Mason, de vuelta en su despacho, se retrepó en su sillón, cruzó las manos tras la nuca, lanzó un profundo suspiro y sonrió.
—Cuando se corre un riesgo semejante y uno sale bien librado, la satisfacción le rebosa por todos los poros —afirmó.
—¿Qué quieres decir con haber salido bien librado? —inquirió Drake—. Solamente has aplazado lo inapelable por unas cuantas horas. Mañana a las nueve y media tendrás que encararte con la misma situación.
—Oh, no —denegó Mason.
—¿Por qué no?
—En primer lugar —arguyó Mason—, se correrá la voz de que voy a citar como testigo a la acusada en una sesión preliminar. Esto colocará a nuestro buen amigo Hamilton Burger en disposición de matar. Y el hecho de que el fiscal se halle en esta situación atraerá a un enjambre de periodistas que querrán asistir a mi derrota.
—Bueno —opinó Drake—, puesto que tu derrota ha quedado aplazada hasta mañana y tu cliente será contrainterrogada, y Hamilton Burger quiere saber qué secreto tenía Durant para obligar a Maxine a obedecerle, y desea preguntarle a tu defendida si es cierto que traicionó su amistad a fin de salvar su pellejo, y si no sabía que estaba participando en un timo, estafando a Rankin, su protector, y…
—Tengo noticias para ti, Paul —le anunció Mason—. No habrá reanudación mañana.
—¡Cómo!
—Medítalo con lógica. Todo el asunto encajó tan pronto como supe que Durant no había ordenado la copia del cuadro, y que Goring Gilbert no lo había entregado.
—¿Y esto qué tiene que ver?
—Es la clave de todo.
—De acuerdo —repuso Drake—, se trata de un rompecabezas. Adelante…
—Un interesante rompecabezas —puntualizó Mason—, y la persona que encargó el cuadro y lo pagó es la que tiene, en realidad, la respuesta a toda la situación.
—¿Quién pagó la copia?
Mason sonrió y sacudió la cabeza.
—No lo sé… todavía.
—Está muy misterioso, Paul —terció Della Street—. Juega con nosotros como si fuéramos truchas. Le gusta picar nuestra curiosidad hasta el punto más álgido.
—Pues la mía ya ha llegado a ese punto —admitió Drake.
—Todos los factores están aquí —comenzó a decir Mason—. El cuadro fue falsificado. Costó dos mil dólares. Pero nunca fue entregado. El precio se pagó en billetes de cien dólares. Collin Durant tenía en el bolsillo diez mil dólares en billetes de cien cuando fue asesinado. ¡Y yo tengo una bomba que podría estallar hoy, pero prefiero conservarla hasta el momento más oportuno!
—¿Qué bomba? —gruñó Drake—. Al menos, podrías decirme esto.
—El hallazgo de la pistola en la gaveta —dijo Mason.
—¡Diantre! ¡Esto relaciona a Maxine con el caso! —rugió Drake—. Las huellas dactilares sin identificar no sirven de nada. Pueden haber sido hechas en otro momento, antes o después.
Mason sonrió.
—Todo el mundo lo ha pasado por alto.
—¿Qué?
—Las gavetas prestan servicio durante veinticuatro horas. Cuando están inactivas todo un día, las abren. Esta gaveta fue comprobada por razón de haber estado inactiva durante veinticuatro horas. Por tanto, fue del catorce al quince que estuvo fuera de servicio. La pistola fue colocada dentro, no el trece, sino el catorce. Esto significa que el asesino plantó allí el arma después de que Maxine hubo sido vista allí, y, sin embargo, es el arma asesina y, por tanto, tuvo que ser dejada por el verdadero criminal.
Drake abrió los ojos asombrado.
—¡Que me maten si…!
El timbre del teléfono sonó agudamente.
—Sí, Gertie —dijo Della Street por el aparato—. ¿Qué pasa…? ¡Oh, un momento! —se volvió hacia Mason—. El señor Otto Olney se halla en la antesala y Gertie dice que parece un demente. Agita la citación y quiere saber por qué diablos se la han enviado, puesto que mañana tiene que estar en Honolulú.
