Mason y Della Street estaban apurando el café, tras haber cenado opíparamente, cuando el camarero colocó un periódico doblado delante del abogado.
—Supongo que usted ya lo ha visto, señor Mason, y estamos muy orgullosos por ello.
Mason contempló el diario, uno de los más sensacionalistas de la ciudad.
—No, no lo había visto —dijo el abogado.
Della Street se inclinó hacia delante y Mason sostuvo el diario de forma que ambos pudieran verlo.
Cena seguida de baile en el Robert’s Roots es cosa frecuente en la agenda de estas noches para Perry Mason, el famoso abogado criminalista, cuyos procesos suelen terminar con una apoteosis de fuegos artificiales. Dicho establecimiento está haciendo un buen negocio gracias a la gente que desea conocer personalmente al famoso abogado y a su linda secretaria… de quien se dice que es su inseparable sombra en el trabajo y en la vida.
Mason le devolvió el diario al camarero, con una sonrisa.
—No lo había visto —repitió.
—Bien —exclamó Della, cuando el camarero hubo desaparecido—, supongo que esto significa tener que dejar de venir aquí.
—Sí —admitió Mason, añadiendo—, y es una lástima, pero cuando la gente se entere no nos dejarán ni a sol ni a sombra.
—A menos que yo esté muy equivocada —dijo Della Street—, y como buena secretaria pocas veces cometo un error en estos asuntos, uno de estos curiosos nos está mirando en este instante. Se está aproximando, además, a nuestra mesa con el aspecto de quien desea obtener un consejo legal por nada, o de quien luego comentará delante de sus amigotes: «Sí, anoche estuve tomando unas copas mano a mano con Perry Mason, en el Robert’s Roots, y me dijo…».
Se interrumpió cuando el personaje en cuestión llegó junto a la mesa. Era un individuo alto, flaco, de rápidos movimientos.
—¿El señor Mason?
Mason le contempló con frialdad.
—¿Sí?
—Usted no me conoce y lamento tener que abordarle de esta manera, pero el asunto es de cierta urgencia.
—¿Para usted o para mí? —observó el abogado.
El otro ignoró el comentario.
—Soy Collin Durant, el comerciante y crítico de arte. Los periódicos me han apabullado respecto a algo que esta tarde Otto Olney les ha contado a los periodistas. Y tengo entendido que usted estuvo presente en la reunión.
—Esto es incorrecto —replicó Mason—. Yo no tengo nada que ver con las refutaciones del señor Otto Olney.
—Creo que me ha demandado, afirmando que he calumniado sus cuadros, difamando sus juicios de arte y tachando a una de sus pinturas como falsa.
—En cuanto a esto, tendrá que hablar con el señor Olney. Yo no figuro para nada en este caso y no tengo intenciones de tomar parte en el mismo —objetó el abogado.
—Pero usted estuvo allí esta tarde —insistió Durant—. Los fotógrafos los retrataron, a usted y a su secretaria. Supongo que es esta señorita que está con usted esta noche, ¿verdad?
Durant escogió una silla de una mesa contigua que estaba libre y se instaló en ella.
—Esta tarde he asistido a una conferencia de prensa dada por Otto Olney en su yate —admitió Mason—, pero yo no fui interrogado por la prensa ni deseo serlo ahora.
—De acuerdo, pero quiero que conozca usted mi versión del cuento.
—No tengo deseos de escuchar nada —protestó Mason—. No estoy en posición de aceptar lo que usted me diga como confidencial, ni tengo entre manos ningún asunto que daba discutir con usted.
—No, soy yo quien va a discutirlo con usted —retrucó Durant. Luego añadió—: En primer lugar, no sé qué habrá dicho Olney. Nunca fui llamado por él para emitir mi juicio respecto a ninguno de sus cuadros. Sólo fui invitado suyo a bordo hace una semana. Naturalmente, en mi calidad de comerciante, vi su colección de pinturas con mirada apreciativa, pero no realicé ningún atento examen porque no había motivos para ello. Ese individuo posee un Felipe Feteet, o lo que pasa por tal. No lo examiné. Sólo lo contemplé casualmente. Creo que pagó tres mil quinientos dólares por él. Es un cuadro del que se siente muy orgulloso. Jamás dije que fuese una imitación. Tendría que examinarlo con todo cuidado para asegurarlo. Sin embargo, sí diría que hay algunas cosas en esa pintura que quisiera estudiar con toda atención a fin de poder expresar una bien fundada opinión.
