Cuando Peter se despertaba por la mañana, nunca abría los ojos hasta haber contestado dos sencillas preguntas. Siempre acudían a él en el mismo orden. Primera pregunta: ¿quién soy? Ah, si, Peter, diez años y medio. A continuación, con los ojos aún cerrados, segunda pregunta: ¿qué día de la semana es hoy? Y allí estaría ese hecho tan sólido e inamovible como una montaña. Martes. Otro día de escuela. Acto seguido se taparía la cabeza con las mantas, se hundiría en lo más hondo de su propia calidez y dejaría que lo engullera la agradable oscuridad. Casi podía fingir que no existía. Pero sabía que tendría que obligarse a salir. El mundo entero estaba de acuerdo en que era martes. La propia tierra, precipitándose a través del frío espacio, girando y moviéndose alrededor del sol, los había llevado a todos hasta el martes y no había nada que Peter, sus padres o el gobierno pudieran hacer para modificar ese hecho. Tendría que levantarse o perdería el autobús, llegaría tarde y se metería en un lío.
Qué cruel era entonces arrancar su cálido cuerpo amodorrado de ese nido y buscar la ropa, sabiendo que, menos de una hora después, estaría tiritando en la parada del autobús. Por la televisión, el hombre del tiempo había dicho que era el invierno más frío de los últimos quince años. Frío, pero no divertido. Ni nieve, ni escarcha, ni siquiera un charco helado en el que patinar. Sólo frío y gris, con un viento glacial que entraba en su dormitorio a través de una rendija de la ventana. Había veces en que le parecía que cuanto había hecho en la vida, y cuanto haría, era despertarse, levantarse e ir al colegio. Y el que todos los demás, incluidos los adultos, tuvieran que levantarse en esas oscuras noches invernales no facilitaba las cosas. Si todos pudieran ponerse de acuerdo para parar, a él también le sería más fácil hacerlo. Pero la tierra seguía dando vueltas, el lunes, el martes, el miércoles volvían otra vez, y todo el mundo seguía saliendo de la cama.
La cocina era una especie de casa intermedia entre su cama y el gran mundo exterior. Allí el aire estaba cargado del humo de las tostadas, el vapor del agua del té y los olores de beicon. Se suponía que el desayuno era una comida familiar, pero rara vez sucedía que los cuatro se encontraran sentados a la mesa al mismo tiempo. Los padres de Peter trabajaban, y siempre había alguien corriendo alrededor de la mesa presa del pánico, buscando un papel, una agenda o un zapato perdidos, y te tenías que sacar tú mismo lo que se estaba cocinando en el horno y buscarte un sitio en la mesa.
El lugar era cálido, casi tan cálido como la cama, pero menos tranquilo. El aire estaba lleno de acusaciones disfrazadas de preguntas.
¿Quién ha dado de comer al gato?
¿A que hora vuelves?
¿Terminaste los deberes?
¿Quién ha cogido mi maletín?
A medida que transcurrían los minutos, aumentaban la confusión y la urgencia. La familia tenía por norma que todo debía quedar ordenado antes de que nadie abandonara la casa. A veces, tenías que sacarte el trozo de beicon de la sartén antes de que alguien la inclinara sobre el cuenco del gato y quedara sumergida entre chisporroteos en el agua del fregadero. Los cuatro miembros de la familia corrían de un lado a otro con platos sucios y paquetes de cereales, chocando unos con otros, y siempre había alguien que murmuraba: «Voy a llegar tarde, voy a llegar tarde. ¡Es la tercera vez esta semana!».
Pero, en realidad, había un quinto miembro en la casa que nunca tenía prisa y que hacía caso omiso del barullo. Yacía estirado en lo alto de la repisa del radiador, los ojos medio cerrados, un bostezo ocasional como único signo de vida. Era un bostezo enorme, un bostezo insultante. La boca se abría en toda su extensión para mostrar una lengua limpia y rosada, y cuando por fin volvía a cerrarse, un confortable estremecimiento vibraba desde los bigotes hasta la cola: William, el gato, se preparaba para pasar el día.
