Eran las tres y media de la tarde cuando el taxi que Perry Mason había alquilado en el aeropuerto de Redding le depositó en la oficina de la Western Union.
Mason, con su mejor sonrisa, dijo en la ventanilla:
—Me llamo Stigler. Tenía que girarle veinticinco dólares a la hermana de mi esposa, Maxine Lindsay, desde Eugenia, sin identificación. Pero ignoro si habrá recibido ya el dinero.
La empleada vaciló un momento y después consultó sus archivos.
—No, señor Stigler, todavía no.
—Gracias. Espero encontrarla, entonces. A lo mejor, necesita más. Muchas gracias. Esperaré fuera. No creo que tarde.
Mason salió a la calle, encontró una cabina telefónica en una estación de servicio desde la que podía seguir observando la central de telégrafos y llamó por conferencia a Paul Drake.
—Hola, Paul. Estoy en Redding. Esa joven todavía no se ha presentado a cobrar el giro. ¿Sabes dónde está ahora?
—No creo que tarde en presentarse —le manifestó el detective—. Mi agente comunicó desde Chico. Se paró allí para comer algo, hizo que le comprobasen los neumáticos y puso gasolina en el auto, pero no llenó el depósito. Evidentemente, ha gastado ya su último centavo.
—Gracias, la esperaré aquí.
—¿Y mis agentes? —quiso saber Paul Drake—. ¿Quieres que continúen después de haber tú establecido contacto?
—Ya te lo comunicaré, pero haz que sigan hasta que yo dé orden en contra. Y, naturalmente, se supone que no me reconocerán.
—¡Hombre, son profesionales! —exclamó Paul Drake—. A lo mejor serás tú quien no logres descubrirles.
Mason cortó la comunicación, salió de la cabina y se acercó al bordillo de la acera. Habrían transcurrido unos veinte minutos cuando Maxine Lindsay, con los ojos ligeramente enrojecidos, la cara ajada y gris por el cansancio, apareció al volante de su coche, buscando un sitio donde aparcar.
Se dirigió a la gasolinera desde la que había telefoneado Mason.
—¿Puedo dejar aquí el coche —le preguntó a un empleado—, mientras voy a la oficina de telégrafos a recoger un giro? Cuando vuelva podrá llenarme el depósito.
—Lo llenaré ahora, señorita, y ya me lo pagará luego —se ofreció el hombre.
—No… no, gracias. Espero cobrar en telégrafos, pero si el giro no hubiese llegado no podría pagarle.
El empleado la contempló con simpatía.
—Deje aquí el coche, señorita. Con toda seguridad, el dinero le estará esperando.
—Así lo espero —Maxine le dirigió una sonrisa y luego, saltando del coche, echó a andar fatigosamente por la acera.
Tan cansada estaba que no reparó en Perry Mason hasta estar a su lado.
—Le pido perdón pero…
Se paró en seco, lanzando un respingo.
—Lamento haberle dado este susto, Maxine —se disculpó Mason—, pero tenemos que hablar.
—Yo… usted… ¿Cómo ha conseguido localizarme?
—Enlazando a tiempo en Sacramento con un avión de la Pacific Airlines. ¿Cansada, Maxine?
—Agotada.
—¿Hambrienta?
—He comido algo en Chico. Ya no podía más. He vivido a base de café. Gasté mi último centavo.
—De acuerdo. En correos le esperan veinticinco dólares. ¿Vamos a recogerlos?
—¿Pero… pero cómo está enterado de todos estos detalles?
—Es mi oficio. Veinticinco dólares que le envía la señora Phoebe Stigler, de Eugenia, Oregón.
—Está bien —dijo Maxine, sarcástica—, puesto que sabe esto, presumo que también estará enterado de lo demás.
Mason sonrió de manera enigmática.
—Recoja el dinero, Maxine, y luego nos sentaremos a tomar una taza de café y charlaremos.
—No tengo tiempo —se excusó la joven—. Debo continuar. La carretera era infernal y estoy destrozada.
—Vamos, recoja el dinero y hablaremos. Tal vez después ya no tendrá tanta prisa.
El abogado penetró en telégrafos, le sonrió a la empleada y empujó a Maxine hacia adelante.
—¿Tiene usted un giro para mí, Maxine Lindsay?
—Sí, señorita Lindsay. ¿Quiere firmar, por favor? ¿Espera dinero?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Veinticinco dólares.
—¿De dónde?
—De Eugenia, Oregón. Los envía la señora Phoebe Stigler.
