Eran ya más de las once cuando Mason insertó su llave en la puerta de servicio de su despacho particular, abrió y vio las luces encendidas.
—Hola, Della —exclamó—. ¿Qué hace aquí a estas horas de la noche?
—Esperándole —sonrió ella—. ¿Qué tal el viajecito?
—Bueno, supongo que ya lo sabe usted todo. Encontré a Maxine, la policía nos encontró a ambos, yo obtuve el permiso de Rankin para representarla y ahora estoy a su lado.
—¿Por qué decidió representarla, jefe?
—Maldito si lo sé —vociferó Mason—, excepto que creo que esa joven ha dicho la verdad, y que se está sacrificando por alguien a quien ama. Y si se trata de esta clase de persona, opino que tiene derecho a una buena defensa.
—Bien —observó Della Street—, Paul Drake ha estado muy inquieto durante esta última hora. Desea hablar con usted ahora mismo. ¿No pasó por su oficina?
—No —contestó Mason, sonriendo—. Pensé que usted estaría aquí, y preferí verla antes. Llame a Paul y dígale que ya he llegado.
Della Street marcó el numerador del teléfono y al cabo de un momento dijo:
—Hola, Paul… Sí, ya ha llegado… Bien, le esperamos. Ahora viene —anunció Della, después de colgar.
La secretaria se acercó a la puerta del corredor, por lo que tan pronto sonó la llamada especial de Drake, pudo abrirle.
El detective, con el rostro arrugado por la fatiga y bolsas bajo los ojos, dijo:
—Hola, muchachos… Me alegro de que hayas vuelto, Perry. Si no duermo un poco esta noche, creo que me moriré. Pero sé algo que pensé te interesaría.
—¿De qué se trata?
—Durant compraba y vendía cuadros falsos. Conocía a un tipo capaz de reproducir cualquier cuadro que se le pusiera por delante. No es un individuo que posea originalidad, pero sí un diablo haciendo imitaciones.
—¿Cómo lo sabes?
—Conozco al sujeto.
—¿Cómo te pusiste en contacto con él, Paul?
—Es una larga historia —afirmó Drake—. Comencé a averiguar todo lo que pude sobre Durant, y descubrí que hay una tienda en la que Durant había comprado en distintas ocasiones tela en blanco, pinceles, paletas y pintura, y entonces fui allí. Me enteré de que todas las compras había sido enviadas a una dirección, una especie de estudio «beatnik», donde habita un fulano llamado Goring Gilbert, que firmó los albaranes de recibo de material.
—¿Hablaste con Gilbert? —preguntó Mason.
—No, aún no, pero he hecho ciertas averiguaciones a su respecto y sé que es un imitador muy experto, de mucho talento. Varias de sus copias han sido vendidas como originales. Sí, ese individuo puede imitar el estilo de cualquier pintor. Si se le entrega un cuadro, o aunque sólo sea una ampliación en color de una fotografía hecha por el procedimiento del tinte transferido, o un cuadro de calendario, y se le pide que lo imite, copiando el estilo de un famoso artista, puede hacerlo tan bien que incluso los expertos se dejan engañar. Al menos, esto es lo que él proclama. Aparentemente, es un tipo «beatnik», pero con mucha pasta, cosa que la mayoría no tiene. Bueno, se le supone en posesión del dinero suficiente para adquirir lo que guste. Y ahora viene lo más divertido, Perry. Hace dos semanas, Durant pagó la cuenta de la tienda… con billetes de cien dólares. Recuerda que cuando fue hallado su cadáver se le encontraron encima diez mil dólares en billetes de cien, y unos veinticinco en moneda suelta.
—¿Podríamos entrevistarnos con ese Gilbert esta misma noche? —se interesó Mason—. Aunque es muy tarde.
—Seguro —replicó Drake—, seguro que podremos verle esta noche, si lo deseas. Tengo a un hombre siguiéndole los pasos, y esta clase de sujetos suelen ser unos noctámbulos empedernidos.
—Vámonos —ordenó Mason—. Por una vez, nos adelantaremos a la policía.
—¿Y yo? —preguntó Della.
—Váyase a casa y procure dormir.
—Nos vamos de jarana, Della —se rió Drake—, y las mujeres estorban.
—¡Al diablo con usted, Paul! —se burló Della—. Ha despertado mi curiosidad. No pienso quedarme aquí sentada haciendo todo el trabajo y cuando la cosa se pone picante marcharme a casita.
