A la una y media, el juez Madison penetró en la sala del tribunal y Thomas Dexter lanzó su bomba.
—Me gustaría volver a llamar a Matilda Pender.
La joven volvió al estrado.
—Quiero hacerle otra pregunta —comenzó Dexter—. Usted vio a la acusada y le pareció nerviosa. Se hallaba cerca del teléfono, esperando aparentemente…
—¡No aparentemente! —gritó Mason—. Ciñámonos a los hechos. Dejemos que las conclusiones hablen por sí mismas.
—De acuerdo —se conformó Dexter—. Aquí tengo un diagrama de la estación de autobuses, con las cabinas telefónicas, la taquilla, la sala de espera y todo lo demás. Asimismo, se ven las puertas para la entrada y salida de los pasajeros. Bien, ¿quiere señalar en este diagrama el sitio donde vio usted a la acusada? Primero, sin embargo, permítame que la oriente en este boceto y dígame si está correctamente trazado.
—Sí, señor.
—Bien —continuó Dexter—, ahora sitúe a la acusada como en la noche del trece.
La testigo colocó un lápiz sobre un punto del boceto.
—¿Aquí? —insistió Dexter.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo la vio ahí?
—Estuvo en este lugar, o muy cerca, unos quince minutos, al menos; de esto estoy bien segura.
—¿Qué sucedió luego?
—Entró en la cabina.
—Observo que hay una fila de gavetas muy cerca de la cabina en cuestión.
—Sí, exactamente detrás.
—Quiero preguntarle si sabe dónde se halla la gaveta veintitrés W.
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—Es la tercera desde la parte alta del diagrama.
—¿Conoce a un hombre llamado Fulton…, Franklin Fulton?
—Sí.
—¿Le vio usted el catorce o el quince?
—El quince.
—¿Dónde le vio usted y en qué circunstancias?
—Yo me cuido de las gavetas de la terminal —explicó la testigo—. Siempre que una permanece veinticuatro horas sin ser abierta verificamos su contenido, y tras un aviso público, llevamos el contenido a la oficina y la gaveta queda vacía.
—¿Cómo opera la gaveta?
—Cada vez que se introduce dentro una moneda, la máquina se pone en movimiento y ello queda registrado en la parte superior de la gaveta. Cada noche, antes de abandonar mi puesto, reviso todas las gavetas y hago una lista de los números que aparecen en los registros. Después, comparo dichos números con los registrados veinticuatro horas antes. Siempre que lo encuentro repetido, cojo la llave y procedo a vaciar la gaveta.
—¿No la abre sencillamente?
—No, en el exacto sentido de la palabra. Quitamos la cerradura que va unida al registro. Después sacamos cuanto hay en el interior, lo llevamos al almacén, y volvemos a poner la gaveta en marcha con una nueva cerradura y un nuevo registro.
—Bien, el día quince ¿tuvo ocasión de efectuar esta operación con una de las gavetas?
—Sí.
—¿Qué gaveta era?
—La del número que usted ha mencionado: la veintitrés W.
—Y cuando la abrió, ¿qué encontró?
—Una pistola.
—¿Quién estaba con usted?
—Nadie, pero llamé al policía, y Franklin Fulton acudió al instante. Creo que es sargento.
—¿Es miembro de la policía metropolitana?
—Creo que sí.
—¿Y bajo la sugerencia del sargento Fulton, marcó usted la pistola a fin de poder reconocerla otra vez?
—Sí, ambos la señalamos.
—Ahora le entrego a usted una pistola «Hi-Standard, Sentinel», calibre veintidós, que previamente ha sido introducida como prueba en este caso, como evidencia G. Yo le ruego que examine atentamente esta pistola y diga si la ha visto antes.
La mujer cogió la pistola, le dio varias vueltas en sus manos y por fin dijo:
—Sí. Es la misma que yo hallé en la gaveta.
—¿Y dicha gaveta está muy cerca del lugar donde usted divisó a la acusada la noche del trece?
—Sí.
—Contrainterrogatorio —brindó Dexter.
—Usted no vio como la acusada abría la gaveta, ¿verdad? —inquirió Mason.
—No.
—¿Buscó la policía las huellas dactilares de la gaveta?
—Sí.
—¿Le dijeron a usted algo a este respecto?
—Sólo que habían hallado varias huellas que no podían identificar.
Mason sonrió.
—Gracias, nada más.
—¡Llamo a Agnes H. Newton! —gritó Dexter.