—Firme aquí, por favor.
Maxine firmó con su nombre, la empleada le entregó dos billetes de diez dólares y uno de cinco y le sonrió a Mason.
Mason cogió a la joven del brazo.
—Vamos, recogeremos el coche y tomaremos una taza de café.
Fueron hacia la estación de servicio, donde Maxine dio instrucciones para su coche, y después se dirigieron a un restaurante. La joven se dejó caer en una silla y colocando los codos sobre la mesa apoyó el mentón en sus manos.
—Ha sido una buena carrera —alabó Mason—. No debe continuar hasta haber dormido.
—Tengo que llegar hasta allí.
—Dos tazas de café —le ordenó Mason a la camarera—, y traiga una cafetera llena. ¿Leche, azúcar? —le preguntó después a Maxine.
—Nada más —rechazó la joven el ofrecimiento—. Ya he engordado demasiado.
La camarera miró a Mason interrogadoramente.
—Café solo para mí —dijo aquél.
La camarera se alejó y poco después regresó con dos tazas de café y dos potes de metal.
—Los usamos para el agua caliente —explicó la muchacha—, pero ahora están llenos de café.
—Excelente —aprobó Mason, entregándole un billete de cinco dólares—. Por favor, pague la cuenta y quédese con el cambio. No deseamos ser molestados.
El semblante de la camarera se iluminó.
—Oh, gracias. Muchas gracias. Si puedo servirles en algo más…
—No, gracias.
—Si quieren algo, levanten una mano. Estaré atenta.
Maxine agitó el café con una cucharilla, se la llevó a los labios, probó el líquido para determinar la temperatura, y se retrepó en el asiento con una actitud desolada.
—Bien, usted quiso que cuidáramos de su canario —empezó a decirle Mason.
La joven alzó la vista.
—Pero —continuó el abogado— no había canario.
La joven había comenzado a llevarse la taza a los labios, mirando a Mason con ojos fatigados. De pronto se puso alerta, deteniendo la taza delante de su boca.
—¿No había… qué?
—No había ningún canario.
—¿Qué está diciendo? ¡Claro que había un canario! Está en su jaula… Siempre ha estado allí mi Dickey.
—No hay ningún canario —repitió Mason.
—Pero… pero no lo entiendo… Tenía que estar allí. Dickey estaba… está allí.
—No había canario, pero sí otra cosa.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué otra cosa?
—Un cadáver en su ducha.
La taza de café vaciló y la joven comenzó a dejarla sobre el platillo.
—El cadáver de Collin Durant, en su ducha, muerto por la espalda de dos o tres balazos.
La taza se escurrió de los nerviosos dedos. El café se derramó sobre la mesa. Hasta que el reguero llegó a su falda y el caliente líquido le hubo empapado el vestido, Maxine no chilló. Mason alzó la mano.
La camarera se acercó al instante.
—Ha habido un accidente —le explicó Mason.
La camarera le dedicó una mirada aguda, inquisitiva. Luego, con una máscara en su semblante, dijo:
—Les traeré una toalla. ¿Quieren trasladarse a otra mesita?
Maxine cruzó el pasillo, se sacudió la falda, cogió una servilleta y procedió a secarse el café. Su cara estaba tan blanca como el yeso de las paredes.
—Siéntese aquí —le indicó Mason.
La camarera apareció con un trapo, secó el café derramado, fue corriendo en busca de otra taza y la dejó sobre la mesita elegida por el abogado.
—Bien, ahora conténgase —le aconsejó Mason a la antigua modelo—. ¿Pretende decirme que el cadáver de Durant no se hallaba en su apartamento cuando le dio usted a Della Street la llave y le dijo que subiera?
—De veras, señor Mason, no… ¿No me está engañando?
—Le estoy diciendo la verdad.
—Esto cambia mucho el asunto —dijo ella, después de una corta reflexión.
—Sí, esto lo cambia todo —asintió Mason—. Y ahora, tal vez acceda a decirme…
—No estará tendiéndome una trampa, ¿eh?
—¿Qué quiere decir?
—Collin Durant…, ¿está muerto de veras?
—Está muerto. Le dispararon por la espalda, dos o tres veces. Su cuerpo cayó hacia la bañera. Se trata tan sólo de una suposición, pero yo diría que estaba buscando algo en el apartamento cuando lo mataron; seguramente entró en el cuarto de baño, separó las cortinas de la ducha y en aquel momento alguien le aplicó a la espalda un revólver de poco calibre y apretó el gatillo varias veces. ¿Tiene esto algún significado para usted?