—Esta gente es muy… especial —le recordó Drake—. Las mujeres son artistas y modelos… que posan desnudas sin el menor reparo.
—Huy, ya he visto muchos desnudos —contestó Della Street, añadiendo maliciosamente—: ¿Y usted, Paul Drake?
Mason sonrió.
—Bueno, venga si quiere, Della. Traiga su bloc de notas y su bolígrafo.
—¿Tu coche o el mío? —inquirió el detective.
—El tuyo —decidió Mason—. Necesito descansar, por tanto serás tú quien se inquiete con las señales de tráfico y las multas, si las hay.
—No habrá ninguna —replicó Paul Drake—, soy un chico muy precavido. Hace dos semanas me ocupé de un caso producido por un accidente de automóvil, y por si acaso no lo sabes, me he reformado por completo. Cuando se ve a la gente como yo la vi, caída en la acera y la calzada y con tanta sangre… bueno, uno empieza a reflexionar seriamente.
—Correcto —aprobó Mason—. Yo me curé hace ya tiempo. El editor del periódico Desert News and Telegram de Salt Lake City me citó como conductor contraventor de las ordenanzas. Bien, me alegra verte curado. Desde ahora en adelante serás mi chófer… hasta que vuelvas a las andadas. Vámonos, Della.
Dejaron el despacho de Mason, bajaron al aparcamiento, y a continuación Drake les llevó hasta un edificio de apartamentos, una combinación de estudios y pisos habitables. Evidentemente, la casa debía haber sido un antiguo almacén. El ascensor era enorme y pesado y tardó una eternidad en izar a Perry Mason, Della Street y Paul Drake al tercer piso.
Drake localizó el apartamento de Goring Gilbert y llamó a la puerta. Al no obtener respuesta, la aporreó con los nudillos, se encogió de hombros, se volvió hacia el abogado y exclamó:
—No hay nadie.
—¿Está cerrada la puerta? —preguntó Della Street.
Drake vaciló y luego dijo en voz baja:
—Tengo a un agente por aquí, Perry. Él sabrá dónde está ese tipo. Lo único que necesitamos es…
Se abrió la puerta al otro lado del pasillo. Una mujer de casi cuarenta años, metida en carnes, que solamente llevaba una bata, se plantó en el umbral, con un cigarrillo colgándole del labio inferior.
—¿A quién buscan? —preguntó, recorriendo el grupo con la vista.
—A Goring Gilbert.
—Prueben en el treinta y cuatro. Están de jarana.
—¿Qué dirección? —inquirió Mason.
La mujer señaló con el pulgar.
Mientras el trío se alejaba por el corredor, la mujer continuó en el umbral.
La música procedente de un tocadiscos se filtraba por debajo de la puerta del estudio 34.
Los nudillos de Drake aporrearon aquella nueva puerta.
La hoja se abrió, y apareció una figura juvenil que sólo llevaba un bikini.
—Bueno, pasen.
Calló en mitad de la frase al ver al grupo, y exclamó por encima del hombro:
—Goring, creo que es para tí. Forasteros.
Un joven con una camisa desabrochada, unos téjanos y aparentemente nada más, apareció arrastrando sus descalzos pies y contempló a los recién llegados.
—¿Goring Gilbert? —Mason llevó la voz cantante.
—Sí.
—Quisiéramos hablar con usted.
—¿De qué?
—De negocios.
—¿Qué clase de negocios?
—Un cuadro.
—Un cuadro duplicado —aclaró Drake.
Gilbert gritó hacia atrás:
—¡Os veré luego, amigos!
—Ten cuidado, chico —se oyó decir a una voz.
Gilbert salió al pasillo.
—Tengo el estudio al final del corredor.
—Lo sé —respondió Mason.
Gilbert lo contempló con atención.
—De acuerdo, vengan.
Abrió la marcha, andando a largas zancadas. El balanceo de sus caderas indicaba que andar descalzo no era una novedad para él.
Sacó una llave de su bolsillo, la metió en la cerradura, la hizo girar y dijo:
—Pasen.
La estancia estaba atestada de telas, pinceles, dos o tres caballetes y todo olía a pintura.
—Es un estudio de un verdadero trabajador —proclamó Gilbert.
—Ya lo veo —asintió Mason.
—Bien, ¿qué les reconcome, gatitos?
—¿Conoce a Collin Durant? —le preguntó Drake.
