Capítulo VI

Mason y Della Street salieron del ascensor en el mismo momento en que se abría la puerta de la oficina de la agencia de detectives Drake y su titular aparecía en el umbral.

—Hola, muchachos —saludó Paul—. ¿Pensáis pasar la noche trabajando? No creí que estuvierais levantados todavía.

—No, venimos a tu oficina —replicó Mason—, y serás tú quien trabaje esta noche.

—¡Oh, no! —gimió Drake—. Precisamente pienso ir a un espectáculo que hace tiempo deseaba ver. Ya me he puesto en comunicación con vuestra Maxine Lindsay. Y ahora me voy a…

—Tendrás que devolver la entrada —le conminó Mason—. Vamos adentro, Paul.

—¿Qué pasa? ¿Otro asesinato?

—¡Ojalá! —suspiró Mason—. Al menos, los asesinatos son sencillos. No, se trata de algo en lo que me hallo comprometido.

Drake interrogó a Della Street con la mirada.

—Ha encontrado un botón y quiere coserle una chaqueta —rezongó la joven—, pero creo que va a costarle mucho trabajo.

—Bien —suspiró Drake—, entremos. Incidentalmente, te había dejado una nota. Como le dije a Della por teléfono, Maxine ha llamado. Dejó un número. Yo le dije que no pensaba verte esta noche. Toma, aquí está el número. ¿Quieres llamarla? A mi vez, yo le di el número de Della. Si la llamas ahora, evitarás que Della se vea molestada más tarde.

Mason meneó la cabeza.

—Luego, ahora no. Antes quiero reflexionar unos minutos… Quiero que tengamos una pequeña conferencia.

Drake, al tiempo que se encaminaban todos al despacho, dijo a la joven de la centralita:

—Aquí hay una entrada para el teatro. Désela a alguno de los empleados para que le devuelvan el dinero, o para que vea el espectáculo.

Drake, a continuación, empujó la tabla volandera que separaba el vestíbulo del largo pasillo, a cuyos lados se abrían las puertas de distintos cubículos, y Della Street abrió la marcha hacia la familiar guarida de Paul Drake.

El detective les indicó sendos sillones y él, a su vez, se instaló detrás de su mesa, sobre la que habían varios teléfonos.

—Maldición, Paul —empezó a refunfuñar Mason—, tendrías que poseer un despacho más amplio. Aquí no tengo sitio para pasear y sin esto no puedo pensar.

Drake sonrió.

—Cuéntame tus pesares, Perry, y después vete a tu despacho y paséate como si estuvieras en el Sunset Bulevar, mientras planeas la manera de sacarle a tu cliente dinero suficiente para abonar mi cuenta, porque pienso añadir el precio de la entrada del teatro a mis servicios de esta noche.

—Lo malo del caso, Paul, es que Della tiene razón —confesó Mason—. He cogido un botón y quiero coserle una chaqueta… pero ésta concuerda con aquél.

—¿Y bien…? —le animó Paul Drake.

—El botón es real y, por mi vida, que no veo cómo encaja en el cuadro, a menos que se cosa a una chaqueta.

—Bien, hábleme de esta chaqueta —suspiró Paul.

—Es como la vieja historia del joyero y el novio —le explicó Mason—, en que el joven demanda al joyero por haberle hecho encerrar el fin de semana.

—¿Quién es la víctima?

—Otto Olney.

—No será en ese caso del cuadro —exclamó Paul Drake—. Leí los periódicos de esta tarde y…

—Se trata de este caso —le confirmó Mason.

—Bueno, el cuadro es falso, ¿verdad?

—No, el cuadro es absolutamente auténtico.

—¿Entonces, qué te preocupa?

—No estoy seguro de que Olney pueda probar que Durant dijo que no lo era.

—¡Por amor de Dios! —exclamó el detective—. ¿No aseguró Olney todos los cabos antes de presentar la demanda? Tiene una buena firma de abogados. Los conozco, son Warton, Warton, Cosgrove y Hollister.

—Seguro, son buenos —gruñó Mason—, y yo soy el que los puso en danza. Hice que Della le tomara una declaración jurada a esa chica, Maxine Lindsay, a quien Durant efectuó su calumniosa afirmación.