Agnes Newton, evidentemente, había pasado la mañana en un instituto de belleza. También había elegido sus ropas con la esperanza de ser fotografiada en el estrado de los testigos, y su aspecto y ademanes sugerían la actuación de una diva de ópera entrando triunfalmente en el escenario.
—Levante la mano derecha y preste juramento —le ordenó el secretario—. Después, dígame su nombre y dirección.
La mujer obedeció.
—¿Señorita o señora Newton?
—Señora. Soy viuda.
—Muy bien, suba al estrado.
—¿Vive en el mismo edificio que la acusada? —le preguntó Dexter.
—Sí.
—Concentrándose en el trece de este mes, ¿vio a la acusada durante aquella noche?
—Sí.
—¿Dónde?
—Salía de su apartamento y vi cómo descendía por la escalera. Será mejor que me explique —continuó la testigo—. Ella habita en el tercer piso y usualmente utiliza el ascensor cuando va y viene. Pero aquella vez no lo utilizó. Tenía tanta prisa que…
—¡Un momento! —vociferó Dexter—. Será mejor que se explique mediante preguntas y respuestas, señora Newton. ¿Podría decirnos a qué hora vio a la acusada?
—Sí, señor, exactamente.
—¿Cuándo fue?
—Dos minutos antes de las ocho de la noche.
—¿Qué hacía ella cuando usted la vio?
—Salía de su apartamento. Anduvo con rapidez desde su puerta hasta la escalera.
—¿Llevaba algo en la mano?
—Sí, llevaba su canario.
—Puede usted contrainterrogar —terminó Dexter, mirando a Mason.
Mason dio principio a su contrainterrogatorio con la precaución empleada por un abogado ya curtido cuando sabe que la acusación ha estado aleccionando al testigo de manera que a cada pregunta de la defensa más se ciña la red en torno a la acusada.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en esa casa, señora Newton?
—Cuatro años.
—¿Sabe el tiempo que lleva viviendo allí la acusada?
—Unos dieciocho meses.
—¿Se siente usted inclinada a mantener relaciones de buena vecindad? —le preguntó Mason, sonriendo.
—Bueno, no me meto en camisa ajena, pero procuro mostrarme amable.
—¿Trabaja usted? ¿O está en casa todo el día?
—No trabajo, ni tampoco estoy constantemente en casa. Entro y salgo cuando quiero. Poseo una pensión vitalicia y no tengo que trabajar.
—Una mujer afortunada —comentó Mason—. ¿Cuándo trabó amistad con la acusada?
—La vi muy pocas veces desde que se mudó a su apartamento.
—No fue ésta mi pregunta —se quejó Mason—. Quería saber cuándo trabó amistad con ella. ¿Cuándo habló con ella por primera vez?
—Bien, no lo sé. Nos dábamos los buenos días y las buenas noches. Creo que esto empezó muy poco después de mudarse ella.
—Entiendo. Pero permítame exponerlo de otra manera: ¿cuándo visitó usted a la acusada por primera vez, charlando con ella?
—Bueno, no creo que nunca hayamos hablado mucho rato. Era una muchacha bastante reservada, y por lo que oí decir en la casa…
—No nos interesa lo que usted oyó decir —la interrumpió Perry Mason—, y por favor, no suministre información gratuita, señora Newton. Ésta sesión se rige por unas reglas estrictas y legales, y yo tengo que formularle preguntas y usted darme las respuestas, sin ampliarlas con más información de la necesaria. De lo contrario, me vería obligado a pedirle al tribunal que suprimiese aquellas partes de sus respuestas que considerase superfluas.
—Exacto, no proporcione información excesiva —repitió el juez—. Escuche las preguntas y conteste. ¿Entendido?
—Sí, su señoría.
—¿Puedo suplicar un momento de indulgencia al tribunal? —pidió Mason. Acto seguido se volvió hacia Maxine—. ¿Qué hay de ella? ¿La conoce?
—Es una metomentodo —le susurró la joven—. Le gusta visitar a todo el mundo, se entera de todo y es una empedernida charlatana. Miente mucho. Vive en mi piso, pero, por ejemplo, yo no salí del apartamento a las ocho, y menos con mi canario. No sé qué habrá sido de mi pajarito…
—Bien, esto no importa ahora —la atajó Mason—. Sólo quería captar el cuadro. Es muy gracioso. O bien el fiscal desea que yo me ahogue hasta el cuello y haga alguna pregunta cuya respuesta sea devastadora, o en el testimonio de esta mujer hay un punto débil y el fiscal trata de disimularlo mediante un interrogatorio muy directo.
