Recostados en el capó del automóvil, los tres muchachos veían hacer a Jero, dentro de la jaula encristalada de la cabina. Jero marcó el número por segunda vez y, cuando oyó la llamada, encogió automáticamente los hombros, se tapó el oído izquierdo con un dedo y apretó aún más el derecho contra el auricular:
—¿El Subdirector General, por favor…? —esperó un rato—. ¿Eres tú, Paco?, Jero, sí… Tranquilo, nada grave, pero las cosas se han complicado un poco… No… No… El pueblo… El vecindario se ha presentado esta mañana en el castro en son de guerra y hemos tenido que levantar el campo… Sí, claro. Amenazaban con colgarnos y ten por seguro que si no cedemos, lo hubieran hecho… Lamentable, desde luego. Todo lo que te diga es poco. En la vida he sufrido una humillación semejante… Lo demás, bien. Yo temía los prontos de los chicos, del Fíbula sobre todo, pero he conseguido sujetarle… ¿El Alcalde? Bueno. Reticente y tal pero no puso pegas. Luego se ausentó, claro. He ido a verle después del episodio y se había largado del pueblo… Todos a la uva, conchabados, eso es indudable. El cabecilla es un cojo atravesado… ¡El mismo! El del corte de mangas, efectivamente… No, por supuesto, esto no podemos dejarlo así. Por eso te llamo. La excavación está a punto de caramelo, en un momento decisivo. Ya te contaré despacio… ¿Al Delegado Provincial? ¿A Carlitos Peña?… Mucho, hombre, cómo no le voy a conocer… No me parece mal… No te preocupes, son veinte minutos y no tenemos mejor cosa que hacer… En seguida, claro, ahora mismo… Por mí, no, pero me inquieta lo que pueda hacer en el castro esa partida de indocumentados… No, por ahora no hace falta. Si fuera necesario, te lo haría saber… ¿Eh? ¿Gaga?… Deja tranquila a Gaga; ése es asunto resuelto… Sí, sí, agradezco tu intercesión, pero no hay nada que hacer… Ya hablaremos de todo… De acuerdo… Otro para ti.
Dobló la articulada portezuela de la cabina y los tres muchachos se adelantaron hacia él.
—¿Qué?
—Paco opina que debemos informar al Delegado del Ministerio.
—¿Ahora? —preguntó Cristino.
—Cuanto antes. Después de todo son treinta kilómetros. Así matamos el rato.
Ángel, pegado a la ventanilla, veía desfilar los árboles en silencio. En un momento en que Cristino volvió la cabeza, el Fíbula, desde el otro asiento trasero, le señaló con el mentón.
—Aquí, el Angelito se nos ha quedado sin habla; se nos ha cagado el hombre.
Ángel se enderezó y su rostro aniñado se animó un poco.
—He pasado más miedo que vergüenza, lo reconozco. A cada rato me decía: «Si al Jero se le ocurre levantar la voz, el cojo éste le clava la muleta en la barriga». ¡Hay que joderse con el tipo! ¿Visteis cómo comía las peras el marrano de él?
El Fíbula soltó una risotada:
—Las partía con los dedos como si fuese pan. ¿Te fijaste en la uña?
Cristino se inclinó hacia Jero:
—¿Sabes dónde está la Delegación?
Jero asintió, sonriendo. Después de hablar con el Subdirector General daba la impresión de haberse descargado de un peso:
—En la Plaza del Mercado, junto a San Andrés. No te preocupes que no me pierdo. Tengo muy pateado esto.
El Fíbula volvió a su tema:
—¡Anda y que no me gustaría nada encontrarme en un descampado, mano a mano con el rubio! —movió de un lado a otro la cabeza—. O con el mismo cabrero si me apuras. ¿Visteis con qué mala leche levantó las estacas el maricón de él?
—Eso ha sido lo que peor me ha sentado —reconoció Jero.
—Y, luego, la mina, venga a hablar de la mina. ¿Qué coños pensarán esos tíos que es un hallazgo arqueológico? Hablaban de la mina como si se tratase de Hunosa, ¡hay que joderse!
Terció Cristino:
—Tampoco les juzgues con tanto rigor. Es gente sin instrucción, sin recursos. Viven en una economía de subsistencia. Nunca cogieron nada que antes no hubieran sembrado. Y para una vez que se presenta la ocasión, zas, llega un listo y se lo birla.
Jero asintió:
—Verdaderamente —dijo—. Pero, ¿por qué ese empeño en mezclar a don Virgilio en el asunto? El pobre Coronel lleva más de dos años bajo tierra, ¿qué demonios tendrá que ver él con el tesoro?