—No…, no… Y yo no lo hice, si a esto se refiere.
—Bien, supongamos que ahora me habla un poco de Durant —le sugirió Mason.
—Durant era… un demonio.
—Adelante.
—Poseía el par de orejas más agudas del mundo. Lo escuchaba todo y no olvidaba nada. Animaba a hablar a la gente, de sus negocios, de sus asuntos particulares. Era el oyente más atento y simpático del mundo, y recordaba todo cuanto oía. A veces creo que cuando llegaba a su casa lo grababa todo en una cinta magnetofónica. Estudiaba cada retazo de conversación, cada chisme y después lo relacionaba todo, lo juntaba, lo hacía encajar como en un rompecabezas hasta que gradualmente conocía a una persona mejor que ésta a sí misma.
—¿Extorsión? —sugirió Mason.
—No era exactamente extorsión. Trataba de elevarse, trataba de llegar a donde quería, de obtener influencias. No creo que pensara en el dinero, pero… Bueno, no lo sé.
—¿Cuánto hace que le conocía usted?
—Casi tres años.
—¿Y qué tenía contra usted?
La joven contempló a Mason, luego abatió los párpados y empezó a decir algo, pero se arrepintió.
—Vamos, de todos modos lo averiguaré —le alentó Mason—. Dígamelo ahora.
—Sabía… sabía algunas cosas respecto a mí —profirió ella en voz baja.
—Lo suponía —contestó Mason con sequedad.
Ella no continuó, sino que bebió un sorbo de café con aspecto resignado.
—Está bien —suspiró Mason—, probemos por otro ángulo. ¿Quién es Phoebe Stigler?
—Mi hermana.
—¿Casada?
—Oh, sí.
—¿Feliz?
—Mucho.
—¿Cómo se llama su marido?
—Homer Hardin Stigler. Es un buen corredor de fincas de Eugenia.
—¿Qué tenía Durant contra usted? —insistió con interés Mason.
—No puedo decírselo. No quiero decírselo.
—¿Por qué?
—Porque es algo que nunca le diré a nadie.
—Vamos, vamos… —la tranquilizó Mason—, el mundo ha dado ya muchas vueltas desde que una chica tenía que acongojarse por el capítulo negro de su existencia…
—¡Oh, no sea tonto! —gritó ella—. ¡No se trata de nada de eso! Al fin y al cabo, señor Mason, he sido modelo mucho tiempo y he vivido entre artistas, por lo que no me asusto de nada. No soy una gazmoña ni una remilgada.
Mason la contempló suspicazmente y luego probó un tiro al azar.
—Entiendo, no se trata de usted misma, sino de su hermana.
Maxine Lindsay se puso rígida como si la hubiera atravesado una corriente eléctrica.
—¿Qué está diciendo? ¿Cómo lo sabe?
—Yo sé muchas cosas, e intento descubrir muchas más… si puedo.
—¿Cómo las descubre?
—Es mi oficio. Siempre cuesta dinero conseguir una información. ¿Cómo he sabido que usted estaba aquí? ¿Cómo he sabido que usted le telegrafió a su hermana pidiéndole veinticinco dólares? ¿Cómo he sabido que estuvo usted buscando un motel barato, por falta de dinero, anoche en Bakesfield?
—¿Cómo está enterado de todo esto? —le apremió Maxine.
—Mi oficio es descubrir cosas —repitió Mason, enigmático—. Tengo que hacerlo. Si quiere hablarme de su hermana la ayudaré en cuanto pueda. De lo contrario, tendré que descubrirlo por mí mismo, y entonces no me creeré obligado a nada con respecto a usted.
—¡Usted no puede… no debe hacer preguntas en Eugenia! Esto sería…
Se interrumpió con los ojos llenos de pánico.
—Entonces —repitió Mason— será mejor que me lo cuente todo y así sabré qué tengo y qué no tengo que hacer.
Maxine vaciló un instante, volvió a llenar su taza de café, cerró los ojos y dijo:
—No tengo fuerzas para luchar más, señor Mason. No, no pienso decírselo, no puedo, pero Durant me tenía atrapada.
—Y —añadió Mason— Durant era un granuja. Dijo que un cuadro era falso, y usted tenía que propagar la noticia. Entonces, cuando se entablase una querella, usted se escurriría y nadie podría encontrarla ¿Cuántas veces representó esta treta Durant?
—Nunca. Al menos que yo sepa.
