9

Cuando Jero detuvo el automóvil en la esquina de la iglesia, el primer sol de la mañana, un remiso sol primaveral, difuminado por un aura de calima, empezaba a dorar las crestas más altas de la cordillera. En contra de lo habitual a tales horas, algunos grupos de hombres se congregaban en la Plaza, convocados por el pregón del alguacil, cuya corneta aún se dejaba oír, en tonos apagados, desde algún barrio del interior. Cobijados en los soportales, media docena de viejos, sentados en los poyetes, las manos nudosas en las cayadas, platicaban adormilados. A la puerta del bar, el mozo del jersey amarillo y dos compañeros bromeaban con un grupo de muchachas endomingadas, bebiendo, por turno, de un porrón de vino tinto. Las chicas reían alborozadas y una de ellas, ataviada con una cazadora de cuero negro sintético por cuyo escote asomaban unos perifollos de puntillas transparentes, se resistía a beber del porrón y el mozo del jersey amarillo la sujetaba los brazos por detrás mientras otro la obligaba a abrir la boca y los demás reían.

En el centro de la Plaza, el remolque del tractor rojo, ceñido por una colgadura de los colores nacionales, varado y mudo, ofrecía una triste estampa de desamparo. Alrededor de él, varios niños de pocos años acosaban a un perro color canela que se escabullía, una y otra vez, bajo la cortina de la plataforma, para asomar la cabeza, ladrando, por los rincones más insospechados. En una de sus tentativas, el niño rubio del anorak azul logró atraparle y, al intentar cabalgar sobre él, el can volvió repentinamente la cabeza, rotando y mostrando los dientes y, entonces, el pequeño, atolondrado, le dio suelta emitiendo gritos de jubiloso terror. Unos metros más allá, el Papo, que charlaba, parsimoniosamente, con dos convecinos, amagó con la muleta, al paso de los chiquillos, y éstos, al verse secundados en sus juegos por un adulto, se desentendieron del perro canela y cercaron al Papo, gritándole a coro una frase ininteligible.

El Fíbula les observaba y, una vez más, unió las manos, como dispuesto a orar, y encareció a Jero:

—Sólo un corte de mangas, Jero, te lo pido por Dios. Te juro que no le diré una palabra.

Jero sacudió los hombros. Había en su rostro una madura gravedad esta mañana.

—Tengamos la fiesta en paz —dijo—. Después de la excavación lo que quieras. Ahora, no podemos echarlo todo a rodar por una pijada.

Un vecino solitario, que merodeaba distraídamente por las inmediaciones del coche, se detuvo ante el parabrisas y los miró largamente, con descaro. Cristino dobló la cabeza cuanto pudo.

—Tenemos a todo el pueblo pendiente de nosotros —dijo—. ¿No sería mejor bajar? —retumbó una estentórea carcajada del Papo y añadió—: No me gusta la actitud del cojo.

Jero asió la manija de la portezuela:

—¿Qué pasa con el cojo?

—Está como unas pascuas y nadie celebra una batalla perdida, creo yo. Y menos todavía un tipo tan finchado como él.

Cuando se apearon, se hizo el silencio en la Plaza. Jero examinaba a los corrillos con recelo, reconocía en los ojos a los agresores de la víspera, aunque sus miradas no fuesen resabiadas ni amenazadoras como entonces, sino relajadas e indiferentes, casi de mofa. Diríase que aceptaban los hechos consumados o, al menos, que su agresividad se había aplacado tras el escarnio del castro. Miró hacia el remolque en dirección al Papo, y éste, al verle, levantó la muleta sonriendo y la agitó en el aire en ademán de saludo.

—Vamos al bar. Nos hemos citado allí —dijo, impaciente por escabullirse a las miradas insolentes del vecindario.

Las muchachas, al pasar a su lado, se miraron entre sí, lanzando risitas sin fundamento, se dieron de codo, pero al toparse con Cristino, la de los perifollos en el escote, exclamó: «¡Madre, qué cara!» e, inmediatamente, se llevó las manos a la boca como si no hubiera querido decir aquello, dando a entender que la lengua le había traicionado, lo que provocó la hilaridad de sus compañeras.

En el bar, el Alcalde y los concejales les acogieron con aparatosas muestras de efusión. Pese a la hora temprana, el local hedía a vino peleón y tabaco mal quemado. Tras las presentaciones, Jero sonrió abiertamente a don Escolástico:

—Cuando usted guste, señor Alcalde.