—¿Tienes una declaración jurada?

—Sí.

—¿Entonces, qué te inquieta?

—Temo que Maxine nos deje en la estacada.

—Bien, ¿por qué no la llamas ahora? —sugirió Drake—. Podemos llamarla al número que dejó.

—Aún no —se negó Mason—. He de verla y me gustaría saber algo de ella antes de entrevistarla.

—Cuéntame lo demás —le rogó el detective.

—Verás lo que sucedió. Durant me buscó esta noche y realizó una pequeña farsa. Lo fue, estoy completamente seguro.

—¿Pero cómo lo sabes?

Hubo un instante de silencio. Drake se volvió hacia Della Street.

—¿Le atrapó en una contradicción, Della?

—Instinto —contestó la joven, meneando la cabeza.

Drake sonrió.

—No sonrías —le prohibió Mason—. He interrogado a numerosos testigos y puedo decir cuándo uno está fingiendo. Durant representó una farsa. Y la había ensayado cuidadosamente. Hay algo raro en este asunto que me hace pensar en el viejo truco del anillo. Bien, si mi presentimiento es acertado, Maxine me llamará para decirme que ha sucedido algo que no puede explicarme por teléfono, y que se marcha; que se trata de un caso de emergencia personal; que estará en contacto conmigo de manera que pueda ser llamada a testificar en el momento preciso. Y luego, desaparecerá.

—¿Y no podremos encontrarla?

—No podremos encontrarla —afirmó Mason—. Durant proclamará a gritos que su reputación ha sido perjudicada, que su integridad como comerciante de arte ha sido puesta en duda, que su juicio ha sido difamado y exigirá un proceso inmediato. Y Olney habrá perdido a su único testigo. Sí, Olney podrá demostrar que el cuadro es auténtico, sobre esto no habrá dudas. Pero no podrá demostrar que Durant dijo que no lo era.

—¿Y entonces los abogados de Durant le sugerirán a Olney que indemnice convenientemente a su cliente a fin de evitarse una enojosa demanda de calumnias? —preguntó Drake.

Mason asintió.

—Bien, ¿qué haremos? —quiso saber el detective.

—Maxine quiere que le telefonee —dijo Mason—. Voy a manejar las cosas de manera que tenga que reunirse conmigo delante del apartamento de Della Street. Es un buen lugar porque la joven tendrá que ir allá en su coche, si lo tiene, o en taxi. Irá sola o acompañada. Pero lo más seguro es que vaya sola y en taxi. Tú, Paul, tendrás a media docena de agentes escondidos por los alrededores. Seguirán el rastro de la joven, y no lo dejarán perder ni un solo instante. Más aún, quiero que ahondes en el pasado de Maxine Lindsay. Quiero averiguar todo lo posible a su respecto, y al mismo tiempo quiero saber todo lo referente a Collin Durant. No creo que éste tenga nada deshonesto en sus antecedentes porque no se halla en situación de verse acusado de nada vergonzoso, a menos que haya sabido disimularlo muy bien. No, el eslabón de la cadena será Maxine.

—Esto valdrá un enorme montón de billetes —gruñó Drake.

—Lo sé —admitió Mason—. Pero va a costar un montón de dinero, de todos modos. Tengo la definitiva impresión de que hay algo falso en el asunto. Ya puedes imaginarte mi posición si llega a saberse que Perry Mason se ha dejado embaucar.

—¿Dónde encajas tú en el cuadro?

—Encajo muy bien en el cuadro porque Lattimer Rankin, el comerciante que le vendió el cuadro a Otto Olney, fue el que salió perdiendo en primer lugar con las observaciones calumniosas de Durant.

—¿Y él cómo se enteró?

—Maxine Lindsay se lo dijo.

—¿Por qué?

—Porque es amiga suya. La joven desea llegar a ser alguien como retratista, y Rankin la está protegiendo. Ella le está agradecida y…

—¡Oh!… ¡Oh! Empiezo a ver claro —dijo Drake—. Y me parece que, en efecto, este asunto está bastante turbio.

—Todo lo es, cada elemento —gruñó Mason—. Confidencialmente, Rankin vino a verme para que presentara una demanda contra Durant. Yo le contesté que esto era una tontería, que era Olney quien debía pleitear, y que esto dejaría a Durant fuera de combate.