—Bien —le informó Mason—, le veré, pero dígale a Gertie que le recibiré dentro de unos cinco ninutos.
Della Street le trasladó el recado a Gertie.
—¿No puede pasarle nada por enviar una citación a un pez gordo como éste, cuando en realidad no sabe exactamente qué va a preguntarle?
—Sé lo que voy a preguntarle —replicó Mason—. ¿Quiere ponerme en comunicación con el teniente Tragg, Della?
La secretaria efectuó la llamada y poco después anunció:
—El teniente Tragg al aparato.
—Hola, teniente —le saludó el abogado—. ¿Cómo andan las cosas?
—Muy bien, muy bien —Tragg parecía muy animado—. Siento que haya tenido que hacer comparecer como testigo a la acusada en una sesión preliminar, Mason.
—¿Por qué?
—Bueno, esto desatará muchos comentarios, y no creo que ninguno le sea favorable.
—Gracias —contestó Mason—. Ya sé que no le gusta verme metido en ningún apuro.
—No, Perry. Usted y yo siempre hemos sido buenos amigos, a pesar de militar en bandos distintos.
—Bueno, pues a fin de cimentar aún más nuestra amistad, teniente, me gustaría decirle quién mató a Collin Durant.
—Bueno, eso ya lo sé —replicó Tragg—. Estoy seguro de que Hamilton Burger lo sabe, y creo que es muy probable que el juez Madison también.
—¿No quiere una confesión?
—Una confesión no nos ayudará mucho —rió el teniente—. ¿Qué va a hacer, Mason? ¿Declarar culpable a la chica?
—No lo sé —repuso Mason—, pero si se digna venir a mi despacho, consideraré su proposición. Venga inmediatamente, teniente. Tengo un cliente al que no puedo hacer esperar, y después le daré toda la ayuda que pueda.
—Es usted muy amable —se lamió Tragg—. Ya pasaré por ahí.
—No me ha entendido usted —le corrigió el abogado—. Le he dicho inmediatamente.
—¿Cómo inmediatamente?
—Ahora mismo.
—¿Tan importante es?
—Tan importante. ¡Inmediatamente!
El abogado colgó el teléfono, le sonrió al aturdido detective y continuó:
—Vete a tu oficina, Paul. Ya te llamaré cuando te necesite.
Esperó a que Drake hubiera desaparecido por la puerta privada, y entonces le ordenó a Della:
—Dígale a Otto Olney que pase, por favor.
Della Street salió a la antesala y poco después se apartó para cederle el paso a un colérico Olney.
—¡Oiga, Mason! ¿Qué idea le ha dado de enviarme una citación en un caso de asesinato? —rugió. Pareció calmarse ligeramente, y añadió—: Francamente, no creo que Maxine lo hiciera. Me gustaría verla en la calle. Cuando el caso se vea en el tribunal supremo, haré las pesquisas necesarias y veré si puedo ayudarla en algo, pero ahora no quiero ni ser perjuro ni pienso comparecer ante un tribunal de poca monta, donde no se guardan los secretos más sagrados. Además, tampoco puedo declarar abiertamente en favor de una modelo. Y recuerde, si se atreve a llevar a algún testigo en favor de su cliente al tribunal, el fiscal les preguntará a todos si la han visto alguna vez desnuda… y como es una modelo…
—¿La vio usted alguna vez desnuda? —quiso saber Perry Mason, de improviso.
—En realidad, creo que sí, Mason —contestó el otro— y… ¡y esto no es justo! Mi esposa es muy… bien, está pasando por unos momentos muy críticos y se siente inclinada a mostrarse… un poco celosa.
—Claro —dijo Mason, cordialmente—, no quisiera provocar ningún altercado doméstico.
—Me alegra oírle hablar así… Bueno, mi abogado, Hollister, de Warton, Warton, Cosgrove y Hollister, se enojó mucho con esto. Quería que presentase una reclamación ante el tribunal, por abuso de confianza. Le dije que esto era una tontería. Afirmé que Perry Mason es una persona razonable, que siempre tiene una base para obrar, y que vendría a verle y sostendría una amistosa charla con usted. Y aquí estoy, dispuesto a ayudarle en lo que pueda.