—Le conocía. Este tipo ha muerto y espero que no empleen conmigo ese truquito de decirme: «¿Cómo sabe que ha muerto a menos que usted lo haya apiolado?». No lo maté, me enteré por la radio. Bueno, yo no, mi chica, y ella me lo dijo. ¿Y ahora, qué desean?
—Usted trabajaba para Durant —estableció Drake
—¿Y qué?
—Algunos de los cuadros eran imitaciones que él vendía como originales.
—¡Un momento! —exclamó Gilbert—. ¿Qué quiere decir con imitaciones? A mí me importa un comino lo que un tipo haga con un cuadro una vez yo se lo he vendido, pero ese individuo jamás vendió ningún cuadro mío de esta manera. Siempre le aseguraba al comprador: «Tengo un cuadro que incluso un experto afirmaría que es auténtico», o algo por el estilo. Bien, ¿qué hay de malo en ello? Tan pronto como supe lo del asesinato me figuré que unos tipos como ustedes vendrían a visitarme. Y ya les he dicho todo lo que sé.
—Usted copió cierto cuadro que nos interesa especialmente —observó Mason, después de contemplar atentamente a Goring Gilbert—. Una buena imitación. No digo que fuese una falsificación. Digo que fue una buena copia.
—Así está mejor —opinó Gilbert.
—Era la copia de un Felipe Feteet. Un cuadro representando a tres mujeres a la sombra de un árbol, con sol al fondo…
—Seguro —corroboró Gilbert—, todos los Feteet tienen las mismas características.
—Bien, lo que queremos saber es cuándo realizó esa copia, qué fue de ella y cuánto cobró por la misma.
El semblante de Drake mostró su sorpresa al escuchar el interrogatorio de Mason.
—¿Tiene usted derecho a interrogarme? —quiso saber Gilbert.
—Tengo derecho —le confirmó el abogado.
—¿Credenciales?
—El señor, Paul Drake, es detective privado. Yo soy abogado.
—Un detective privado no es nadie y tampoco tengo por qué declararle nada a un abogado.
—De acuerdo —sonrió Mason—. Ahora puede negarse a ello, pero después tendrá que hacerlo bajo juramento y en el sillón de los testigos.
—¿Así que quiere que hable ahora?
—Quiero que hable ahora.
Goring Gilbert meditó un momento, y luego se dirigió a un rincón donde habían varias telas amontonadas, eligió la de debajo y la sacó.
—¿Contesta esto a su pregunta? —dijo.
Mason y Della Street se quedaron sin habla, impresionados por la refulgencia y la magnificencia de la tela; una tela que parecía un duplicado exacto de la que habían contemplado en el yate de Otto Olney; una tela que poseía fuerza y colorido. La piel de las mujeres era la misma que la del otro cuadro, y casi apetecía acariciarla.
—Sí, de acuerdo —concedió Mason—. ¿Dónde lo copió?
—Aquí, en este mismo estudio.
—¿Lo copió del propio original?
—Mis métodos no les importan en absoluto. Lo copié, nada más. Es una buena obra de arte y me siento orgulloso de ella. Tiene todo lo que tenían los cuadros de Felipe Feteet. Éstas fueron las instrucciones que recibí, y procuré hacer una copia lo más exacta posible al original.
—¿Cómo lo consiguió? —se interesó Della Street.
—Éste es mi secreto —contestó Gilbert. Se volvió hacia Mason—. ¿Y ahora, qué?
—¿Cuándo hizo esta copia?
—Hace un par de semanas, y tardé bastante. No fue fácil.
—¿Trabaja usted con lentitud? —inquirió Mason.
—Espasmódicamente.
—¿Cuánto cobró?
—Esto lo contestaré en el tribunal, si tengo que ir.
—Tendrá que ir —le aseguró Mason—, y si responde ahora, se ahorrará muchos quebraderos de cabeza. Precisamente, deseo saber cuánto le pagó Durant por esta tela. ¿De cuánto era el cheque?
—No hubo cheques —replicó Gilbert—. ¿Durant dijo? ¿Ese tipo? Miren, ya les he dado toda la información que estoy dispuesto a soltar, conque lárguense y déjenme volver a la fiesta de mis amigos.
—¿Querría contestar a una pregunta mía, señor Gilbert? —intervino de pronto Della Street.
El joven se volvió y la estudió con mirada penetrante de pies a cabeza. Su rostro demostró su aprobación.
—Para usted, bebé, sí. Contestaré su pregunta.
