5

La señora Olimpia, acuclillada ante el fuego, de espaldas a la mesa, se irguió lentamente y dio media vuelta. Sus mejillas congestionadas, reflejaban el ardor del hogar, donde las brasas de roble iban apagándose poco a poco, transformándose en rescoldo. Tomó del fogón una fuente de patatas fritas y la puso en el centro de la mesa camilla donde ellos comían con apetito, sujetando el hueso con los dedos, unas chuletas de cordero. Sobre la cabeza del Fíbula se abría un ventano a través del cual se adentraban tenues cacareos de gallinas y el metálico quiquiriquí de un gallo. Frente a él, entre una compleja teoría de anaqueles y vasares, con platos y cacharros, sonreía abiertamente, desde un atrasado calendario, una muchacha en bañador. La señora Olimpia quedó un rato plantada ante ellos, gruesa, cachazuda, los brazos en jarras, observando las necesidades de la mesa y, durante el tiempo que permaneció así, Cristino mantuvo vuelta la cabeza, mordisqueando distraídamente el hueso que sostenía entre los dedos. Jero se enfureció:

—¿Es que no puedes olvidarte un minuto de tu cara, coño? ¿Es que no sabes relajarte? ¡Mira de frente por una vez, leche!

La señora Olimpia, acuclillada de nuevo, avivaba las brasas con el soplillo antes de poner sobre ellas el puchero del café. Cristino se mostraba afligido y sumiso:

—¿Qué quieres? —dijo—. Esto empezó siendo un tic pero ha acabado siendo un complejo. No puedo remediarlo.

Jero pretendió razonar:

—Ya sabes lo que dice Pedro. Antes que pomadas y potingues, lo primero que tienes que hacer es aprender a convivir con el vitíligo. Te guste o no, es tu compañero inseparable.

El Fíbula redondeó los ojos y bebió de un trago medio vaso de vino.

—¿Es que pica eso? —preguntó.

Cristino, abrumado, denegó con la cabeza.

—Pues, entonces, déjalo estar —añadió el Fíbula en tono festivo—. A mí no me importaría nada tener una cara bicolor, te lo juro por Dios. Una cara como una bandera. ¡Anda y que no debe de fardar eso!

Cristino sonrió apagadamente. Jero insistió. Se hacía evidente que no era la primera vez que aludía al tema. Indicó con una mirada a la señora Olimpia, inclinada sobre el fuego:

—Mira la vieja —dijo a media voz—. Tiene más barbas que un patriarca, pero da la cara, coño, no se acoquina. Y hace bien. Al que no le guste que no mire.

Ángel rio, señalando maliciosamente a Cristino.

—Pues mientras eso no se le quite, la Lourdes puede aguardar.

—¿Lourdes Pérez Lerma? —preguntó espontáneamente Jero, a quien las listas de sus alumnos se le grababan prodigiosamente en la cabeza desde el primer día de clase.

—Está por ella —añadió el Fíbula—, pero como si no. Todos andamos al cabo la calle menos la interesada.

Jero miró a Cristino:

—¿Es eso cierto?

—Bueno, vamos a dejarlo; son asuntos personales.

Ángel alzó la cabeza:

—Mira, compañero, con la mano en el corazón, prefiero tu cara antes que el lío que yo tengo formado, ¡palabra!

—¿Tan mal te va? —inquirió Jero.

—No es que me vaya bien ni mal, jefe, pero amarrarse a los diecinueve años no creo que sea un plato de gusto para nadie.

El Fíbula llenó los vasos de un vino negro, espeso, con una orla espumosa en la superficie.

—Después de todo, nadie te obligó a hacerlo.

—¡Joder, nadie me obligó…! ¿Serías tú capaz de dejar un hijo en la calle, sin nombre, como un hospiciano?

La señora Olimpia, que se acercaba a la mesa bamboleándose, con una nueva botella de vino en la mano, se detuvo, miró desconcertada a Ángel y exclamó:

—No me dirá que está usted casado.

Ángel infló el pecho cuanto pudo y lo golpeó rudamente con los dos puños cerrados como si fuera un tambor:

—Sí, señora. Casado y con un heredero para lo que usted guste mandar.

—¡Jesús!, si parece una criatura. Tiene usted más cara de hijo que de padre, ya ve lo que son las cosas.