—Bien —replicó Mason—, supongamos, pues, que empieza por decirme qué desea.
—Quiero saber qué puedo hacer para ayudarle, y después que me entregue una nota relevándome de la obligación de asistir al tribunal. Para su debida información, esta noche me marcho en avión a Honolulú, desde donde seguiré hacia el Extremo Oriente.
Mason consultó su reloj y dijo:
—Espero a un visitante de un momento a otro, señor Olney. Voy a ocuparme seguidamente de usted. Della, ¿quiere tomar esto en taquigrafía, por favor?
Della Street cogió su bloc y un bolígrafo.
—Una carta para el señor Otto Olney Esquire, con una copia para el juez Madison y otra para Hollister, de Warton, Warton, Cosgrove y Hollister. «Apreciado señor Olney: después de haber escuchado sus afirmaciones respecto a no saber nada relacionado con el caso; nada respecto al falso Felipe Feteet; a no conocer a Goring Gilbert, que hizo la copia; nada acerca de ésta, ni de haber tenido contactos con Colling Durant, estoy de acuerdo en relevarle de la obligación de asistir mañana al tribunal como testigo en el caso del pueblo contra Maxine Lindsay, en recoger la citación que le fue remitida y permitirle abandonar la jurisdicción de este tribunal…». —Mason titubeó un instante y al fin preguntó—: Creo que esto lo abarca todo, ¿verdad, Olney? Me gustaría que consultase con Hollister.
—Bueno, creo que esto salva toda la situación —asintió el aludido—. No hay necesidad de hablar con Hollister, y además, deseo excusarme con usted, Mason, por haberme mostrado tal vez un poco brusco… Bueno, tal vez se debe a que estoy abrumado de trabajo.
—Perfecto, entonces —aprobó Mason—. Oh, Della, añada una nota al final, que firmará el señor Olney, afirmando que los hechos mencionados por mí en la carta son correctos y que él me ha asegurado que no tiene conocimiento de ninguno de los asuntos mencionados.
Mason volvió a vacilar un momento y agregó:
—Creo que con esto bastará. Deje un espacio en blanco para que firme el señor Olney, mecanografíe su nombre y apellido debajo de dicho espacio… y creo que nada más. ¿Puede tener terminada esta carta inmediatamente?
—Dentro de unos minutos —contestó Della Street, observando atentamente el rostro de Perry Mason, como deseando leer en el mismo alguna señal.
Mason, con cara de póquer, se limitó a asentir.
—De acuerdo, y gracias, Della.
La secretaria trasladó la mirada de su jefe a Olney. El abogado cogió una caja de cigarrillos.
—¿Quiere fumar, señor Olney?
—No, gracias. Me marcho en seguida. Aún me quedan muchos asuntos por solucionar… ¡Oh! Supongo que querrá que firme la carta. Además, debo llevármela por si acaso alguien dice algo respecto al poco caso que hago de la citación…
—Sí, tendrá que esperar unos minutos —afirmó Mason—. Pero serán muy pocos. ¿No cree preferible consultar con Hollister?
Olney miró su reloj, comenzó a decir algo, se arrepintió, volvió a hundirse en el sillón y al fin dijo:
—No hay por qué molestar a Hollister. Naturalmente, todo esto ha sido una terrible sorpresa para mí. El Felipe Feteet es un cuadro muy valioso, a mi entender. Le he ordenado a Rankin que adquiera más obras de ese pintor, si las encuentra a un precio razonable. Esto se lo digo en confianza, señor Mason, no es para la prensa.
—Entiendo.
—Estoy loco por Felipe Feteet —confesó Olney—. No aceptaría cien mil dólares por el cuadro que tengo, y pagaría hasta treinta mil por otro.
—Ese Goring Gilbert es todo un tipo —comentó Mason—. Y posee una notable habilidad. Hizo una copia de su Felipe Feteet verdaderamente estupenda.
—Me gustaría que una cosa quedase bien entendida, Mason. No es una copia, es una falsificación.
—¿No sería difícil realizar una falsificación de memoria?
