Capítulo VII

Mason salió del ascensor a la mañana siguiente, se detuvo en la oficina de Paul Drake y le dijo a la telefonista de la centralita:

—¿Está Paul?

—Está al teléfono —le contestó ella.

—Voy a entrar. ¿Hay alguien con él?

—Nadie. No hace más que telefonear a diestro y siniestro.

—Temo que yo soy el responsable de tanto jaleo —confesó el abogado—. Iré a echarle una mano.

Perry Mason recorrió el pasillo hasta llegar al despacho de Paul Drake.

Abrió la puerta.

Drake estaba aullando por teléfono.

—Bien, Bill, sigue con esto. Consigue todo lo que puedas. Si necesitas un relevo… Entiendo… Sí, parece algo ingenuo… Bueno, si está preocupada, todo va bien.

Drake dejó el receptor sobre la horquilla.

—Hola, Perry —cogió un cigarrillo—. Llevo de pie toda la noche.

—Encantado de saberlo —rió Mason—. No te gustaría cobrar tu dinero sin hacer algo por ganarlo, ¿verdad?

—Pues esta vez tendré que cobrar un buen pellizco. Espero que tu cliente tenga las ruedas bien untadas.

—El cliente al que te refieres, por el momento, es Perry Mason.

—¡Tú! —exclamó Drake, con la cerilla a medio camino—. ¡Tú!

—Exacto. Quiero asegurarme de no haber sido estafado. ¿Qué sabes de Maxine?

—Maxine —repuso Drake— ha dejado un rastro muy claro. Tengo a cuatro chicos a su cola.

—Ya vi que era toda una pandilla —rió Mason.

—¿Te diste cuenta?

—Bueno, yo lo sabía. Pero tengo la sensación de que Maxine estaba demasiado preocupada por otros motivos para prestar atención a cuanto la rodeaba.

—Bien, tu sensación es exacta, a menos que la chica sea una actriz consumada —afirmó Drake—. Se dirigió hacia el norte, sin que al parecer le importase nada, excepto llegar allí. Primero condujo hasta una cafetería abierta toda la noche, aparcó, compró unos pasteles, un cepillo, un peine, pasta de dientes y un par de pijamas. Después se detuvo en una estación de gasolina y llenó el depósito hasta arriba. Se dirigió hacia Bakersfield, fue a un motel y durmió seis horas, transcurrido dicho plazo volvió a ponerse en marcha, y en este momento se halla en Merced.

—¿Se ha parado allí? —quiso saber Mason.

—Sí, para desayunarse, volver a llenar el depósito de gasolina y disponerse a reemprender la marcha.

—¿Cuántos hombres la siguen? —preguntó Mason.

—Por el momento, sólo dos, porque son los que se necesitan. Les dije a los otros que regresasen. Uno va delante de ella, y el otro detrás. De cuando en cuando cambian de posición, de manera que Maxine no debe saber que la siguen, aunque con franqueza no creo que piense en nada.

—¿Qué has averiguado respecto a su pasado?

—Trabajó como modelo en Nueva York, vino a Hollywood creyendo que todas las puertas se le abrirían de par en par, volvió a posar como modelo, engordó ligeramente, se dedicó a la técnica de los retratos y esto parece ser todo.

—¿Amigos?

—No he podido descubrir interés por ninguno en particular. Parece haber estado solamente enamorada de su trabajo. Es ambiciosa.

—¿Qué más?

—Un comerciante en arte llamado Lattimer Rankin —prosiguió Drake tras una pausa— le ha proporcionado trabajo y parece tener cierto interés en ella. Maxine conoce a unas cuantas modelos, unos cuantos artistas, es apreciada por ellos… y nada más. Sigo buscando. Probablemente habrá tenido algunos romances.

—¿Y Durant?

