madre—. Ven a ayudarnos.
Thomas Fortune tenía una llave inglesa en la mano.
—Podría funcionar —dijo—, si nos ayudas.
Mientras Peter corría en dirección a su padre, se preguntó qué día sería. ¿Domingo aún? Decidió no averiguarlo.