Jero aprovechó la inesperada apertura de la señora Olimpia para meter cuña:

—Dígame, señora, ¿conoció usted a don Virgilio? La mujer le miró y estiró el cuello como un pavo:

—¿Y quién no va a conocer al difunto Coronel en estos contornos? Jero, los ojos en el plato, mondaba una naranja.

—Andaba mucho por el castro, ¿no es cierto?

—Mejor diría que no bajaba de él. Para mí que fue el difunto Coronel y no don Lino quien descubrió la mina esa, ya ve usted.

Jero se atragantó. Tosió repetidamente antes de recuperar la voz.

—¿Es que hay una mina arriba?

La señora Olimpia hizo un gesto socarrón:

—Ande no se haga ahora de nuevas. Si no fuese por la mina, ¿qué pintaban ustedes aquí?

Cristino, Ángel y el Fíbula la miraban sin pestañear. Jero, por el contrario, no osaba levantar los ojos del plato, por temor de interrumpir sus confidencias. Sin que nadie le preguntase nada, la vieja prosiguió:

—Yo tengo para mí que el difunto Coronel lo sabía, o sea, sabía lo de la mina y le fue con el cuento a la Pelaya. Porque la Pelaya andaba, por aquel entonces, en su casa, de cocinera, aunque hay quien dice, que yo en eso no me meto, que también andaba liado con ella. Pero lo que sí puedo decirles es que la Pelaya y su marido, el Gedeón, andan ahora con don Lino en la finca. ¿Creen ustedes que una cosa no va a tener nada que ver con otra?

Los muchachos se miraron entre sí. La voz de Jero se hizo aún más premiosa. Se producía con tanta prudencia como si temiera espantar un pájaro.

—Y si es cierto que don Virgilio lo sabía, ¿por qué no la explotó él?

—Explotar, ¿qué?

—La mina.

La señora Olimpia empezó a amontonar los platos sucios.

—Ésas son cosas de ellos —agregó vaga, ambiguamente, como arrepentida de su expansión anterior—. A saber los planes que tendría. El Coronel no sabía que iba a morir así, como murió, en un repente, sin decir oste ni moste.

Trasladó la torre de platos hasta la fregadera y se diría que, al volverles la espalda, quedó roto el hechizo. En vano trató Jero de reanudar la conversación. La señora Olimpia, acorazada en su hermetismo habitual, se desplazaba por la habitación como una sombra, arrastrando por las baldosas enceradas sus zapatillas negras de fieltro. Ante su mutismo, Jero se metió en la boca un caramelo y se incorporó.

—Las cuatro menos veinte —dijo—. Debemos aprovechar el tiempo. Apenas quedan tres horas y media de luz.

Conforme con el pronóstico de Cristino, la niebla se había disipado y el sol, un sol clemente, de primeros de abril, iluminaba tenuemente el valle y las laderas de enfrente que empezaban a verdear. En su costado norte, la cuadrícula mostraba, como una gigantesca dentadura, la estructura pétrea descubierta por la mañana. La tierra removida había sido sacada del recinto y el suelo, de lecho desigual, quedaba ahora limpio y apisonado. Jero distribuyó las cribas entre sus ayudantes y el Fíbula aposentó su enjuto trasero sobre el mojón de monte público y canturreó:

—Porque tenía una mujer, ¡qué dolor, qué dolor!

Súbitamente cesó de cantar, sonrió, aflautó la voz y dijo sin dejar de cribar:

—Señores, de la tierra venimos y a la tierra vamos, pero, entretanto, la tierra puede hablarnos con la misma claridad que un palimpsesto o una aljamía.

Ángel, que cribaba con afán unos puñados de tierra, la punta de la lengua entre los dientes, soltó una carcajada:

—¡Díaz Reina! —dijo triunfalmente, como si resolviese una adivinanza.

—Dejad tranquilo al bueno de don Lucio. Olvidémonos de él —dijo Cristino.

—¿Por qué olvidarle? Es un gran profesor —dijo Jero.

Ángel le miró incrédulo:

—¿Hablas en serio?

Terció el Fíbula:

—Es un paliza, macho. Parece un predicador.

—Con su oratoria no me meto, pero es un hombre que sabe por donde se anda —añadió Jero.

La oscilación de los cedazos no cesaba y el montón de tierra cribada iba aumentando paulatinamente. De la cuenca ascendía el campanilleo de un rebaño y la trepidación uniforme de un tractor. Desde la altura, el valle era como una gran caja de resonancia. Ángel, arrodillado con el tamiz entre las manos, interrumpió, de repente, su vaivén y dijo humorísticamente:

—¡La sorpresa! Me tocó. ¡Eureka!