—Supongo que sí, pero debe de haber alguna fotografía en colores circulando por ahí. Al fin y al cabo, el cuadro tuvo dos propietarios antes que yo.
—Naturalmente —objetó Mason—, pero se necesita mucha maestría para copiar un cuadro como ése.
—Sí, estoy de acuerdo con usted —asintió Olney.
Della Street regresó con la carta.
Mason la estudió, se la entregó a Olney y luego dijo:
—Firme aquí, por favor, señor Olney.
El interpelado firmó.
—Bien, Della —continuó Mason—, creo que a fin de satisfacer al tribunal en este asunto no estaría mal tener el juramento del señor Olney. Bien, levante la mano y jure que todos los hechos contenidos en esta carta son auténticos. Della Street tiene el título de notario público, ¿sabe?
—¡Un momento! —protestó Olney—. Usted no dijo nada respecto a jurar.
—Puro formulismo. Creo que será mejor añadir un certificado notarial, Della, y usted, señor Olney, levante la mano y…
—No quiero firmar nada bajo juramento sin consultar con mi abogado —gruñó Olney.
—¿Qué diferencia existe entre hacerme una declaración a mí o jurarla?
—Ya sabe usted cuál es la diferencia.
—Bueno, su declaración es correcta, ¿no? —persistió el abogado.
—Ya le he contado mi posición, Mason —replicó Olney—. Y ahora creo que empiezo a comprender la suya, y si es así, no me gusta nada en absoluto.
—Bueno, si no le gusta, es que tal vez no me entiende —comentó Mason, añadiendo en tono casual—: A propósito, estoy tratando de descubrir de dónde sacó Durant aquellos billetes de cien dólares. Vaya, un individuo no puede conseguir un montón tan enorme de billetes de cien entrando simplemente en un negocio y pidiendo cambiar un cheque. Esos billetes debieron proceder de modo forzoso de un banco.
—Sí, naturalmente —asintió Olney, estudiando los ojos de Perry Mason con súbita desconfianza.
—Le diré algo. Fírmeme una declaración jurada, y mañana la presentaré al tribunal; una declaración afirmando que no sabe nada de este caso, que no le entregó a Durant ningún billete de cien dólares, que no…
—¿Quién dice que yo le entregué esos billetes? —exclamó Otto Olney, con una aguda estridencia en la voz.
—Usted menciona en la carta que jamás efectuó ninguna transacción con él.
—Bueno, esto no… Yo no… Bien, pude haberle prestado dinero a ese individuo.
—¿Lo hizo? —se interesó Mason.
—Creo que éste es un asunto que no deseo discutir de momento, señor Mason.
—¡Caramba, Olney, lo siento! —suspiró Mason—. Pero si le prestó dinero bajo la forma de billetes de cien dólares, tendrá que comparecer mañana ante el tribunal.
—¡Un momento, Mason! —aulló Olney—. ¡Usted me aseguró que no tendría que asistir a la vista!
—Fiándome de sus afirmaciones de que nada tenía que ver con el asunto y no había tenido ninguna transacción bursátil con Durant —replicó Mason.
La puerta se abrió y el teniente Tragg penetró como una tromba en el despacho.
—Bien, Perry —exclamó—. Me dijo que viniera inmediatamente y he tenido que saltarme a la torera dos semáforos… aparte de tocar un rato la sirena policial, pero aquí estoy.
—¡Estupendo! ¿Conoce al señor Olney, teniente Tragg?
—Le conozco —contestó Tragg.
—Olney acaba de contarme —prosiguió Mason— que le prestó a Durant algún dinero, en billetes de cien dólares. ¿Cuándo fue, Olney?
—¡Un momento! —vociferó el interpelado—. ¿Qué es esto? ¿Una encerrona? ¡No permito que se me interrogue aquí, ni pienso decir nada!
—Ciertamente, creí haber entendido que usted le había prestado dinero a Durant en billetes de cien —insistió el abogado.
—Dije que pude habérselo prestado. Pude haberle adelantado algún dinero. Incluso pude cambiarle un cheque.
—¿De veras? —la mirada de Mason se reflejó en la del teniente Tragg.