—¿Rankin quería dejarle fuera de combate?

—No leí en su mente, ni tampoco te lo diría si lo supiera. Durant es un advenedizo. Yo le dije a Rankin que no era conveniente para él que pusiera su reputación en la picota pública, sino que debía de ser el cuadro lo único que tenía que figurar en el caso. Entonces, Rankin fue a ver a Olney, éste habló con sus abogados, los abogados me llamaron… y aquí estamos.

—Y supongo que tú les dijiste a los abogados de Olney todo lo que tenían que hacer, ¿verdad?

—Bien, no necesité decírselo —suspiró Mason—. Son abogados. Conocen su oficio. Buscaron un experto en arte para que examinara el cuadro. Y se alegraron al saber que yo poseía una declaración jurada que demostraría que Durant había proferido una calumnia respecto a la paternidad del cuadro.

—Bueno —exclamó Drake, pensativamente—, el botón es bueno y puede encajar en la chaqueta. ¿Por dónde empezamos?

—Primero dispón a tus hombres —le ordenó Mason—. Después, llamaré a Maxine al número que dejó… Mire ese número, Della, luego vaya a nuestra oficina y consulte sus notas. Usted tiene el número del apartamento de Lindsay. Vea si es el mismo y…

—No —objetó Della—, no es el número de su apartamento. Lo sé. El distrito es diferente.

—De acuerdo, voy a llamarla.

—¿Ahora? —preguntó el detective.

—Ahora —repitió el abogado—. Quiero citarla a un lugar desde el que pueda ser seguida. Esto solucionará el problema. Estoy seguro que una vez se haya entrevistado conmigo se irá a ver a Durant. Paul, ponte en una extensión. Della, póngase en otra, y mientras yo hablo con ella tomen nota de la conversación.

—Puedo hacer algo mejor —propuso Drake—. Pondré en marcha el magnetófono.

Mason sonrió.

—Eres excesivamente precavido, Paul.

Drake sacudió la cabeza.

—Soy ético, Perry, pero no tanto.

—De acuerdo, adelante, y graba la conversación. Della, marque el número. Paul, pon el aparato en marcha. ¿Qué teléfono cojo, Paul?

—Della, marque en este aparato —le indicó Drake—, yo escucharé en éste y tú hablarás por éste, Perry. Y recuerde, Della, que es absolutamente necesario que la joven no sepa que somos tres los que estamos a la escucha de su voz. Limítese a decir. «Un momento, señorita Lindsay, voy a ponerla en comunicación con el señor Mason». Entonces, murmure algo, como si hablase con Perry, o diga: «Aquí la tiene, jefe».

Della Street asintió y alzó el receptor.

—¿Todo listo? —inquirió.

Drake pulsó el botón bajo la mesa y contestó:

—Della, apriete ese botón pidiendo línea exterior. Yo ya estoy preparado. Y recuerde —le advirtió finalmente— que no debe toser ni respirar junto al micrófono. Si esa chica intuye que somos tres los que estamos a la escucha, colgará el teléfono.

—Adelante, Della.

La secretaria, con dedos firmes, giró el numerador. Al cabo de un instante, durante el que se oyeron los timbrazos de llamada, una voz medrosa respondió.

—Hola…

—¿La señorita Lindsay? —preguntó Della Street.

—Sí, sí…, ¿quién es? ¿La señorita Street?

—Sí. Usted quería hablar con el señor Mason. Ahora está aquí.

—Oh, sí, gracias —exclamó la voz.

Della Street volvió la cabeza, habló en voz baja y luego algo más alto:

—Tiene a la señorita Lindsay en la línea, jefe.

Mason esperó un segundo antes de hablar.

—¿Sí? Hola, señorita Lindsay. Al habla Perry Mason.

—Oh, señor Mason. Le agradezco tanto que me haya llamado… Tenía que ponerme en contacto con usted y no sabía cómo hacerlo.

—¿Qué le pasa?

—Me encuentro en un terrible apuro, señor Mason. Es algo privado. No puedo confiárselo a nadie… pero tengo que… Bueno, tengo que irme de la ciudad y no quería que el señor Rankin sufriese debido a que… Bueno, pensé preferible hablar con usted.