—Durant es un farsante —afirmó Paul Drake—. Se libró del ejército alegando una dolencia. Se dedicó a la crítica de arte, luego se convirtió en traficante de cuadros y comenzó a dar conferencias; habla mucho, sabe muy poco, posee grandes recursos, le gusta conducir coches veloces que compra de segunda o tercera mano, y le recogieron un par cuyos plazos no pudo abonar. Debe dos meses de alquiler de su apartamento y no creo que haya estado allí esta noche. Si acaso, se ha quedado dormido hasta muy tarde. Tengo a un hombre trabajando a Durant, y supone que éste está fuera. Su coche no se halla en el garaje del edificio. El…

Sonó el teléfono. Drake se quitó el cigarrillo de entre los labios y alzó el receptor.

—Drake al habla.

El detective escuchó un momento.

—Bien, es tal como me lo imaginaba. Continúa ahí hasta que te dé instrucciones en contra.

Drake colgó.

—Es el agente que se halla delante del edificio de apartamentos. Durant no estuvo allí anoche. En su cama no ha dormido nadie.

—Un tipo así debe de haber estado casado al menos una vez —sugirió Mason.

—Dos, que sepamos —le corrigió el detective—. Una vez, con una joven antes de ingresar en el ejército. Ya roto el matrimonio, a ella le quedó un niño de cuatro meses. Ahora trabaja para mantenerlo. Al ser dado de baja del ejército, por enfermedad, Durant se casó con la hija de una familia acaudalada, pero creo que sin contar con la aprobación del viejo. Éste puso detectives al trabajo, se enteró de cuanto deseaba, esperó hasta que su hija se desilusionó y entonces se deshicieron de Durant sin tener que darle un solo centavo.

—¿Cuánto hace de esto?

—Cuatro años.

—¿Qué ha estado haciendo desde entonces? Me refiero a su vida amorosa.

—Pescando —repuso Drake—. Conoce a diversas modelos que posan para desnudos, artistas jóvenes que desean sobresalir… Bien, ya conoces la fórmula. Todavía no he podido ahondar demasiado. Y he gastado ya mucho. Claro que supongo que Otto Olney será quien pague, al final de todo.

—No escatimes gastos —le animó Mason—. Quiero resultados. Los necesito. ¿Posees una descripción del coche de Durant?

—Seguro —asintió el detective. Cogió una tarjeta y se la entregó a Mason—. Aquí tienes la marca, el modelo, el número de matrícula, el color…, todo.

Mason contempló la tarjeta pensativamente.

—¿Y en el pasado de Maxine? ¿No hay ningún motivo que la obligue a dirigirse hacia el norte?

—Todavía no sabemos exactamente a dónde se dirige —razonó Drake—. Podría ser Sacramento, Eugenia, Portland, Seattle o Canadá. Dale tiempo. Una cosa es segura: se dispone a realizar un largo viaje, tiene poco dinero, y trata de llegar adonde sea lo antes posible.

—¿Cómo sabes que tiene poco dinero?

—Por ejemplo, por lo del motel. Tardó media hora en encontrar el que le convenía. Bebe café y come poco. Empezó con gasolina de primera calidad; después ha continuado con una mezcla, y ahora ya lleva la más inferior.

—¿Sin tarjeta de crédito?

—Sin tarjeta de crédito. Paga al contado.

—Bueno, sigue con ella, Paul —suspiró Mason—. Ya volveré.

Mason dejó al detective, recorrió el corredor, luego abrió la puerta de su propia oficina y le dijo a Della:

—¿Qué tal?

—Todo bien —contestó Della Street.

—¿Ha dormido bien?

—Maravillosamente.

—¿Ha cogido un taxi?

—No, jefe —sonrió la joven—. Sabía que iría a su cargo y no quise abrumarle. Cogí un autobús, transbordé, cogí otro y he llegado puntualmente.

Mason frunció el ceño.

Debió tomar un taxi.

—Le he ahorrado cuatro dólares con noventa centavos, sin citar la propina —replicó ella.

Mason reflexionó unos instantes.