—¿El cuadro que vendió Lattimer Rankin era una falsificación?
—No lo sé. Hay algo turbio en todo esto —repuso ella.
—Vamos, dígame qué sucedió.
—Bien —dijo la joven, después de una pausa—, estábamos en la fiesta, y Durant me dijo que el cuadro era falso. Creí volverme loca porque yo sabía que era Rankin quien lo había vendido, y sabía asimismo que era incapaz de engañar a nadie. Tampoco me gustó que Collin Durant hablase de este modo y se lo dije. Entonces, Durant me retó a que fuese a decirle a Rankin lo que él acababa de decir, y por fin me obligó a ir a repetírselo.
—¿Y bien?
—Medité largo rato y finalmente fui a ver al señor Rankin. No intentaba contarle realmente lo que había dicho Collin, pero sí le pregunté si cabía alguna duda respecto a la autenticidad de aquel cuadro. Rankin me contestó que no y quiso saber por qué se lo preguntaba. Cuando al cabo se lo conté todo, se enfureció. Yo me asusté, me acobardé. Sencillamente, no podía permitir que Collin se enfadase conmigo y le repetí mi entrevista con Rankin.
—¿Estaba enfadado? —se interesó Mason.
—No, al contrario, muy complacido. Dijo que yo había hecho exactamente lo que él deseaba. Que debía aferrarme a mi historia. Que si Rankin iba a ver a un abogado y me pedían que firmara una declaración jurada, que contara lo sucedido con pelos y señales, y lo jurase. Deseaba que Rankin fuese a ver a un abogado. Sí, se mostró tremendamente complacido… bueno, al principio.
—Continúe —le rogó Mason.
—Bien, mi entrevista con Rankin precipitó las cosas. La primera noticia que yo tuve fue la petición de que fuera a verle a usted para firmar una declaración jurada.
—¿Y qué ocurrió entonces?
—Su secretaria, Della Street, tal vez no lo recuerde, pero mientras ella estaba preparando la declaración, yo le dije que quería llamar a un amigo mío. Bien, llamé a Collin Durant. Le dije que estaba en su despacho y que su secretaria estaba preparando el documento que yo firmaría.
—¿Qué le contestó Durant?
—Se echó a reír y me contestó que esto era lo que quería, que firmase. Que deseaba que yo fuese testigo en este asunto.
—¿Y qué más?
—Entonces, la demanda se llevó adelante, hubo mucha publicidad en los periódicos y Durant fue a verme para decirme que yo tenía que salir del país.
—¿Esto fue anoche?
—Sí. Desde la semana pasada las cosas se sucedieron a un ritmo endiablado. Sí, fue anoche.
—Esto es importante —dijo Mason—. Muy importante. ¿A qué hora fue él a verla a usted?
—Aproximadamente, a las seis.
—Entonces, debió de ser una hora u hora y media antes de que Durant me viese a mí.
—¿Le vio usted ayer?
—Sí. Me buscó en un restaurante y me contó que usted sólo buscaba publicidad, que trataba de promover un escándalo en beneficio de sus propios intereses, pero que nadie podría minar su reputación.
—¿Y después?
—Nada más. Esto ocurrió a las siete y media.
—Pues no lo entiendo —confesó Maxine—. Él quería que yo se lo contase todo a Rankin.
—Pongamos todo esto bien claro —suplicó Mason—. Él fue a verla a usted ayer y le ordenó que abandonase el país.
—Sí, me ordenó desaparecer. Tenía que salir de Los Ángeles de forma que nadie me encontrase. Añadió que de esta forma mi declaración no serviría de nada, al no aparecer el testigo.
—¿Y usted se puso en camino?
—No, no. Él tenía que volver.
—¿Para qué?
—Para darme dinero.
—¿Para darle dinero?
—Exacto.
—¿Como soborno?
—No, no. Como gastos de viaje. Yo tenía que dar un rodeo y luego bajar hacia Méjico.
—¿Y Durant iba a darle dinero para gastos de viaje?
—Exacto.
—¿Cuándo?
—Bueno, cuando fue a verme a las seis me dijo que volvería al cabo de una hora con el dinero si podía obtenerlo. Si no volvía dentro de una hora, yo tenía que dejar el apartamento, ir a la terminal del autobús y esperarle allí. Él se reuniría conmigo si no le encontraba en casa.
—¿Y no volvió al apartamento?
—No.
—¿Entonces qué hizo usted?