—Un momento, Maxine —tronó Mason—. Usted no puede zafarse del compromiso de esta forma.

—Volveré —prometió ella—. Me mantendré en contacto con usted, pero es que ha sucedido algo terrible… No, no puedo quedarme aquí.

Mason le guiñó un ojo a Paul Drake.

—¿Desde dónde llama, Maxine?

—Yo no le he llamado. Ha sido usted a mí.

—Lo sé —admitió Mason—, ¿pero dónde está? Nosotros, mi secretaria y yo, la hemos llamado al número que usted dejó. ¿Es su apartamento?

—No trate de seguirme, señor Mason. Nadie debe saber a dónde voy.

—Sólo se lo he preguntado, Maxine, porque quisiera saber si existe alguna posibilidad inmediata de verla personalmente.

—Yo… Bien, estoy en una cabina telefónica de la terminal del autobús. Creo que he estado esperando esta llamada durante horas interminables.

—¿No está en su apartamento?

—¡No, no, no!

—¿No podríamos vernos en su apartamento?

—¡No, no! No pienso volver allá, señor Mason. No puedo…, no puedo explicárselo. ¡No, no volveré a mi apartamento!

—De acuerdo —concedió Mason—. Mire, quiero que me haga un favor. Bueno, no a mí, sino al señor Rankin. Ya sabe que Rankin la ha estado protegiendo y creo que al menos le debe usted cierta gratitud.

—Lo sé.

—Bien —aprobó Mason—. Yo esta noche he salido con la señorita Street. Estamos ocupados en cierto caso y fuimos a cenar y bailar un poco… Ahora voy a llevarla a su casa… ¿Tiene usted coche?

—Sí, cerca de aquí.

—Perfecto. Quiero que se reúna usted con nosotros enfrente del apartamento de la señorita Street. Será una reunión privada, de modo que nadie la verá. Puede dejar aparcado su coche, con las luces apagadas. La señorita Street y yo nos presentaremos allí y charlaremos un rato de todo el asunto. Creo que esto, al menos, se lo debe usted a Lattimer Rankin.

La joven vaciló un momento y al final repuso con un hilo de voz:

—Sí, supongo que sí.

—¿Vendrá? —preguntó Mason.

—¿Dónde es?

—En los apartamentos Crittmore, en la avenida Selig, Oeste. Nosotros tardaremos… Bien, concédanos cuarenta y cinco minutos. ¿Nos aguardará?

—Sí…, sí.

—Oiga, Maxine —tronó Mason de nuevo—, esto es muy importante. Estará usted allí, ¿verdad?

—Sí, estaré allí.

—No intente huir.

—No, señor Mason. Cuando prometo una cosa la cumplo.

—Correcto —aprobó Mason—, buena chica. Recuerde que Lattimer Rankin la ha ayudado mucho, y que usted no puede ahora dejarle en mal lugar.

—Oh…, no, señor Mason. Estaré allí. Y procuraré contárselo todo.

—Está bien. Cuarenta y cinco minutos.

—Cuarenta y cinco minutos —repitió la joven antes de colgar.

Los tres receptores del despacho de Paul Drake resonaron simultáneamente.

—Bien —dijo Mason—, ¿qué piensas ahora del botón y la chaqueta, Paul?

—Maldición, ya no sé qué pensar —reconoció Paul—, pero creo que posees una especie de sentido muy particular.

—He visto varias veces ya esta clase de intuiciones en usted, jefe —añadió Della Street—, pero admito que esta vez estaba algo escéptica.

—Muy escéptica, la verdad —la corrigió Mason—. Bien, ahora necesito pasearme un poco… Paul, llama a tus hombres y envíalos allí.

—¿Necesitan mis agentes otra descripción que la que yo les dé?

—Bueno —le dijo Della—, es rubia, con ojos azules, bastantes curvas y…

—¡Al diablo! —la interrumpió Mason—. No necesitas saber cómo es, Paul. Si está allí, se hallará dentro de un coche aparcado con las luces apagadas. Della Street y yo nos acercamos al auto y hablaremos con ella. Cuando la joven se marche, tus hombres podrán seguirla. Si no está… bueno, es inútil toda descripción.