Agitaba, en alto, como si fuera un trofeo, un pequeño fragmento de vaso rojizo. Jero lo miró complacido. Dijo profesoralmente:

—A ver, identifícalo.

Ángel sopló con fuerza el fragmento, sacó un pañuelo del bolsillo y limpió cuidadosamente los últimos restos de tierra.

—A saber —dijo caviloso, dándole media vuelta.

—Hazte a la idea de que estás en un examen.

Ángel titubeaba, se mordía la punta de la lengua y le daba vueltas y más vueltas entre los dedos.

—Puesto entre la espada y la pared —dijo, al fin— yo diría que celtibérico.

Jero encogió los hombros defraudado:

—Después de lo de esta mañana, eso es como no decir nada.

—Pásamelo, macho —dijo resignadamente el Fíbula alargando la mano y ladeando su cara de pájaro.

Ángel se lo entregó. El Fíbula, mientras analizaba el fragmento, frunció repetidamente los labios. Al cabo, rompió a reír:

—Verdaderamente este cascote no es muy explícito —dijo—. No dudo que hablará como un palimpsesto pero yo no le entiendo una palabra.

Se lo pasó a Cristino, quien lo examinó morosamente, con su mirada tranquila y profunda. Dijo, al cabo de unos segundos, con laconismo profesional:

—Cerámica cocida a fuego oxidante. Influencias celtibéricas. Posiblemente el pie de una copa.

—Correcto —dijo Jero tomando el fragmento e introduciéndolo en su pequeño zurrón. Agregó—: Bien mirado, esto no añade nada a lo descubierto esta mañana.

Sobre sus cabezas, a diferentes alturas, planeaban una docena de buitres. El Fíbula los descubrió:

—No vendrán por nosotros esos cabrones.

—Son buitres —aclaró Cristino— y ¿qué me quieres decir con eso?

—Que no muerden, hombre. Que no son rapaces sino carroñeros. Sólo comen carne muerta, de modo que hasta que no estires la pata puedes estar tranquilo.

El Fíbula bajó los ojos y reanudó su cancioncilla a compás del vaivén de la criba:

Porque tenía una mujer
¡Qué dolor, qué dolor!
Dentro de un armario,
¡Qué dolor, qué dolor!

Ángel le interrumpió. Su rostro lampiño resplandecía.

—¡Hoy estoy de suerte! —voceó y alargaba a Jero un minúsculo objeto, rebozado de tierra, que éste limpió meticulosamente con los dedos antes de examinarlo.

—El extremo de un brazalete —dijo, enarcando las cejas. Aguardó a que los muchachos se agrupasen en torno suyo antes de proseguir—: Fijaos en la decoración troquelada. Como en tantas otras joyas celtibéricas trata de representar la cabeza de un ofidio.

El montón de tierra cribada era ya mayor que el de tierra sin cribar y los muchachos, como infatigables buscadores de oro, proseguían tenazmente su labor. De vez en cuando se detenían para coger alguna broza o pedazo de cerámica, atrapados en los cedazos y mostrárselo a Jero. El sol declinaba y los turgentes caballones de la ladera de enfrente resaltaban con la última luz, mientras las faldas de los farallones iban sumiéndose en la penumbra, una penumbra dramática, húmeda y fría. En las cumbres, los robles, graves e hirsutos, se recortaban a contraluz como una cenefa negra. De súbito, una voz carrasposa, próxima, colérica, les sobresaltó. Los cuatro muchachos levantaron simultáneamente sus cabezas. A treinta metros de distancia, sobre un pedestal de roca que emergía del robledal, un hombre atezado, tocado de boina, un morral en bandolera, agitaba una cayada en el aire y voceaba:

—¿Es que no visteis los letreros?; ¡me cago en sos!

—Y, ¡a ti qué coños te importa! —replicó rápido el Fíbula.

El hombre de la cayada se encrespó. Pateó la roca rabiosamente, como un poseso, enarboló la garrota de nuevo, con aire conminador y bramó:

—¡Las vais a pagar, todas juntas, cacho cabrones, por venir a robar la mina!

El Fíbula miró a Jero.

—¿Le damos de leches, jefe?

Jero le disuadió:

—Quieto, hombre. Seguid cribando como si tal cosa. Ni le miréis siquiera. Es un pobre lunático.