Dexter se recostó hacia atrás en su sillón giratorio, sonriéndole a Mason, sabiendo por su larga experiencia lo que el abogado había descubierto.
—Este testigo es una trampa —susurró Mason—, pero por el momento, tengo que seguir interrogando.
El abogado levantó la mirada hacia el juez, el cual le estaba contemplando con una sonrisa irónica. Mason reanudó su interrogatorio de la testigo.
—Su apartamento se halla en el mismo piso que el de la acusada, ¿verdad, señora Newton?
—Sí.
—¿Y usted se hallaba en su apartamento cuando vio a la acusada?
—No.
—¿Iba, tal vez, por el corredor que conduce al ascensor?
—No.
Mason vaciló un momento, preguntándose si debía abandonar o llegar hasta el fin, y al sorprender un destello jubiloso en las pupilas de Dexter, comprendió que había caído en una trampa.
—¿Estaba usted, pues, en el corredor, sin moverse, señora Newton?
—Estaba parada en el corredor —confirmó la señora Newton—. Una amiga mía estaba subiendo en el ascensor y yo me hallaba delante de la puerta de mi apartamento, esperándola.
—¿Para que su amiga pudiera hallar el apartamento sin dificultad?
—Sí.
—¿Era de veras una mujer… o un hombre?
—¡Me opongo a la pregunta por incompetente, irrelevante e inmaterial! —tronó Dexter.
—No se admite la objeción —repuso el juez—. Este tribunal no nació ayer, señor Dexter, y reconoce la técnica que usted ha empleado con su examen directo de la testigo. Le diré una cosa: la defensa se halla en buen terreno en este interrogatorio. Proceda, señor Mason, y la testigo responderá a esta pregunta.
—Era un hombre —refunfuñó la señora Newton.
—¿Y él había telefoneado que subía en el ascensor?
—Sí.
—¿Cómo, pues, puede usted asegurar que eran las ocho menos dos minutos? —arguyó Mason.
La sonrisa de Dexter se ensanchó.
—Porque mi amigo venía a ver un programa de televisión a mi casa. Llegaba con retraso y yo temía que el programa empezase en su ausencia. Por tanto, cuando me telefoneó miré el reloj y vi que faltaban unos minutos para las ocho. Entonces abrí la puerta y me quedé en el pasillo.
—Bien, vayamos con la situación de su apartamento. ¿Vive usted en el mismo piso que la acusada?
—Sí.
—¿Y dice que cuando la acusada salió de su apartamento se dirigió a la escalera en lugar de esperar el ascensor?
—Exacto.
—¿Se halla la escalera situada cerca del ascensor?
—No. Al otro extremo del pasillo.
—¿Y el apartamento de la acusada se halla colocado entre el suyo y el ascensor?
—Entre mi apartamento y la escalera —le corrigió la testigo.
—Entiendo —dijo Mason—. Entonces, usted estaba a la puerta de su apartamento, esperando la visita de su novio.
—No dije que fuese mi novio —rectificó la testigo.
—Bueno —se corrigió Mason—, usted estaba esperando la visita de un amigo que venía a visitarla. ¿Estaba usted sola en su apartamento?
—Sí.
—¿Y él iba a contemplar un programa de televisión junto con usted?
—Sí… entre otras cosas.
—Entiendo —repitió Mason, con burlona sonrisa—, entre otras cosas ha dicho, ¿verdad?
—¡Eso es lo que dije!
—Y estaba usted a la puerta de su apartamento a fin de que esa amistad, esa amistad masculina, puesto que se opone a la palabra «novio», señora Newton, pudiera hallar el camino del apartamento.
—Bueno, algo parecido.
—¿Era la primera vez que su amigo iba a verla?
—No he dicho tal cosa.
—Bien, pues yo se lo pregunto. ¿Era la primera vez?
—No.
Mason enarcó las cejas.
—Bien, ¿estaba intoxicado el joven, señora Newton?
—¡Ciertamente, no!
—¿Tenía dominio de sus facultades mentales?
—¡Claro!
—¿Entonces por qué era necesario que usted estuviese a la puerta de su apartamento a fin de mostrarle a su amigo la ubicación del mismo, si ya la conocía?
—Bueno, yo soy muy hospitalaria.
—No es esto lo que dijo usted antes. Dijo que se hallaba a la puerta de su apartamento para indicarle el camino a su amigo.
—Bien, así fue.
—Pero él conocía el apartamento.
—Quería asegurarme de que no lo había olvidado.
—¿Cuántas veces había estado en su apartamento?
—No lo sé.