Relajado, después de la tensión de las últimas horas, el Fíbula imprimía a todos sus comentarios un aire festivo.
—Según ellos se entendía con la Pelaya; estaba liado con la Pelaya el tío. Jero movió dos veces los hombros.
—¡Había que conocer a la Pelaya! —rio—. La Pelaya cocinó para el Coronel mientras estuvo en Gamones, pero de eso a meterse en la cama con ella hay distancia. Tenía demasiada clase don Virgilio para incurrir en semejante vulgaridad. Además, ¿en qué cabeza cabe que conociendo la existencia del tesoro únicamente se lo revelara a esa mujer? Cualquiera que haya conocido la pasión arqueológica del Coronel no puede admitir eso. Es literalmente absurdo.
Al coronar un cambio de rasante apareció la pequeña ciudad, a lo lejos, en torno al río. Jero franqueó un puente y se adentró en el dédalo de calles sin vacilaciones. Se detuvo en dos semáforos, recorrió una amplia avenida y abocó a la Plaza del Mercado. Estacionó el coche en el aparcamiento de la Delegación. Aún con las llaves en la mano se reunió con sus ayudantes:
—Podéis tomaros unas copas por ahí y a las dos en punto en el Progreso. El otro día, Santi, nos echó bien de comer. Si os parece podemos repetir; el Delegado no creo que me entretenga.
Desdeñó el ascensor y subió los escalones de dos en dos. Entró sin llamar conforme invitaba el letrero de la puerta:
—¿Don Carlos?
Una señorita de edad le pasó a un recibidor pero, antes de que llegara a sentarse, se abrieron las puertas correderas y apareció el rostro aplaciente y sonrosado de Carlitos Peña:
—Perdona, majo, perdona —dijo y le palmeó efusivamente la espalda—. Aunque sabía que te esperaba, Maite no te ha reconocido. Está ya para pocos trotes esta mujer. Pero, siéntate, cuenta. Hace unos minutos me llamó el Subdirector General. Parecía contrariado, pero no quiso anticiparme nada —tornó a palmearle la espalda y le hizo sentarse frente a él, la mesa cargada de papelotes por medio. Sonreía y, al sonreír, mostraba un diente de oro y le raleaba el rubio bigote. Todo era pulcro y regular en él: las cejas, la frente, la nariz, las orejas, sus manos blancas y achatadas, el enorme solitario de su dedo anular, sus gafas relimpias con montura de oro… También sus ademanes y sus palabras eran pulcros y regulares, tal vez un poco excesivos, como excesivos eran su efusividad y su afán por anticiparse a sus deseos—. Habla, —añadió—. ¿Qué te trae por aquí? Tú eres de la casa, Jerónimo, ya lo sabes. No eres aquí ningún extraño.
Jero sacó un caramelo del bolsillo y lo metió en la boca. Reparó inmediatamente en su descortesía y le alargó la bolsa de plástico por encima de la mesa:
—¿Quieres? La gente entre la que me muevo no comparte mi vicio y he perdido la buena costumbre de ofrecer.
El Delegado sonrió.
—Gracias, no soy goloso. Es un caso raro, pero a decir verdad no recuerdo haber comido caramelos ni de chiquillo. Pero, dime, majo, ¿ha ocurrido algo? El Subdirector me dijo que andabas por aquí por lo del tesoro. Buen golpe, ¿eh? Entre eso y tu carta arqueológica vais a hacer más famosa a la provincia que la Atenas de Pericles.
Jero frunció nerviosamente los hombros y comenzó su relato. A medida que avanzaba, el rostro pigre, sonrosado, del Delegado se iba ensombreciendo y el bigotillo se encogía y espesaba. Su blanca mano, de cortos dedos y uñas impolutas, tomó de la escribanía un paquete de cigarrillos egipcios y tras ofrecer formulariamente a Jero, encendió el suyo con un mechero de oro. Expulsaba el humo recostando la nuca en el respaldo del sillón con lentitud, en pausadas volutas, los ojos entrecerrados, pendiente de los labios de Jero. Cuando éste concluyó, se acodó en la mesa y adoptó una actitud de honda preocupación:
—Pero esto que me cuentas es un motín en toda regla, majo.
—Tampoco dramatices demasiado. Los tipos esos están quemados y es comprensible. Ten en cuenta que el descubridor es de Pobladura, o sea, hablando en su lenguaje, un forastero. Al oponerse a la excavación creen defender lo suyo.
