Capítulo XIV

El ayudante del fiscal, Thomas Albert Dexter, se puso en pie.

—¡Da comienzo la sesión preliminar en el caso del pueblo del Estado de California contra Maxine Lindsay! ¡El pueblo está dispuesto!

—¡Dispuesta la defensa! —proclamó Mason.

—Muy bien —aprobó el juez Crowley Madison, mirando con curiosidad y simpatía a Maxine—. Llame a sus testigos, señor fiscal.

—¡Teniente Tragg! —gritó Dexter.

El teniente Tragg pasó al sillón de los testigos. Había sido llamado, explicó, por la señorita Della Street, mejor dicho, por alguien que así dijo llamarse, la mañana del día 14. Se había dirigido luego a un apartamento, el número 338-B, alquilado por Maxine Lindsay, la acusada del caso, y allí había hallado a Della Street con un cadáver. Éste había sido luego identificado como Collin Max Durant, un comerciante en arte. El cuerpo estaba tendido parcialmente dentro de la ducha.

—¿Tiene fotografías? —le preguntó Dexter.

Tragg extrajo un puñado. Fueron presentadas como evidencia.

Tragg también exhibió un diagrama del interior del apartamento, que asimismo fue agregado a las pruebas.

—¿Qué había en los bolsillos del difunto cuando encontró el cadáver, teniente Tragg?

—Algunas llaves, incluyendo una que abría la puerta del apartamento de la acusada; un pañuelo, un bolígrafo, una navajita, un paquete de cigarrillos, un encendedor, una agenda, cien billetes de cien dólares y veinticinco más en moneda suelta y cambio, con un total de diez mil veinticinco dólares.

—¿Le hizo alguna declaración la señorita Street?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—Esto no es evidencia —intervino el juez Madison—, sino una repetición de oídas.

—Lo sé —asintió Dexter—, pero puesto que la señorita Della Street es la secretaria de Perry Mason, el abogado de la acusada, pensé preferible introducir el asunto a la atención del tribunal, particularmente si no se opone la defensa.

—¿Es material? —preguntó el juez.

—Completamente.

—¿Importante?

—Así lo considero.

—¿En qué sentido?

—Tiende a contradecir las subsiguientes declaraciones de la acusada.

—Muy bien —decidió el juez—. Si no hay objeción…

—Hay objeción —alegó Mason.

—Bueno —exclamó el juez, irritado—, nos habríamos ahorrado tantos circunloquios si hubiera usted presentado su objeción inmediatamente.

—Es ahora cuando objeto —sonrió Mason.

—Se acepta la objeción —afirmó el juez Madison, añadiendo con cierta brusquedad—: Reconozco su táctica, abogado. Usted quería que el fiscal explicara por qué consideraba importante tal conversación. Bien, ahora ya tiene la información, usted ha formulado su objeción y ésta ha sido aceptada.

—Llamaré ahora al siguiente testigo, señorita Della Street, a fin de que pueda referirnos dicha conversación —decidió Dexter—, y el teniente Tragg podrá retirarse hasta más tarde.

—Esto es algo irregular —opinó el juez—, pero creo que puede pasar. Sin embargo, si el señor Mason desea interrogar al teniente sobre el testimonio que ya ha prestado, antes de abandonar el estrado, le voy a conceder este privilegio.

—Prefiero interrogarle más tarde —observó Perry Mason.

—Muy bien. Que se presente la señorita Della Street al estrado.

Della avanzó, levantó la mano derecha, prestó juramento y se instaló en el sillón de los testigos.

—¿Conocía a la acusada, Maxine Lindsay?

—Sí.

—¿La vio entonces?

—Sí.

—¿Conversó con ella?

—Sí.

—¿Qué hora era?

—Las nueve de la noche, aproximadamente.

—¿Quiénes estaban presentes?

—El señor Mason y yo misma, además de Maxine Lindsay.

—¿Qué dijo ella? ¿Cuál fue la conversación?

—Un momento —intervino el abogado—. ¿Puedo formular una pregunta sobre «voir dire»?

—Ciertamente —concedió el juez Madison.

—En el momento de la conversación, ¿cuál era su ocupación, señorita Street?

—La de secretaria de usted.

—¿Y a qué me dedico yo?

—Es abogado criminalista.

Mason le sonrió al juez Madison.

—Su señoría, me opongo a la pregunta, basándome en que trata de una comunicación privilegiada, una comunicación confidencial hecha a un abogado.