—Este espíritu de lealtad es el que me hace sentirme…

—¿Sí? —le animó ella.

—Un poco humillado —confesó Mason—. Creo que me lo merezco.

—¿Qué sabe de Drake? —preguntó ella repentinamente—. Le dije que seguramente entraría usted a verle antes de venir aquí.

—Le vi —afirmó Mason—. Durant ha desaparecido.

—¿Y Maxine?

—Se dirige al norte. Y lleva muy poco dinero encima.

Sonó el teléfono.

—Es Paul, Perry —anunció Della Street.

Mason cogió el receptor de su propia mesa.

—¿Qué hay, Paul?

—Algo más respecto a tu amiguita Maxine Lindsay.

—¿Qué es?

—Telegrafió a la señora Phoebe Stigler, de Eugenia, Oregón, para que le envíe veinticinco dólares a la Western Union, Redding, sin identificación.

—¿Cómo lo sabes?

—Telegrafió desde Merced —repuso Drake—. Mi agente le dijo a la chica del mostrador que había perdido el telegrama que le acababan de entregar y empezó a buscar entre el archivo. Por fin pudo echarle una ojeada al telegrama firmado por Maxine.

—Bien, Paul —aprobó Mason—. Trabaja a esa tal señora Phoebe Stigler, de Eugenia. Averigua cuanto puedas sobre ella.

Sonó el teléfono. Della Street alzó su receptor.

—¿Sí, Gertie? ¿Quién es…? Un momento.

Della Street se volvió hacia Perry Mason.

—El señor Hollister de Warton, Warton, Cosgrove y Hollister.

Mason entornó los párpados.

—De acuerdo, pásemelo.

Luego volvió a coger su teléfono.

—Buenos días, señor Hollister. ¿Qué le ocurre esta mañana?

—Nada agradable —rezongó Hollister.

—¿En qué aspecto?

—Se trata de la testigo Maxine Lindsay.

—¿Qué pasa con ella?

—He estado analizando la situación y todo el caso descansa en Maxine y en su testimonio.

—¿Y bien?

—Al principio, pensé que la situación giraba en torno a la cuestión de la autenticidad del cuadro que Rankin le vendió a Olney. Puesto que lo que se ponía en duda era la veracidad e integridad de Rankin, pensé que todo se solucionaría demostrando la autenticidad del cuadro. Por lo visto, lo único que ahora interesa es averiguar si Durant formuló o no su declaración injuriosa. Y esta mañana, naturalmente, se me ha ocurrido pensar que todo el caso gira, por tanto, en tomo al testimonio del único testigo. Debo indicarle, señor Mason, que todas las mañanas a las ocho y media tenemos una conferencia en el despacho, a fin de discutir los detalles de los diferentes litigios que tenemos en curso, y el señor Warton, nuestro primer abogado, señaló que todo este caso se apoya en la comprobación de si Durant efectuó sus observaciones calumniosas, o sea, que todo depende del testimonio de la testigo a este respecto.

—Bien, un testigo puede sentar la veracidad de un hecho, ¿verdad? —arguyó Mason.

—De esto no hay duda, ¿pero está obrando la testigo de buena fe? —objetó Hollister.

—¿Por qué no?

—Supongamos… —Hollister carraspeó—, supongamos que la testigo se casase con Collin Durant antes de la vista del juicio. Entonces, no podría declarar contra su marido y mi cliente se hallaría en una situación… muy precaria.

—¿Tiene alguna base en que apoyar su suposición? —quiso saber Mason.

—Ninguna base, señor Mason —reconoció el abogado—. Uno de mis socios presentó esta teoría.

—Yo no tengo socios, señor Hollister —replicó Perry Mason—, y por tanto, no sostengo conferencias en la oficina con personas a quienes les guste tenerme inquieto.

—Creí que le gustaría conocer nuestra opinión del asunto —dijo Hollister con sequedad.