—Yo… bueno, lamento mucho lo de ese individuo, si bien al principio se me atragantó por lo que dijo de mi Felipe Feteet. Se trataba de uno de los cuadros más valiosos de mi colección. Tanto más, cuanto que antes le había tenido en gran aprecio.
—¿Entonces, puedo preguntarle cuánto dinero le fue entregando usted y cuándo?
—¡No puede! —farfulló Olney—. Ahora comprendo que cometí un error al fiarme de usted, Mason, viniendo aquí sin mi abogado. Voy a llamarle y…
—¡Espere! —gritó el teniente—. Si no se lo quiere decir a Mason, tendrá que decírmelo a mí. Durant tenía diez mil dólares o casi diez mil, cuando lo hallé muerto. ¿Cuánto le dio usted?
—¿Quién dijo que yo le di nada? —tembló Olney.
—Nadie —le concedió Tragg—. Le estoy preguntando qué cantidad le entregó usted. Y tenga cuidado con lo que diga. Se trata de un caso de asesinato, Olney.
—¡Usted no tiene derecho a acorralarme así!
—¡No le acorralo! Estoy investigando un crimen. Y le hago una pregunta. Yo no le traje a usted aquí. Fue usted quién vino por su propia voluntad.
—Bueno, pues no quiero contestar a su pregunta. No tengo nada que ocultar, pero podrían surgir complicaciones relacionadas con mis negocios y, además, no quiero abrir la boca sin antes consultar con mi abogado.
—Entonces, será mejor telefonearle y rogarle que venga —decidió Mason—. La señorita Street lo hará por usted. Della, llame a Hollister y dígale que el señor Olney le suplica que venga inmediatamente.
—¡No! —gritó Olney—. Iré yo a verle. Hablaré con él y…
—¿El Feteet es el cuadro más valioso de su colección? —le interrogó Mason.
—Sí.
—¿Y cómo es que no lo echó en falta durante la semana que estuvo en el estudio de Goring Gilbert, mientras éste lo copiaba?
—¿Quién dijo que el cuadro salió del yate?
—Tuvo que ser así —afirmó Mason.
—Estoy interesado en saber muchas cosas —intervino Tragg—, y particularmente todo lo referente al dinero que usted le entregó a Durant, y con los debidos respetos para usted, señor Olney, lo sabré antes de abandonar este despacho.
—¡No pienso decirle nada!
—En tal caso se comportará usted como sospechoso.
—¿Sospechoso de qué?
—¿Por qué le entregó a Durant diez mil dólares? —rugió el teniente—. ¿Le estaba extorsionando a usted?
—¿Cómo? —preguntó Olney.
—Tragg —terció Mason—, pregúntele si no es cierto que encargó a Gilbert que hiciera una copia del Felipe Feteet.
—¿Por qué diablos podía querer una copia de mi cuadro?
—Probablemente —le sugirió Mason—, porque se hallaba en dificultades domésticas, sabía que su esposa planeaba pedir el divorcio, y usted quería asegurarse de que ella no se llevaría su cuadro predilecto.
—¿Se da cuenta de lo que dice? —gritó Olney—. ¡Me está acusando…!
—Exactamente —repuso Mason—, y si no lo cuenta todo, se verá acusado de asesinato. El teniente Tragg no nació ayer. Y hace poco le han entregado a su esposa una citación.
El rostro de Olney se tornó lívido.
—¿Una citación a mi esposa?
—Sí.
—¡Dios mío! ¡La grasa ya está en el asador!
Mason miró a Tragg y dijo:
—El día del asesinato, Colín Durant no tenía dinero a las seis de la tarde. Y a la hora de su muerte, probablemente a las ocho de la noche, tenía consigo diez mil dólares en billetes de cien. Los bancos ya estaban cerrados. Bien, díganos cómo y por qué se los dio.
—Sí, por ahí iremos bien —aprobó el teniente.
Olney se puso en pie y al cabo de un momento repitió:
—Voy a ver a mi abogado.
—Por favor, usted no va a ninguna parte —tronó el teniente—. Vendrá a la central conmigo si no contesta inmediatamente a mis preguntas. Esto es ya un asunto oficial. Dígame cómo le entregó el dinero a Durant.
