Capítulo XI

Mason abrió la puerta de su oficina a las ocho y media en punto.

Della Street evidentemente llevaba allí ya algún tiempo. La cafetera eléctrica había aromatizado el despacho.

Al entrar Mason, Della le saludó con una sonrisa, y acto seguido llenó una taza de humeante café.

—¿Paul? —preguntó Mason.

Della Street meneó la cabeza.

—Todavía no ha llegado ni está en su oficina.

Mason consultó su reloj, frunciendo el ceño.

De pronto, sonó a la puerta la llamada especial del detective.

El abogado abrió. Drake entró y mecánicamente le alargó una mano a Della Street, la cual le entregó una taza de humeante líquido.

—¡Caramba, servicio y todo! —se deleitó el detective.

—Sí, Paul —exclamó Mason—. Éste es el día en que tendrás que pensar con claridad. Y vértelas…

—¿Con quién?

—Con la policía —concluyó Mason—. Tenemos que averiguar qué tienen contra Maxine. Hay algo que no sueltan. Tenemos también que descubrir todo lo referente a los billetes de cien dólares de Durant. Cuando necesitaba dinero lo obtenía, y siempre en billetes de cien. Pero sólo empleaba tales billetes para asuntos de importancia. Para sus deudas personales nunca tenía dinero.

—Lo tenía —razonó Drake—, pero no lo sacaba. Lo tenía metido en alguna parte. Cuando se pueden exhibir billetes de cien dólares después del cierre de los bancos es que se hallan guardados en alguna parte.

—¿Diez mil pavos? —se extrañó Mason.

Drake tomó un sorbo del aromático brebaje negro y contestó:

—Poseía un escondite.

—Muy bien, encuéntralo.

—Puedo ayudarte en lo de la policía —anunció el detective tras una pausa.

—Venga, suéltalo.

—Estuve en la oficina. Uno de los agentes tenía un informe. Habló con un periodista. Llevaron a Maxine al tablado. Una mujer la identificó positivamente.

Perry Mason depositó su taza de café sobre la mesa y empezó a medir el suelo a largas zancadas.

Paul Drake sostenía su taza vacía. Della Street volvió a llenársela.

—No van a llevarla delante del gran jurado —declaró el detective—. Presentarán una demanda y la retendrán hasta el juicio preliminar.

—¿Cómo lo has sabido?

—Mis agentes han estado trabajando toda la noche —replicó Drake—. Sólo he podido echar una ojeada a los informes.

Mason cogió su cartera.

—Voy a ver a Maxine —anunció.

—¿Le acompaño? —preguntóle Della Street.

Mason sacudió vigorosamente la cabeza.

—Voy a verla y a descubrir cuándo empieza a mentir. Estando presente otra mujer se mostrará más cautelosa. Necesito mostrarme con ella muy simpático y demostrarle que me trago todos sus embustes.

—Esto ya lo has conseguido —opinó Drake—, o no habrías aceptado su defensa.

—Lo sé. Esto fue ayer. Hoy necesito un poco más de confianza.

—Volverás a dejarte seducir por ello y te tragarás el cebo, el anzuelo y el sedal —le reprochó Drake.

—Ojalá… Si es capaz de engañarme a mí hasta tal punto esta mañana, también podrá engañar al jurado.

—No sea tonto, Paul —le riñó Della Street—. Por esto va a ver a la chica.

—¡Oh, Dios mío! —se quejó Drake—. ¡Ahora soy un tonto!

Sonó el teléfono. Della Street alzó el receptor y dijo ante el micrófono:

—¿Qué pasa, Gertie?

Cogió apresuradamente un bolígrafo, trazó varias notas en taquigrafía y preguntó:

—¿Nada más? —luego colgó.

Se volvió hacia Perry Mason.

—Un telegrama de George Lathan Howell, el experto en arte. Proclama su afecto hacia Maxine y envía un cheque de dos mil dólares como contribución a la campaña.

Drake lanzó un silbido.

—¡Esa chica tiene gancho! —exclamó—. ¿Cuándo podré conocerla, Perry?

El abogado sonrió.

—Siempre que tengas dos mil dólares para contribuir a esta campaña, Paul.