A través de los cristales empañados, Jero vio llegar su coche con Ángel al volante. Los muchachos, después de asegurar las portezuelas, sacaron de la maleta sus bolsas de viaje y se encaminaron en grupo hacia la cafetería, Cristino, según un viejo hábito, en último lugar, la cabeza ladeada, como uno de esos perros de muestra escorados en fuerza de buscar el viento. Se reunieron con Jero en la barra.
—¿Qué tal el viaje? ¿Qué queréis tomar? Cristino titubeó, adelantó los labios en un mohín de indiferencia.
—Café con leche, ¿no? —consultó a sus compañeros con la mirada y confirmó—: Tres cafés con leche. Los muchachos eran muy jóvenes, rondando la veintena. No obstante, la forzada postura de Cristino, su cabeza humillada (actitud adoptada desde meses atrás con la intención de disimular la mancha de vitíligo que se le extendía por el cuello y la mejilla derecha) le hacía aparentar más edad. Jero había amanecido esta mañana diligente y animado.
—¿Cansados? —preguntó.
El Fíbula estiró los brazos, cerró los ojos y bostezó largamente.
—Cansados de coche, macho. De eso estamos cansados.
—Me alegro, porque os anticipo que aquí hay que dar el callo.
—Vale.
El Fíbula era alto y descarnado y su buida nariz, unida a la acentuada curva de la frente, y a sus ojos redondos y escrutadores, le daban una cómica apariencia de pájaro.
—¿Buscaste alojamiento?
—Eso está arreglado. Ahora, antes de marchar, dejaremos allí los equipajes. ¿Hablasteis con Paco?
—Anoche —precisó Cristino— me tuvo al teléfono más de media hora. Ya le conoces. Parece que está todo claro, ¿no? Lo único inexplicable es que el lince de don Virgilio se dejara pisar este hallazgo. Jero protestó:
—Eso no; don Virgilio nunca quiso saber nada de detectores ni de otros artilugios más o menos sofisticados. Al Coronel le gustaba jugar limpio.
Ángel, que se dejaba crecer un débil bigotito lampiño que intensificaba su aspecto infantil, pareció sorprendido.
—¿Es que tú crees que el tipo ese echó mano del detector?
—¡Cómo te lo diría yo!, pero vete a probarlo. No queda otro remedio que aceptar que el descubrimiento ha sido casual.
—El Subdirector me dijo algo del asunto —dijo oblicuamente Cristino—. Me habló también de abrir una sola cata —miró a Jero en una postura difícil—: ¿Cuáles son tus planes? Jero aprovechó las dos gotas de agua que habían escurrido de su vaso para dibujar con un dedo, sobre la bruñida superficie del mostrador, la pequeña meseta del tozal, dividida en dos por el cortafuegos:
—El tesoro ha sido descubierto tal que aquí, en este extremo del cortafuegos. Ahí, alrededor del hoyo donde estaba la tinaja, vamos a trazar la cuadrícula; luego bajaremos levantando capas artificiales de unos cinco centímetros de espesor. No se trata de excavar en área, sino simplemente de conocer la realidad estratigráfica. Es decir, lo que interesa, de momento, es encajar el tesoro en un determinado horizonte arqueológico.
Cristino, Ángel y el Fíbula, agrupados en torno a él, asintieron. Escuchaban a Jero con el mismo respeto deferente, el mismo fervor ilusionado, con que escucharon su primera lección cuatro años atrás, el día que ingresaron en la Facultad.
Jero prosiguió:
—Hay que cribar, además, el montón de tierra que ha sacado ese listo. Aunque no es fácil, puede quedar algo. El tipo ha removido Roma con Santiago sin técnica ni método alguno. Pero aquí, entre nosotros, el descubrimiento es de órdago. Si acertamos a fecharlo, tened la seguridad de que será la noticia arqueológica más sonada de los cinco últimos lustros.
Su encendido entusiasmo se contagió inmediatamente a sus ayudantes. Ángel, sin más demora, recogió del suelo su bolsón de viaje.
—Andando, machos, no perdamos más tiempo. Cristino se detuvo en la puerta.
—¿Llevamos el coche?
—Luego; ahora no hace falta. La pensión queda a dos pasos, en la primera bocacalle.