—¡Un momento! —saltó Dexter, furioso—. ¡Aún me queda otra pregunta! Señorita Street, en el momento de aquella conversación, ¿era Maxine Lindsay cliente representada por Perry Mason?

Della Street vaciló.

—Lo ignoro.

—Lo preguntaré de otra manera —insistió Dexter—. ¿Le había dado una paga y señal al señor Mason?

—No.

Dexter sonrió triunfante.

—Vea, su señoría. No se trataba de una conversación entre un abogado y su cliente.

—Me gustaría formular ahora una pregunta —volvió Mason a la carga—. ¿Es ahora mi cliente la señorita Lindsay?

—Evidentemente —exclamó el juez Madison—. No entiendo qué tiene que ver esto con la situación. Usted es ahora su abogado legal.

—Entonces —continuó Mason—, puesto que ha quedado bien entendido que ahora es mi cliente y que yo soy su abogado en este caso, quiero preguntarle una cosa a la señorita Street. ¿Me entregó la señorita Maxine Lindsay alguna paga y señal?

—No —contestó Della Street.

El juez Madison sonrió.

—Perdóneme, defensor. No había apreciado la fuerza de su argumentación.

—Me gustaría formularle otra pregunta, señorita Street —dijo Dexter—. ¿Le comunicó el señor Mason que iba a representar a Maxine Lindsay?

—Sí.

—¿Cuándo se lo dijo?

—El día 14.

—¿Entonces, el día trece no le había dicho que era su cliente?

—No.

El juez Madison se pasó la mano por su cabellera.

—Creo que será preferible una mejor comprensión de los hechos de este caso —dijo—, antes que el tribunal dictamine sobre las objeciones.

—Permítame formular otra pregunta —dijo Mason—. Señorita Street, ¿había alguna relación de amistad, amistad personal, que usted sepa, entre la señorita Lindsay y un servidor?

—Ninguna.

—¿Hubo algo en aquella conversación que indicase que me estaba consultando como amigo y no como abogado?

—No. Le consultó a usted porque ya había estado antes en su despacho.

—¿Lo dijo ella así?

—Sí, se desprendió de sus palabras.

—Renuevo la objeción ante el tribunal —declaró Mason.

—Por el momento, apoyaré la objeción —decidió el juez—. Que sea la evidencia la que apoye el caso. Si las pruebas bastan para acusar a Maxine Lindsay, entonces el señor fiscal podrá retirar estas preguntas, porque no serán ya necesarias. El tribunal opina que esto es justo. Este tribunal sostiene que debe mostrar cierta autoridad en este asunto, pero se siente inclinado a apoyar esta objeción.

—Muy bien —dijo Dexter, contrariado—. Consideraré de nuevo la cuestión. Había previsto que no habría objeción a la repetición por parte del teniente Tragg de lo que Della le contó. Creo que ello forma parte de la «res gestae».

—Lo que ella le dijo respecto al descubrimiento del cadáver puede formar parte de la «res gestae». Pero —prosiguió el juez— lo que le contó respecto a la conversación mantenida el día antes entre la acusada y su abogado, no forma parte de la «res gestae».

—Muy bien, vuelvo a llamar al teniente Tragg —dijo Dexter.

Della Street abandonó el estrado.

—Teniente, ¿en la tarde del catorce tuvo ocasión de ver a Maxine Lindsay, la acusada de este caso?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Redding, California.

—¿Quién estaba con ella?

—El señor Perry Mason.

—¿Le dijo usted algo a la joven en presencia del señor Perry Mason?

—Sí, señor. Le dije que deseaba interrogarla respecto al asesinato de Collin Max Durant.

—¿Le hizo ella alguna declaración entonces?

—No entonces. El señor Perry Mason le aconsejó que no declarase nada.

—¿Regresó usted a Los Ángeles?

—Sí.

—¿Quiénes le acompañaron?

—El señor Perry Mason y Maxine Lindsay, la acusada.

—¿Más adelante, Maxine Lindsay fue interrogada sin la presencia del señor Perry Mason?

—Sí.

—¿Efectuó alguna declaración?

—Al principio se negó a ello. Luego yo le expliqué que no queríamos cometer ninguna injusticia, pero que todas las pruebas la acusaban a ella, que si deseaba explicar lo acontecido, nosotros investigaríamos y si las pruebas concordaban con su relato, quedaría en libertad. Acto seguido le dije que la evidencia de su fuga podía ser aceptada como prueba de culpabilidad en este Estado, pero ella me contestó que no había huido. Añadió que había decidido visitar a su hermana, residente en Eugenia, Oregón. Entonces le pregunté a qué hora se había puesto en marcha y me contestó que había dejado Los Ángeles, aproximadamente, a las nueve cuarenta; que había llegado a Bakersfield poco después de medianoche; que estaba muy escasa de fondos y que había estado buscando por todas partes el motel más barato de todos.