Cuando Peter cogía apresuradamente la cartera y echaba una última mirada a su alrededor antes de salir corriendo de la casa, era a William a quien siempre veía. La cabeza apoyada en una pata, mientras la otra se balanceaba despreocupadamente sobre el borde de la repisa, chapoteando en el ascendente calor. Cuando por fin los ridículos humanos se iban, un gato podía dedicarse a dormir unas cuantas horas a pierna suelta. La imagen del gato adormilado atormentaba a Peter cuando salía de la casa y encontraba la helada ráfaga del viento del norte.
Hay que decir, por si alguien se extraña de que un gato pueda ser considerado un auténtico miembro de una familia, que William era más viejo que Peter y Kate juntos. Siendo un gato joven había conocido a su madre cuando todavía iba al instituto. Había ido con ella a la universidad y, cinco años más tarde, había asistido a su banquete de boda. Cuando Viola Fortune estaba esperando a su primer hijo y se echaba en la cama algunas tardes, el gato William solía formar un gran ovillo encima de ella, encima de lo que era Peter. Tras los nacimientos de Peter y Kate, desapareció de la casa durante días enteros. Nadie supo adonde ni por qué se fue. Había observado serenamente todas las penas y las alegrías de la vida familiar. Había visto cómo los bebés se convertían en niños que empezaban a andar e intentaban arrastrarlo de las orejas y había visto cómo los niños que empezaban a andar se convertían en niños que iban a la escuela. Había conocido a los padres cuando eran una joven y alocada pareja que vivía en una sola habitación. Ahora eran menos alocados en su casa con tres dormitorios. Y el gato William era también menos alocado. Ya no traía ratones o pájaros a la casa para depositarlos a los pies de humanos desagradecidos. Poco después de cumplir catorce años abandonó las peleas y ya no defendía orgullosamente su territorio. Peter consideraba indignante que el bravucón gato de los vecinos se apoderara del jardín, aprovechando que el viejo William no podía hacer nada para impedirlo. A veces, entraba en la cocina por la gatera y se zampaba la comida de William mientras el anciano gato lo contemplaba sin poder hacer nada. Sólo unos pocos años atrás ningún gato sensato se habría atrevido a poner una pata en el césped.
A William debió de afectarle la pérdida de sus fuerzas. Abandonó la compañía de otros gatos y se sentaba solo en la casa sumido en recuerdos y reflexiones. Pero, a pesar de sus diecisiete años, se mantenía lustroso y delgado. Era casi negro, con los pies y el pecho de un blanco deslumbrante, y una mancha blanca en la punta de la cola. A veces iba a buscarte allá donde estuvieras sentado y, tras pensarlo un momento, te saltaba a las rodillas y se quedaba ahí, despatarrado, mirándote fijamente a los ojos sin parpadear. A lo mejor ladeaba la cabeza, sin dejar de sostener la mirada, y maullaba, sólo una vez, y entonces sabías que te estaba diciendo algo importante y profundo que jamás lograrías comprender.
Nada le gustaba tanto a Peter como quitarse los zapatos y tumbarse junto al gato William frente a la chimenea de la sala en una tarde de invierno después de volver de la escuela. Le gustaba agacharse y ponerse al mismo nivel que William, colocar su cara junto a la del gato y ver qué extraordinario era, qué hermosamente no humano, con las púas de pelo negro que surgían formando un globo de la pequeña cara bajo el pelaje y los bigotes blancos con esa curva ligeramente descendente, los pelos de las cejas alzándose como antenas de radio y los pálidos ojos verdes con las hendiduras verticales, como puertas entreabiertas a un mundo en el que Peter jamás podría entrar. En cuanto se acercaba al gato, empezaba un ronroneo sordo y profundo, tan grave y fuerte que el suelo vibraba. Peter sabía que era bien recibido.