En la actitud de Jero se adivinaba el deseo de prolongar el ambiente fraternal, distendido de la noche anterior. Don Escolástico exultaba:

—Antes tomaremos un vasito, digo yo. Se alinearon ante el mostrador. Martiniano, en traje de pana, liberado de la corbata, tenía un aire más juvenil y desenvuelto. Jero le guiñó un ojo:

—¿Qué, dispuesto?

—A… a… a ver. Por mí…

Bebieron. Jero pagó otra ronda. A la tercera empezaron a sonar en la Plaza palmas de tango. Estalló un cohete.

Ahora, a las palmas, acompañaba un estribillo, coreado preferentemente por niños y mujeres:

— ¡Que son las cuatro, que se alce el trapo!

Don Escolástico sacó del bolsillo de la pelliza un pañuelo de hierbas y se lo pasó por los labios. Apremió a Jero:

—Cuando guste. Están impacientes, será mejor empezar —ladeó la cabeza como para hacer una confidencia—: Es más enredoso bregar con el personal esturado.

Los mozos abrieron calle. Las palmas y pitos habían cesado y en los ojos del vecindario se traslucía ahora una remota e infantil curiosidad. Ladró el perro canela bajo el remolque y una mujer vestida de negro tomó de la mano al niño del anorak azul, le propinó un sopapo y se refugió con él en los soportales. La muchacha de la cazadora negra sacudía su larga melena y mostraba sus blancos dientes, en una sonrisa forzada, al paso de los arqueólogos. Éstos se detuvieron en la esquina del bar, pero el Alcalde, al advertirlo, volvió sobre sus pasos, intentando convencer a Jero de que le acompañase pero, finalmente, se fue solo, flanqueado por los concejales, el Secretario velando la retaguardia, hasta el remolque. Al encaramarse a él, estalló otro cohete. Pese a la modesta demostración pirotécnica, en torno a la plataforma, no se advertía el menor interés. El desapego era tan manifiesto y general que hasta el Papo, el rostro carnoso iluminado por una sonrisa copetuda, volvió displicentemente la espalda a las autoridades y buscó un puntal en los soportales donde apoyarse. Sobre el remolque engalanado, la desmedrada figura de don Escolástico, el Secretario a la vera, los rígidos concejales detrás, resultaba un tanto desairada. De pronto, al sonar el tercer cohete, el Secretario declaró abierto el Concejo y el Alcalde se adelantó ceremoniosamente hasta el rastel del remolque y se encaró con el indiferente auditorio. En rigor, los alicientes del Concejo, lo que pudiera llamarse el aspecto festivo del acto (la presencia de forasteros, el Mercedes en la Plaza, la reunión nocturna con el Delegado, la irrupción de la fuerza pública en el pueblo, el pregonero y los cohetes) se había agotado ya. Apenas quedaba el acto en sí, la perorata del Alcalde, los latiguillos de exaltación de la patria chica, sus ademanes histriónicos, manifestaciones demasiado conocidas, repetidas inalterablemente a lo largo de los años, como para despertar entusiasmo. Sin embargo, don Escolástico, sabedor de que era escuchado por gente de fuste, envidó el resto y, al iniciar su discurso y vocear «¡Gamoneses!» a grito herido, estiró el cuello como un gallo de pelea, apretó los párpados, atenoró la voz, abrió los brazos en actitud de amorosa acogida, pero, pese a todo, no consiguió espolear al pueblo. Los viejos, sentados en los poyos de los soportales, seguían traspuestos, los niños enredando, riendo las mozas, sin que ninguno de ellos, al parecer, reparase en el verbo arrebatado, los desarticulados aspavientos, de la primera autoridad municipal. No obstante, el Alcalde, enajenado, proseguía su vibrante soflama, aludía enfervorizado al carácter democrático de los Concejos y a la pertinencia de convocarlos, «puesto que, a través de ellos, podía llegar a las alturas la voz del pueblo soberano», pero, en torno suyo, acrecían el rumor de las conversaciones, las carreras de los rapaces, los grititos de las muchachas, y Jero, desde la esquina del bar, revolvía los ojos, indeciso, sin atreverse a reclamar silencio.

Empero, una vez que don Escolástico centró su apasionada oración y se refirió a «la pila de millones que caerían sobre el pueblo como un maná» y les permitirían terminar las obras del Ayuntamiento, pavimentar la Plaza, y hacer la traída de aguas, se produjo entre la concurrencia un leve murmullo, unánime y codicioso, que aprovechó un hombrecillo resguardado tras el murete de la iglesia para gritar:

—¡Y para don Lino, qué!