—De acuerdo. ¿Por qué no cortan ahora mismo el nudo gordiano? ¿Por qué no le notifican a Durant que van a tomarle declaración? ¿Por qué no le preguntan inmediatamente, a la luz del día, si le dijo o no a Maxine Lindsay que el cuadro de Felipe Feteet, colgado en el salón del yate de Otto Olney, es falso?

—Ya se nos ha ocurrido —confesó Hollister.

—Y bien, ¿por qué no lo hacen?

—Bueno… lo meditaré y lo discutiré ampliamente con mis socios.

—Hágalo —le recomendó Mason—. Si ese tipo niega haber formulado tal declaración, ya sabrán ustedes cuál será su defensa. Si, por el contrario, reconoce haberla hecho, entonces sabrán también lo que tienen que hacer. Y oiga…, ¿qué le hace pensar que Maxine Lindsay piense casarse con Collin Durant?

—Bueno, en nuestra conferencia empezamos a meditar sobre lo que podía suceder y cuáles eran las posibilidades. Bien, resulta que esta posibilidad no nos gusta en absoluto, señor Mason.

—Tampoco a mí —admitió el abogado.

—Me alegro de haber tenido la oportunidad de charlar con usted —prosiguió Hollister—. Cuanto más pienso en ello, más me afirmo en mi idea de que debemos saber exactamente dónde estamos, y tal vez tomarle declaración a Durant será lo mejor. Dispondré los documentos y procederemos al momento.

—Hágalo —repitió Mason. Después colgó, se volvió hacia Della Street y dijo—: Estamos sobre una alfombra que alguien se dispone a sacudir con violencia para hacemos caer.

—¿Qué vamos a hacer? —quiso saber Della.

Mason sonrió.

—Clavarla, de modo que cuando el tipo empuje pierda al menos las uñas.

—¿Y después?

—Largamos de aquí sin decirle a nadie a dónde vamos, penetrar en el apartamento de Maxine Lindsay y ver qué descubrimos allí.

—¿Y nos llevaremos el canario?

—Nos llevaremos el canario —le confirmó Mason—, y registraremos el piso concienzudamente. Tenemos que hallar alguna pista.

—¿Y después qué? —inquirió Della Street.

—Después les preguntaremos a los señores Warton, Warton, Cosgrove y Hollister si quieren un consejero asociado en este caso.

—¿Quién será el consejero?

—Yo —afirmó Mason—. Ya es hora de que alguien con redaños intervenga en el asunto. Le tomaremos declaración a Collin Durant. Le haremos una serie de preguntas sumamente embarazosas. Le preguntaremos si ya ha sido demandado con anterioridad por pregonar la falsedad de otros cuadros. Si dijo o no que el cuadro de Felipe Feteet propiedad de Otto Olney es falso. Cuánto tiempo hace que conoce a Maxine Lindsay. Si piensa casarse con ella. Si ya ha estado casado antes. Le pediremos los nombres de sus esposas y en qué sitio consiguió los divorcios.

—¿Es esto pertinente?

—Seguro que lo es. Si ese tipo piensa que podrá largarse a Oregón, casarse con Maxine y después regresar y burlarse de nosotros está muy equivocado. Averiguaremos si sus divorcios son válidos, o existe algún medio de invalidarlos. Y entonces, tan pronto se case con Maxine le haremos arrestar por bigamia, obligando a Maxine a declarar contra Durant, supuesto que no podrá considerarse casada con él. Por lo visto, ese individuo es muy casamentero, y tal vez se haya casado otras veces para impedir que sus esposas declarasen contra él.

—¿Qué le hace pensar que se ha citado con Maxine en Oregón? —inquirió Della Street.

—Bueno, todo parece indicarlo, ¿no? ¿Dónde está Collin Durant? Falta de su casa, no aparece su coche, y Maxine se dirige al norte. Tenía que irse anoche. Evidentemente, acude a una cita previa.

—Sí, todo encaja —admitió la secretaria.

—Bien, vámonos.