Fue una de estas tardes, un martes para ser más precisos, eran las cuatro y ya la luz disminuía, las cortinas estaban echadas y las luces encendidas, cuando Peter se echó en la alfombra junto al lugar donde William yacía ante el brillante fuego cuyas llamas envolvían un grueso tronco de olmo. Por la chimenea bajaba el gemido del helado viento que fustigaba los tejados. Peter había llegado con Kate corriendo desde la parada de autobús para mantenerse en calor. Ahora ya se encontraba a salvo en casa junto a su viejo amigo que estaba fingiendo ser más joven que él, rodando sobre el lomo y dejando que las patas delanteras colgaran inertes. Quería que le acariciara el pecho. Cuando Peter empezó a mover suavemente sus dedos entre el pelaje, el ronroneo se hizo más intenso, tan intenso que todos los huesos del viejo gato resonaron. Y, a continuación, William estiró una pata hacia los dedos de Peter e intentó llevarlos más arriba. Peter dejó que el gato le guiara la mano.
—¿Quieres que te acaricie la mejilla? —murmuró.
Pero no. El gato quería que lo tocara justo en la base de la garganta. Peter notó algo duro, que se movió al rozarlo. Algo se había enredado en el pelaje. Peter se apoyó sobre un codo para investigar. Separó el pelo. Al principio pensó que se trataba de una joya, una pequeña chapa de plata. Pero no había ninguna cadena y, al tocar y mirar más, descubrió que no era de metal, sino de hueso pulido, ovalado y plano en el centro, y, lo más curioso de todo, que estaba sujeto a la piel de William. El trozo de hueso se podía coger bien entre el índice y el pulgar. Apretó los dedos y dio un tirón. El ronroneo del gato William se hizo aún más intenso. Peter tiró de nuevo, hacia abajo, y esa vez notó que algo cedía.
Al mirar entre el pelo apartándolo un poco con la punta de sus dedos, vio que había abierto una pequeña hendidura en la piel del gato. Era como si estuviera cogiendo el tirador de una cremallera. Tiró de nuevo y logró una abertura de unos cinco centímetros de longitud. El ronroneo del gato William provenía de ahí. A lo mejor, pensó Peter, veré latir su corazón. Una pata volvió a empujar suavemente sus dedos. El gato William quería que continuara.
Y eso fue lo que hizo. Descorrió todo el gato desde garganta hasta la cola. Peter tenía ganas de apartar la piel para echar una ojeada dentro. Pero no quería parecer entrometido. Estaba a punto de llamar a Kate cuando se produjo un movimiento, una agitación en el interior del gato, y de la apertura del pelaje emergió un débil resplandor rosado que se fue haciendo cada vez más brillante. Y, de pronto, de dentro del gato William salió una, bueno, una cosa, una criatura. Pero Peter no estaba seguro de que pudiera tocarla, porque parecía hecha completamente de luz. Y aunque no tenía bigotes ni cola, ni ronroneo, ni siquiera pelo ni cuatro patas, todo en ella parecía decir «gato». Era la esencia misma de la palabra, el corazón de la idea. Era un silencioso, ceñido y ondulante pliegue de luz rosada y púrpura, y surgía del interior del gato.
—Tú debes de ser el espíritu de William —dijo Peter en voz alta—. ¿O eres un fantasma?
La luz no hizo ningún sonido, pero comprendió lo que él le decía. Pareció responder, sin decir en realidad ninguna palabra, que era esas dos cosas y muchas otras más.
Cuando salió del gato, que seguía tumbado sobre el lomo en la alfombra delante del fuego, el espíritu se deslizó por el aire y flotó hasta llegar al hombro de Peter, donde se detuvo. Peter no estaba asustado. Sentía el resplandor del espíritu en la mejilla. Y entonces la luz se le deslizó detrás de la cabeza, fuera de su campo de visión. Sintió que le tocaba la nuca, y un cálido escalofrío le recorrió la espalda. El espíritu del gato se apoderó de algo huesudo en la parte superior de su columna vertebral y tiró hacia abajo, a lo largo de la espalda, y, como si su propio cuerpo se abriera, Peter sintió el aire frío de la habitación cosquilleando la calidez de su interior.