—¡Oh, su señoría! —exclamó Dexter—. Esto es ridículo. Esto se ha convertido en un interrogatorio de la vida social de la testigo, y todo por un detalle tan normal como esperar a la puerta de su apartamento la llegada de una visita.
—¿Con los brazos abiertos? —sugirió Mason.
El juez Madison reprimió una sonrisa.
—¡Esto es ridículo, repito! —proclamó Dexter.
—En absoluto —replicó Mason, ya grave—. Simplemente, estoy intentando dilucidar cómo es posible que, si la testigo estaba esperando la llegada del ascensor, a fin de guiar a su amigo tan pronto llegase a su apartamento, cómo es posible que pudiese mirar también a sus espaldas y viese cómo la acusada abandonaba su piso en dirección contraria. No creo que tenga ojos en la espalda.
—Bien —rezongó la testigo—, no estuve mirando constantemente hacia el ascensor, sino que me di cuenta de cuanto ocurría a mi alrededor.
La sonrisa se había borrado ya del semblante de Dexter.
—¿Está segura de que eran las ocho menos dos minutos, señora Newton? —puntualizó el abogado.
—Sí.
—Y calculó la hora porque…
—No la calculé. Es la hora exacta.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque el programa de televisión que íbamos a contemplar se inicia a las ocho en punto.
—¿Y había esperado que su novio llegase antes?
—¡Repito que no era mi novio!
—¿Era un hombre?
—Sí.
—¿Amigo?
—Naturalmente.
—Entonces le llamaré su amigo —razonó Mason—. ¿Había supuesto que su amigo llegaría antes?
—Le estaba esperando desde… desde las siete y media.
—¿Era ésa la hora a que debía llegar?
—Era la hora a la que yo le esperaba.
—¿Y le molestó el retraso?
—Me sentí algo aprensiva.
—¿Aprensiva? ¿Temió que no vendría?
—No, que tal vez le hubiese sucedido algo.
¿Ya había estado antes en su apartamento?
—Ya le dije que sí.
—¿Y solía llegar tarde?
—No suelo dar citas mirando el reloj.
—¿Pero esta vez sí?
—Por el programa de televisión.
—¿Fue usted quien concertó la entrevista o fue él?
Pues… no lo sé. Sencillamente, quedó planeado.
—¿Y usted se sentía aprensiva mientras miraba la subida del ascensor?
—Me había sentido aprensiva antes. Ya no lo estaba cuando me hallaba mirando el ascensor. Estaba… expectante.
—¿Se hallaba la acusada en el pasillo cuando usted abrió la puerta de su apartamento?
—No, salió después.
—¿La vio salir?
—Yo… sí.
—¿La vio salir? —insistió Mason.
—¿Qué quiere decir?
—¿La vio tan pronto abrió la puerta?
—La puerta se abrió y volvió a cerrarse; volvió a abrirse por segunda vez y la acusada salió con la jaula del canario. Cerró otra vez la puerta y corrió hacia la escalera.
—¿Le habló usted?
—No me dio tiempo.
—¿Cómo es eso?
—Ni siquiera se volvió.
—¿Entonces estuvo siempre de espaldas a usted?
—Naturalmente. Se dirigía a la escalera, por tanto estaba de espaldas a mí. Seguro que no podía andar hacia atrás.
Se produjo cierta conmoción en la sala. El juez Madison comenzó a decir algo, luego sonrió y se retrepó en su asiento.
—¿Estaba de espaldas a usted cuando salió de su apartamento? —inquirió Mason, implacable.
—Sí.
—¿Separó usted los ojos del ascensor mientras la estaba contemplando?
—No… Bueno, miraba en ambas direcciones.
—¿Al mismo tiempo?
—Alternativamente.
—¿Giraba usted la cabeza con movilidad instantánea?
—¡Ciertamente, no! Me hallaba mucho más interesada en el ascensor. Vi a la acusada… bien, de modo incidental.
—¿Y ella se hallaba de espaldas a usted cuando salió del apartamento con la jaula del canario?
—Sí.
—¿Cerró la puerta y corrió hacia la escalera?
—Se lo he repetido una docena de veces.
—De manera que usted no le vio la cara —sugirió Mason.
—No tenía que verle la cara para reconocerla. Reconocía su figura, sus vestidos.
—¿Pero no le vio la cara?
—Vi sus ropas.
—¿No le vio la cara?
—No.
—¿Qué llevaba puesto?
—Una chaqueta de mezclilla.
—¿Puede describir la chaqueta? ¿Era muy ajustada o…?
—No, bastante amplia, algo larga…
—¿Muy larga?