El Delegado denegó enérgicamente con su rizada cabeza:
—No trates de echarlo a barato. Un motín nunca es disculpable, Jerónimo; lo siento. Un motín es un motín. No debemos tomar frívolamente algo tan grave.
—Tampoco te pongas así.
El Delegado se quitó las gafas, se frotó los ojos con los nudillos y levantó el dedo del solitario en ademán admonitorio:
—Siento tener que decir esto, Jerónimo, pero, desgraciadamente, este país no está maduro para la democracia —se colocó las gafas después de limpiar un cristal con el pañuelo, descolgó el teléfono de mesa y aplastó el cigarrillo contra un cenicero de vidrio—. En casos así hay que actuar pronto y con energía, de otra manera corres el riesgo de que te coman por un pie.
Miró a lo alto, hacia la lámpara.
—Con el Gobierno Civil, por favor… Gracias —esperó. Repentinamente se le animó el semblante—. ¿Eres tú, Juanma? Sí, el mismo, a tus órdenes. Oye, perdona que te moleste. Tengo aquí, en mi despacho, a Jerónimo Otero, profesor de la Universidad de Madrid… Exacto. El de la Carta Arqueológica de la provincia. Bueno, pues este señor ha tenido un incidente desagradable en Gamones. ¿Conoces el asunto del tesoro?… Tanto mejor, Juanma, me ahorras explicaciones… Bien, Jerónimo ha ido allí, enviado por Madrid, para completar la excavación, ¿comprendes?, y el pueblo se le ha revuelto, literalmente se le ha echado encima… Un motín, eso mismo digo yo… ¿Violencia? ¡Toda! Picos, horcas, dalles, lo que quieras… No sé. Por eso te llamo… ¿Tú crees?… No sería mejor de entrada la vía diplomática… Espera, está aquí el interesado, voy a consultarle…
Taponó el teléfono con la mano y sonrió a Jero en abierta complicidad. Dijo a media voz:
—Juanma sugiere que subáis esta tarde al castro con una sección de la Guardia Civil. Os protegerían mientras dure la excavación.
Jero negó resueltamente con la cabeza.
—De ninguna manera. Eso sería desorbitar las cosas.
El Delegado retiró la mano y apoyó la cabeza contra el auricular. De nuevo elevó el tono:
—Lo considera excesivo, Juanma… Sí… Tal vez sea preferible lo otro; tal vez sea más prudente… ¿Conmigo?… Lo que tú dispongas, Juanma, ya sabes que por mí no hay problemas… Por eso te digo. Ya sabes que no soy de los que escurren el bulto. Incluso, aunque me esté mal el decirlo, no se me dan mal este tipo de comisiones… ¿Esta noche? De acuerdo… En lo otro no quiero meterme; no es de mi incumbencia; es asunto tuyo… De entrada no me parece mal. Ya sabes que comparto contigo la preocupación por la seguridad personal… Por supuesto… Ya sabes que lo que tú ordenes me parece bien. Correcto… Te tendré informado… Hasta luego, Juanma y gracias por todo… Un abrazo y a tus órdenes.
Sonreía distendidamente al colgar el aparato.
—Todo resuelto —dijo—. Este Juanma es un águila. Da gusto trabajar con él.
Jero le miró alarmado.
—No será con la Guardia Civil.
El Delegado levantó sus dos manos chatas, inmaculadas, ornadas por el gran solitario:
—Tranquilo. Esta noche, a las ocho, tú y yo tendremos un «tête à tête» en Gamones con el Ayuntamiento en pleno. Yo hubiera preferido a media tarde, pero Juanma dice, y no le falta razón, que hasta la noche no resulta fácil reunir a esa gente.
Jero desconfiaba:
—Bue… no y, ¿dónde quedamos?
—¿Dónde paráis?
—En Covillas, en la Pensión Ramos.
El Delegado se sujetó la frente con la mano como si reflexionase:
—Aguarda un momento; no nos precipitemos. Juanma citará al alcalde, mejor dicho al Ayuntamiento, para las ocho, y a esa hora estaremos nosotros allí… si antes no hubiera contraorden.
La frente de Jero se pobló de arrugas.
—¿Contraorden?
—Atiende una cosa, majo. Nosotros estamos citados en Gamones a las ocho, pero sólo acudiremos en el caso de que… «el detector de tensiones» nos dé vía libre. En caso contrario, aguardaremos órdenes de arriba. Esto es lo convenido.
—¿El detector de tensiones? No sé de qué me estás hablando.