Fue de lo más extraño, salir del propio cuerpo, abandonarlo y dejarlo tumbado en la alfombra como una camisa que te acabas de quitar. Peter vio su resplandor, que era púrpura y de un blanco purísimo. Los dos espíritus flotaron en el aire el uno frente al otro. Y entonces Peter supo lo que quería hacer, lo que tenía que hacer. Se deslizó hacia el gato William y se quedó suspendido en el aire. El cuerpo seguía abierto, como una puerta, y parecía tan atrayente, tan acogedor… Se dejó caer y entró. Qué fantástico, vestirte de gato. No era sofocante, como pensaba que tenían que ser todos los interiores. Era seco y cálido. Se tumbó de espaldas y deslizó sus brazos en las patas delanteras de William. A continuación, introdujo las piernas en las patas traseras de William. La cabeza le encajó perfectamente dentro de la cabeza del gato. Dirigió una mirada a su propio cuerpo justo a tiempo de ver cómo el espíritu del gato William desaparecía en él.
Con ayuda de las patas, Peter consiguió tirar el mismo del cierre con facilidad. Se incorporó y dio unos pasos. Qué delicia era caminar sobre cuatro almohadilladas patas blancas. Veía los bigotes que surgían a ambos lados de la cara y sentía la cola que se curvaba tras él. Su andar era ligero y el pelo era igual que el más cómodo de sus viejos jerséis de lana. A medida que aumentaba el placer de ser un gato, su corazón se henchía y una hormigueante sensación procedente de lo hondo de su garganta crecía tanto que hasta podía oírla. Peter estaba ronroneando. Era el gato Peter y a su lado estaba el niño William.
El niño se levantó y se desperezó. A continuación, sin dirigir una palabra al gato que estaba a sus pies, salió de la habitación.
—Mamá —oyó Peter que decía su antiguo cuerpo desde la cocina—, tengo hambre. ¿Qué hay de cenar?
Esa noche Peter se sintió demasiado agitado, demasiado nervioso, demasiado felino para dormir. Hacia las diez, se deslizó por la gatera. El helado aire nocturno no podía penetrar su grueso abrigo de piel. Se dirigió silenciosamente hacia el muro del jardín. Se alzaba ante él, pero, de un salto elegante y realizado sin esfuerzo aparente, se plantó arriba, dispuesto a controlar su territorio. Qué maravilloso era ver en la oscuridad, sentir todas las vibraciones del aire de la noche en sus bigotes y hacerse invisible cuando, a medianoche, apareció un zorro en el camino del jardín para hurgar en los cubos de la basura. Era consciente de la presencia de otros gatos a su alrededor, algunos vecinos, otros de más lejos, yendo y viniendo de sus ocupaciones nocturnas, a lo largo de itinerarios particulares. Después del zorro, un joven gato atigrado había intentado entrar en el jardín. Peter se lo impidió con un bufido y un movimiento de la cola. Había ronroneado interiormente cuando el joven gritó de asombro y emprendió la huida.
Poco después, mientras patrullaba por el elevado muro que se alzaba sobre el invernadero, se encontró cara a cara con otro gato, un intruso más peligroso. Era completamente negro, razón por la cual Peter no lo había visto antes. Era el gato de los vecinos, un ejemplar lleno de vigor y que casi lo doblaba en tamaño, con un cuello ancho y unas patas largas y poderosas. Sin pensarlo siquiera, Peter arqueó el lomo y erizó su pelo para parecer más grande.
—Eh, minino —bufó—, el muro en el que estás subido es mío.
El gato negro pareció sorprendido. Sonrió.
—Fue tuyo hace años, abuelo. ¿Qué piensas hacerme?
—Lárgate, antes de que te eche.
