Aunque el local apenas reunía docena y media de mesas, el rumor de voces, el hiriente estrépito de la loza, impedían conversar en un tono de voz normal. Jero, sosteniendo con el codo la puerta de vaivén, paseó sus claros ojos asombrados por entre los comensales. Divisó a Pablito, en la plataforma, su pelo planchado, su sonrisa fruitiva y, a su lado, un hombre mullido, calvo, carirredondo, se arranaba en el borde de la silla, como si pretendiera escamotear su humanidad tras los manteles de la mesa.
—Ahí están —dijo Jero levantando la voz. Salvaron los tres peldaños que les separaban de la grada y se acercaron a la mesa. Pablito, radiante, se levantó y puso una mano blanca, afilada, como de marfil, sobre el hombro oscuro de su acompañante. Sonreía:
—Lino —dijo—, aquí te presento al señor Subdirector General, Paco para los amigos, y Jerónimo, mi compañero en Madrid —el hombre calvo forcejeó inútilmente con la silla, emparedada entre la mesa y el tabique, tratando de incorporarse. Engurruñido, tendió su mano, una mano grande, pesada, de campesino, al Subdirector General y, luego, a Jero. Pablito agregó—: Y éste es don Lino Cuesta Baeza, el descubridor del tesoro.
Se sentaron. Don Lino miraba a los recién llegados con aprensión, como si vinieran a pedirle cuentas. El rostro exangüe, de pelo negro, engomado, tirado hacia atrás, de Pablito irradiaba, en cambio, satisfacción. Dijo, demorando deliberadamente entrar de golpe en el tema:
—He pedido ancas de rana y lechazo asado para todos. Si alguno quiere cambiar, aún estamos a tiempo.
El Subdirector General observaba el rostro de don Lino con sus ojitos punzantes, con cierta insolencia, y don Lino, inquieto, se rebulló en el asiento y, aunque no había empezado a comer ni a beber, se pasó mecánicamente la servilleta por los labios. Dijo Jero, mientras escanciaba vino en los vasos, dirigiéndose a él:
—¿Conoció usted a don Virgilio, el Coronel? La sonrisa de don Lino era corta, cuitada, como si pidiera disculpas:
—¿Quién no iba a conocer a don Virgilio en estos contornos? Era un hombre la mar de popular.
Jero bebió un sorbo de vino.
—El Coronel, como usted sabe, dedicó media vida al castro de Aradas. Con toda seguridad, en los últimos veinte años pasó más tiempo en él que en su propia casa. Conocía cada grieta, cada piedra, cada accidente del terreno. No era más que un aficionado pero diligente y, pese a su independencia, nunca quiso desconectarse de la Universidad.
Don Lino, cohibido, asentía, mientras el Subdirector General sonreía maliciosamente y Pablito, cuya inicial jovialidad iba trocándose paulatinamente en desasosiego, parecía preguntarse adónde quería ir a parar Jero con su interrogatorio. Prosiguió éste:
—Por eso me sorprendió esta mañana el Subdirector General con la noticia de un tesoro en el monte de Gamones, precisamente en el castro del Coronel. Yo…
Pablito terció, con su sonrisa pudibunda, en una tentativa por desviar la conversación:
—¡Y qué tesoro, Jero! Dentro de unos minutos podrás verlo. A las tres y media he quedado con el director del Banco —mostró una llave con tres dientes desiguales en el paletón y guiñó un ojo—: No os preocupéis que está a buen recaudo.
Don Lino se revolvió en la silla, arrugando la frente, como si pretendiera apagar un inoportuno gemido intestinal. La voz salía de sus labios empastada y ruda, poco convincente:
—En realidad, el tesoro no apareció en el monte sino en el cortafuegos, en el tozal, o sea arriba del castro —aclaró—. Yo subí allí con el tractor porque, según mi encargado, el cortafuegos se había llenado de aulaga y mala hierba. Y un cortafuegos con broza es peor que si no existiese; si se prende es como yesca, ¿comprende usted?