—Bastante. Casi le llegaba a las rodillas… como un abrigo tres cuartos.
—¿Se la había visto antes?
—Muchas veces.
—¿Y durante ese tiempo estuvo esperando la llegada de su amigo?
—Sí.
—¿Mirando fijamente la jaula del ascensor?
—Sí. Deseaba recibir a mi amigo.
—Entonces no se hallaba usted a la puerta de su apartamento para guiarle al mismo, sino para recibir apropiadamente a su amigo.
—¡Oh, por favor! —gritó Dexter—. Esta pregunta ya ha sido contestada varias veces.
—Y de distintas maneras —sonrió el juez—. La testigo contestará a la pregunta.
—¡Está bien! —gritó ella, colérica—. No sé por qué me quedé en el umbral. Fue un gesto espontáneo… Bien, estuve allí, y no creo que importe nada el motivo. Estuve allí y vi a la acusada saliendo de su apartamento con la jaula del canario.
—¿Cuando su amigo salió del ascensor corrió usted hacia él?
—No.
—¿Anduvo hacia él?
—No.
—¿No se separó de su puerta?
—Bien, di unos pasos.
—¿Andando o corriendo?
—Andando.
—¿Entonces, fue a su encuentro?
—Un poco.
—¿Recorrió el pasillo?
—Sí.
—¿Y durante ese tiempo estuvo usted de espaldas a la acusada?
—Ya se había marchado. Estaba ya bajando la escalera.
—¿Antes de que su amigo saliera del ascensor?
—Casi en el mismo instante.
—¿Cuáles eran las condiciones lumínicas del pasillo de su casa, señora Newton? La luz es más bien escasa, ¿verdad?
—Está usted equivocado. Yo me había estado quejando de la pobre iluminación del pasillo, como otros inquilinos, y al comenzar el año el propietario colocó luces nuevas en los corredores.
—¿Así que la luz era intensa?
—Sí.
Mason vaciló un momento.
—¿Posee licencia de conducir, señora Newton?
—Naturalmente.
—¿Puedo verla?
—Bueno, no comprendo el motivo de su pregunta —rezongó la testigo.
—Ni yo —proclamó Dexter, poniéndose en pie—. Con permiso del tribunal, diré que esta petición es incompetente, irrelevante e inmaterial.
El juez Madison sacudió la cabeza.
—Esto es un contrainterrogatorio —afirmó—. Esta testigo ha declarado haber reconocido a la acusada bajo circunstancias que podrían ser vitales para la defensa, y no tengo intenciones de limitar el contrainterrogatorio de la defensa mientras se mantenga dentro de lo razonable. Además, este tribunal cree saber qué persigue el señor defensor y lo halla pertinente.
La testigo, reacia, abrió el bolso y sacó su licencia de conducir.
—Aquí se menciona la fecha de mi nacimiento —observó—, y no deseo ver mi edad publicada en los periódicos.
—No estaba interesado en la fecha de su nacimiento —le aseguró Mason, cogiendo la licencia—, sino en saber si había algunas restricciones… Ah, sí, en esta licencia se le aconseja, por prescripción facultativa, usar lentes de corrección.
—Bien, ¿y qué? —gruñó la mujer.
—Usted no parece llevar gafas ahora.
—No estoy conduciendo.
—Tampoco estaba usted conduciendo la noche del trece cuando divisó usted una figura a la que tomó por la acusada.
—No vi una figura a la que tomé por la acusada. ¡Vi a la acusada! Salió de su apartamento con la jaula de un canario, y recuerdo que me dije…
—¡No importa lo que usted se dijo! —la interrumpió Mason con una sonrisa—. Esto no sería directo. Dígame, señora Newton, ¿puede divisar los titulares del periódico que tengo en la mano?
—Naturalmente. Y puedo leerlos. Incluso puedo leer los pequeños titulares. En la parte derecha leo: «El presidente estudia los presupuestos del nuevo año fiscal».
Perry Mason frunció el ceño y preguntó con brusquedad:
—¿Lleva usted lentes de contacto, señora Newton?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Las compré la tarde del doce.
—¿Y abandonó sus gafas?
—No en seguida. Las alterné… todavía lo hago.
—Por tanto, la noche del trece usted todavía no se había acostumbrado por completo a sus lentes de contacto.
—Bueno, podía ver bien con ellas.
—Pero sólo se las ponía algunos ratos al día, ¿verdad?
—Sí.
—¿Las llevaba cuando salió de su apartamento y vio a aquella figura a la que usted tomó por la acusada en el pasillo?