La señora Nieves, la patrona, una mujer corpulenta, tuerta, con un ojo blanco, extrañamente abultado, después de mostrarles las habitaciones, les aseguró que a las ocho tendrían agua caliente para ducharse:
—Vayan con Dios —les dijo al despedirse.
En la carretera, apenas había tráfico. Los tilos tendían sus ramas desnudas sobre las cunetas y una picaza, afanada en picotear los restos de un conejo atropellado en el asfalto, levantó el vuelo a su paso. El viento había amainado y unas nubes, desgarradas y sucias, como de niebla alta, ocultaban el sol. En la plaza de Gamones, las mujeres, con platos y fuentes de loza en las manos, hacían cola ante la furgoneta del pescado que acababa de llegar y anunciaba a bocinazos su presencia. Del otro lado, en un edificio de dos plantas, apuntalado sobre los soportales en arco, un cartel descolorido por el tiempo decía: «Casa Consistorial». Dentro no había nadie. Únicamente dos albañiles en el segundo piso, recibían con cal los muros de una amplia sala desnuda y les facilitaron la dirección del Alcalde. En la salita donde éste les recibió minutos más tarde, embaldosada con losetas rojas y adornada con fotografías familiares, había una mesa barnizada, media docena de sillas y un aparador de dos cuerpos con puertas de cristales. El Alcalde, hombre menudo y aspaventero, no se levantó al verlos. Apartó a un lado el periódico que leía y, al oír sus pretensiones, ladeó la cabeza y se hurgó obstinadamente con un dedo en el oído derecho, como si le atornillase:
—¿Escarbar en Aradas? —preguntó con la misma reticencia que si le pidieran dinero—: Me temo que eso no va a ser posible.
—Hemos venido de Madrid exclusivamente para eso.
—De Madrid —repitió con una mueca burlona el Alcalde—: En Madrid sólo se acuerdan de Gamones cuando aparece oro en el término.
Jero abrió desmesuradamente los ojos:
—A mí eso no me incumbe —dijo—. Quiero decirle que personalmente, me trae sin cuidado si en Madrid se acuerdan o no de Gamones. Yo soy un profesional, tengo mi oficio y voy a trabajar donde me mandan.
—Y, ¿quién le manda a usted, si no es mala pregunta?
Jero sacó parsimoniosamente del bolsillo interior de la cazadora el papel plegado que Cristino acababa de entregarle en el coche, lo desdobló, le dio media vuelta y lo puso ante los ojos del Alcalde. Éste miró y remiró el papel con desconfianza.
Preguntó al cabo:
—¿Quién firma esto?
—Ahí lo tiene —Jero puso la uña sobre la rúbrica—. El Director General de Bellas Artes. El hombrecillo carraspeó, volvió a hurgarse en el oído, rebulló inquieto en la silla y, finalmente, admitió:
—El castro ese es propiedad municipal, así que problemas para escarbar no tienen. O sea, que yo, al menos, como autoridad, no puedo prohibírselo.
En la Plaza, una vieja rezagada junto a la furgoneta, les informó que la señora Olimpia, en una casa de la trasera de la iglesia, preparaba comidas para forasteros. La señora Olimpia, sesentona, fornida, con unos pelos lacios en la barbilla, les atendía sin dejar de entrar y salir del corral, acarreando brazadas de lecherines para los conejos:
—Descuiden —dijo, al fin—. A las dos tendrán la comida.
De vuelta al coche, Jero sacó su reloj de bolsillo.
—Las diez y veinte —dijo contrariado—. El morugo del alcalde nos ha hecho perder más de una hora.
Las ruedas botaban en las piedras y los baches del camino y el Fíbula se echó las manos a la cabeza:
—¡Joder, vaya autopista!
Ángel y Cristino observaban con curiosidad la gran cresta rocosa, las concavidades amarillentas de la cornisa, que Jero les mostraba a través de los cristales. Al doblar la primera curva, clavado en el tronco de la nogala, descubrieron un cartel garrapateado sobre una tabla.