—¿Cobró usted por ese cuadro en billetes de cien dólares?
Goring Gilbert titubeó un instante.
—Quisiera que no me hubiese preguntado esto, pero dije que le contestaría y voy a hacerlo. Sí, cobré en billetes de cien dólares, y puesto que usted me gusta le contaré el resto. Cobré más de dos mil dólares, en veintiún billetes de cien, lo cual no tiene nada que ver con lo que están ustedes buscando.
—¿Hace dos semanas? —insistió Mason.
—Aproximadamente. Unos diez días atrás.
—¿Cómo envió el cuadro?
—De ninguna manera. Aquí se quedó.
—¿No contiene ninguna señal a fin de que usted pueda identificarla si se presenta la duda entre la copia y el original?
—Yo podría aclarar dicha duda —afirmó Gilbert—, y nadie más.
—¿Está seguro de que ésta es la copia?
—Es la copia.
—¿Qué pide por ella? —preguntó Mason.
—¿Piensa comprarla?
—Tal vez.
—No me tome el pelo —exclamó Gilbert—. Lo pensaré y se lo comunicaré.
—¿Cuándo?
—Cuando esté decidido.
—Aquí tiene mi tarjeta. Perry Mason, abogado.
—Ya lo sabía —le contestó Gilbert—. Reconocí su cara tan pronto le vi. He visto tantas veces su foto en los diarios… ¿Quién es la chica?
—Della Street, mi secretaria.
Los ojos de Gilbert volvieron a recorrerle el cuerpo.
—¡Preciosa!
—Gracias —contestó Della, sonriente.
—¿A qué se dedica ahora, al negocio o a divertirse?
—Al negocio.
—¿Cuándo quedará libre?
Della Street le estudió atentamente.
—En cualquier momento.
—¿Quiere desprenderse de esos dos pájaros y venir conmigo a la fiesta? Buena gente, sin hipocresías ni gazmoñerías. Allí hablaremos.
—Otra vez, quizá —respondió Della Street—. ¿Tiene derecho a vender ese cuadro?
—¿Cómo puedo saberlo? —se quejó Gilbert—. Si se lo vendo a un abogado, ello puede traerme muchas complicaciones.
—Podría ser importante asegurarse de que no le ocurra nada a esa tela —intervino Mason—. Por tanto, ¿cuánto dinero quiere al contado para poder llevármela conmigo ahora mismo?
—¡Dinero, dinero, dinero! —profirió Gilbert—. ¡Estoy tan harto de oír nombrar sólo el dinero, que me echaría a llorar! ¿Sabe una cosa? ¡Ése es mi problema! Tengo un talento que la gente quiere comprarme por dinero, y yo soy tan canalla que lo acepto. Le diré algo, señor Perry Mason: no quiero dinero. Tengo dinero. Mucho dinero. Puedo pagar la renta de este estudio, comer y divertirme. Todo lo demás, lo consigo de balde. ¿Y sabe algo más? Estaba a punto de regalarle ese cuadro a su secretaria, a fin de que tuviese algo que le recordase mi persona, pero ahora creo que voy a reflexionar un poco. Y aún añadiré algo más. No vuelva aquí a ofrecerme dinero. Estoy asqueado del dinero. Empiezo a aburguesarme. El dinero no deja tranquila a la gente. Solamente ofrece falsos objetivos. Con el dinero no se compra la felicidad. Y lo más triste, es que usted tiene sesos y podría apartarse de la rutina de su existencia, pero carece de valor para ello. Se halla usted encorsetado dentro de los convencionalismos. ¡Al diablo con ellos! Bien, voy a volver a la fiesta y allí podré hablar en el lenguaje que me gusta. Buenas noches. Vamos, salgan, he de cerrar el estudio.
—Deseo asegurarme de que no le ocurra nada a este cuadro —insistió Mason—. Es muy importante.
—Se le ha atascado la aguja, hermano —se burló Gilbert—. Esto ya lo dijo antes. Cambie de disco.
—Sólo quería saber si usted había puesto el tocadiscos en la marcha debida —replicó Mason.
—Bueno, señor Mason, le he escuchado lo mismo una y otra vez, la primera y la segunda. No me haga perder más tiempo ni me ofrezca dinero. Me asquea el dinero. Y usted —volvió la mirada hacia Della Street—, vuelva cuando guste, monada —y de nuevo a Mason y Drake—. Bueno, me vuelvo a la fiesta. Vamos, salgan todos.