Jero le miraba fijamente, ajeno a la comida que acababan de servirle. Cuando don Lino concluyó, adelantó hacia él su barbilla pugnaz y acusadora:
—Pero, según mis referencias, el monte ese es comunal. ¿Pretendía usted desbrozar el cortafuegos por amor al prójimo, únicamente por hacer un servicio a la comunidad?
Un conato de sonrisa abortó entre los labios de don Lino. Desvió los ojos hacia Pablito como buscando apoyo:
—No me quiere usted entender —dijo, al fin, frunciendo los labios—: Ciertamente el monte ese es comunal, pero, en la vertiente sur, hay una pinada de mi propiedad que se vería afectada en caso de incendio. Por eso subí. Para limpiar de broza el cortafuegos y evitar riesgos.
Jero comía ahora apresuradamente, observando de reojo a su interlocutor. Cuando terminó, apartó el plato a un lado, se limpió los labios con el borde del mantel, después de buscar inútilmente una servilleta, y dijo, como si la conversación no se hubiera interrumpido:
—Y según franqueaba el cortafuegos, zas, se da de bruces con la tinaja, así de fácil. ¿No le parece raro que el Coronel, que al fin y al cabo era un experto, pasase media vida sobre el castro sin ningún resultado práctico, y llegue usted una tarde a dar una vueltecita con el tractor y se tropiece con el tesoro?
Don Lino ahuecó los orificios de la nariz como si fuera a estornudar y, después, sonrió evasivamente:
—Son cosas que pasan, sí señor. Hay que dar un margen al azar. El azar juega en la vida un importante papel. Y, además, ¿quién puede asegurarnos que desde la muerte de don Virgilio no se haya producido en el castro alguna falla o algún corrimiento de tierras?
Pablito se acariciaba la barbilla sin pausa, como si pretendiera afilarla. Se diría que había adelgazado desde la llegada de Jero y el Subdirector General. Contrariamente, don Lino, aunque continuaba a la defensiva, se iba afirmando, adquiriendo seguridad, conforme hablaba. Se aproximó el camarero y el Subdirector General, después de consultarles, uno a uno, con la mirada levantó hasta él sus ojitos prisioneros:
—Un helado y cuatro cafés, por favor. Jero reanudó su acoso sistemático.
—Y, ¿limpió usted, por fin, el cortafuegos?
—Eso pretendía, sí señor, pero ni tiempo tuve de hacerlo. Apenas había empezado, cuando me llamó la atención el borde redondo de la tinaja que sobresalía de la tierra entre la broza. Me apeé del tractor, arañé un poco con la azada y apareció una pulsera de oro. Fue lo primero que salió y me puse muy nervioso, lo reconozco. No sabía qué hacer. Y allí me quedé media hora dándole vueltas a la cabeza, hasta que, finalmente, volví a cubrirlo, bajé al pueblo y subí con uno de mis hombres, dos picos y dos palas.
Jero sonreía con sorna escarnecedora.
—Y usted, un hombre sin ninguna experiencia arqueológica, ¿fue capaz de divisar desde lo alto de un tractor el borde de una tinaja negra, sobre la tierra negra, entre la maleza que cubría el cortafuegos?
—Qué hacer. Un servidor no tendrá esa experiencia que usted dice, no señor, pero lleva casi cincuenta años trabajando la tierra. Sabe mirarla.
El Subdirector General sonreía divertido con el debate en tanto Pablito, perdida definitivamente la euforia inicial, miraba a uno y a otro con expresión desolada. Jero, no obstante, se mantenía implacable.
—Y, ¿por qué razón el borde de una vieja tinaja le llamó la atención hasta el punto de apearse del tractor? Los restos de cerámica, de todas las edades, son accidentes habituales en los campos de Castilla. Un lego en la materia no tiene por qué sorprenderse por una cosa tan simple.