—No le pido que haga ninguna declaración —objetó Mason—. No estoy interesado en su versión del caso, ni le he rogado que se sentara.
—De acuerdo, dejémoslo así. Me invité yo mismo a sentarme, y puesto que los periódicos han alabado la demanda de Olney por el simple hecho de haber estado usted y su secretaria presentes en la reunión, le diré que no quiero ser tomado por un pelele. Creo que la única persona que afirma que yo expresé mi opinión contraria al cuadro es una antigua modelo de quien tengo muchas razones para creer que está ansiosa de publicidad a poco precio. O tal vez debería decirlo de otro modo: que está ansiosa de asegurarse mucha publicidad barata. Me gustaría mucho averiguar si dicha persona es la que se halla detrás de todo este tinglado. Jamás le dije nada respecto al cuadro, aparte de una frase cuyo sentido era, más o menos, que si alguien me pedía mi opinión respecto al cuadro de Feteet me gustaría antes examinarlo cuidadosamente. Esto es lo que haría antes de formular un juicio respecto a cualquier obra de arte. Y no voy a permitir que esta joven afanosa de publicidad me meta en un pleito sólo por su cara bonita.
—No puedo decirle nada, señor mío —le contestó Mason—, y no deseo discutir este asunto con usted.
—No lo discuta si no quiere, pero escúcheme —casi le rogó Durant.
—No tengo deseos de seguir escuchando —declaró Mason, empujando atrás su silla—. Estoy intentando descansar del ajetreo del día. Estoy cenando en sociedad. Y no quiero hablar de negocios a esta hora, ni tengo nada que discutir con usted.
El abogado se puso en pie.
—Pues bien, yo sí le digo a usted que si alguna vez una zángana piensa que va a valerse de sus curvas para rebajar mi reputación como comerciante de arte a fin de dorar su nido, va a hallarse ante una buena sorpresa.
—He tratado de mostrarme cortés con usted, Durant —le atajó Mason con impaciencia—. Le he dicho repetidas veces que no quiero discutir este asunto con usted. Ahora, levántese y lárguese, o la sorpresa la recibirá usted.
Durant contempló al colérico abogado, se encogió de hombros, se levantó y repuso:
—¡Y lo mismo va para usted, señor Mason! ¡Yo poseo una reputación y no voy a permitir que nadie me difame!
Mason avanzó, cogió la silla en la que había estado sentado Durant, la colocó en su debido lugar en la mesa contigua, le volvió la espalda a Durant y volvió a acomodarse frente a Della Street.
Durant se alejó tras unos instantes de vacilación.
Della Street colocó una mano sobre la derecha de Perry Mason. Sus dedos firmes, capaces, suaves, serenaron al abogado.
—No le mire así, jefe. Si las miradas matasen, usted tendría que ser su propio defensor en un caso de asesinato.
Mason trasladó su mirada a la cara de Della Street y por fin suavizó su rostro con una sonrisa.
—Gracias, Della. Sí, estaba pensando en un homicidio justificado. No sé exactamente por qué me he irritado tanto. Naturalmente, no me gusta que me estropeen las veladas. No me gustan los entrometidos. No me gustan los idiotas.
—Ni le gustan los expertos de arte que se llaman Collin Durant —concluyó Della Street.
—Punto final —dijo Mason.
—Bien —Della Street cambió de tema—, en vista de que, virtualmente, no podremos volver aquí hasta que la notoriedad desatada por el suelto de ese diario haya menguado algo, ¿no cree que sería un buen plan llamar a la agencia de detectives Drake y averiguar qué sabe Paul, si es que sabe algo?
—Sería un buen plan —concedió Mason.
El abogado buscó en su bolsillo.