Peter se sorprendió de lo fuerte que se sentía. Ese era su muro, su jardín, y su trabajo era mantener alejados a los gatos hostiles.
El gato negro sonrió de nuevo, con frialdad.
—Escucha, abuelo. Hace mucho tiempo que este muro ya no es tuyo. Estoy pasando. Sal de mi camino o te arrancaré la piel.
Peter se mantuvo firme.
—Si das otro paso más, circo de pulgas ambulante, te ataré los bigotes alrededor del cuello.
El gato negro soltó un prolongado y sarcástico gemido de desprecio. Pero no dio otro paso. En torno a ellos, los gatos vecinos iban surgiendo de la oscuridad para observar el espectáculo. Peter oía sus voces.
¿Una pelea?
¡Una pelea!
¡El vejete ha enloquecido!
¡Como mínimo tiene diecisiete años!
El gato negro arqueó su poderosa columna vertebral y berreó de nuevo, una terrible nota ascendente.
Peter intentó mantener una voz impasible, pero sus palabras salieron con un bufido.
—Fffuera de aquí, fffanfffarrón, o probarás mis afffiladas zarpas.
El gato negro parpadeó. Los músculos de su grueso cuello se ondularon al lanzar una risotada que era también un grito de guerra.
En el muro de enfrente, un gemido de excitación recorrió la multitud, que seguía aumentando.
—El viejo Bill se ha vuelto majara.
—Ha buscado camorra con el gato equivocado.
—Escucha, borrego desdentado —dijo el gato negro con un bufido más penetrante que el de Peter—. Aquí, el jefe soy yo. ¿Te enteras?
El gato negro se dio la vuelta hacia la multitud, que murmuró su asentimiento. Peter pensó que los espectadores no parecían demasiado entusiasmados.
—Mi consejo —prosiguió el gato negro— es que te apartes. O esparciré tus tripas por todo el jardín.
Peter sabía que ya había ido demasiado lejos para echarse atrás. Sacó sus uñas para sostenerse con fuerza al muro.
—¡Rata pomposa! Este muro es mío, ¿me oyes? ¡Y tú no eres más que una diarrea de perro enfermo!
El gato negro dio un grito ahogado. Se oyeron risitas en la multitud. Peter era siempre un niño tan educado… Qué delicia era poder soltar esos insultos.
—Te voy a convertir en desayuno de los pájaros —advirtió el gato negro, y dio un paso hacia delante.
Peter inspiró profundamente. Por el viejo William tenía que ganar. Mientras pensaba eso, la pata del gato negro arremetió contra su cara. Peter tenía el cuerpo de un gato viejo pero la mente de un muchacho joven. Se agachó y sintió cómo la pata, con las uñas agresivamente sacadas, silbaba en el aire justo encima de sus orejas. Alcanzó a ver que el gato negro se sostenía momentáneamente en sólo tres patas. Aprovechó para lanzarse hacia delante y, con las dos patas delanteras, le dio un fuerte empujón en el pecho. No era ese el tipo de cosa que hiciera un gato en una pelea, por lo que sorprendió al gato negro. Con un gañido de asombro, resbaló y se tambaleó hacia atrás, se inclinó sobre el muro y cayó de cabeza a través del techo del invernadero situado más abajo. El helado aire nocturno se vio roto por el estrépito y el musical tintineo del cristal hecho trizas y por el estruendo más terrestre de las macetas quebrándose. Acto seguido, se produjo un silencio. La callada multitud de gatos se asomó desde su muro. Oyeron un movimiento, luego un gemido. Después, apenas visible en la oscuridad, vislumbraron la forma del gato negro cojeando a través del césped. Lo oyeron murmurar:
—No es justo. Las patas y los dientes, sí. Pero empujar así no es justo.
—La próxima vez —gritó Peter— pide permiso.
El gato negro no contestó, pero algo en mi renqueante figura fugitiva dejó claro que había comprendido.