Salieron todos al pasillo.
Gilbert cerró la puerta y el pestillo se desplazó a su debido lugar.
—Que se divierta —le deseó Della Street.
—Los dos nos divertiríamos —le contestó el joven, alejándose.
Mientras esperaban el ascensor, escucharon sus pies descalzos arrastrándose sobre el suelo del pasillo.
—He aquí a un joven con mucho talento —observó Mason. Después se volvió hacia su secretaria—. ¿Cómo sabía que Durant pagó esta copia en billetes de cien dólares?
—No lo sabía. Fue un tiro al azar.
—Pues acertó a la primera —rió Mason.
—¿Cree que dispusieron las cosas de forma que sea la copia la que esté ahora colgada en el salón del yate?
—No —opinó el abogado—. No podían hacer el cambio hasta que Olney se hubiese tragado el anzuelo. Necesitaban atrapar a Olney o a Rankin. Una vez Olney hubiese presentado la demanda, y los expertos hubiesen declarado ante el jurado que el cuadro era auténtico, Durant, si podía lograrlo, habría sustituido el cuadro por el duplicado, a fin de que fuese éste el que compareciese ante el tribunal. Los expertos, que habían visto el original, se habrían movido dentro de una falsa seguridad, jurando que se trataba del Feteet original. Entonces, el abogado de Durant los habría contrainterrogado, pidiéndoles que volviesen a examinar la pintura. De pronto, los expertos se habrían mostrado recelosos, buscando señales de identificación inexistentes. O habrían continuado jurando que se trataba del original o se habrían retractado en su opinión. Sea como sea, Durant habría salido airoso de la prueba.
—¿Pero cómo hubiera podido probar que era una copia? —preguntó Drake.
—Debe de existir alguna señal, algo que demuestre que lo es; por ejemplo, demostrando que fue pintado el cuadro varios años después de haber muerto Felipe Feteet.
—Entonces, de seguir con vida, Durant habría tenido completamente atrapado a Olney.
—De haber vivido —repitió Mason con sequedad.
—¿Y ahora?
—Ahora, será mejor que ordenes a tus hombres que sigan trabajando y tú te vayas a la cama. Pareces agotado.
—Lo parezco porque lo estoy. Para que lo sepas, voy a largarme a un baño turco, lo cual me sacará del cuerpo casi toda la fatiga. Después me iré a dormir a algún sitio donde te sea imposible telefonearme. Mañana por la mañana volveré a poner manos a la obra. Esta noche estoy acabado, hecho trizas.
—Mañana —opinó Mason— serás un hombre nuevo.
—Aún falta mucho para mañana —sentenció Paul Drake.
—Mañana te ocuparás de los bancos.
—¿Qué les ocurre a los bancos?
—Son esos sitios —le recordó Mason— donde pueden obtenerse billetes de cien dólares.
—No lo sabía en absoluto —se admiró Drake—. ¿De veras?
—Exactamente. Nadie entra en una tienda y pregunta: «¿Podrían cambiarme un cheque y darme sólo billetes de cien?». Tampoco va nadie a la taquilla de un cine y entrega un billete de mil pidiendo: «Cámbiemelo en billetes de cien, por favor».
Drake parpadeó pensativamente.
—Durant —continuó Mason— no poseía ninguna cuenta bancaria de valor. No podía abonar el alquiler. Compraba productos de pintor y los cargaba en cuenta. Después pagaba en billetes de cien dólares. Esto fue hace sólo dos semanas. A su artista también le pagó con la misma clase de billetes. Y después volvió a quedarse arruinado. Luego quiso que Maxine saliera de la ciudad. No tenía dinero para darle. Se fue. Volvió. Y ya tenía un puñado de billetes de cien.
—¿Te refieres a que tenía una cuenta bancaria bajo otro nombre? —sugirió Drake.
—Los bancos ya estaban cerrados —le recordó Mason.
—Estoy cansado —suspiró el detective—. No consigo fijar mi atención.
—Vete a los baños turcos —le aconsejó Mason—, y mañana lo conseguirás.
El abogado se volvió hacia Della Street.
—La acompañaré a casa, Della, y mañana celebraremos una conferencia en el despacho. A las ocho y media.
—A las nueve y media —dijo Drake.
—A las ocho y media —repitió Mason.
—Nueve.
—Ocho y media.
—De acuerdo, a las ocho y media. ¿Qué significa una hora más o menos de sueño?