Capítulo IX

Eran casi las diez de la noche cuando Perry Mason se sentó delante de Lattimer Rankin en la casa de este último.

Rankin, alto, delgado, parecía sumamente inquieto.

—Quería darle las gracias por consentir con tanta facilidad esta tarde que representase a Maxine Lindsay —dijo Mason.

—Ciertamente, no veo ninguna razón para oponerme a ello —contestó Rankin—, si usted desea defenderla. Para mí ha sido una sorpresa y, naturalmente, todavía me hallo aturdido por la noticia de la muerte de Durant.

—Pues por teléfono me pareció capaz de soportarlo —sonrió Mason.

—Bueno, he reflexionado un poco, Mason, y me siento un poco avergonzado. Supongo que un hombre no debe hablar mal de otra persona que ya no puede defenderse. Sin embargo, ese individuo era un tremendo granuja.

—Necesito averiguar qué sabe usted de él —manifestó Mason.

—No mucho. Empezó comprando y vendiendo cuadros a comisión, y gradualmente se fue afirmando como experto en arte. Puedo decirle algo en su favor: era muy trabajador. Estudiaba y escuchaba, y jamás olvidaba cuanto oía. Poseía una memoria muy notable.

—¿Cómo conseguía sus clientes?

—No creo que tuviera muchos, pero era muy listo. Conseguía un cuadro y parecía saber a quién podía interesarle. Tenía clientes potenciales.

—¿Era bueno en esta fase de su negocio? —quiso saber Perry Mason.

Rankin vaciló unos instantes y después gruñó:

—Sí, muy bueno en esta fase, muy bueno.

—¿Y usted desea que yo represente a Maxine Lindsay?

—¿La acusarán de asesinato?

—Así lo creo.

—¿Qué pruebas tienen?

—No se han confiado a mí —objetó Mason—. No sé qué pruebas poseen, aunque pienso que habrán encontrado el arma del crimen, y pueden demostrar que pertenece a Maxine.

Rankin cruzó las piernas y frunció el ceño.

—Naturalmente —prosiguió el abogado—, si yo la represento, tengo que representarla sólo a ella. Si los intereses generales de usted, por ejemplo, están en conflicto con los de ella en este caso de asesinato, yo me mostraré leal a los de Maxine. Haré absolutamente cuanto sea necesario para conseguir su absolución.

—Ciertamente, esto es lo que quiero —asintió Rankin.

—Por ejemplo —insistió Mason—, si resultase que es usted quien asesinó a Collin M. Durant, yo no vacilaría ni un solo momento. Aportaría todas las pruebas y le señalaría a usted como asesino. Tengo que decirle esto a fin de mostrarme justo con mi cliente.

—Adelante, Mason —le invitó Rankin—. Si logra demostrar que yo asesiné a ese tipo, hágalo.

Rió un momento, volvió a cruzar las piernas y entrelazó sus largos y nudosos dedos.

—Creo que la policía —dijo Mason— ha encontrado una gran cantidad de dinero en poder de Collin Durant. Me gustaría saber, Rankin, si está usted enterado de la procedencia de esa suma.

—No, y me preocupa —confesó Rankin—. Resulta que sé que la tarde del día de su muerte, Durant no poseía un clavo. En realidad, fue a visitar a una amiga mía y le dijo que necesitaba mil dólares inmediatamente, preguntándole si podía prestarle dicha cantidad.

—¿Qué le contestó esa persona? —quiso saber Mason.

—Que no. Le dio a entender con toda claridad que no le prestaría ni un solo níquel.

—¿Sabe cuánto dinero tenía consigo Durant en el momento de su muerte?

—Tengo entendido que unos diez mil dólares, todos en billetes de cien.

—Y, sin embargo, unas horas antes había intentado conseguir un préstamo de una amiga de usted.

—Sí.

—¿A qué hora?

—A las cinco de la tarde.

—Entonces, alrededor de las ocho ya tenía en su poder los diez mil dólares.

—Exacto. Al menos, esto es lo que halló la policía cuando descubrió el cuerpo. Fijaron la hora del fallecimiento a las ocho.

—En cuyo caso —añadió Mason—, Durant buscó ese dinero en alguna parte. Alguien le ayudó, y él elevó la cantidad, ya que en vez de mil consiguió diez mil.

Rankin asintió.

—¿No tiene ninguna idea de la procedencia de ese dinero?

Rankin meneó la cabeza negativamente.

—Pongamos en claro una cosa, Rankin —dijo Mason—. ¿En este caso no hay nada que usted sepa y esté ocultando?

Hubo un largo período de silencio, y al final Rankin volvió a menear la cabeza.

—Nada —declaró.

—Bien. Ahora dígame el nombre de su amiga, la que le negó el préstamo a Durant.

—Prefiero no mencionar su nombre.

—Es importante.

—¿Para quién?

—Para Maxine Lindsay… y para usted.

—¿Por qué para mí?

—Necesito saber hasta qué punto está usted mezclado en esto.

—No estoy mezclado en absoluto.

—Lo estará si no me dice el nombre de esa persona.

Rankin meditó unos instantes.

—Jamás pensé que Durant se atreviese a llamarla para una cosa así —dijo al cabo—. Bien, se trata de Corliss Kenner. Le telefoneó que iba a verle y que necesitaba mil dólares. Y Corliss me llamó a mí y me lo comunicó.

—¿Qué le dijo ella?

—¿Quiere saberlo?

—Sí.

—Que se fuera al infierno.

Mason frunció el ceño y se puso en pie.

—Estoy comprobando todos los ángulos —observó—, y quiero asegurarme de que no existe ningún malentendido entre nosotros.

—No lo hay —afirmó Rankin—. Entiendo su postura y la respeto. Suceda lo que suceda, no ahorre ninguna comprobación. No la ahorre.

—No la ahorraré —le aseguró Mason—. En realidad, no me gustan esta clase de economías.