—¡Aguarda, macho! —dijo el Fíbula. Y una vez que Jero detuvo el automóvil, añadió silabeando—:
Pro—hi—bi—do—ha—cer—es—car—ba—cio—nes —golpeó con el puño cerrado la palma de la otra mano—. ¿Os dais cuenta? Estos paletos son la hostia. Esto es amor al patrimonio cultural y lo demás son cuentos.
Jero se metió un caramelo en la boca y reanudó la marcha:
—No diría yo tanto.
—¿Qué insinúas?
—¡Qué sé yo! El sietemesino del Alcalde ha estado reticente, poco claro. No me da buena espina el tío. Por si fuera poco, anoche, de regreso, al cruzar el pueblo, un maldito tullido nos hizo un corte de mangas sin venir a cuento. No sé, intuyo cierta animosidad contra nosotros. Odian cordialmente a don Lino, que es del pueblo de al lado, y a nosotros, sin más ni más, nos consideran sus compinches. Tengo la impresión de que nos meten a todos en un mismo saco.
—¿Es que don Lino no es de Gamones? —preguntó Cristino.
—Naturalmente. Es de Pobladura, el pueblo inmediato. Ése es el problema. Ya conoces el dicho: «Pueblos vecinos, mal avenidos».
Apenas habían reanudado la marcha, cuando el Fíbula se enderezó en el asiento posterior y miró por el parabrisas, entre las cabezas de Jero y Cristino:
—¡Otra cartela, tú! —rio y leyó en voz alta—: «Pro—hi—bi—do—ha—cer—es—car—ba—cio—nes» —tornó a reír ruidosamente—. ¡Coño, hay que reconocer que imaginación no les falta!
Jero estacionó el coche junto al peñasco, en cuya base, burdamente garabateado con pintura negra, figuraba por tercera vez la misma advertencia. Mientras sacaban de la maleta del coche los carretes de cuerda, las azadas, las palas y las piquetas, Cristino se dirigió a Jero, mirándole de soslayo:
—¿Tú crees que los carteles esos van por nosotros?
Jero levantó los hombros, malhumorado.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Irán por don Lino, por nosotros, por María Santísima. Irán por todos y por ninguno, supongo. Es un aviso.
El cielo seguía encapotado pero algo así como una claridad lechosa, un débil resplandor, pugnaba con la masa de nubes grises. Cristino levantó los ojos:
—Es niebla —dijo—. A la tarde levantará.
—Como se conoce que eres de pueblo, macho —rio Ángel.
Ante el hoyo, el grupo adoptó una actitud ensimismada, la misma que acompañaba, indefectiblemente, al inicio de cada una de sus prospecciones. El Fíbula, después de pasarse la punta de la lengua por el labio superior, fue el primero en romper el silencio:
—Y pensar que aquí ha habido enterrados diez millones de pelas durante miles de años es para cagarse, machos.
El rostro aniñado de Ángel se iluminó con una sonrisa.
—Y, ¿qué hubieras hecho tú si lo descubres?
—¿Yo? Callar la boca, fundirlo, abrir un plazo fijo y a vivir.
Te lo juro por Dios.
—No digas disparates —terció Jero.
—¿Disparates? ¿Crees de veras que eso es un disparate? ¿Piensas que esto que hacemos nosotros va a proporcionarnos diez millones algún día?
Jero alzó maquinalmente los hombros por dos veces:
—Aviados estaríamos si en esta vida sólo contasen los millones —dijo despectivamente—. ¿No se te ha ocurrido pensar que llegar al fondo de nuestras propias raíces es algo hermoso, que no puede comprarse con dinero?
El Fíbula hizo un gesto de duda:
—No lo sé, macho. Si tú lo dices.
Ángel se asomó al acantilado. Un atajo de vacas, vigilado por un niño, descendía hacia el río por la cambera del molino y el esquileo armonioso de sus cencerros llegaba nítidamente hasta lo alto del castro. Por el camino que faldeaba la ladera pedaleaba un ciclista y, entre medias, por la carretera de Covillas avanzaba perezosamente un coche de línea color amarillo. Inopinadamente, Ángel asió de un brazo a Cristino y tiró de él hacia la escarpadura, riendo, mientras el otro se resistía:
—¡Suelta, tú, cacho marica! —Cristino se desasió y quedó a tres metros del abismo—. ¿Es que no sabes que no puedo reprimir el vértigo?