—De acuerdo —asintió Drake—. Ahora, largaos ambos, que yo llamaré a mis hombres. Toda la vecindad de los apartamentos Crittmore hervirá de gente.

—De prisa, Paul —le urgió Mason—. Vamos, Della, sólo tardaremos veinticinco minutos en llegar hasta allí. Esto les dará tiempo sobrado a los agentes de Paul. Y esto también me concederá cinco minutos para reflexionar.

Mason sostuvo la puerta del despacho de Drake, y Della Street se apresuró por el pasillo, empujó la madera volandera, le sonrió a la telefonista de noche y mantuvo abierta la puerta exterior para Perry Mason. Éste, después, abrió la puerta de su propia oficina.

Una vez dentro, el abogado encendió la luz y empezó a medir el suelo con sus zancadas.

Della Street consultó su relojito de pulsera y acto seguido dijo:

—¿Dejará que Maxine se escabulla, jefe?

—Naturalmente. Por esto quiero que la sigan los hombres de Paul Drake. Quiero saber a dónde va y qué hace.

—Si está metida en el timo, podría hacerla arrestar y…

—Y ponerme en la situación del joyero, ¿verdad? —sonrió Mason—. No, Della. Voy a darle cuerda y a ver qué pasa.

El abogado reemprendió su paseo, con los pulgares metidos en el cinturón, la cabeza ligeramente inclinada hacia delante.

Della Street, que sabía que en tales ocasiones su concentración era absoluta, se sentó contemplándole y consultando de cuando en cuando su reloj.

—Todo encaja dentro de la fórmula perfecta —dijo Mason, al cabo—. Casi es un ejemplo clásico.

Como no se había dirigido a nadie en particular, la secretaria guardó silencio.

El abogado continuó paseando.

—Veo la posición en que nos hallamos —continuó él—. Y hasta veo los titulares: «Millonario demandado por comerciantes de arte por medio millón de dólares…». Los abogados de Olney no querrán saber nada del asunto. Alegarán que fui yo quien les dio las gracias. Todo el mundo sabrá que Perry Mason, el invencible abogado criminólogo, se ha dejado embaucar por unos timadores.

—¿Qué intenta hacer ahora? —inquirió Della Street—. ¿No procurará protegerse?

—La mejor protección, Della —repuso Mason, tras una pausa—, es la contraofensiva. Esperaré hasta que se dispongan a pegar y entonces… atizaré de firme… ¿Qué hora es?

—Aún dispone de otros cinco minutos.

—No me hacen falta —sonrió Mason—. Ya es hora de irnos.

Mason le puso una mano en la espalda, la acarició ligeramente, y ambos salieron al pasillo.

—¿Debo comunicarle a Paul que nos vamos? —preguntó Della.

Mason vaciló un momento.

—No, posiblemente no necesite esta información. Ya se lo comunicarán sus agentes.

—¿Y qué va a hacer usted cuando lleguemos allí?

—Andaré a tientas. Vámonos.

Mason condujo precavidamente por las calles hacia la avenida Selig Oeste, dobló una esquina y aflojó la marcha

—Mantenga los ojos bien abiertos, Della. Busque un coche con las luces apagadas.

—¿No sabe qué marca de coche?

—No. Probablemente un auto utilitario y algo antiguo.

—Allí hay un coche con alguien dentro —indicó Della Street de repente.

—Un hombre —repuso Mason—. No mire. Debe tratarse de un agente de Paul.

—¡Ah, allí está! A la izquierda.

—Bien —aprobó Mason—. Nos acercamos, así los hombres de Paul no tendrán ninguna dificultad.

Mason deslizó el coche junto al ocupado por Maxine Lindsay.

—Hola, Maxine.

Ella le dirigió un seca sonrisa.

—Hola.

—Trasládese delante del volante, de forma que usted pueda oír desde este lado, Della —le ordenó el abogado a la secretaria—. Baje la ventanilla.

Mason dejó el volante, y Della ocupó el lugar vacante.

El abogado abrió la portezuela del coche de Maxine y dijo:

—Gracias por haber venido, Maxine. Temí que estuviera tan nerviosa y asustada que se largase precipitadamente.