—¿No va a decirle a Paul adónde vamos?

—No voy a decírselo a nadie.

Una vez en el coche de Mason, Della dijo:

—Maxine me entregó su llave. Por tanto, lo que vamos a hacer es legal, ¿verdad?

—Ella le entregó una llave para que fuese en busca del canario, Della —le recordó el abogado—, pero sospecho que no podrá encontrar fácilmente la comida para el pajarito, y que tendrá que buscarla afanosamente.

—¿En la cocina?

—Bueno, nunca se sabe con una joven como Maxine —repuso Mason—. Puede guardarla en su dormitorio o en un armario. O dentro de una maleta o de un cajón. Un paquete de alpiste puede tenerse en cualquier sitio… y, además, hay el jibión para afilarse el pico. No es posible mantener en buen estado a un canario sin jibión y… Bueno, se me ocurren muchas cosas necesarias para un pobre canario.

—Claro. Por tanto, tendremos que buscar en varios sitios.

—No se equivoque, Della. Miraremos en «todas» partes.

Mason condujo en silencio. Della Street iba meditando respecto a todas las posibilidades.

—No necesitamos andar más tiempo a ciegas, Della —comentó por fin al abogado—. El rastro resulta muy claro. El hecho de que Warton, Warton, Cosgrove y Hollister hayan empezado a inquietarse resulta muy prometedor. Si se trata de una estafa, ya es hora de que algún abogado se presente como representante de Durant y empiece a levantar la liebre.

—¿Cree que Olney accedería a pagar?

—Sus abogados forman una sociedad —replicó Mason—. No están acostumbrados a batallar con rudeza. Ahora comienzan a darse cuenta del jaleo que se le avecina a su cliente, y naturalmente desean protegerle. La única diferencia entre sus métodos y los míos, es que yo peleo sin atenerme a ninguna regla. No creo, pues, que a ellos les guste.

—Ésta es la casa —anunció Della Street—. Creo que a esta hora no nos será difícil aparcar. Ah, allí hay un hueco.

—Está demasiado lejos. Debemos encontrar uno más próximo —opuso Mason.

De pronto frenó casi en seco.

—¿Qué pasa? —preguntó Della Street, sobresaltada.

—Aquel coche —le indicó Mason con el índice. Era un vehículo de majestuoso aspecto, aparcado junto al bordillo.

—¿Y bien?

—Concuerda con la descripción del último coche de Durant. Paul Drake me entregó una tarjeta antes… Sí, creo que es el mismo número de matrícula. Salga y échele una ojeada al número de registro del cuadro de mandos, ¿quiere, Della?

La joven obedeció y regresó al coche de Mason.

—Sí, se trata del automóvil de Collin Max Durant.

—¡Esto se pone interesante! —gruñó Mason—. ¿Qué estará haciendo aquí ese pájaro?

—¿Tratando de ver a Maxine? —sugirió Della.

—Sea como sea —opinó Mason—, ese tipo lleva aquí mucho tiempo, o le gusta andar. Cuando aparcó el auto, no había mucho sitio disponible cerca del edificio, lo cual significa que, o bien los dos ocupantes del edificio todavía no habían ido a trabajar, o que llegó de noche, cuando ya todo el mundo estaba en casa, dejando los coches aparcados en la calle.

—Bien, puesto que sabemos que Maxine no estuvo en su apartamento la noche pasada —replicó Della Street—, todo parece indicar que Durant llegó esta mañana y…

—O que la estuvo esperando toda la noche —la atajó Mason—, en cuyo caso seguramente habrá logrado penetrar en el apartamento por sus propios medios.

—Tal vez tenga una llave.

—Tal vez. Estas cosas suelen ocurrir —admitió el abogado.

Perry Mason condujo el coche hasta un sitio vacante cerca del portal del edificio.

—¿Cuál es el número, Della?

—El trescientos treinta y ocho B.

—Bueno, subamos y veremos qué pasa —propuso Mason.