Y, antes de que se extinguiera la voz, brotó, como un eco, de uno de los arcos de los soportales, la réplica carrasposa, obsesiva, del cabrero:

—A ése le cuelgo yo mañana de la nogala, ¡me cago en sos!

Don Escolástico, habituado a estas interrupciones, no se inmutó.

Continuó su alocución subrayando el compromiso del vecindario con los arqueólogos, «no sólo respetando su trabajo —dijo— sino compartiéndolo, puesto que Martiniano, un hijo del pueblo, aquí orilla mía —se volvió sonriente hacia el sofocado concejal de las orejas pegadas— subirá con ellos al castro y les ayudará en sus tareas». Seguidamente se perdió en disquisiciones sobre otros posibles hallazgos, que «irían a enriquecer el Museo provincial y darían lustre a nuestro pueblo», pero, a esas alturas, el deslumbramiento producido por la frase «pila de millones», se había disipado y el vecindario retornaba a su apatía y displicencia y hasta algunos, aburridos, empezaron a encogerse de hombros y a bostezar ostentosamente, de forma que cuanto mayor era el enardecimiento de don Escolástico por demostrar el amor a la cultura de Gamones, mayor era el desvío y desaprobación de sus habitantes que, descarada o subrepticiamente, iban abandonando la Plaza, perdiéndose en las callejuelas radiales, en busca de un rayo de sol, fumando y charlando perezosamente. De este modo, cuando, cinco minutos más tarde, el Alcalde, roto y ronco por el pechugón, se empinó sobre las puntas de los pies para solicitar la conformidad de sus convecinos, «con objeto de que los científicos de Madrid, nuestros ilustres huéspedes, puedan proseguir sus escarbaciones en Aradas», apenas dos docenas de personas, los arqueólogos y el Papo, permanecían en la Plaza. Y fue precisamente el Papo quien, izando al cielo la muleta, manifestó su aquiescencia en nombre del pueblo y gritó con voz grumosa como si aún siguiera comiendo peras:

—¡Por mí ya pueden empezar, señor Alcalde!

Todavía don Escolástico miró al frente y a los lados, buscando infructuosamente el beneplácito colectivo, pero al advertir la pasividad de los escasos espectadores, sus inconmovibles caras de palo, dio por concluido el acto con las palabras rituales:

—No habiendo oposición, el Concejo autoriza la escarbación en el castro de Aradas.

Cristino, los ojos amusgados, cabeceó junto a Jero:

—Cada vez me gusta menos esto.

Jero encogió los hombros, nervioso:

—¿Qué esperabas? ¿Que se arrodillaran y nos pidieran disculpas? Lo que hace falta es que no nos perturben, que nos dejen en paz, coño. Con eso, basta. Dentro de tres días estaremos a cien leguas de aquí y si te he visto no me acuerdo.

El Alcalde descendió dificultosamente del remolque y, una vez en tierra, se llevó los dos pulgares a las sienes y movió el resto de las manos cómicamente como si fuese a volar. Indagó satisfecho:

—Todo fue bien, ¿no?

Jero hizo una mueca ambigua.

—¿Es que no le ha gustado? Jero sacudió los hombros:

—Bueno, digamos que no estuvo mal del todo.

—Tiene usted el campo libre; ¿qué más vamos a pedir?

—En efecto —Jero sonrió—. Lo que me llama la atención es observar que el pueblo renunciaría con gusto a la indemnización con tal de ver colgado a don Lino.

Don Escolástico parpadeó visiblemente sorprendido.

—Natural, ¿no? —dijo como si se tratase de una obviedad.

Para rehuir la discusión, Jero se dirigió a Martiniano:

—¿Qué, listo?

—Cu… cu… cuando usted mande.

Jero puso una mano sobre el hombro de Ángel:

—Ve de una carrera donde la señora Olimpia y dile que bajaremos a las dos a comer. —Y, según corría el muchacho hacia la rinconada de la iglesia, le gritó—: ¡Y que hoy seremos cinco!

Durante la espera, el Fíbula, sentado en el asiento posterior, junto a Martiniano, canturreó:

—Porque tenía una mujer, ¡qué dolor, qué dolor!

Martiniano le escuchaba atentamente y, al ver que no proseguía, le preguntó:

—Y, ¿có… có… cómo sigue la copla?

—No sigue, señor Martiniano, es siempre así. Ése es el chiste.