Don Lino adelantó el busto contra la mesa y guiñó picarescamente un ojo.
—Si don Virgilio se pasó media vida en el castro, como usted dice, por algo sería. Algo andaría buscando, digo yo.
Jero se inflamó en un repentino acceso de cólera:
—¡Nos está usted insultando! —dijo—. Ni don Virgilio ni nosotros somos buscadores de oro. Si cavamos la tierra es por otras razones, razones científicas exclusivamente. ¿Me comprende?
Don Lino parpadeó. No obstante, se mostraba tranquilo. Bebió un sorbo de café y se pasó la punta de la lengua por los labios.
—Yo no sabía eso —dijo—. Ahora ya estoy informado.
—Y, ¿por qué motivo demoró usted cuatro días la denuncia del hallazgo?
—Ya empecé por decirle que me puse nervioso.
—Un motivo más para dar parte, ¿no?
Don Lino apuró el café hasta la última gota, echando hacia atrás la cabeza. Depositó la taza en el plato y soltó una risita áspera, un poco forzada:
—Parece como que me estuviera juzgando usted, coño. Eso que usted me echa en cara es exactamente lo que hice. Avisar a Pablo y darle razón del hallazgo. Pero Pablo no hizo lo de usted. Al contrario, me dio las gracias y me prometió una parte del tesoro. —Se agarró las solapas de su chaqueta de pana y bajó la voz—: Ya lo creo que hay una diferencia.
Jero miró a Pablito, su rostro oliváceo, los ojos evasivos, suplicantes, y recogió velas:
—De acuerdo —dijo—. El Subdirector General hablará con usted sobre ese particular. En realidad, yo aquí no soy nadie. No tengo por qué meterme donde no me llaman.
Los ojos de don Lino y Pablito se volvieron hacia el Subdirector General, quien, antes de hablar, afianzó las gafas con un dedo, se acodó en la mesa, dejando entre sus brazos la taza de café:
—Usted sabe que el hallazgo de ciertos bienes, concretamente los de valor cultural, no puede silenciarse —dijo en un tono de voz distante, vagamente didáctico—. Cuando el hallazgo se produzca hay que informar inmediatamente al Estado porque el Estado, en principio, es su dueño o, hablando con más propiedad, tiene prioridad para su adquisición.
Don Lino asintió. El Subdirector General amusgó los ojos, frunció la frente y esperó a que los bulliciosos comensales de la mesa de al lado abandonaran el comedor para proseguir:
—En el caso que nos ocupa no hay problema. Todo está previsto por la ley. El tesoro lo ha descubierto usted pero el Estado lo reivindica por tratarse de bienes de interés general. ¿Me explico?
Don Lino aprobaba con la cabeza, los ojos codiciosos. Confirmó roncamente:
—Pablo me anticipó algo de esto.
Los ojitos del Subdirector General se posaban en él fríamente. Los de Pablito miraban al Subdirector General con cierta calidez agradecida. La voz del Subdirector General se desgranaba ahora con el neutro acento razonador de un jurista:
—Lo procedente es una tasación pericial. Un experto que dictamine: «Esto vale diez o vale veinte». Lo que sea. Y una vez determinado el justiprecio, a usted se le asignará la mitad en calidad de descubridor, en el supuesto de que el hallazgo se haya producido por casualidad.
Don Lino se humedeció los labios con la punta de la lengua:
—Sí señor —dijo, con voz apenas audible.
—Ahora bien —añadió el Subdirector General—, si, como creo haber entendido, el hallazgo se ha producido en su propia finca, usted tiene derecho al total de la tasación, ya que el otro cincuenta por ciento corresponde, según ley, al dueño del terreno.
La voz de don Lino se hizo aún más opaca:
—Eso no —advirtió—. El tozal donde apareció el tesoro pertenece al término de Gamones; lo mío está enclavado en Pobladura de Anta. La raya está orilla del cortafuegos, pocos metros más arriba.
