Se hallaba tan enfrascado en la lectura que el timbre agudo del teléfono le sobresaltó. Desmanotadamente, como si acabara de despertarse, tomó el auricular y, al hacerlo, sus ojos azules, de por sí tristes y ensoñadores, adquirieron una expresión ausente.
—Sí —dijo frunciendo maquinalmente los hombros.
Aparte su incoherencia, la voz del Subdirector General sonaba rota, aguda, quebrada por la membrana del aparato, y Jero, mientras jugueteaba con los rotuladores y lapiceros del bote, se esforzaba en dar cohesión a aquel discurso deshilvanado.
—¿Un tesoro? —preguntó escéptico.
Su displicencia enfurecía al Subdirector General, de tal modo que su voz, apenas inteligible, se hacía, con la irritación, más turbia y chillona. Jero cabeceó impaciente, cogió del bote un rotulador rojo y mordisqueó la contera.
—Sí, sí, te entiendo perfectamente; pero ten en cuenta que a las once tengo clase… ¿No te sería igual a la una? Jero parecía malhumorado. Volvió a depositar el rotulador en el bote y golpeó reiteradamente el fondo con él; dijo dominando su irritación:
—He vuelto anoche de Almería, Paco… Ponte en mi caso… Es que no paro… Ni siquiera he visto a Gaga… Imagina… Ya la conoces…
Las palabras casi ininteligibles del auricular, se hicieron más autoritarias y apremiantes.
—Está bien, está bien —respondió Jero—. Dentro de una hora me tienes ahí… ¿Antes?, como no me crezcan alas… Alguien tiene que dar mi clase, Paco; debo recoger mis cosas, avisar a Narciso, dame tiempo… De acuerdo, llevaré mi coche.
Colgó el teléfono, se cubrió el rostro con las manos y permaneció unos instantes así, oprimiendo con dos dedos los doloridos globos de los ojos. A continuación tomó de nuevo el teléfono y marcó un número. Su voz se hizo meliflua, acariciadora:
—¿Gaga? Sí, soy yo, Jero… Todo bien, sí… Es decir, todo, todo, no; hay una novedad… Exactamente; otra salida imprevista… Lo siento, pequeña, no es culpa mía… No digas disparates… Importante, sí, inaplazable… Un tesoro, por lo visto… Me es imposible concretarte más; ni yo mismo lo sé… Cosas de Paco, por supuesto, pero no olvides que él manda… Dos o tres días supongo… Y, ¿qué quieres que yo le haga?… La dedicación exclusiva es esto, Gaga, no nos engañemos… Lo siento… A la vuelta hablaremos con calma… Está bien, está bien; te llamaré en cuanto regrese… Un beso.
Dejó el teléfono y se puso en pie; apiló las revistas que consultaba en un ángulo de la mesa y guardó en un bolsillo de la cazadora de ante una bolsita de caramelos refrescantes. Cuando abrió la puerta del despacho contiguo, un hombre joven, cargado de hombros, el pálido rostro enmarcado por una barba fluvial, levantó hacia él sus negros ojos absortos.
—Bueno. ¿Qué tripita se te ha roto ahora?
—La de siempre por no variar —dijo Jero—. Otra encomienda. Por lo visto ha aparecido un tesoro en el castro de Gamones. Ya sabes, ¿no? En las Segundas Cogotas que diría el bueno del Coronel. Me largo con Paco dentro de una hora.
El muchacho de las barbas fluviales, apoyó la mejilla derecha en el puño cerrado.
—Pero ese castro, ¿no estaba excavado ya?
Jero denegó con la cabeza:
—Una prospección de chicha y nabo; nada —se adelantó hasta la puerta del corredor y añadió—: Una cosa, Narciso, Paco me espera y ya sabes cómo las gasta. ¿Te importa decirle a Manolo que me dé la clase? El megalitismo, díselo así, él ya sabe.
En la calle, vaciló. Rara vez recordaba el lugar donde había aparcado el coche. Finalmente, atravesó la Avenida, avanzó doscientos metros y se detuvo junto a un enlodado Ritmo gris. Todavía juraba entre dientes cuando abrió la portezuela. Arrancó, tomó la lateral de la Facultad, giró en redondo en la explanada y se dirigió a su apartamento. El maletín, aún sin deshacer, estaba sobre la mesa, tal como lo había dejado la víspera. Lo recogió y, al llegar al portal, sacó dos cartas y unos impresos del casillero y dio una carrerita hasta el coche.
Paco le esperaba en la escalinata de la Dirección General, la ajada cartera negra en el rellano. Agitó innecesariamente la mano para llamar su atención y, apenas se detuvo el coche, cogió la cartera, abrió la portezuela y se metió dentro:
—¿Qué hay? —dijo formulariamente.
—Eso digo yo —dijo Jero.