—Le esperé una hora larga y después me dirigí a la terminal, tal como él me había indicado. Yo estaba atemorizada. No tenía bastante dinero para el viaje, pero Collin me había ordenado que me marchase… y tenía que obedecerle.
—¿Le dijo que usted debía irse adonde yo no pudiese encontrarla?
—Sí. Añadió que usted trataría de hacer valer mi declaración, cosa que a él no le interesaba.
—¿Y a pesar de esto usted me llamó?
—Sí.
—No lo entiendo.
—¿No? Yo podía llamarle desde mi apartamento o desde otro lugar sospechoso para él. Pero usted se había portado tan bien conmigo… No me gustaba la idea de defraudarle. Por tanto, me fui a la terminal. Allí tenía que esperar a Durant hasta las ocho.
—¿Y decidió arriesgarse a llamarme?
—Sí. Quise que usted supiese que yo me marchaba… Le debía esta cortesía. Recordé lo que me dijo respecto a ponerme en contacto con la agencia de detectives Drake, y esto fue lo que hice. Sabía que usted no me traicionaría y que Durant jamás sabría que yo le había llamado a usted. Bien, al dar las ocho y no presentarse Durant en la terminal como me había prometido, me desesperé. Entonces fue cuando usted me llamó. Quedamos citados. Por aquel entonces yo ya estaba segura de que Durant no iría a buscarme ni me daría dinero. Bien, decidí verle a usted y luego ir a casa de mi hermana. Sabía que Durant podría localizarme allí si quería… y darme el dinero para dirigirme a Méjico.
—Maxine, yo no soy su abogado —dijo Mason—, pero me veo obligado a comunicarle una cosa.
—¿Qué?
—La policía considerará todo el asunto de manera muy diferente que usted.
—Sí, lo supongo —respondió ella débilmente.
—Un momento, preste atención —le rogó Mason—. La policía pensará que Durant tenía algo contra usted y que quería que usted hiciese algo que no deseaba hacer.
—Bien, estarán en lo cierto, señor Mason. Lo admito.
—Y —prosiguió el abogado— que Durant le dijo a usted que volvería a su apartamento con dinero, no a las seis y media ni a las siete y media, sino a las ocho. Que, efectivamente, se presentó a esa hora. Que tuvieron una disputa. Que él le ordenó a usted lo que debía hacer, y que usted se negó. Que Durant era un canalla que la tenía bajo su poder y que se le ocurrió la idea de que quizás usted tuviera un detective escondido en el apartamento, de forma que decidió asegurarse antes de comprometerse efectuando ciertas declaraciones. Entró en la cocinita y después en el cuarto de baño, donde apartó las cortinas de plástico para ver si había allí alguien oculto, y que mientras estaba de espaldas, usted sacó una pistola del bolso y disparó. Acto seguido, usted trató de comunicarse conmigo, inventó una historia sentimental respecto al canario y le entregó a Della Street la llave de su apartamento con la idea de que fuese ella quien encontrase el cadáver; que todo esto lo hizo con el sencillo objeto de ganar tiempo, de manera que cuando Della Street fuese a la policía y contase su descubrimiento del cadáver, usted tendría forjado un buen cuento con toda clase de coartadas.
—¡Pero, señor Mason, yo no le maté! ¡Yo…!
—Le estoy refiriendo lo que pensará la policía —la tranquilizó Mason— y la presunción sobre la que trabajarán.
—No podrán demostrar nada de esto, porque no es cierto. Yo no le maté.
—¿Puede usted probarlo?
Ella le miró con aprensión.
—Al fin y al cabo —prosiguió Mason—, a Durant lo mataron en su apartamento, y aunque no hayan hallado todavía el arma asesina, cabe la posibilidad de que…
El abogado se interrumpió al contemplar la expresión de la joven.
—Entiendo —dijo.
—La pistola que le mató. ¿De qué calibre era?
—Aparentemente, de pequeño calibre —contestó Mason.
—Yo… yo…
—Adelante.
—Tengo un revólver así en mi apartamento. Lo guardaba en un cajón del armario con el único objeto de protegerme.
La sonrisa de Mason fue escéptica.
—¡Tiene que creerme, señor Mason, tiene que creerme!
—¡Me gustaría poder hacerlo! —murmuró el abogado—. Usted me causó una buena impresión. Pero, al fin y al cabo, Maxine, éste es su primer intento de pergeñar un buen cuento, y recuerde que yo he oído centenares ya.
—¡Pero no le he contado ningún cuento, sino la pura verdad!