—No me acuerdo.
—Veamos si puedo refrescarle la memoria. ¿Cuándo se las puso? ¿El trece por la mañana?
—No me acuerdo.
—¿Reconoció usted la figura que ahora afirma era la acusada por sus ropas?
—Reconocería aquella chaqueta en todas partes.
—¿Era muy ajustada?
—Ya le dije que no.
—Bien, si no pudo verle la cara, no pudo verle la expresión. Únicamente pudo divisar la chaqueta y la jaula del canario.
—¿Y qué más quiere?
—Yo no quiero nada —le sonrió Mason—, salvo que me diga la verdad. Usted no pudo reconocer a la acusada por su figura, porque usted no pudo verle la figura.
—¡Esta pregunta es argumentativa! —protestó Dexter.
—Voy a permitirla —razonó el juez—, ya que opino que la situación es muy clara, y si el defensor quiere desarrollarla para el acta le permito hacerlo.
—No pude verle la cara, pero sí el vestido.
—Pero usted no pudo ver todas sus prendas.
—Naturalmente, por culpa de la chaqueta. Mis ojos no poseen rayos X.
—Por tanto usted vio una figura que llevaba una chaqueta de mezclilla.
—Bueno, reconozco perfectamente aquella chaqueta cuando la veo.
—Y vio la jaula de un canario.
—Un canario enjaulado, sí.
—¿Pudo ver el canario?
—Vi el pájaro lo bastante bien como para saber que era un canario.
—Y como usted no pretendía conducir su coche —concluyó Mason—, existen muchas probabilidades de que no llevase gafas. ¿Correcto?
—¡Correcto! —bufó la testigo. Luego añadió—: ¡No llevaba las gafas, pero no soy ciega, señor Mason!
—Gracias. Nada más.
—¡No hay preguntas! —anunció Dexter.
—Llame a su testigo —le indicó el juez.
—Éste es nuestro caso, su señoría. El pueblo calla.
—Bien —el juez tosió y continuó—: El testimonio ofrece algunos resquicios, como tan acertadamente ha señalado el señor abogado defensor. La acusada fue vista cerca de la gaveta. Sin embargo, nadie vio que la abriera y menos que metiese algo dentro. Sin embargo, en ella se halló su pistola, y aunque el último contrainterrogatorio del señor Mason con el último testigo ha sido muy hábil, resquebrajando el interrogatorio del señor fiscal, este tribunal opina que hay motivos para sostener la acusación contra Maxine Lindsay y…
Mason se puso en pie.
—Y puesto que se trata de un asesinato —agregó el juez—, la acusada quedará en custodia sin fianza.
—¿Puedo hacer una declaración? —preguntó Mason.
—Ciertamente —accedió el juez.
—La acusada desea subir al estrado.
El juez Madison arrugó el entrecejo, vaciló un momento y luego habló lentamente, con suma cautela.
—Este tribunal no tenía intención de permitir que la acusada subiera al estrado. El tribunal, naturalmente, presumía que no habría defensa, por tratarse de una sesión preliminar. Este tribunal pide disculpas por haber ordenado el procesamiento de la acusada sin antes preguntar al abogado defensor si deseaba oponerse al mismo. Sin embargo, en un asunto de esta clase, en que la única cuestión ante el tribunal es saber si se ha cometido un crimen y si existen motivos razonables para creer que la acusada lo cometió, no conduce a nada bueno provocar un conflicto de evidencia. El deber del tribunal es obvio. ¿Comprende la defensa esta situación elemental?
—La defensa la comprende —le aseguró Mason.
—Muy bien —replicó el juez—, si quiere usted defender, puede hacerlo.
—¡Llamo a Goring Gilbert al estrado! —gritó Mason.
Gilbert, con la camisa desabrochada, aunque metida dentro de los téjanos, con zapatos y chaqueta deportiva, avanzó levantando la mano derecha y sentándose en el sillón de los testigos.
Después de haber dado su nombre y dirección al secretario, Mason le preguntó bruscamente:
—¿Conoció usted a Collin Max Durant en vida?
—Sí.
—¿Sostuvo relaciones comerciales con él?
—Ciertamente.
—¿En las últimas semanas mantuvo con él relaciones de negocios?
—Sí.
—Como resultado de las mismas, ¿le entregó a usted una suma de dinero?
—Sí, me pagó una obra que realicé.
—¿Cómo fue el pago, en dinero o con un cheque?
—En dinero.
—¿De qué manera? ¿Había billetes de una particular denominación?
—Su último pago lo efectuó todo en billetes de cien dólares.