—¿Le contó todo esto la acusada?

—Sí.

—¿Había sido ya advertida de sus derechos constitucionales?

—Sí.

—¿Qué más declaró?

—Que le había enviado un telegrama a su hermana pidiéndole dinero y que lo había recibido por giro telegráfico a Redding.

—Incidentalmente, teniente, ¿habló usted con la hermana?

—Después, sí, hablé con la hermana.

—¿Y verificó ésta…?

—¡Protesto! —terció Mason—. Esta pregunta es tendenciosa. Además, es incompetente, irrelevante y capciosa. La declaración de la hermana no puede en modo alguno presentarse ante este tribunal y…

—Retiro la pregunta —convino el fiscal, ceñudamente—. Intentaba ganar tiempo.

—¡Y yo trato de preservar los derechos constitucionales de mi defendida! —arguyó Mason.

—Bien, ¿le hizo a usted, teniente, la acusada alguna otra declaración?

—Sí. Le sugerí que ella había convenido con Perry Mason encontrarse en Redding y lo negó. Después la interrogué respecto a la hora en que se había encontrado con Perry Mason, y declaró que lo había visto a las nueve y media de la noche del día trece; que entonces había decidido ir a ver a su hermana; que le había entregado a la señorita Della Street una llave de su apartamento. Le pregunté si conocía a fondo a Collin Durant, el muerto, y al principio repuso que apenas le conocía. Más tarde, alteró su relato y admitió que había sido amiga suya, y que desde que se había instalado en Los Ángeles se vieron de cuando en cuando.

—¿Le preguntó usted algo respecto a un hijo? —inquirió Dexter.

—¡Protesto! —tronó Mason—. ¡Objeto a esta pregunta por tendenciosa y sugeridora! ¡Es completamente incompetente, irrelevante e inmaterial!

—Sí, opino que es incompetente —sentenció el juez—, al menos en su forma actual.

—Bien, la formularé de otro modo —se enojó Dexter—. ¿Le preguntó usted si la acusada había tenido un hijo del muerto?

—Entonces, no.

—¿Y más adelante?

—Sí.

—¿Cuál fue la respuesta?

—¡Me opongo a esta serie de preguntas por tendenciosas y sugeridoras!

—Son tendenciosas —admitió el juez—, pero el fiscal está tratando de presentar una declaración como prueba. Voy a oponerme a la protesta. Creo que la pregunta es pertinente porque conduce a una cuestión de motivación.

—¿Qué dijo ella? —insistió Dexter.

—Lo negó.

—¿Negó haber tenido un hijo, o negó que Collin Durant fuese el padre?

—¡Un momento! —volvió a gritar Mason—. Antes de que el teniente responda a esta pregunta, quiero objetar, con el permiso del tribunal, y afirmar que esta pregunta, así formulada, es incompetente. El tribunal ya ha dictaminado que la cuestión de si la acusada tuvo un hijo no tiene nada que ver con los puntos de este caso, a menos que el niño fuese de Collin Durant. Abordando el tema de esta manera, la acusación está tratando de que el público le retire sus simpatías a la acusada, de que los periódicos tengan una buena noticia y…

—No necesita continuar, señor Mason —le interrumpió el juez—. El tribunal ya ha decidido sobre este aspecto. El tribunal desea advertirle al señor fiscal que la pregunta es improcedente. El tribunal solamente permite preguntar si la acusada fue interrogada respecto a si había tenido un hijo con Collin Durant, y la respuesta a esta específica pregunta.

—Lo negó —declaró el teniente.

—Contrainterrogatorio —anunció Dexter.

—Bien, teniente —comenzó Mason, avanzando—, ¿le preguntó usted a la acusada si había tenido un hijo y si el padre de la criatura había sido Thomas Albert Dexter, el fiscal del distrito?

Dexter pegó un salto y exclamó:

—¡Su señoría, esto es… esto es una burla ignominiosa! ¡Es un claro desprecio al tribunal y…!