La joven se dio cuenta de que tenía la falda levantada por encima de las rodillas y cuando el abogado se inclinó hacia ella, procuró alisarla.

—Llevo aguardando más de diez minutos. Ha pasado un tipo… Bien, creo que un par de veces.

—Probablemente alguien que buscaba dónde aparcar —la tranquilizó Mason—, o esperando a su chica. Dígame, Maxine, ¿qué le pasa?

—Yo… Oh, señor Mason —gimió la joven—, no puedo decirle todos los detalles. Ha ocurrido algo terrible y tengo que marcharme.

—Está bien. ¿A dónde va?

—No…, no lo sé. No…, no puedo decírselo.

—¡Recuerde —gruñó Mason— que es usted testigo principal de una demanda judicial!

—Lo sé, lo sé. Presté declaración. Bien, puede usted usarla cuando le convenga.

—No puedo usar una declaración jurada —objetó Mason—. La ley permite que una persona tenga derecho a contrainterrogar a los testigos convocados en contra, y si usted va a testificar contra Durant, los abogados de éste tienen derecho a interrogarla a usted. Por tanto —continuó Mason—, tiene usted que estar presente en la vista.

—Yo… no podré…, al menos por una temporada.

—¿Por qué no?

—No puedo decírselo… No, señor Mason, es demasiado terrible. ¡Por favor, señor Mason, no puedo esperar más! Estoy en un tremendo apuro y… —hizo una pausa para serenarse—. ¿Quiere hacerme un favor, señorita Street? —añadió, dirigiéndose a la secretaria.

—¿Cuál? —inquirió Della desde el otro coche.

—Mi apartamento —dijo Maxine—. Tuve que dejar en él a mi canario. Yo no regresaré hasta… bueno, hasta dentro de unos días, y no tengo a nadie a quien dejarle el canario. Le dejé alpiste y agua suficientes hasta mañana. ¿Quiere la llave de mi apartamento, ir allí mañana y llevar el pájaro a alguna tienda de animales domésticos?

—Tal vez me cuidaré yo del canario —respondió Della Street, mirando significativamente al abogado.

—¿De veras? ¡Esto sería maravilloso! Si supiera que mi pajarito tiene a alguien que se cuide de él, yo…

—¿Cuándo piensa regresar? —intervino Perry Mason.

—No lo sé. Volveré, pero no puedo decirle cuándo. Ojalá lo supiera. Tengo que irme, señor Mason. ¿No lo entiende? De haber querido esfumarme no le habría llamado. Me habría marchado quedamente y usted no se habría enterado hasta que me hubiera necesitado como testigo.

—Esto es lo que me extraña —confesó Mason.

—¿Por qué?

—No encaja con lo demás.

—¿Con lo demás?

—Oh, no importa. Bien, ¿cómo sabrá usted que yo la necesito?

—Ponga un anuncio en un periódico, señor Mason. Algo así como «Venga para el juicio. Necesito mi testigo», y firme con la inicial M. Entonces me pondré en contacto con usted. Pero tendrá que disponer las cosas de manera que pueda aparecer ante el tribunal y volver a desaparecer inmediatamente. Mire, no quiero que haya ningún mal entendido, señor Mason. Yo declararé de acuerdo con mi anterior declaración, pero nada más. No quiero que se me interrogue respecto a nada más.

—¿A qué se refiere al decir nada más?

—A todo…, a todo en absoluto. Y ahora debo marcharme, señor Mason. No puedo decirle nada. Ya he perdido demasiado tiempo. ¿Querrá entregársela a la señorita Street? —le preguntó a Mason, tendiéndole una llave—. Gracias a los dos…, muchas gracias. Siento que haya ocurrido esto… pero no puedo quedarme más tiempo.

Le alargó la mano al abogado.

—Adiós, señor Mason.

Perry Mason vaciló un momento, aceptó su mano y respondió:

—Adiós.

Inmediatamente saltó del coche, cerró la portezuela y al momento Maxine puso en marcha el motor.