El Subdirector General arrojó la cartera al asiento posterior, se acomodó y ajustó el cinturón de seguridad. Sus movimientos pretendían ser naturales pero resultaban apurados, descontrolados, nerviosos:
—Andando —dijo—. Pablito nos espera. Ha depositado las cosas en el Banco, oye. Imagina, siete kilos de plata y kilo y medio de oro en un pueblecito de apenas cincuenta vecinos. ¡Como para perder la cabeza, oye!
Jero conducía con resolución hacia la autopista. A intervalos, el Subdirector General levantaba el gordo trasero del asiento y se aflojaba con el dedo pulgar el cinturón de seguridad. Tras los gruesos cristales de las gafas, sus ojos eran diminutos e inexpresivos.
—Pablito me llamó anoche desde Valladolid —prosiguió—. El asunto no está claro, pero parece fuera de duda que habrá que indemnizar. Un tipo descubrió el tesoro en un cortafuegos. Según él, tropezó con la tinaja por casualidad, pero yo no me creo esa historia ni loco, oye. Ese tipo ha ido con un detector a por ello. Pero, ¿cómo se lo demuestras?
Se afianzó las gafas y miró de reojo a Jero. Añadió:
—El asunto parece importante, oye. Nunca he visto a Pablito tan aturdido. Habla de docenas de torques, brazaletes y broches del siglo I antes de Cristo. ¡Vete a saber! Tiene al tipo con él, claro. Un tal don Lino, un abogado doblado de agricultor, de Pobladura de Anta. ¡Buena pieza! —rio—. El tipo lo descubrió el miércoles pasado, échale, pero ha estado callado, a lo zorro, hasta ayer, que no se sabe por qué se acoquinó y telefoneó a Pablito. Al parecer, Pablito y él se conocen de atrás. El tal don Lino pretendía callarse, pero a última hora lo pensó mejor y se arrugó. Pablito, naturalmente, porfía que el hallazgo fue casual pero yo no me lo trago ni loco. Ese tipo fue con el detector, eso no hay quien me lo saque de la cabeza. Está demasiado pateado ese castro como para admitir una tinaja en superficie sin que nadie lo haya advertido antes.
Jero aceleraba por el pasillo de la izquierda. Sacó maquinalmente un caramelo del bolsillo y lo metió en la boca. El tráfico era rápido y fluido. Los ojos azules, melancólicos, de Jero, no se apartaban del parabrisas. Sus labios esbozaron una sonrisa tenue como si, de pronto, recordara algo.
—¡Pobre don Virgilio! —dijo chupeteando el caramelo—. Le hubiera alegrado el descubrimiento. Hay que tener en cuenta que las Segundas Cogotas, como él decía, fue su «hobby» durante cincuenta años. E, ingenuidades aparte, hay que reconocer que la nota que publicó sobre el castro era un trabajo serio, hecho a conciencia.
Hizo una pausa, pero el esbozo de sonrisa no había desaparecido aún de sus labios cuando prosiguió:
—¡Gran tipo el Coronel! Celoso de lo suyo, reticente como buen erudito local, pero sabía dónde le apretaba el zapato. Recuerdo que cuando le conocí, y ya ha llovido, me mostraba los cinturones de las murallas y las piedras hincadas del castro con mayor orgullo aún que los establos de su finca.
Jero trató de rebasar al Citroën amarillo que le precedía, justo en el momento que éste lo hacía sobre un viejo y desvencijado Seiscientos. Frenó bruscamente y retornó a la fila de la derecha.
—¡Cuidado, oye!
—El tipo ese no ha dado al intermitente. El Subdirector General se soltó el cinturón de seguridad, se dobló penosamente sobre el salpicadero y conectó la radio. Al sonar la música, volvió a desconectarla.
—Ya han dado las noticias —dijo. Consultó su reloj—: Las doce y diez. Si no hay novedad a las dos y media podemos estar con Pablito —rio—. Está como un flan, oye. En la vida le he visto así. Repite una y otra vez que el tesoro es prerromano, seguramente orfebrería celtibérica. ¿Qué demonios esperaría encontrar en ese castro?
Miraba a Jero con sus indagadores ojos miopes, hundidos en lo más profundo de los cristales:
—A mí, personalmente, estos ajuares prerromanos de la Meseta no me emocionan ya, no me producen frío ni calor —dijo Jero—. Repiten casi siempre las mismas joyas y, después de Raddatz, no me parece fácil sacarles más información. Lo único, verificar si, en esa zona de nadie, la orfebrería es celtibérica o de los castros gallegos. Es lo único que nos queda por ver.
El Subdirector General asintió sin palabras, luego levantó el poderoso trasero, volvió a asentarlo y se aflojó el cinturón de seguridad, aliviando su presión con el pulgar. El coche avanzaba raudo por el túnel y, al salir de él, entrecerró sus pequeños ojos deslumbrados.
—Estos hallazgos son más espectaculares que eficaces, de acuerdo —dijo llevándose una mano a la frente a modo de visera—. Pero hay que reconocer, oye, que volcar una tinaja y encontrarte con diez kilos de joyas delante de las narices, es como para que se te encoja el ombligo.