—¿Por qué? —preguntó Mason—. Usted le hizo al teniente una pregunta tendenciosa: si había mantenido una conversación con la acusada, preguntándole si había tenido un hijo de Collin Durant. Aparentemente no había motivos para tal presunción, lo mismo que no los hay para pensar que sea usted el padre de tal niño. Sólo quiero dejar bien sentado mi punto de vista. —Y agregó, sonriendo—: En caso de que la prensa le conceda a su pregunta grandes titulares, quiero que los concedidos a mí sean aún mayores.

—Proceda con otra pregunta, señor Mason —sonrió el juez Madison—, si tiene alguna que formular.

—¿Dijo usted, teniente, que la acusada tiene una hermana que vive en Eugenia, Oregón?

—Sí, la señora de Homer Hardin Stigler.

—Y que recibió un telegrama de mi defendida, enviándole a continuación los veinticinco dólares pedidos en el mensaje.

—Sí.

—No hay más preguntas.

Dexter se puso de pie.

—Se me había olvidado. ¿Le contó la acusada cómo se puso en contacto con Mason la noche del trece?

—Dijo que había llamado desde una terminal de autobuses, a las siete y cuarto, a la oficina de Paul Drake, preguntando por el señor Mason y si ellos podían localizarle. Añadió que esperaría hasta las ocho y cuarto, que el señor Mason la llamó a tiempo y convinieron en reunirse al cabo de cuarenta y cinco minutos delante del edificio donde vive la señorita Della Street, y que el motivo de este encuentro fue entregarle ella la llave de su apartamento a la secretaria del señor Mason.

—¿Le hizo otras preguntas?

—Sí, pero se negó a contestarlas. Le advertimos que todavía no la acusábamos, que el caso sólo se hallaba en la fase de investigación y que nuestras preguntas sólo tendían a aclarar los detalles.

—¿Desea volver a contrainterrogar al testigo, señor abogado? —preguntó Dexter.

—No hay más preguntas.

—¡Llamo al doctor Phillip C. Foley! —gritó Dexter.

Foley avanzó, prestó juramento y se presentó como forense de la oficina del coroner del condado.

—Me avengo a las calificaciones profesionales del doctor Foley —advirtió Mason—, quedando sujeto al derecho de contrainterrogatorio. Sin embargo, deseo que quede bien entendido que no me avengo a tales calificaciones como tales, sino sólo para una demostración de «prima facie», y que tengo derecho a contrainterrogarle respecto a tales calificaciones.

—Muy bien —opinó el juez—. Empiece a interrogar, señor fiscal.

—Me refiero al cadáver identificado como el de Collin Max Durant, número tres, seis, siete, cuatro W, en los archivos de la oficina del coroner.

—Sí, señor.

—¿Quién llevó a cabo la autopsia de dicho cadáver?

—Yo mismo.

—¿A qué hora?

—Aproximadamente, a las dos de la tarde del día catorce.

—¿Cuándo vio por primera vez el cuerpo?

—A las diez de la mañana. Unos minutos después de las diez. Diría que tres o cuatro minutos más tarde. A lo sumo, a las diez y cinco minutos.

—Según su opinión, doctor, ¿cuánto hacía que había muerto el individuo? Dicho de otro modo: ¿cuándo ocurrió la muerte?

—Yo diría que la muerte había tenido lugar entre las siete y cuarenta minutos y las ocho y veinte, la noche del trece.

—¿Pudo determinar la causa de la muerte?

—Sí. Había tres heridas de bala. Una había sido fatal. Las otras dos casi instantáneamente fatales. La herida que yo creo fue la primera infligida es la que penetró en el espinazo, alojándose en la cuarta vértebra cervical. La otra también casi mortal, penetró en la aorta ascendente. Y la tercera bala se alojó en un pulmón. Las tres fueron disparadas por la espalda.

—¿Recuperó alguna de las balas?

—Las tres.

—¿Qué hizo con ellas?

—Las entregué al departamento de balística para su posible identificación, después de haberlas etiquetado debidamente.

—Contrainterrogatorio.

—El fenómeno del «rigor mortis» es variable, ¿verdad? —inquirió Mason.

—Sí.

—¿Ha habido ocasiones, entre los soldados, que por el calor del combate, las circunstancias excitantes, la alta temperatura y diversas causas, el «rigor mortis» se ha presentado casi instantáneamente?

—Creo que sí. Jamás lo he visto por mí mismo, pero creo que es un hecho aceptado clínicamente.

—¿Existen algunas otras circunstancias bajo las cuales el «rigor mortis» se presente con más lentitud?

—Sí.