El juez Madison frunció el ceño y se inclinó hacia delante.
—¿Para qué le contrató? —continuó Mason.
—Para hacer unos cuadros.
—¿Los realizó?
—Sí.
—¿Qué hizo con ellos?
—Se los entregué a Durant.
—¿Sabe dónde están ahora dichos cuadros?
—No.
—¿Cómo?
—Dije que no sé dónde están.
—Tengo que llamarle la atención respecto a un cuadro que yo examiné en su estudio, pintado de acuerdo con el estilo de un artista llamado…
—Estoy familiarizado con aquel cuadro.
—¿Dónde está?
—Yo lo tengo.
—¿Le entregaron una citación «duces tecum» para que trajera el cuadro consigo?
—Sí.
—¿Era el mismo cuadro que yo vi en su estudio?
—Sí.
—¿Tiene aquí el cuadro?
—Sí, está empaquetado en la sala de los testigos.
—¿Quiere ir a buscarlo, por favor?
—¡Un momento! —Intervino Dexter—. No he objetado antes a esta clase de interrogatorio porque creí que la defensa se estaba refiriendo a este caso. Respecto a los billetes de cien dólares, admito que ese testimonio resulte pertinente. Pero tocante a ese cuadro, resulta completamente incompetente, irrelevante e inmaterial, y me opongo por entero.
—Sí, así parece —opinó el juez—. El pago en billetes de cien dólares es muy interesante, pero a menos que dichos billetes puedan ser identificados de algún modo… ¿cómo intenta la defensa conectarlos con este caso?
El juez Madison miraba intensamente a Perry Mason.
—Lo que intento es relacionar ese cuadro con este caso, su señoría —contestó Mason.
El juez sacudió la cabeza.
—No veo que el cuadro pueda ser competente. El dinero pagado por el mismo, tal vez…
—Intento relacionar el cuadro, su señoría —afirmó impertérrito Perry Mason.
—No, defensor —se opuso el juez—. Creo que tendrá que elegir otro camino. Tendría que demostrar que el cuadro es pertinente a este caso antes de introducirlo.
—Es lo que intento hacer.
—Entonces, hágalo.
—Sin embargo —continuó Mason—, mientras está aquí este testigo, y si el tribunal dictamina que no puedo introducir el cuadro como evidencia, desearía que fuese marcado para su identificación y colocado bajo la custodia del ujier hasta que todo haya quedado aclarado.
—¿Alguna objeción a este procedimiento? —le preguntó el juez a Dexter.
El fiscal pareció inseguro. Al cabo de un momento se puso en pie.
—Su señoría, este testigo se halla en esta sala como respuesta a una citación «duces tecum»; ha traído el cuadro, y éste no huirá.
—Los cuadros no huyen —replicó Mason—, pero pueden ser robados.
—Bueno, ahora está aquí, ¿no? Podrá ser traído también otra vez.
—Si se marca para su identificación y se deja bajo la custodia del tribunal…
—Muy bien —le interrumpió el juez Madison—. El tribunal decide secundarle. Introduzca el cuadro, defensor.
—¿Quiere traer el cuadro, por favor? —le rogó Mason a Goring Gilbert.
El pintor, hosco, hostil, vaciló visiblemente.
—Ese cuadro es mío —refunfuñó—, y no creo que nadie tenga derecho de quitármelo.
—Tráigalo, por favor —repitió Mason.
—Sí, tráigalo y este tribunal cuidará de él —añadió el juez.
Gilbert abandonó el estrado, salió a la antesala y poco después volvió con su cuadro envuelto en papel azul. Cediendo a su furor, lo desenvolvió y lo expuso a la admiración general. El juez Madison miró el cuadro, parpadeó y volvió la mirada hacia Gilbert.
—¿Usted ha pintado esto, joven?
—Sí, su señoría.
—Es un cuadro excelente —alabó el juez Madison.
—Gracias, su señoría.
—Puede volver a ocupar el sillón de los testigos.
Gilbert obedeció.
—¿Este cuadro es el mismo que realizó usted a requerimiento de Collin Max Durant, ya difunto? —le preguntó Mason.
—Un momento, antes de que usted responda a esta pregunta —objetó vivamente Dexter—. Protesto por ser una cuestión incompetente, irrelevante e inmaterial. Este cuadro no tiene nada que ver con este caso.
—Sí, creo que es correcta. Apruebo la objeción.
—Le ruego a su señoría que este cuadro sea marcado para identificación —suplicó Mason.
—Queda ordenado —accedió el juez.