Ángel y el Fíbula, reían. Jero agarró un rollo de cuerda.
—Venga a trabajar —dijo—. Van a dar las once y esto corre prisa —entregó el carrete a Cristino y marcó el punto cero—. Ya sabéis, triangulación 3—4—5; dos ejes ortogonales.
Los muchachos trabajaban en silencio. Ángel, como cada vez que se concentraba en un quehacer, se mordía suavemente la punta de la lengua. Aleccionados por Jero, delimitaron con cuerdas y media docena de estacas el cuadro convenido, dos de cuyos laterales se ajustaban a la anchura del cortafuegos:
—Un poco a la derecha —dijo Jero a Cristino—. Es preciso encarar el norte magnético. De otro modo, nunca nos orientaremos. Como si previamente hubieran establecido un plan de distribución del trabajo, sin un solo movimiento superfluo, el recinto quedó acordonado en pocos minutos. Desde el centro del cuadro, el hoyo abierto por don Lino realzaba el montículo de tierra removida a su lado. Jero tomó una azuela y rascó minuciosamente uno de los bordes del agujero, mientras Ángel y el Fíbula, junto a él, cavaban briosamente con las piquetas. En la mitad sur del cuadro, toparon en seguida con las primeras lajas. Jero advirtió:
—¡Ojo!, no las toquéis. Su sola disposición puede significar mucho para nosotros.
Una hora más tarde, la denodada labor de los cuatro muchachos dejó al descubierto las cepas de un muro de piedra en seco formando esquina. Jero pasó la brocha por la estructura y examinó detenidamente la negra tierra alrededor. Sus ayudantes, los brazos en jarras, le veían hacer, expectantes. Apuntó intrigado el Fíbula.
—¿Qué te parece?
Jero se limpió con la bocamanga la frente húmeda de sudor. Dijo contrariado:
—De que es una vivienda no cabe duda —dijo, al fin—, pero el cabrón de don Lino ha profundizado de más.
—¿De más?
—Ha horadado el suelo, quiero decir. De momento habrá que vaciar el habitáculo y, luego, ya veremos lo que procede.
Gradualmente, fueron apareciendo cenizas, huesos y restos de cerámica a torno, que Jero separaba con cuidado.
—¡Venga! —les animaba—. Esto entra en una fase interesante.
Ángel se enderezó, las manos en los riñones, al cabo de un rato, absorbió la punta de la lengua y entregó a Jero un fragmento de cerámica, de líneas pintadas.
—¿Y esto? —inquirió.
Jero mostraba una satisfacción cautelosa:
—Decididamente no es el ajuar de una tumba como, en principio, habíamos pensado —observaba minuciosamente el fragmento en la cuenca de su mano—. Estas cerámicas, en viviendas rectangulares, pueden revelar algo importante: el impacto de la celtiberización en el noroeste de la Meseta. Depositó los restos recogidos en un zurrón de cuero, sacudió una mano con otra para desprenderse de la tierra y consultó el viejo reloj que había sacado del bolsillo delantero del pantalón:
—Las dos y cuarto —dijo sorprendido—. Hay que bajar a comer. Con un poquitín de suerte, mañana saldremos de dudas.
—Y, ¿por qué no esta tarde? —apremió Cristino.
Jero señaló con el dedo el ingente montón de tierra extraído por don Lino:
—Hay que cribar eso; antes hay que cribar eso. Ya sabes que no me gusta dejar flecos. Aunque improbable, también podemos sacar de ahí algún indicio. Además, hay que levantar el plano del muro.
Jero salió del hoyo y se situó en el costado norte de la cata, mirándola atentamente. Al cabo, agregó:
—Tendremos que ampliar la excavación por ese lado. Otra cuadrícula, digamos la A2. Lo haremos mañana, al tiempo que profundizamos en A1. Es indispensable documentar la planta. De momento vámonos a comer que ya es hora.
Recogió la cazadora del chaparro donde descansaba, se la puso sobre los hombros y dijo enfatizando la voz:
—Si no me equivoco, mañana habremos resuelto nuestro problema y el castro de Aradas nos revelará una parte de su secreto. ¡Lástima que el difunto don Virgilio no pueda acompañarnos!