—¿Empieza el «rigor» en las mandíbulas, los músculos del cuello y, gradualmente, se extiende por todo el cuerpo?

—Sí.

—¿Y cuando desaparece, también lo hace de la misma forma?

—Sí.

—Bien, la lividez «post-mortem» también es variable, ¿verdad?

—Pues… sí.

—¿Es un fenómeno en el que se combinan las fuerzas de la gravitación, el deterioro de la sangre o la coagulación?

—En cierto modo, sí. Creo que puede definirse así.

—¿La sangre se acumula en los canales inferiores, excepto en los que quedan obturados debido a la presión?

—Sí.

—La pauta es casi uniforme. ¿Sigue una norma general?

—Sí.

—¿Y una vez se ha presentado no se altera hasta que se mueve el cadáver?

—Exacto.

—¿Por tanto, un experto en autopsias podría afirmar, generalmente, gracias a la lividez «post-mortem», a qué hora ocurrió una muerte?

—Sí… sí.

—¿Y el «rigor mortis» también es variable, de forma que sólo de manera general puede afirmarse la hora de la muerte?

—Sí.

—Bien, respecto a la temperatura del cuerpo, doctor, ¿qué puede decirnos?

—Bueno, pierde temperatura de manera uniforme.

—¿Depende, sin embargo, de la temperatura ambiental?

—Sí.

—¿La temperatura del cuerpo en el momento de la muerte?

—En esta clase de muertes siempre presumimos una temperatura normal.

—Pero no es más que una presunción, ¿cierto?

—Pues… sí.

—¿Y la pérdida de temperatura depende también de las ropas?

—Sí, hasta cierto punto.

—¿Conoce usted la temperatura de la habitación donde fue hallado el cadáver por la policía?

—Veintidós grados.

—¿Estuvo allí?

—Sí.

—¿Y qué hizo?

—Empleé el método más moderno para averiguar la hora de la muerte, según Lushbaugh. Este método consiste en la incorporación de un termómetro eléctrico de lectura directa a un termistor en una sonda de plástico. Así conseguí determinar a qué proporción iba perdiendo el cadáver la temperatura.

—Este método le capacita a fijar la hora de la muerte entre un mínimo de treinta y un máximo de cuarenta minutos, ¿verdad?

—En este caso empleé el llamado «termómetro de la muerte». El resultado se mostró de acuerdo con las demás pruebas físicas, por lo que pude fijar con bastante seguridad la hora de la muerte.

—¿Fijó la misma a las siete cuarenta, como mínimo?

—Sí, gracias a este método.

—¿Y, como máximo, a las ocho y veinte?

—Sí.

—¿Pudo la muerte haber tenido lugar a las siete y treinta y nueve?

—Es posible.

—¿Y a las siete y treinta y ocho?

—Tal vez. Le diré una cosa, señor Mason, Yo fijé estos tiempos como los límites extremos «con esta prueba». La hora probable de la muerte se halla en este período, pero siempre en relación con «esta prueba».

—Nada más.

—¡Llamo a Matilda Pender! —voceó Dexter.

Matilda Pender, una atractiva mujer de treinta años, prestó juramento, declaró que era taquillera de la terminal de autobuses y que había visto a Maxine Lindsay la noche del trece, habiéndose fijado particularmente en ella porque parecía deprimida y acongojada.

—¿Durante qué momentos la observó usted? —le preguntó Dexter.

—Aproximadamente, entre las ocho y las ocho y veinte.

—¿Qué hacía?

—Se hallaba de pie al lado de una cabina telefónica.

—¿La había visto antes?

—No, señor.

—Contrainterrogatorio —anunció Dexter.

—¿Pudo la acusada haber estado allí antes sin que usted reparase en ella? —inquirió Mason.

—Me fijé en ella porque estaba nerviosa.

—Exactamente —asintió el abogado—. De no haber estado nerviosa usted no se habría fijado en ella. Dicho de otro modo, sólo su nerviosidad la diferenciaba de los centenares de personas que pasan durante el día por la terminal.

—Bueno, me fijé en ella porque estaba nerviosa.

—Le pregunto si sólo fue ése el motivo de reparar en ella —insistió Perry Mason.

—Ya se lo he dicho: sí.

—Y de no haber estado nerviosa, no se habría fijado en ella.

—Supongo que no… no.

—Pudo estar allí desde las seis, y de no haber dado muestras de nerviosismo, usted no la habría visto.

—De haber estado allí tanto tiempo me habría fijado también en ella.