Ángel, de regreso, atravesaba la Plaza a la carrera. Se sentó en el coche, al otro lado de Martiniano:

—Que de acuerdo —dijo sin resuello, cerrando la portezuela.

El coche arrancó suavemente y, una vez en la carretera, Jero se apoyó con ambas manos en el volante y presionó el asiento con la espalda, alzándose levemente. Dijo eufórico:

—Muchachos, la Providencia nos ha designado para datar la celtiberización del Alto y el Medio Duero. ¡Loada sea la Providencia! —tomó la revuelta del camino demasiado rápido y las ruedas traseras derraparon.

—¡O… o… ojo! —advirtió Martiniano.

Jero enderezó el coche, que brincaba en los relejes, y añadió:

—Y usted, señor Martiniano, va a ser partícipe de esa gloriosa efemérides.

El automóvil se ahogaba en la pendiente, se bamboleaba.

—Lleva demasiado peso. Deberíamos bajarnos —sugirió Cristino.

Finalmente el coche se rehízo y, aunque con apuros, dobló la curva de la nogala. Cristino, que desde que abandonaron la Plaza se esforzaba por hurtar la mancha de vitíligo a la mirada ubicua y perspicaz de Martiniano, señaló el árbol al pasar:

—Los espantajos siguen ahí.

El Fíbula miró con sorna al concejal:

—¿Se ha dado usted cuenta, señor Martiniano? Son don Lino y la Pelaya. Los han colgado. Detrás teníamos que ir nosotros. ¿Qué le parece?

Martiniano cabeceó, acobardado:

—Co… co… cosas del cabrero —dijo.

Jero detuvo el automóvil junto al peñasco y, apenas puso pie en tierra, antes de abrir el maletero para sacar los trebejos, intuyó los primeros indicios del desastre: el olor a mantillo; la tierra removida, desbordada hasta la peña; las grandes rocas desmontadas; las anchas huellas del tractor en la rampa de acceso al tozal.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido aquí? —dijo alarmado, echando a correr.

Los tres muchachos y Martiniano le miraban perplejos. Le vieron coronar el castro y detenerse, de repente, al comienzo del cortafuegos, como si a sus pies se abriera una sima:

—¡Dios mío! —dijo llevándose las manos a la cabeza—. ¿Qué han hecho estos cabrones?

Los tres muchachos corrieron tras él y se detuvieron a su lado, los pies hundidos en el flojo montón de tierra. El cortafuegos había sido socavado de punta a punta. Una pala mecánica había pasado sobre él y abierto una trinchera de tres metros de anchura por dos de profundidad. La tierra extraída, mezclada con piedras, raíces y rocas voluminosas, cubría, hasta su mitad, los chaparros de la primera fila. Jero, como poseído por una repentina locura, se lanzó talud abajo, hasta el fondo de la zanja, manoteando, murmurando frases incoherentes. Detrás corrían sus alumnos, mientras Martiniano, inmóvil en lo alto del testigo, les veía desplazarse sin osar intervenir. De la vieja estructura de piedras descubierta la víspera, no quedaba ni rastro. Todo había sido removido, derribado, destruido, arruinado. Los azules ojos de Jero, empañados en lágrimas, quedaron prendidos en aquella desolación. Era como si asistiera al entierro de un ser querido:

—¡Oh, Dios! —repitió—. ¿Cómo es posible semejante salvajada?

Los tres muchachos, a su lado, le miraban en silencio.

Cristino se agachó y cogió un puñado de tierra negra. La examinó atentamente:

—La faena es de ayer —dijo con voz apenas audible.

Pero el Fíbula ya no escuchaba. Miraba coléricamente a Martiniano sobre su pedestal de tierra, en el extremo opuesto del cortafuegos, erguido, fumando, la boina capona cubriéndole la cabeza. Súbitamente, echó a correr, salvó la escarpa en dos trancos, agarró a Martiniano por las solapas y le zamarreó con violencia.

—¿Quién ha hecho esto, cacho maricón? ¿Es ésta vuestra ayuda? ¡Me cago hasta en la madre que os parió a todos!

Martiniano reculaba, arranado, descompuesto:

—Y, ¿qué… qué… qué me dice a mí?

Jero, que había seguido al Fíbula por el fondo de la trinchera, le sujetó por el brazo:

—¡Suelta! —dijo—. ¿Qué haces? Este pobre diablo no tiene culpa de nada.