—Lo sé, Maxine —concedió Mason—. Adelante, y cuente su versión de los hechos. Yo sólo he querido advertirle que la policía fabricará un caso contra usted.
—¿Pero qué puedo hacer?
—No lo sé —reconoció Mason—, pero recuerde esto, Maxine. Yo no soy su abogado. Le sugiero que desde aquí se vaya directamente a ver al mejor abogado de Redding, que emplee sus veinticinco dólares como anticipo, y que le cuente que, según sus noticias, ha sido hallado un hombre muerto en su apartamento de Los Ángeles. Pídale que se ponga en contacto con la policía y averigüe si quieren interrogarla a usted.
—Collin Durant estuvo jugando con las cartas muy bien escondidas —aseguró la joven—. Me dijo que el cuadro de Otto Olney era una imitación, sólo para que se lo transmitiese a Rankin. Y cuando lo hube hecho me dijo que era exactamente lo que él estaba deseando.
—¿No le dijo por qué quería que usted se lo revelase a Rankin?
—Sí, quería perjudicarle.
—¿Y deseaba que Rankin le demandase?
—No, exactamente. Sólo que quería perjudicarle.
—¿Y a Olney?
—Sólo a Rankin.
—¿Tenía Durant una llave de su apartamento?
—No. Bueno, hasta anoche. Me la pidió.
—¿Anoche?
—Sí. Yo tenía dos. Una se la di a él y la otra a la señorita Street.
—¿Por qué quería Durant una llave si usted iba a marcharse?
—Dijo que registraría el apartamento para asegurarse de que yo no había dejado ninguna nota o algo por el estilo. Añadió que yo no debía llevarme equipaje. Tenía que marcharme… como por casualidad. Pareció particularmente temeroso de que alguien pudiera verme llevando una maleta. Pensaba que los detectives podían estar vigilándome.
Mason meneó la cabeza.
—No sirve esto, Maxine. Esta historia no se sostendrá ni un solo instante. Voy a ver a un abogado de aquí. Después llame a su hermana y averigüe si ella y su cuñado querrán apoyarla…
Mason se interrumpió al observar la expresión retratada en el semblante de Maxine.
—¿Qué le pasa?
—¡Oh, Dios mío…! —suspiró ella—. ¡No puedo…! ¡No, no puedo!
—¿No puede… qué?
—No puedo arrastrarlos a esto.
—¿Arrastrarlos? —repitió Mason—. Teniendo en cuenta que son parientes suyos y que usted iba a visitarlos, ya están metidos en el caso.
—Yo… yo no iba a visitarlos. Sólo planeaba explicarles lo ocurrido y pedirles algún dinero que me permitiera llegar al Canadá, o algún sitio donde nadie pudiera encontrarme. Intentaba decirles que me mantendría en contacto con ellos y que si Durant deseaba hallarme, le dijesen dónde estaba yo. No quería acarrearles ninguna complicación. Yo no…
—¡No mienta! Al menos, no de manera tan descarada —la atajó Mason—. Usted viajaba por la costa a fin de reunirse con ellos. Le envió un telegrama a su hermana pidiéndole dinero. Sólo la cantidad justa que necesitaba para comer y adquirir gasolina hasta llegar allí.
Maxine se deslizó en el asiento hasta poder recostarse en la pared y cerró los ojos.
—Me rindo —dijo—. No logro convencerle a usted… y le estoy diciendo la verdad… ¡Me siento tan agotada!
—¿Quiere hacer una confesión? —le propuso el abogado—. Y recuerde, Maxine, que no soy su abogado. Cuanto me diga no será confidencial.
—Señor Mason, tiene que ayudarme.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Tengo otros intereses.
—¿Quiere decir con Rankin?
—Sí.
—Rankin no tiene nada que ver en esto —alegó la joven, sacudiendo la cabeza.
—No puedo ayudarla a usted —insistió Mason—, al menos no sin el permiso de Rankin.
Maxine mantenía los ojos cerrados y seguía apoyada en la pared.