Los cuatro simularon abstraerse en su quehacer, pero cuanto mayor era su desatención, más acrecía la irritación del hombre. De manera imprevista, una cabra apareció en el cortafuegos, a veinte metros de la cata, y, casi al instante, una piedra silbó entre los chaparros y fue a golpear en el suelo, junto a las patas del animal. La cabra dio un brinco y desapareció en la espesura, en dirección al hombre. Ángel musitó:

—Joder, machos. A ver si nos descalabra este tipo.

—¡Quietos, ni le miréis! —repitió Jero entre dientes, con reprimida energía.

El cabrero voceaba incoherencias e improperios y, finalmente, aburrido por la falta de réplica, hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Mañana colgaremos de la nogala a don Lino y a la Pelaya!

¿Me habéis oído? ¡Y si no dejáis quieta la mina, detrás iréis vosotros! ¡Ya estáis avisados!

El Fíbula miró hacia él, de soslayo, y le vio apearse del pedestal; durante un rato, le oyó silbar al ganado y mascullar palabrotas entre la greñura y, finalmente, tornó el silencio. El sol se ocultaba tras el cordal y una brisa fría empezó a batir del norte. Jero decidió aplazar la tarea:

—Recogedlo todo —advirtió—. Tal como se están poniendo las cosas lo prudente es no dejar nada. Mañana sin falta haremos la planimetría.

Mientras caminaban hacia el coche, cargados con los trebejos, el Fíbula, rezongando, continuaba mirando, por encima de los chaparros, el lugar donde desapareciera el cabrero. Ya en el coche, Cristino, que hasta ese momento había permanecido en silencio, preguntó a Jero:

—¿De dónde habrá salido ese psicópata?

Jero se dobló sobre el volante, chascó la lengua:

—Si no me equivoco —dijo— ése es el cabrero que informó al pueblo del hallazgo de don Lino. Su actitud es comprensible. No parece hombre de muchos alcances y entre todos le habrán levantado los cascos.

La noche había caído casi de repente y en las casas de la Plaza empezaban a encenderse las primeras luces. Rebasado el pueblo, Jero, a pesar de la angostura y sinuosidad de la carretera, aceleró el coche y, en poco más de un cuarto de hora, recorrió el trayecto que le separaba de Covillas. Aparcó frente a la cabina telefónica:

—Iros duchando y que la señora Nieves prepare la cena —dijo a sus ayudantes—. Yo voy a hacer antes una llamada.

Ángel y el Fíbula cambiaron una mirada de entendimiento, mientras Jero, a través de los cristales de la cabina, les veía alejarse cansinamente. Alguien descolgó al otro extremo del hilo. Suavizó la voz:

—¿Gaga?… Jero, claro… Aquí me tienes, como de costumbre… Con el equipo de costumbre, sí… Por supuesto, es algo nuevo en mi vida profesional… Con un poco de suerte puede armar ruido… Sí que es raro que la Arqueología sea protagonista, pero por una vez me parece que va a serlo. Ya, ya me di cuenta de que habías salido… Me alegro de que lo pasaras bien… ¿Con Pila?… ¡Estupendo!… No, claro, no puedo prometértelo… Es mi vida, Gaga, métetelo en la cabeza… Te guste o no te guste tendrás que compartirla, a no ser… Bueno, eso que me ofreces no es una alternativa, Gaga, es ni más ni menos un suicidio profesional… ¿Dejarlo? ¿Qué dices?… Pero, ¿lo has pensado seriamente o es una pataleta?… Oye, ¿por qué no cambiamos de tema? No es asunto para tratarlo por teléfono. Ya hablaremos de ello cuando regrese… Pero, ¿qué mosca te ha picado…? Ya sé que todas las cosas tienen un límite, pero nunca pude imaginar que salieras ahora por este registro… Desde luego, yo no voy a oponerme… No tengo derecho, ya lo sé… Pero, por favor, no me vocees, ya sabes que me molesta que me voceen… Si vuelves a decir otra tontería te cuelgo el teléfono… Está bien, Gaga, haz lo que te dé la gana… ¡Vete a paseo!

Jero, despechado, colgó el auricular y se quedó un momento pensativo, acariciándose la barbilla y mirando al suelo de la cabina. Luego, descorrió distraídamente la puerta, salió, metió las manos en los bolsillos, encogió dos veces los hombros y atravesó la Plaza camino de la pensión.