Tan pronto como los faros se apartaron del bordillo, un auto situado a medio bloque más atrás se situó en el centro de la calzada. Otro coche dobló la esquina, en tanto el conductor aparentaba buscar un sitio donde aparcar, a velocidad tan reducida que obstruía el tráfico.

Maxine, impaciente, tocó el claxon.

Otro coche, detrás del de Maxine, también hizo sonar la bocina con impaciencia.

El vehículo que bloqueaba el tráfico se apartó a un lado, y los autos comenzaron a avanzar, como una fila de lucecitas rojas, en una unidad compacta.

—¿Los hombres de Drake? —preguntó Della Street.

—Los hombres de Drake —repuso Mason.

—Bien, ¿y ahora qué?

—No lo sé, Della. El abogado que hay en mí me dice que Durant es un fantasma. Por otra parte, también me dice que esa chica es sincera, que se halla en un apuro terrible y que se presentará cuando se vea el juicio.

—En otras palabras —dictaminó Della—, su intuición sigue dos direcciones diferentes.

—Para llegar a dos conclusiones distintas —terminó Mason—. Todo dependerá del sitio adonde ella vaya y lo que haga.

—¿Cree que los hombres de Drake podrán seguirla?

—La seguirán —rió Mason, confiado—. La única dificultad estriba en que ella llegue a descubrir que la siguen.

—¿Y nosotros? —preguntó Della—. ¿Tenemos que registrar esta noche su apartamento?

Mason sacudió la cabeza.

—Esta llave puede ser una trampa… Y, sin embargo, creo que esta chica es sincera. Bien, señorita Street, ya está usted delante de su apartamento, y aprovechando la ocasión, la dejaré en el mismo, sana y salva.

—¡Qué amable es usted! —se burló ella—. ¿Y mi coche, que está en el apartamento de la oficina?

—En estas circunstancias, estoy seguro de que el Departamento de Rentas Internas considerará que un taxi será un gasto perfectamente deducible del total, si lo coge usted mañana por la mañana.

—A propósito —insistió Della Street—. ¿Sabrá usted dónde pasa Maxine la noche?

—Si los hombres de Paul son tan listos como parece, sabremos de hora en hora, exactamente dónde está. Además, mañana por la mañana sabremos algo de su pasado, y mañana por la tarde poseeremos una gruesa carpeta referente a una aterrada Maxine Lindsay.

—¿Quiere usted la llave de su apartamento? —inquirió Della.

—¡No, cáspita! ¿Por qué tengo que quedármela yo? La llave le fue entregada a usted, Della, para una cosa sumamente inocente. Tan inocente como un canario. En poder mío, la situación resultaría algo más peliaguda.

—No lo entiendo.

—Supongamos que cuando Maxine suba al estrado de los testigos, si llega a comparecer, un abogado la interrogue y le pregunte casualmente: «¿Leyó usted en los periódicos que Otto Olney presentó una denuncia contra el señor Durant?», y ella conteste: «Sí». Entonces, el abogado continuaría: «¿Vio a Perry Mason en la conferencia de prensa celebrada a bordo del yate del señor Olney?». «Sí», sería la respuesta. Luego, el abogado haría una mueca y añadiría: «¿Y no sabe, señorita Lindsay, que el señor Mason hace ya tiempo que posee una llave de su apartamento?». Tras lo cual les sonreiría a los del jurado y agregaría: «Gracias, esto es todo, señorita Lindsay. No tengo más preguntas que dirigirle».

—Comprendo —asintió Della Street—. Bien, entonces soy yo quien debe quedarse con la llave del apartamento.

—Exactamente. Tome un taxi mañana para ir a la oficina, y ahora, si no tiene ninguna objeción que oponer, llevaré el coche al lugar que ha dejado libre Maxine, y luego la acompañaré hasta su apartamento.

—Esto es un buen servicio —declaró Della—. Le agradezco la sugerencia. Sin embargo, me gustaría saber si este acto es social o profesional.

—Ha sido profesional hasta ahora —observó Mason—. Pero la acción final de escoltarla hasta su puerta es puramente social.

—¿Y después…?

—Creo que existe una costumbre casi universal de darse un beso nocturno de despedida los que actúan de manera tan social. ¿No es cierto?

—Bueno, si existe esta costumbre…

Della Street se ruborizó en la oscuridad.