Martiniano, al sentirse libre, se palmeó las rodilleras manchadas de tierra sin dejar de mirarles, suspicaz. Y, de pronto, inopinadamente, salió rompiendo cinchas hacia el arcabuco, como enloquecido, sin hacer caso de las llamadas insistentes de Jero, quien, al verle perderse en la sarda, se volvió hacia sus compañeros con una expresión de infinita tristeza:

—¡Que se vaya a paseo! —dijo, cansado de luchar—. Nosotros vamos abajo. Hay que hablar cuanto antes con el Alcalde. Esto no se ha terminado aún.

El automóvil, inducido por los nervios de Jero, botaba en las roderas y las piedras sin que nadie se lamentara. En el pueblo no se veía un alma. Los grupos, que apenas una hora antes transitaban por las calles, habían desaparecido. Jero enfiló el callejón de la esquina y se dirigió a las escuelas. Un turismo de la Guardia Civil, del que se apeaba en aquel momento un sargento, acababa de detenerse a la puerta. Desde algún lugar remoto se oía deletrear a los párvulos. En el pequeño despacho del fondo, húmedo y desconchado, tras una mesa de oficina llena de papeles, bajo una fotografía del Rey, se encontraba el Alcalde con dos hombres. Saltó como un muelle al verlos entrar y se fue hacia Jero, las manos en la cabeza:

—No me venga usted también con el cuento del tractor de don Lino. Si se lo han quemado, ¿qué quiere que le haga yo?

Jero le observaba desdeñosamente, con la remota curiosidad que podría despertar en él la presencia de un insecto raro. Sus fibrosos hombros subían y bajaban con leves intervalos, en un tic irreprimible:

—¡A mí no me importa nada don Lino! —estalló de pronto—: ¡Me importan un carajo don Lino y su tractor!

Don Escolástico manoteaba nervioso. Ablandó la voz:

—¿Qué pasa, entonces?

—Que usted nos ha engañado, nada más. Que ha montado usted una comedia que puede costarle cara…

—¿Una comedia? —su rostro curtido resplandecía de inocencia.

—No se haga de nuevas. El pueblo ha removido el cortafuegos con una pala y no ha dejado piedra sobre piedra. ¿Era ésta la colaboración prometida? ¿Qué puede decirle usted ahora al señor Delegado?

—Una pala… el cortafuegos… Les juro a ustedes por Dios que yo no sé una palabra de todo esto.

Jero proseguía como si no lo oyese:

—Lo siento señor Alcalde. Mis hombres y, yo nos largamos a Madrid. Esta misma tarde el señor Ministro tendrá conocimiento de lo ocurrido.

Don Escolástico había empalidecido y, al poner su mano floja, implorante, sobre el antebrazo de Jero, éste advirtió que temblaba. El escoramiento de sus hombros era más pronunciado que dos horas antes, en el Concejo. Los tres muchachos se mantenían junto a Jero, graves, indecisos y, tras ellos, los cuatro guardias que habían entrado en silencio y bloqueaban ahora la puerta de acceso. Don Escolástico, al comprobar que Jero estaba dispuesto a marcharse, se agarró a las solapas de su cazadora, en un gesto histriónico, desesperado:

—Pero… pero usted no puede hacerme esto ahora. No puede dejarme así. Primero le pegan fuego al tractor de don Lino y ahora esto. Yo no puedo luchar contra todos. Tiene que hacerse cargo.

—Lo siento, señor Alcalde. Lo sucedido no tiene remedio.

Seguía agarrado a la cazadora de Jero con los dedos crispados y su cabeza se movía enérgicamente, contrastando con su exigua voz plañidera:

—Yo no puedo controlarlo todo, señor Jero, hágase cargo, pero exigiré responsabilidades. Le juro a usted que exigiré responsabilidades. Pero, por favor, deme tiempo. No se marche así. Si es preciso, el pueblo entero subirá con ustedes y volverá a poner las cosas en su sitio.

Jero sonrió sarcástico. La actitud suplicante del Alcalde le resarcía en cierto modo de las vejaciones soportadas:

—Las cosas en su sitio —repitió—. ¿Cree usted de veras que el Papo y sus amigos son capaces de reconstruir un habitáculo de hace veinte siglos? —se desasió de un tirón violento—: ¡Menos bromas, señor Alcalde! Ignoro si usted estará o no complicado en este asunto, pero pronto lo sabremos. De momento, mi deber es denunciarlo y esta misma tarde voy a hacerlo.