A la mañana siguiente, Peter estaba tumbado en lo alto del radiador con la cabeza apoyada en una pata, mientras los demás vagaban como perdidos en la creciente calidez. En torno a él, todo eran prisas y caos. Kate no encontraba su cartera. Las tostadas se habían quemado. El señor Fortune estaba de mal humor porque el café se había acabado y él necesitaba tres tazas cargadas para empezar el día. La cocina estaba hecha un lío, y el lío estaba envuelto en humo de tostadas. ¡Y era tarde tarde tarde!
Peter enroscó la cola alrededor de sus patas traseras e intentó no ronronear demasiado fuerte. En el extremo más alejado de la habitación, estaba su antiguo cuerpo con el gato William dentro, y ese cuerpo tenía que ir a la escuela. El niño William parecía confundido. Tenía el abrigo puesto y estaba listo para salir, pero llevaba sólo un zapato. El otro no aparecía por ningún sitio.
—Mamá —no dejaba de quejarse—, ¿dónde está mi zapato?
Pero la señora Fortune estaba en el pasillo discutiendo con alguien por teléfono.
El gato Peter entrecerró los ojos. Tras su victoria se sentía extremadamente cansado. Pronto la familia se habría ido. La casa quedaría en silencio. Cuando el radiador se hubiera enfriado, subiría al piso de arriba y buscaría la cama más cómoda. En recuerdo de los viejos tiempos, elegiría la suya.
El día transcurrió como había deseado. Durmiendo, bebiendo a lengüetazos un cuenco de leche, volviendo a dormir, comiendo un poco de comida para gatos que en realidad no era tan mala como cabía sospechar por su olor (se parecía bastante al pastel de carne sin puré). Luego, una pequeña siesta. Antes de que se hubiera dado cuenta, fuera, el cielo se oscurecía y los niños volvían de la escuela. El niño William parecía agotado después de un día de escuela y peleas de patio. El gato niño y el niño gato se tumbaron juntos frente a la chimenea del salón. Qué extraño era, pensó el gato Peter, ser acariciado por una mano que el día anterior había sido suya. Se preguntó si el niño William era feliz con su nueva vida de escuela y autobuses, y con tener una hermana, una madre y un padre. Pero la cara del muchacho no dejaba traslucir nada. Era tan lampiña, sin bigotes y sonrosada, con unos ojos tan redondos que era imposible saber lo que decían.
Al cabo de un rato, Peter subió a la habitación de Kate. Como de costumbre, estaba hablando con sus muñecas, les estaba dando una clase de geografía. Por la expresión fija de sus caras, estaba claro que no estaban demasiado interesadas en los ríos más largos del mundo. Peter saltó hasta su regazo y Kate empezó a acariciarlo distraídamente mientras hablaba. Si hubiera sabido que la criatura que tenía en las rodillas era su hermano… Peter se acomodó y ronroneó. Kate empezó una lista de las capitales del mundo que recordaba. Era tan intensamente aburrida que era justo lo que necesitaba para dormirse de nuevo. Sus ojos ya estaban otra vez cerrados cuando la puerta se abrió de golpe y entró el niño William.
—Eh, Peter —dijo Kate—, no has llamado antes de entrar.
Pero su gato-hermano no hizo caso. Atravesó la habitación, le quitó bruscamente a su hermano-gato y salió corriendo con él. A Peter no le gustaba que lo llevaran en brazos. Era algo indigno para un gato de su edad. Intentó luchar, pero el niño William lo agarró con más fuerza y se lanzó escaleras abajo.
—Chis —dijo—. No tenemos mucho tiempo.
William llevó al gato abajo y lo dejó en el suelo.
—Estate quieto —susurró el muchacho—. Haz lo que te diga. Túmbate de espaldas.