El Delegado unió las manos como si rezara y bajó la cabeza para mirarle a los ojos desde más cerca:
—Juanma destacará previamente una sección de la social —dijo como sin darle importancia.
Jero frunció el ceño.
—¿Policía?
—Escucha, majo. Esos hombres irán de paisano, en una furgoneta, simulando ser quinquis, vendedores ambulantes o algo por el estilo. Déjale hacer a Juanma. Es un director escénico de primera. Confía en él.
Jero se acodó en la mesa y descansó la barbilla sobre las manos:
—Pero no veo el objetivo de esta guerra. Una sabihonda sonrisa iluminó el rostro del Delegado:
—Es sencillo —dijo—. A Juanma antes que el éxito de la excavación, le interesa vuestra seguridad personal, la tuya y la de tus hombres. Antepone el Orden a la Arqueología, para que me entiendas. Después de todo, hace bien; es su oficio. De otro lado, este pequeño destacamento tiene, digamos, algo así como una misión de espionaje…
Jero meneó la cabeza impaciente. El Delegado le atajó:
—Por favor, déjame hablar. Tal como me dices que están las cosas, esto podría degenerar en un enfrentamiento y, si me apuras, en sangre. Conozco a esta gente, majo, en consecuencia, lo prudente es medir «el grado de tensión» antes de determinar nuestra actuación posterior. Ésa es la misión de avanzadilla de que te hablo.
Sonreía y entrelazaba ahora los dedos de sus manos, mientras Jero le miraba fijamente, indeciso. El Delegado separó los dedos y alzó una mano blanca y conciliadora, como dando por zanjadas sus diferencias:
—Ahora vamos con otro punto —oprimió repetidamente el timbre de mesa—. Gamones, Gamones… éste es un extremo importante.
La ojerosa secretaria asomó medio cuerpo por la puerta.
—Maite, por favor, ¿puede traerme el listín de los Ayuntamientos de la provincia?
—¿Se refiere a la guía telefónica, don Carlos?
—¡Maite, por Dios! La guía telefónica es una cosa y el listín de la composición de los Ayuntamientos, otra, ¿no? —sonreía a duras penas.
Instantes después, Maite depositaba sobre la mesa del Delegado un mamotreto de cubiertas azules con cantoneras de hule.
El Delegado lo abrió y buscó la letra G.
—Galosancho… Gallosa… Gámara… —murmuraba entre dientes mientras pasaba las páginas—. ¡Gamones, helo aquí! —su pulcra uña achatada recorría la nómina y, finalmente, sin alterar su postura, se mordió el labio superior y levantó los ojos hacia Jero—: La jodimos —dijo apagadamente—. Todos del PSOE.
Jero encogió los hombros de golpe:
—Y, ¿eso qué importa? Ésta no es una cuestión política; no tiene nada que ver con la política.
El Delegado movió la cabeza en forma circular:
—Tú vives en tu limbo, majo, y no te lo reprocho, pero, perdona que te diga, que no conoces el mundo que te rodea. Hoy la política lo inunda todo. En este país no hay nada ajeno a la política. Todo es política. Y siendo esto así, ten por seguro que, en este caso concreto, mejor nos hubiera ido con los Ucedeos o con la misma Alianza.
—En todo caso, no creo que sea decisivo.
—¡Oh, por supuesto que no! Me sobran agallas para lidiar este toro y otros más difíciles. No me asustan, majo. Y no vayas a pensar por lo que te he dicho que yo sea de los nostálgicos, pero de una cosa estoy convencido: este lamentable episodio no hubiera ocurrido en vida de don Francisco.
Jero se incorporó y tendió la mano al Delegado, quien, al verle de pie, rodeó la mesa, se la estrechó, y le pasó el brazo izquierdo por los hombros.
—Entonces, en principio, quedamos en Covillas a las siete y media. En la cafetería Alaska, ¿te parece?
—De acuerdo.
El Delegado abrió su más esplendorosa sonrisa:
—Y en el caso de que el «detector de tensiones» aconsejara aplazar la entrevista, te dejaría recado telefónico en la Pensión Ramos una hora antes. ¿Entendido?
—Vale —dijo Jero.
Le acompañó hasta el descansillo y, una vez allí, le palmeó sonoramente la espalda y, luego, le tomó suavemente por la cintura.
—Ya sabes que para mí siempre es una fiesta verte por aquí, majo. ¿No llamas al ascensor? Como quieras. Tal vez tengas razón. Tal vez nos vendría mejor a todos hacer un poco de ejercicio —franqueó el dintel y levantó la mano—. Hasta la noche. Chao.