El Subdirector General entornó pausadamente sus ojitos. Sonrió remotamente.
—En ese caso el Estado decidirá.
Don Lino casi le cortó:
—En realidad, el terreno ese no es de nadie, o sea, son bienes comunales.
El Subdirector General cesó de sonreír y levantó la redonda barbilla en actitud reprobadora:
—¿Desde cuándo lo comunal no es de nadie? En este país todo tiene un dueño, señor mío. El hecho de que no sea un particular no modifica las cosas. Ayuntamientos, Diputaciones, Autonomías, el mismo Estado, son personas jurídicas y, como tales, capaces de derechos y obligaciones.
Pablito consultó el reloj. Estaba cada vez más descolorido y ojeroso y su mano marfileña temblaba ligeramente al interrumpir al Subdirector General.
—Perdona, Paco —dijo—. Son las tres y veinte y a la media he quedado con el Director del Banco. Por otro lado, y disculpa que me meta en esto, este asunto de la indemnización está suficientemente claro. Lino no exige nada; no reclama nada. Acepta lo que se le dé y ¡santas pascuas!
—Está bien, está bien —dijo el Subdirector General arrastrando la silla hacia atrás e incorporándose.
Jero pagó la cuenta, dobló la factura y la guardó en el bolsillo interior de la cazadora. Ya en la calle, don Lino, que se abrigaba con un sucio tabardo gris y una gorra de visera, cedió la acera al Subdirector General. Detrás, emparejados, caminaban Pablito y Jero. Dijo aquél a media voz:
—Creo que has estado demasiado duro. ¿A santo de qué ese acoso? ¿Quién es el guapo que va a demostrar que Lino ha utilizado un detector?
Jero cerró de golpe la cremallera de la cazadora, metió las manos en los bolsillos del pantalón y encogió los hombros.
—Yo no he pretendido, ni pretendo demostrar nada. Únicamente que tu amigo se entere de que no me chupo el dedo.
—¿Quién te ha dicho que Lino sea amigo mío?
—Es igual, Pablo, amigo, conocido, como quieras llamarlo. ¡Que lo mismo da!
Repentinamente Pablito le tocó el antebrazo.
—Disculpa, el Director está esperando —aligeró el paso y adelantó a don Lino y al Subdirector General.
Al pie del gran rótulo, ante la puerta encristalada del ostentoso edificio de mármol rojo, un hombre maduro, enfundado en un abrigo azul marino, les sonreía. Al llegar a su altura, Pablito hizo las presentaciones y, seguidamente, el Director miró desconfiadamente a un lado y a otro y abrió la puerta del establecimiento. Una vez dentro, volvió a cerrarla. Al fondo del amplio patio desierto, una escalera, también de mármol rojo veteado, conducía a los sótanos. El Director recogió a un lado el grueso cordón granate que impedía el acceso y pulsó un interruptor.
—Perdonen que baje delante —dijo.
Ya en el sótano, miró con el mismo recelo de antes a lo alto de la escalera, manipuló la clave de la caja y abrió la puerta blindada, empeñando en ello todas sus fuerzas. El interior de la cámara de tres metros por tres, con taquillas numeradas en los cuatro costados, tenía un rígido aspecto funerario. El Director se introdujo en ella, escogió una llave y sonrió a Pablito.
—Usted tiene la otra, ¿verdad?
El Subdirector General, Jero y don Lino esperaban expectantes a la puerta de la cámara y, cuando Pablito reapareció con la bolsa de fieltro rojo en la mano, el Director les invitó a pasar al despacho anejo, dio la luz sobre la gran mesa ovalada y salió de la habitación musitando una excusa. Volvía a exultar Pablito al volcar cuidadosamente el contenido de la bolsa sobre el tablero bruñido:
—Aquí está el tesoro de Alí Babá —bromeó.