Dio media vuelta, pero el Alcalde le perseguía, le acosaba y, finalmente, se interpuso entre él y los guardias:

—¿Denunciarlo? —inquirió estremecido—. ¿Sabe usted lo que eso significa? ¿Qué será de nosotros? ¿Qué será de la indemnización?

Fue ahora Jero quien le asió de las solapas:

—¿La indemnización? ¿Cree usted en serio que este pueblo merece una indemnización?

—¡Por Dios Padre se lo pido!

Jero, sin soltarle, agachó la cabeza hasta poner la boca a la altura de su peluda oreja y gritó como si fuese sordo:

—¡Óigame! Este asunto irá a los tribunales y ellos decidirán. Entre tanto, vaya comunicando al Papo y sus secuaces que por menos de esto hay mucha gente en la cárcel…

Don Escolástico se había quedado tieso, mudo, plantado. Jero le soltó y se volvió a sus ayudantes:

—¡Vámonos!

Los cuatro guardias les abrieron paso y el último de ellos, el más maduro, se aproximó respetuoso a Jero y le dijo en tono conciliador:

—Hágase cargo, señor. Es la fiebre del oro.

Jero sacudió los hombros y no respondió. Hasta alcanzar la puerta frunció los hombros maquinalmente dos o tres veces. Estaba fuera de sí. Una vez dentro del coche, Cristino, tímidamente, trató de aliviar la tensión:

—Esto, como todo, es un problema de escuelas —dijo sin fe, vanamente.

Nadie le contestó. El automóvil se bamboleaba por la calleja y, al acceder a la carretera, Jero metió la tercera velocidad. Clavaba los ojos en el parabrisas, pero se diría que no veía donde miraba. Chupeteó un caramelo que instintivamente había sacado del bolsillo. Al abocar al estrechamiento del puentecillo no advirtió el coche negro que venía de frente hasta que le tuvo encima:

—¡Cuidado, tú, tiene preferencia! —chilló Ángel dando un salto en el asiento trasero.

Jero frenó bruscamente. El coche negro pasó lamiéndoles la aleta y el Fíbula, que le seguía con los ojos, exclamó:

—¡Pero si es el Subdirector General! Jero miró por el espejo retrovisor:

—¿Paco? ¡No jodas!

Doscientos metros más allá, el coche negro se detuvo. Jero abrió la portezuela, se apeó del suyo de un brinco y corrió hacia él. El Subdirector General, embutido en su gabán, avanzaba, a su vez, pesadamente, sonriendo, por el centro de la carretera hasta que ambos se encontraron a la mitad del camino. Antes de llegar a él, Jero ya iba dando rienda suelta, a voces, a los motivos de su pesadumbre:

—¡Nos han jodido, Paco! Esos hijos de perra han destrozado el yacimiento, lo han arrasado. Nunca en la vida vi una cabronada semejante. Metieron una pala en el cortafuegos y no han dejado piedra sobre piedra. Y teníamos la estructura en la mano, Paco. ¡Una vivienda con cerámicas celtibéricas! Pero había que confirmarlo, coño… Unas horas, Paco; sólo un par de horas y hubiéramos concluido… Pero los cabrones lo arrasaron… Metieron una pala, date cuenta… Todo se fue a la mierda… A freír puñetas, Paco, imagínate… Los pequeños ojos del Subdirector General sonreían beatíficamente a pesar de todo, al fondo de los gruesos cristales de sus gafas, y su rolliza mano descansaba paternalmente sobre el hombro de Jero:

—Calma, oye, tampoco te lo tomes así. Todo se arreglará. En nuestra profesión, hay que saber perder. Además lo que te quitan de un lado te lo dan por otro, oye. Las joyas, por ejemplo, han dicho más de lo que esperábamos. Ya hablaremos despacio. De momento, cambia de coche porque te traigo una sorpresa. ¡Mira!

Levantó el brazo, volvió la cabeza hacia el coche negro y, en ese instante, se abrió la puerta trasera y apareció una muchacha muy joven, alta, morena, extremadamente delgada, las largas piernas enfundadas en unos leotardos amarillos, que corrió hacia él agitando alegremente una mano. Dijo Jero, estupefacto:

—Pero, ¿qué haces tú aquí?

La muchacha, sofocada, no respondió. Se echó en sus brazos y Jero notó el grato cosquilleo de sus cabellos en la mejilla. La estrechó dulcemente, mientras sus ojos azules brillaban de nuevo como si fuese a llorar:

—Gaga, Gaguita —murmuró tiernamente a su oído—: ¿Eres tú? ¡Oh, cuánto te necesito!