Poco pudo hacer el gato Peter, porque el muchacho lo tenía inmovilizado con una mano y buscaba entre su pelo con la otra. Encontró la pieza de hueso pulido y estiró de ella hacia abajo. Peter notó el aire frío penetrando en su interior. Salió del cuerpo del gato. El muchacho buscó en su propia nuca y descorrió el cierre. La luz púrpura y blanca de un gato de verdad emergió del cuerpo del muchacho. Durante un instante, los dos espíritus, el felino y el humano, quedaron suspendidos frente a frente sobre la alfombra. Bajo ellos, sus cuerpos yacían inmóviles, esperando, como taxis listos para partir con sus pasajeros. En el aire flotaba cierta tristeza.
Aunque el espíritu del gato no habló, Peter sintió lo que decía.
—Tengo que regresar —dijo—. Debo empezar una aventura. Gracias por dejarme ser un niño. He aprendido muchas cosas que me serán útiles en el futuro. Pero, sobre todo, gracias por luchar por mí mi última pelea.
Peter quiso decir algo, pero el espíritu del gato empezó a regresar a su propio cuerpo.
—Queda muy poco tiempo —pareció decir, mientras la luz púrpura y blanca se acomodaba dentro del cuerpo del gato.
Peter se deslizó hasta su propio cuerpo y se introdujo en él por la espalda, por la parte superior de la columna vertebral.
Al principio se sintió bastante raro. Ese cuerpo no acababa de encajarle. Era como llevar unas botas de lluvia cuatro números más grandes. Quizá su cuerpo había crecido un poco desde la última vez que lo había utilizado. Consideró mas seguro permanecer estirado unos momentos Mientras lo hacía, el gato William se dio la vuelta y muy lenta y rígidamente salió de la habitación sin dirigirle siquiera una mirada.
Mientras Peter permanecía tumbado, intentando acostumbrarse a su viejo cuerpo, se dio cuenta de algo curioso. El fuego seguía envolviendo el mismo tronco de olmo. Miró por la ventana. El cielo se oscurecía. Aún no se había hecho de noche, era todavía el final de la tarde. En el periódico que estaba tirado cerca de una silla vio que seguía siendo martes. Y pasó otra cosa curiosa. Su hermana Kate entró corriendo en la habitación, llorando. Y tras ella, con un aspecto muy sombrío, estaban sus padres.
—Oh, Peter —gritó su hermana—. Ha pasado algo espantoso.
—Se trata del gato William —explicó su madre—. Me temo que está…
—¡Oh, William!
El lamento de Kate ahogó las palabras de su madre.
—Ha entrado en la cocina —dijo su padre—, se ha subido a su repisa favorita encima del radiador, ha cerrado los ojos y ha… muerto.
—No ha sentido nada —dijo tranquilizadoramente Viola Fortune.
Kate siguió llorando. Peter se dio cuenta de que sus padres lo estaban mirando con inquietud, esperando ver cómo reaccionaba ante la noticia. De toda la familia, él era quien había estado más unido al gato.
—Tenía diecisiete años —dijo Thomas Fortune—. Ha vivido sus buenos años.
—Ha tenido una buena vida —dijo Viola Fortune.
Peter se incorporó lentamente. Dos piernas no parecían suficientes.
—Sí —dijo por fin—. Ha partido hacia otra aventura.
A la mañana siguiente, enterraron a William en el fondo del jardín. Peter fabricó una cruz con unos palos, y Kate hizo una corona con ramas y hojas de laurel. A pesar de que iban a llegar tarde a la escuela y al trabajo, toda la familia acudió junta hasta la tumba. Los niños pusieron las últimas paletadas de tierra. Y fue precisamente entonces cuando a través del suelo ascendió y quedó suspendida en el aire una brillante bola de luz rosada y púrpura.
—¡Mirad! —dijo Peter señalando.
—¿Que miremos qué?
—Aquí delante, justo enfrente.
—Peter, ¿de qué estás hablando?
—Ya está otra vez en las nubes.
La luz se alzó hasta quedar a la altura de la cabeza de Peter. No habló, por supuesto. Eso habría sido imposible. Pero Peter la oyó de todas maneras.
—Adiós, Peter —dijo, mientras empezaba a desvanecerse ante sus ojos—. Adiós, y gracias de nuevo.