Jero frunció por dos veces los hombros, aparentemente frágiles, pero nervudos y vigorosos:
—¿Espectacular?, bueno, de acuerdo, pero ¿qué problemas nos resuelve? Si es caso confirmar que el castro de Aradas es el punto de encuentro de la cultura celtibérica y la castreña, pero, a fin de cuentas, tampoco eso es ninguna novedad, Paco; todos lo sabíamos; hasta el propio Coronel lo sospechaba.
El Subdirector General rebulló en el asiento. Aflojó aún más el cinturón de seguridad. Dijo desasosegado:
—Este sistema es una mierda, oye, oprime el estómago, prefiero los fijos, ¿por qué no los cambias? Pon, al menos, una pinza de la ropa para que haga tope —se volvió hacia Jero, esbozó una sonrisa y dulcificó la voz para cambiar de tema—: ¿No crees que estás sacando conclusiones prematuras? Por de pronto, Pablito me ha hablado de una fíbula zoomorfa de arco aplanado, con resorte de charnela, única en la cuenca del Duero. Ni en Padilla, ni en Jaramillo hay nada que se le parezca, oye.
Jero tornó a fruncir los hombros en un movimiento convulso:
—Y, ¿qué? Entre la orfebrería de la Segunda Edad del Hierro hay diversidad, sólo faltaría —en sus ojos claros, levemente soñadores, brilló un matiz de reproche al desviarlos hacia el Subdirector General—. Hay otra cosa, además, Paco. Estoy cabreado. ¿Lo quieres más claro?
El Subdirector General rio con una risa entrecortada, espasmódica, casi como un hipo.
—¿Gaga? —apuntó.
—Gaga, claro, ¿quién va a ser? Le digo que me voy tres días a Almería y me tiro dos semanas allí. Al cabo de las dos semanas, le anuncio el regreso y antes de vernos, vuelta a marchar. ¿Tú crees que esto es serio? Con el corazón en la mano, Paco, ¿tú crees que habría muchas chicas que aguantasen semejantes frivolidades?
Volvió a reír el Subdirector General con su risita seca, cacareadora:
—¿Todavía no te ha planteado la alternativa de que la piqueta o ella?
—Mira, cada tarde.
Los miopes ojos del Subdirector General, al fondo de los cristales, se achinaban al reír:
—Pilar me planteaba este dilema diez veces al día. Y, sin embargo, ya la ves ahora. Con los tres becerretes tiene bastante.
Jero soltó unos instantes las manos del volante y accionó nerviosa, apasionadamente:
—Tampoco es eso, Paco, no simplifiques. Para empezar, Gaga y yo no pensamos tener hijos. A lo mejor ni siquiera nos casamos.
El Subdirector General ahuecaba el cinturón con el dedo pulgar. Montó el labio inferior sobre el superior en un gesto meditabundo y preocupado:
—No te lo tomes al pie de la letra, oye. Pero, puestos a buscar paralelos, tampoco Pila quería tener hijos. Sólo pensarlo, la asustaba. Era demasiado frágil, estrecha de pelvis, qué sé yo cuántas cosas… Y ahí la tienes, tú. Tres hijos en cinco años. La maternidad es un instinto y como tal funciona. Jero meneó la cabeza de un lado a otro.
—No quieres comprenderme, Paco. Gaga no es frágil, ni estrecha de pelvis. Simplemente se niega a tener familia; pasa de instinto maternal. Dice que con la Arqueología tiene bastante y, visto lo visto, no le falta razón.
Concluía la autopista y la cinta gris de la carretera con los bordes desportillados, sin árboles, se perdía ahora en la línea del horizonte. A mano izquierda un pueblecito de barro, señoreado por una iglesia, se recortaba sobre el cielo azul y, frente a él, entre el verde tierno de las siembras, tras un islote negro de pinos agrupados, una línea discontinua de mondas colinas cerraba la perspectiva. El Subdirector General levantó otra vez el voluminoso trasero del asiento.
—¿Tienes calor? —preguntó Jero adelantando la mano hasta la palanquita de la calefacción.
—Deja. Voy bien; si es caso, sueño. Esa condenada Tuta se despierta cada noche berreando como si la mataran. Apenas nos deja descansar, oye. Pedro porfía que con esto de la televisión los terrores nocturnos en los niños han aumentado un quinientos por ciento. ¡Vete a saber!
El Subdirector General ladeó el cuerpo y recostó la cabeza en lo alto del respaldo.
—¿Sabes que no me parece una mala idea descabezar una siestecita? —añadió.
Sus ojos diminutos quedaron reducidos a dos ojales al cerrarse. Jero se inclinó sobre el salpicadero, cogió otro caramelo y conectó la radio. Sonó la música.
—¿Te molesta?
—Al contrario, oye. Me arrulla. ¿No te entrará sueño?
—Descuida. Ya estoy acostumbrado.