—Bien, sí, él me lo sacó —confesó Olney.
—Así es mejor. ¿Cuándo?
—A las siete cuarenta y cinco.
—¿Por qué?
—Me dijo que si podía disponer de ese dinero… Bueno, haría que Maxine Lindsay desapareciese.
—¿Y por qué tenía que desaparecer Maxine?
—Porque yo no podía llevar adelante la demanda presentada respecto a la maldita copia del cuadro, ni podía retroceder.
—Ahora empieza esto a tener sentido —asintió el teniente—. ¿Entonces vio usted a Durant a las ocho menos cuarto?
—Sí.
—¿Dónde?
—Delante del edificio donde vivía Maxine Lindsay.
—Entonces —le sonrió Mason a Tragg—, por lo que sabemos, fue usted, Olney, quien vio vivo por última vez a Durant, porque Maxine Lindsay posee una coartada perfecta a partir de las ocho menos cuarto. Se encontraba a las ocho de la noche en la estación de autobuses.
—¡Usted no sabe lo que dice! —vociferó Olney—. El testimonio médico afirma que Durant pudo haber muerto entre las siete menos cuarto y las ocho y veinte minutos.
—Creo que será mejor que nos cuente usted todo lo que hizo —le conminó el teniente Tragg.
—Está bien —suspiró Olney—. Sabía que estaba llegando el momento de la ruptura con mi esposa. Ésta tenía todas las pruebas para conseguir el divorcio. Yo no tenía ninguna. Iba a despojarme de todo lo mío… Al menos, de todo lo que pudiese. Durante varios años estuve apartando unos fondos de reservas. Tenía casi un cuarto de millón de dólares en cajas de seguridad, sin que nadie lo supiera. Este dinero estaba en billetes de cien dólares. Mason tiene razón, yo deseaba conservar el Feteet. Creo que será mejor que ponga las cartas sobre la mesa con ustedes, caballeros. Yo estaba enamorado. Mi esposa lo sabía. Y no quería concederme el divorcio. Por otra parte, usaba el poder que la ley le otorgaba para mantener una espada sobre mi cabeza. Quería un arreglo imposible. Me amenazaba con solicitar la separación, pero no el divorcio, a fin de no darme la libertad. Iba a ponerme en una situación imposible. Intenté deshacerme de ella, pagando lo que fuese. Maldición, esto es altamente confidencial. Sólo lo sabe mi abogado.
—Continúe —le alentó Tragg—. Está mezclado en un asesinato. No hay nada peor que esto.
—Bien, decidí que mi esposa no se quedaría con el cuadro, de modo que hice pesquisas y no tardé en encontrar a un joven artista, que era un genio haciendo copias. Podía falsificar cuadros que engañaban a los expertos.
—¿Goring Gilbert? —preguntó el teniente Tragg.
—No sé quién era —confesó Olney—, pero supongo que sí. Busqué a mi intermediario para encargarle la copia. Pagué dos mil dólares por la imitación en billetes de cien.
—¿Se los dio a Gilbert? —inquirió Mason.
—No, al intermediario.
—¿Durant? —sugirió el teniente Tragg.
—No, no era Durant. Esto habría sido tanto como caer en sus manos —refutó Olney la idea.
—¿Entonces, por qué le dio aquel dinero a Durant?
—Porque caí en una trampa. Me enteré de que Durant había formulado aquella afirmación respecto a mi cuadro. Me enfurecí y decidí darle una lección. Al mismo tiempo, se me presentaba la oportunidad de obtener la opinión de los expertos respecto a la autenticidad de mi cuadro. Luego, podría sustituir el original por la copia, sin que nadie sospechase nada. Por esto, demandé a Durant, tachándole de embustero. Era todo lo que él había estado esperando. Se dejó caer el día trece y me dijo que iba a citar a Goring Gilbert, que afirmaría que yo le había encargado la realización de la copia, y que ésta era la que se hallaba en el salón de mi yate aquella tarde en que efectuó su observación calumniosa. ¡Esto no podía permitirlo! Mi esposa se habría enterado y todo se habría venido abajo. Bien, pagué. Pagué mucho. Le entregué once mil dólares.