—Y que quede bajo custodia del tribunal.
—¿Por cuánto tiempo? —quiso saber el juez—. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en relacionar este cuadro con el caso, defensor?
—Diría que este cuadro deberá permanecer en custodia hasta mañana, su señoría.
—¿Quiere decir que usted planea pasar toda la tarde con sus interrogatorios? —inquirió el juez.
—Su señoría, intento hacer subir a la acusada al estrado —repuso Mason.
—¡Hacer subir a la acusada al estrado! —repitió el juez, con incredulidad.
—Sí, su señoría.
Dexter saltó del asiento, abrió la boca, miró a Mason, luego al juez y por fin volvió a sentarse lentamente.
—Y a fin de preparar este inesperado desarrollo del caso —prosiguió Mason—, sugiero un aplazamiento hasta las tres y media de la tarde. Puedo asegurarle al tribunal que la decisión de establecer una defensa no fue tomada hasta unos minutos antes de que la acusación diera por concluido su caso. Tengo derecho a presentar mi defensa.
—Exactamente —asintió el juez—, tiene usted derecho a presentarla, y a interrogar a sus testigos. ¿Entonces, señor Mason, debo entender que está por completo decidido a hacer subir a la acusada al estrado?
—Exactamente.
—Muy bien, es su privilegio —concedió el juez—. Aunque sea un procedimiento muy raro en la sesión preliminar de un proceso por asesinato.
—Sí, su señoría.
—Supongo que usted sabrá qué hacer —murmuró el juez—. Muy bien, este tribunal volverá a reunirse a las tres y media. Me gustaría hablar con el señor defensor en mi despacho.
—Sí, su señoría —aceptó Mason.
El juez Madison abandonó la sala y pasó a su despacho. Dexter aprovechó un momento para decirle a Mason:
—¿Qué truquito va a ofrecemos ahora?
—Ninguno en absoluto —replicó Mason—. La acusada tiene ciertamente derecho a que el tribunal conozca su historia.
—Usted quiere decir que la conozcan los periódicos.
—Póngalo como guste.
—Es su fiesta —exclamó Dexter— y su funeral.
Acto seguido, cogió la cartera y se marchó.
Mason pasó al despacho del juez, el cual estaba colgando la toga en el perchero. Luego, se volvió hacia el abogado.
—Mire, Mason… Hace mucho tiempo que le conozco. Es usted un hábil, un buen abogado. Tiene una cliente muy bonita que seguramente obtendrá todas las simpatías del jurado, pero ya conoce de sobra a este tribunal para saber que las lagrimitas y el nylon no producirán ningún efecto en mi criterio.
—Sí, juez.
—Bien. No lo haga.
—¿Que no haga… qué?
—Hacer subir a la acusada al estrado. Usted no es tonto. Se tomará nota de su declaración, el fiscal tratará de despedazarla, y cuando se presente ante el tribunal supremo tendrá dos tantos en contra. Todo lo que diga, cada respuesta que dé, tendrá que ser exacta, sílaba por sílaba, a lo que declare aquí. No le hablaría así, si yo viese que puede servirle de algo, pero ahora quiero repetirle, particularmente, lo que dije en la sala. Llevaré a la acusada al proceso y ninguna disculpa o explicación suya harán que me arrepienta. Fue su pistola la que mató a Durant. Éste murió en el apartamento de Maxine. Ésta huyó inmediatamente después de cometido el crimen. Ni siquiera se detuvo a llevarse sus cosas. Aparte del canario. Les mintió a los agentes respecto a la hora que salió de su apartamento, luego escondió la pistola en una gaveta de la estación de autobuses, le entregó la llave de su apartamento a Della Street y huyó. Bien, tal vez consiga defenderla delante de un jurado. Es usted hábil y ella tiene una buena figura. Pero no se imaginará que a mí me convencerá con sus dramatismos, así que… ¿a qué obstinarse?
—Voy a correr un riesgo calculado —persistió Mason.
—Tan pronto como ordene que la joven sea procesada —continuó el juez—, todos los abogados de la ciudad se llamarán para decirle: «¿Os habéis enterado de la pifia de Perry Mason?».
—Lo sé.
—¡Maldito sea! —rugió el juez—. Yo soy amigo suyo. Estoy intentando que no haga una cosa de la que luego se arrepentirá.
—Voy a correr un riesgo calculado —repitió el abogado.
—De acuerdo, pues córralo —gruñó el juez—. Pero recuerde que las lágrimas y el nylon no significan nada para mí.
—Lo recordaré —le prometió Mason.