—Si Durant se halla en el apartamento, ¿qué haremos?

—Lo que se nos ocurra —contestó Mason—. Creo que lo mejor será mostramos duros. Si quiere pelea, haremos que sepa que no estamos dispuestos a ceder terreno.

Entraron en el ascensor y al salir del mismo, se orientaron buscando los números de las puertas, hasta llegar al apartamento 338-B. Della Street le entregó silenciosamente la llave a Perry Mason.

El abogado la insertó quedamente en la cerradura y aplicó cierta presión. No ocurrió nada.

—¿No es esta llave? —preguntó Della Street, alarmada.

Mason probó el pestillo.

—No, la puerta ha quedado entornada —dijo. Giró el picaporte y abrió la puerta.

El apartamento estaba vacío y en perfecto orden.

Mason se plantó en el umbral, paseando la mirada en torno. Della Street, detrás, le colocó una mano sobre un brazo.

—Aquí no hay nadie.

—Bien, allí hay una cocinita o un dormitorio —señaló Mason—. Probablemente, lo primero.

El abogado cerró la puerta del apartamento sin hacer ruido. Luego cruzó la estancia y abrió otra puerta que reveló una cocina, con un refrigerador casi de bolsillo.

—Debe de haber una cama empotrada en la pared —opinó Mason—. Por lo visto es todo cuanto hay, excepto el baño.

Mason abrió la puerta del cuarto de baño y retrocedió al punto. Della Street ahogó un alarido.

El cuerpo del hombre estaba boca abajo, las piernas separadas sobre las losetas y la parte superior del cuerpo descansando sobre el reborde del baño.

Mason se inclinó sobre el cuerpo.

—¿Está…? —a Della Street le falló la voz.

—Es Collin M. Durant —afirmó Mason—, nuestro escurridizo amigo de anoche, y está tan muerto como mi tatarabuelo. Vea estos agujeros en la espalda.

Mason tocó la rígida figura.

—¿Cuánto hace que murió? —inquirió Della Street.

—Ésta será la gran pregunta —contestó Mason—. Observe que las luces están encendidas, Della.

—Entonces, debió venir hacia aquí casi tan pronto como se separó de nosotros anoche en el restaurante —meditó Della Street—. Las luces están encendidas. Maxine, normalmente, las habría apagado… y Durant no deshizo su cama anoche.

—Y… —agregó Mason—, ¿estaba aquí cuando Maxine se marchó? ¿Puede demostrar la joven que estaba aguardando en una terminal, junto a una cabina telefónica? Tenemos que llamar a Homicidios inmediatamente, Della. Los minutos son preciosos. Tienen que determinar el momento de la muerte, y nosotros no debemos obstruir el curso legal de la justicia. ¡Hola! ¿Qué es esto?

—¿Qué? —se interesó Della Street.

Mason le mostró a su secretaria la entreabierta chaqueta del difunto.

—Fíjese en este bolsillo interior. Está repleto de billetes de cien dólares. Y éste es el individuo que se supone perdió dos autos por no poder atender los plazos y que debe dos meses de alquiler, el mozo que nunca dispone de dinero.

—¿Cuánto habrá ahí?

—Lo ignoro y no deseo aceptar la responsabilidad de contarlo. Se supone que no hemos tocado nada.

El abogado se enderezó.

—¿Cuánto tarda en presentarse el rigor mortis? —preguntó la secretaria.

—Depende de la temperatura, de la actividad del cuerpo antes de la muerte, del grado de excitación… Usualmente, de ocho a doce horas, pero puede tardar hasta dieciocho en presentarse. Fíjese en que el «rigor» ya se ha presentado por completo en este cuerpo, pero todavía no ha empezado a decrecer.

—¡Santo cielo! —exclamó Della Street—. Esto cambia por completo el aspecto del caso, ¿verdad?