—Me rindo, señor Mason —dijo otra vez—. Le diré lo que Durant sabía de mí. Mejor dicho, de mi hermana. Ésta se casó con Homer Stigler. Hace ya varios años. Él se marchó del ejército. Mientras estaba fuera, mi hermana conoció a un joven muy bien parecido con el que tuvo ciertas relaciones. Homer había estado flirteando en el extranjero y mi hermana se había enterado. Como resultado de ello, pensó que su matrimonio había fracasado. Pero no se lo escribió para no minar su moral combativa, pensando que tiempo habría de preparar el divorcio cuando él regresara. Bien, Phoebe, poco después, descubrió que estaba encinta, pero antes de que el niño naciese recibió una carta de Homer en la que éste le confesaba toda la verdad respecto a sus amoríos, alegando que no habían sido más que simples pasatiempos, debido al ansia natural de compañía femenina, le suplicaba perdón y añadía que regresaría al cabo de seis meses y que todo volvería a comenzar de nuevo, ya que ella era en realidad la única mujer a la que amaba. Por aquel entonces, Phoebe ya había descubierto la verdadera índole de su amante, ya que tan pronto como se enteró de su paternidad, la dejó plantada como quien arroja un saco vacío. Phoebe pretendía salvar su matrimonio si podía… Bueno, yo fui la víctima.
—¿Cómo?
—Le escribió a su marido que yo había tenido un romance amoroso, que iba a tener una criatura y que me había invitado a pasar una temporada con ella. Que cuando llegase el momento oportuno, ambas iríamos a California y después pondríamos al niño en situación de ser adoptado.
—¿Y qué sucedió? —preguntó vivamente interesado Mason.
—Fuimos a California. Phoebe tuvo el bebé pero usó mi nombre, y llevamos al niño a uno de esos orfanatos, tras lo cual Phoebe regresó a Oregón. Homer volvió a casa y ambos fueron muy felices. Naturalmente, más adelante, Homer sugirió que fuese adoptado mi hijo por ellos. Bien, ésta es la situación; Homer y Phoebe adoptaron al niño, yo firmé todos los documentos, y Homer piensa que yo soy la hermana descarriada que tuvo un hijo ilegítimo… Y ellos son muy felices, sí, muy felices.
—¿Qué habría sucedido si Phoebe le hubiese contado toda la verdad?
—No lo sé. Homer es muy especial. Es intenso, posesivo, celoso… Bueno, como todos los hombres.
—¿Qué sucedería si ahora se lo confesase?
—La mataría y se suicidaría. Lo destruiría todo. Es muy temperamental y… ¡Oh, Dios mío! ¡No quiero ni pensarlo!
—¿Cómo lo descubrió Durant?
—Lo ignoro —confesó la joven—, pero lo averiguó, esto es seguro. Estaba enterado de este secreto y me lo dijo. Hubo veces en que lo habría matado y…
—Un momento —la interrumpió Mason—. Vigile sus… Oh, oh…
Maxine levantó la vista rápidamente.
—¿Qué pasa?
—Permítame presentarle a dos caballeros que se hallan detrás de usted —dijo Mason, cambiando de tono—. Uno de ellos es el teniente Arthur Tragg, de la brigada de Homicidios de Los Ángeles, y presumo que el otro es un miembro de la Policía de Redding.
—Sargento Colé Arlington, de la oficina del sheriff del condado de Shasta —anunció el teniente Tragg, amablemente—. Bien, ¿qué le estaba usted contando al señor Mason, señorita Lindsay? ¿Algo respecto a quien usted habría podido matar? ¿Se refería por casualidad al señor Collin M. Durant?
—Un momento, Maxine —intervino Mason—. Voy a telefonear a Lattimer Rankin y obtener su permiso para representarla a usted. No sé por qué, pero pienso que su historia es verdadera.
—¡Estupendo! —aprobó Tragg—. Sí, opino que esta joven necesitará un buen abogado. Nos gustaría formularle algunas preguntas.
—Bien —continuó Mason—, voy a ordenarle a usted que no conteste a ninguna pregunta, que no le diga nada a la policía, hasta que yo haya tenido tiempo de efectuar algunas comprobaciones. Después, seré yo quien declarará su historia a la policía. —Mason se volvió hacia Tragg y añadió—: Y le diré, teniente, que la señorita Lindsay iba ahora mismo a visitar a un abogado de esta ciudad para que llamase a Los Ángeles, diciendo que ella acababa de enterarse de lo del cadáver en su apartamento, y que estaba ansiosa de ser interrogada.
—¡Oh, muy amable por su parte! —exclamó Tragg—. Y puesto que tan ansiosa está de ser interrogada, tal vez ahora no le importe acompañamos a la central para efectuar una declaración.
—Sí, estaba ansiosa de ser interrogada —repitió Mason—, pero en vista de lo que me ha contado, ahora ya no hará ninguna declaración. Seré yo quien la haga, una vez haya efectuado ciertas averiguaciones.