—¿Por qué once mil? —preguntó Mason.
—Fue lo que me pidió.
—¿Cuándo y dónde se los entregó?
—Me reuní con él delante de la casa de apartamentos de Maxine. Me dijo que tenía que dar una parte a la joven a fin de que el caso tuviera que darse por concluso. Me prometió que ella saldría de la ciudad sin hacer ninguna declaración. Acto seguido, la demanda carecía de valor. No me fiaba de Durant y llevé un testigo conmigo.
—Veamos exactamente qué sucedió —puntualizó Mason—. Usted se reunió con Durant en la calle.
—Sí.
—¿No estaban solos?
—No.
—¿Le entregó el dinero?
—No delante de la casa.
—¿Dónde?
—En el apartamento de Maxine.
—¿Subió usted allí?
—Sí.
—¿Quién estaba con usted?
—Pues… una dama.
—¿Y usted subió al apartamento de Maxine?
—Sí. Durant afirmó que iba a entregarle dinero para que se marchase de la ciudad, a fin de que nadie pudiera localizarla. No confiaba en Durant. Subí únicamente para ver si era verdad lo que me decía.
—¿Llamaron a la puerta?
—No. Durant tenía una llave.
—¿Y qué ocurrió?
—Maxine no estaba. Durant me dijo que confiaba en poder verla antes de que se marchara de aquí.
—¿Qué hora era?
—Las ocho menos cuarto.
—¿Y usted qué hizo?
—No podía esperar a que regresara Maxine. Le di el dinero a Durant, once mil dólares. No me quedaba otra alternativa.
—Es una cifra muy rara —observó Mason—. ¿Por qué once mil?
—Durant me contó que había pedido prestados mil dólares y tenía que devolverlos; que, además, le entregaría el dinero del viaje a Maxine, y que, a continuación, permitiría que yo retirase la demanda contra él, y haría que Maxine callase.
—¿De manera que los tres estuvieron en el apartamento?
—Sí.
—Bien, ¿qué ocurrió?
—Durant se quedó. Nosotros nos marchamos. Subimos al coche y conduje varios bloques, hasta que la joven que iba conmigo recordó que se había dejado el bolso. En el apartamento. Conque fue a recogerlo.
—Continúe —le urgió Tragg.
—Cuando llegó allí halló la puerta parcialmente abierta. Entró. Durant estaba muerto. En la ducha. Se asustó y quiso echar a correr, y entonces vio a aquella vecina fisgando en el pasillo.
—¿Qué hizo entonces?
—Lo único que podía hacer. Tiene la misma estatura que Maxine. Buscó en un armario, encontró una chaqueta, se la puso, cogió la jaula del canario y dejó el apartamento. Luego corrió hacia la escalera, procurando mantenerse siempre de espaldas a la mujer del pasillo.
Mason cogió una hoja de papel y anotó algo.
—Bien —gruñó el teniente—. ¿Quién es la joven?
Olney sacudió la cabeza.
—Teniente, prefiero ir a la cárcel antes de revelarle ese nombre.
—Un momento —le espetó Tragg—. ¿No comprende que esa joven es la que mató a Durant? Vaya, si su historia es cierta…
—¡Imposible! —gritó Olney—. No mataría a nadie… ni me mentiría a mí.
—No sea tonto. Es un asesinato.
Mason le pasó a Olney el papel con la nota escrita.
Olney cogió el papel, lo leyó y miró al abogado, pero antes de que pudiera hablar, Mason se adelantó:
—Utilicemos la cabeza, Tragg. Durant tenía una cuenta en una tienda de pinturas. Y pagó con billetes de cien dólares. Esto fue poco después de que Gilbert hubiese recibido el dinero de Olney por mediación de su representante. Durant le dijo a Olney que había pedido prestados mil dólares y tenía que devolverlos. Naturalmente, fue Gilbert quien se los prestó. Bien, Olney le pagó a Durant once mil dólares. ¿Por qué solamente se encontraron diez mil sobre su cadáver? ¿Qué fue de los otros mil?