—No sólo el aspecto —rectificó Mason—, sino que cambia el caso por completo. Vamos, Della, tenemos que llamar a Homicidios y que nuestro amigo el teniente Tragg nos interrogue para saber cómo diablos hemos descubierto otro cadáver.

Se movieron hacia la puerta. De pronto, Mason exclamó:

—Della, voy a situarla en la línea de fuego.

—¿Qué quiere decir?

—Telefoneará usted a Homicidios y les contará la historia.

—¿Qué historia?

—Dígales que Maxine Lindsay era testigo de un caso y que, aunque yo no era el abogado del mismo, estoy interesado en él. Que anoche la joven le comunicó a usted que se marchaba de la ciudad y le entregó la llave de su apartamento para que se cuidara de su canario.

—¡Diantre, el canario! —gritó Della Street—. Por poco me olvido del animalito. ¿Dónde está?

—Una pregunta acertada —opinó Mason, mirando a su alrededor—. No hay signo de jaula ni de pájaro… ni de que haya habido nunca ninguno.

Della Street miró significativamente al abogado.

—¿Y esto qué significa?

—Puede significar un montón de cosas, Della; debemos tener mucho cuidado. Dígale a la policía toda la verdad respecto al lugar en que vio usted a Maxine. No les mencione la hora a que nos telefoneó, ni el número que nos dio ni el sitio donde dijo que se encontraba.

—Caramba, jefe —exclamó Della Street—, sólo tomé nota mental de aquel número, puesto que nos dijo que se trataba del de una cabina telefónica.

Mason estaba cavilando.

—Dígales que ella le entregó la llave de su apartamento. Que no puede decirle a nadie el motivo que le dio hasta ponerse en comunicación conmigo. Maxine le entregó una llave de su apartamento y eso es todo, punto final. Usted aceptó la llave y vino aquí conmigo. No puede contarles nada del caso sin mi permiso. Sin embargo, debe comunicarles todo lo referente al descubrimiento del cadáver, la hora, por qué hemos venido, y de qué manera hallamos la puerta entornada.

—¿Les digo que ha estado usted aquí conmigo?

—Seguro.

—¿Y dónde les digo que está usted? Querrán saberlo.

—Diga que no podía perder tiempo. Una cita profesional… Se pondrán furiosos, pero conmigo, no con usted.

—¿No es obligación comunicar el descubrimiento de un cadáver al instante? Quien lo encuentra tiene que presentarse y…

—Pues eso hago, comunicarlo. Es decir, lo comunica usted, que es mi empleada. Lo que hago por medio de mis empleados es como si lo hiciera yo mismo —respondió Mason—. Por otra parte, no puedo permitirme el lujo de tener a mi alrededor un puñado de policías interrogándome en estos momentos. Tengo que ir a varios sitios.

—¿A dónde?

Pero antes de que Mason pudiera contestarle, la joven exclamó.

—Oh, ya lo sé. Va a coger un avión hacia el norte.

—Exactamente —afirmó Mason—, y usted no se lo dirá a nadie, ni permitiremos que la policía sepa que Paul Drake trabaja en este caso y ha puesto hombres tras la pista de Maxine. Ya se lo contaremos más adelante.

—¿Llegará a tiempo?

—Creo que sí. Cogeré un avión hasta San Francisco y allí fletaré otro, si puedo. Tal vez consiga enlazar con uno hasta Sacramento, y después otro de la Pacific Airlines… Sea como sea, Della, llegaré allí a tiempo.

—¿Telefoneo ahora mismo a la policía?

—Ahora mismo —puntualizó Mason—. Pregunte por el teniente Tragg, de Homicidios. Será mejor que utilice un teléfono de abajo. En el de aquí puede haber huellas interesantes para la policía.

Mason giró la falleba de la puerta y dejó pasar antes a Della Street.

—Coja el ascensor —le indicó—. Yo iré por la escalera. Tome un taxi para volver a la oficina.

El abogado corrió hacia la escalera, que bajó de dos en dos.