—¿Cree que es culpable? —quiso saber el teniente.
—No creo que sea culpable en absoluto —replicó Mason—. De lo contrario, no la representaría. Tengo el presentimiento de que es inocente y de que hay otras personas mezcladas en este caso, cuya felicidad se apoya en que la información que ella dé a la policía se ciña enteramente el asunto de lo que le ha ocurrido a Collin Durant.
—Bien, si usted apoya esta actitud —repuso Tragg—, sólo podemos hacer una cosa, y es acusarla de asesinato en primer grado.
—En cuyo caso —objetó Mason—, exigiremos que sea llevada al instante delante del magistrado más cercano. Y ahora, si traen ustedes un mandamiento y quieren exhibirlo…
—No tenemos mandamiento —negó Tragg—. Sólo queremos interrogarla.
—Adelante, pregunten —ofreció Mason cordialmente.
—De nada servirá si ella se niega a responder.
—Yo contestaré.
—No queremos sus respuestas, Mason, sino las de ella.
—Entonces, arréstela y nos enfrentaremos con el magistrado más próximo y accesible, como ordena la ley. Concédame sólo un minuto. Consultaré con algún buen abogado de esta ciudad que conocerá las reglas y me ayudará en todo.
—¡Un momento, un momento! —pidió Tragg—. Se está usted excediendo, Mason. No queremos mostrarnos intransigentes.
—¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Fletó un avión?
—Un avión que siempre está disponible para la policía en acto de servicio —manifestó el teniente.
—¿Qué clase de aparato?
—Un bimotor de cinco plazas.
—De acuerdo —asintió Mason—. Le hago una proposición. Accederemos a volver a Los Ángeles en este avión. En pleno vuelo yo haré ciertas declaraciones respecto a los aspectos que conozco del caso en el que se halla usted legítimamente interesado. Al llegar a Los Ángeles, obre como le plazca. Puede llevar a esta joven ante un gran jurado o hacer lo que quiera, pero ella no dirá ni una palabra. Seré yo quien lo haga.
—¿Y qué hará ella? —preguntó Tragg.
Mason sonrió con sequedad.
—Durante el vuelo, esta pobre criatura dormirá.
Tragg se mordió los labios.
—¿Va usted a telefonear a Rankin y obtener el permiso para representarla?
—Exacto —asintió Mason—. Quiero asegurarme de que no existe un conflicto de intereses.
—Está bien —accedió Tragg—. Yo llamaré a Hamilton Burger, el fiscal de Los Ángeles, y veré cómo reacciona ante la proposición de usted. No creo que desee efectuar un arresto tan pronto; bueno, no creo que quiera acusar a esta joven de asesinato todavía y también estoy completamente seguro de que aún desea menos que sea llevada delante de un magistrado de Redding.
—Estupendo —aprobó Mason—. Firmemos una tregua. Dejaremos a esta joven con Colé Arlington, siempre que el sargento se comprometa a no interrogarla, y usted y yo efectuaremos nuestras respectivas llamadas.
—De acuerdo —sentenció Tragg.
Ambos se dirigieron a la cabina telefónica. Mason llamó a Rankin a Los Ángeles.
—Rankin —le dijo—, yo he estado representándole a usted respecto al caso del cuadro de Otto Olney. Durant ha sido asesinado. Creo que Maxine Lindsay va a ser acusada del crimen y me gustaría representarla si usted cree que no se producirá ningún conflicto de intereses con usted. Y le advierto que si la defiendo, lucharé por ella con uñas y dientes.
—De acuerdo, luche por ella —le animó Rankin—. Es una buena chica. ¿Y dice que Durant ha sido asesinado?
—Exacto.
—Espero que descubran quién lo hizo para poder concederle una medalla. El…
—¡Cállese! —le gritó Mason—. Alguien puede preguntarle a usted, cuando declare, lo que dijo al enterarse de que Durant había sido asesinado.
—Oh, en tal caso —replicó Rankin—, diré que lo sentí mucho, que su muerte fue un acto indigno y que deseo que atrapen al criminal. Sin embargo, si sabe usted leer en mi cerebro, señor Mason, tiene la libertad para hacerlo. Y, por favor, defienda a Maxine.
Mason colgó, abrió la puerta de la cabina, le sonrió a Tragg y le espetó:
—Efectúe su llamada, teniente. Nos reuniremos en la mesa del restaurante. Yo voy a vigilar al sargento para que no se le ocurra comenzar a disparar preguntas.