Torques, brazaletes, anillos, fíbulas, colgantes, arracadas, pendientes de oro y plata, enredados unos con otros, se desparramaron sobre la mesa vacía. Al verlos, el Subdirector General emitió un prolongado silbido y don Lino, un poco retirado, esbozó una cauta sonrisa. Jero fue el primero en sobreponerse al embelesamiento general y decidirse a desenredar las joyas. Le bastó un vistazo para emitir un diagnóstico:
—Elementos de adorno personal. Finales de la Segunda Edad del Hierro —dijo con laconismo de experto.
Y como si sus palabras fueran una invitación, las manos impacientes de Pablito y el Subdirector General se adelantaron hasta las joyas, primero tímidamente y, después, perdido el respeto inicial, revolviéndolas, separándolas, examinándolas, mientras don Lino les observaba desde una prudente distancia, con la misma expresión inefable con que se observa a un grupo de niños enfrascados en sus juegos. Los tres arqueólogos se comunicaban entre sí mediante frases escuetas, valiéndose de sobreentendidos, subrayándose unos a otros, con entusiasmo, las peculiaridades de cada pieza. Pablito extrajo del montón un brazalete de oro y reclamó la atención del Subdirector General:
—Atiende, Paco. De estos brazaletes acintados, espiraliformes, no creo que haya precedentes en la Península —dijo orgullosamente, jugando una baza en favor de don Lino.
El Subdirector General asentía complacido, sus ojitos diminutos conmovidos al fondo de los cristales. Cogió con dedos reverentes un broche de oro y lo manipuló, dándole vueltas sin cesar, con extremada delicadeza, aproximándolo a las gafas. Daba la impresión, tal era su ensimismamiento, de que en cualquier momento podría caérsele la baba. Sonrió. Dijo, finalmente, con emoción reprimida:
—¿Es ésta la fíbula de que me hablaste?
Pablito sonreía también, arrobado:
—Ésa —dijo—. Fíjate en los prótomos. No conozco otro caso en la joyería prerromana hispánica, con prótomos de animales.
El Subdirector General la curioseó durante largo rato, y por último, se la pasó a Jero.
—¿Te das cuenta? —preguntó—. Parecen dos leones. Esto sí que es insólito en la orfebrería de la Meseta.
Jero encogió los hombros, consideró la fíbula con desgana y, luego, la juntó con las otras joyas, sin comentario. El Subdirector General le constriñó con la mirada.
—Bueno —dijo Jero a regañadientes—. Podría ser una importación. En ciertas fíbulas ibéricas del sur se dan representaciones similares.
El Subdirector General y Pablito continuaban hurgando entre las joyas, cambiando impresiones ocasionales ante la plácida mirada de don Lino. Jero sacó del bolsillo delantero del pantalón su viejo reloj:
—Os advierto que son casi las cinco —dijo— y a las siete y media apenas se ve.
—Tienes razón; vamos, vamos… —dijo el Subdirector General empujando a Pablito, pero sus ojos quedaron imantados por un torques de plata y, sin poder reportarse, regresó hasta la mesa—. Perdonad —añadió, tomándolo escrupulosamente con dos dedos y levantándolo ligeramente para que lo observaran sus compañeros—: Este engrosamiento progresivo hacia el centro es semejante a los de los de Santisteban y Torre de Juan Abad y, sin embargo, el cierre, en gancho, es absolutamente nuevo —lo unió al resto de las joyas y repitió—: Bueno, vámonos. Si nos entretenemos con esto ahora, no saldríamos de aquí hasta que la rana críe pelos. En Madrid lo veremos con más detenimiento. Desde luego, el descubrimiento es importante —levantó sus ojitos hacia Jero.
—¿Qué kilómetros hay a Gamones?
—Con suerte y sin tráfico, cuarenta minutos —respondió Jero, metiéndose en la boca un caramelo.
—Pues vamos allá —dijo el Subdirector General dirigiéndose hacia la puerta.