—¿Desde las seis a las ocho y veinte?

—Sí.

—Bien, incluso en el caso de que estuviera muy nerviosa, usted no se debió fijar en ella inmediatamente, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Por tanto, usted piensa que debía llevar allí ya cierto tiempo, a pesar de todo su nerviosismo, cuando usted se fijó en ella.

—No creo que llegase mucho antes de las ocho.

—Pero debió llegar antes de las ocho —objetó Mason—, porque cuando usted la vio estaba ya junto a la cabina telefónica, y completamente nerviosa. No la vio entrar.

—No.

—¿O sea que entró en la terminal antes de que usted la viese?

—Sí.

—¿Y no sabe cuándo llegó?

—No.

—Entonces, si a las ocho ocurrió algo que la puso nerviosa, sería ésta la causa de que usted notase su presencia.

—Noté su presencia porque se hallaba junto a la cabina telefónica, comportándose de manera nerviosa.

—Exactamente —asintió Mason—. Por tanto, lo que está usted declarando es que a las ocho, esta señorita se puso tan nerviosa que usted se fijó en ella.

—Sí.

—Y naturalmente, su nerviosismo pudo ser debido a una llamada telefónica que ella hiciera, o alguna información que recibió por teléfono.

—No sé a qué pudo deberse. No intento dilucidar la causa de su nerviosismo, sino que declaro simplemente que estaba nerviosa.

—¿Y por este nerviosismo usted reparó en ella?

—Sí.

—Nada más.

—Llamo a Alexander Redfield —gritó Dexter.

—Debo manifestar —se adelantó Mason— que el señor Redfield posee todas las calificaciones de un experto en el campo de la balística e identificación de armas de fuego, y que se halla sujeto a mi derecho de contrainterrogatorio. Sólo hago esta observación para ganar tiempo en el examen directo. Me reservo el derecho de contrainterrogatorio, si lo juzgo conveniente.

—Muy bien, aceptamos esta reserva.

Dexter se volvió hacia el testigo.

—Señor Redfield, ¿recibió tres balas de parte del doctor Foley?

—En efecto.

—¿Y examinó usted dichas balas donde no pudieran ser contaminadas en ninguna forma?

—Sí.

—Y más tarde las comparó con un arma para ver si habían sido disparadas con ella, ¿verdad?

—Sí.

—¿Puede decirnos usted, en términos generales, algo sobre la identificación de las armas de fuego y las balas?

—Cada cañón posee sus propias peculiaridades —explicó Redfield—. Existen, claro está, las características de clase, como los números de la marca, el punto de mira, la dirección, la rotación, la anchura y el espacio. Existen las que denominamos características de clase. Por ejemplo, la compañía de armas de fuego Colt fabrica unos cañones que poseen unas características de clase muy especiales. Y los cañones de los «Smith y Wesson» tienen unas características de clase completamente distintas. Además, hay también las características individuales. Éstas son el resultado de diminutas imperfecciones en un cañón, cuyas huellas causan estrías en las balas disparadas a través del mismo. Con un arma dada y una bala que no haya quedado excesivamente aplastada por el impacto, casi siempre estamos en situación de disparar una bala con dicha arma y compararla con la bala mortal, a fin de poder asegurar que ésta fue disparada con el arma en cuestión.

—¿Y probó usted las balas que le entregaron con un arma de fuego?

—Sí, con un revólver «Hi-Standard», del veintidós, de la conocida marca «Sentinel». Es una marca particular fabricada por la High Standard Mamifacturing Corporation. El número de dicho revólver era el uno, uno, uno, uno, ocho, ocho, cuatro. Poseía un cilindro para nueve cartuchos y un cañón de dos pulgadas y tres octavos.

—¿Cuál era su calibre?

—El veintidós.

—¿Qué más puede decirnos de dicho revólver?

—Que era de nueve cartuchos. Que tres de la recámara ya habían sido disparados. Había tres cápsulas vacías en el cilindro y seis cartuchos completos. El arma estaba registrada a nombre de la acusada.

—¿Y qué puede decirnos respecto a las tres balas del calibre veintidós que le entregó a usted el doctor Foley?

—Que todas habían sido disparadas con dicho revólver.

—Contrainterrogatorio —ofreció el fiscal.

—No hay preguntas —decidió Mason, sonriendo.

—Puesto que ya es mediodía, caballeros —dijo el juez—, este tribunal ordena un descanso hasta la una y media de esta tarde. La acusada quedará bajo custodia.