—De acuerdo —dijo Tragg—. ¿Qué sucedió?
—El asesino se los quedó —explicó Mason—. El asesino fue alguien hacia el que Durant tenía una obligación moral, la obligación de devolverle mil dólares. El asesino se llevó ese dinero. No tocó nada más. El asesino fue Goring Gilbert.
—¿Cómo entró en el apartamento? —preguntó el teniente.
—Durant le franqueó la puerta. Gilbert le estaba buscando. Y sabía que podría hallarle en el apartamento de Maxine. Durant pretendía extorsionar a Olney con la copia del cuadro. Y a Gilbert no le gustó la idea.
—¿Cómo se enteró de ella?
—De la misma manera que sabía que hallaría a Durant en el apartamento de Maxine. La amiga de Olney trató con Gilbert lo referente a la copia de Feteet. Cuando Durant le puso el bocado a Olney ella telefoneó a Gilbert y lo acusó de estar metido en el negocio, y añadió que Olney iba a pagarle once mil dólares a Durant delante del apartamento de Maxine, a las ocho menos cuarto. Gilbert sabía que Durant estaba enterado de lo de la copia del cuadro, pero no tenía idea de que planease extorsionar a Olney. Bien, Gilbert se dirigió al lugar de la cita, a fin de poder verlo todo por sus propios ojos. Cuando Olney y su amiga se marcharon, Gilbert subió a ver a Durant. Éste era tan granuja que le había dicho a Maxine que no podía entregarle nada y que abandonase su piso a las siete, tras lo cual le manifestó a Olney que podían encontrarse a las ocho menos cuarto.
Tragg hizo chasquear los dedos.
—¿Entendido? —le preguntó Mason.
—Entendido —contestó el teniente, poniéndose de pie. Se volvió hacia Olney—. Tendrá que acompañarme. Necesitamos la declaración de usted como testigo principal.
Olney vaciló un momento y al final dijo:
—De acuerdo, iré con usted. Me alegro de que fuese Goring Gilbert. Durant se enteró de que estaba haciendo la copia, sumó dos y dos y entonces planeó toda la historia, a fin de que yo pudiera demandarle.
—¿Viene, Mason? —le preguntó el teniente—. Podrá actuar de testigo.
—Gracias, vayan ustedes —se excusó el abogado.
Cuando Mason estaba acompañando a los otros dos hasta la puerta, Della Street cogió el papel donde Mason había escrito un nombre para enseñárselo a Olney: Corliss Kenner.
Della cogió el encendedor de la mesa de Mason y quemó la hoja de papel.
Mason regresó de la puerta.
—Bien, esto es todo.
—¿Conseguirán una confesión de Gilbert?
—Della, confíe en la policía. Recuerde que existen aquellas huellas dactilares de la gaveta. Tienen que ser las de Goring Gilbert.
—Sí, tuvo que ser Gilbert —asintió Della Street—. Cuando cobró la copia, Durant no tenía un centavo, y Gilbert le prestó mil dólares. Durant comenzó a planear el asunto de la extorsión. A Gilbert no le gustó… ¿Cómo consiguió la pistola de Maxine, jefe?
—La encontró. Cuando penetró en el apartamento, fue hacia el armario para descubrir si Maxine estaba complicada en la trama y había dejado alguna prueba en el cajón. En aquel mismo momento, Durant se estaba preguntando si Olney le había preparado una trampa, yendo a mirar en la ducha por si había alguien. Gilbert encontró la pistola y la tentación fue demasiado grande… Despreciaba a Durant. Se habría quedado con los once mil dólares de no haber sido tan bohemio.
—¿Y el secreto que Durant sabía de Maxine? —quiso saber Della Street.
—Durant era el padre del hijo de la hermana de Maxine, niño que nació mientras Homer estaba en el frente. A Durant no le importaba que esto se supiese. A Maxine, sí.
Della asintió.
—Entendido. Bien, ¿y su minuta, jefe?
Mason sonrió.
—Puede devolverle a Howell su cheque, Della. Creo que Olney aún podrá prestarle a Maxine lo que necesita para cubrir los gastos. Todos los gastos —añadió tras una pausa de reflexión.