—Yo tengo bastantes monedas sueltas —le detuvo Della—. Bébase tranquilo el café y descanse. Volveré dentro de un momento con la ropa sucia de Paul.
Della Street desapareció en dirección a la cabina telefónica. Mason se sirvió otra taza de café, se retrepó en la silla y permitió que la tensión y la rigidez abandonaran sus músculos, en tanto contemplaba a las demás parejas que cenaban y bailaban.
Della Street volvió a los pocos minutos.
—¿Qué se está cocinando? —se interesó Mason.
—Nada en el fogón ni el horno —le contestó la secretaria—. Pero hay algo en la alacena.
—¿Qué es?
—Maxine Lindsay.
—¿Qué pasa con ella?
—Llamó hace algunos minutos e insistió en hablar con usted esta noche. Dijo que usted tiene que ponerse en contacto con ella.
—¿Qué le dijo Drake?
—Que no podría localizarle, que usted probablemente llamaría de un momento a otro. Entonces Maxine contestó que ya sabía lo muy ocupado que usted está siempre y que no sería necesario molestarle a usted si podía hablar con la secretaria, una tal Della Street.
—¿Le dio Paul a la joven el número de teléfono de usted?
—Sí.
—Entonces, probablemente recibirá usted una llamada esta noche.
—De acuerdo, no me importa. ¿Qué le digo?
—Averigüe lo que pueda y dígale que no sea tonta. Que yo tengo una declaración jurada suya y que ahora no puede ya cambiar su testimonio.
Della Street asintió.
—Mire, Della —continuó Mason—, en la facultad de leyes enseñan leyes. Nadie, empero, enseña nada respecto a los hechos a los cuales se aplica la ley, o a lo que hay que hacer con tales hechos. Sin embargo, cuando un joven abogado empieza a ejercer su profesión, halla que la mayor parte de sus problemas no tienen nada que ver con la ley sino con las pruebas. En otras palabras, tiene que enfrentarse con los hechos. Por ejemplo, tomemos este caso. Rankin se acaloró. Quería presentar una demanda, entablar una querella. Quería ver su nombre estampado en los periódicos. Quería establecer de manera definitiva su reputación profesional y poseía el trampolín para ello. De haberle dejado caer en la trampa, sin embargo, se habría matado, lo habrían desollado y lo habrían despachado a cuartos en un mercado callejero. Siempre le habrían recordado como el comerciante acusado de haber traficado con un cuadro falsificado. Ahora, no obstante, el zapato está en otro pie. Durant se halla a la defensiva, Rankin no hace nada y el resultado serán unas cuantas acciones más en la reputación de nuestro cliente… pero todavía nos vemos enfrentados a ciertos hechos.
—¿Cuáles?
—Primero, tenemos que probar que el Felipe Feteet que Rankin le vendió a Olney es auténtico.
—Creo que de esto no hay duda —objetó Della.
Mason asintió.
—Después —continuó—, hay que probar que Durant afirmó que el cuadro era falso. Tenemos un testigo y una declaración jurada, pero por lo visto ahí es donde Durant presentará la batalla.
—Bien —opinó Della Street—, Maxine se mostró muy precisa en su declaración y ahora ya no puede destruir su propio testimonio. Yo misma redacté la declaración. Y ella la firmó.
—Esto es lo que me inquieta —confesó el abogado—. Si le sucediese algo a Maxine, no podríamos usar su declaración como testimonio. El único propósito de aquélla es mantener a Maxine sujeta por si comienza a mostrarse vaga y a modificar su testimonio.
—No lo hará —le tranquilizó Della Street.
—Y hay más.
—¿Qué?
—¿Y si se casase con Collin Durant?
—¡Dios no lo quiera!
—Supongámoslo —insistió Mason.
—Bueno, no debemos de preocupamos por esta posibilidad.
—No lo sé —Mason se mostró confuso—. Hay algo raro en este asunto. El leguleyo que hay en mi interior empieza a ver señales rojas por todas partes.
—El leguleyo que hay en usted —replicó burlonamente Della Street—, siempre está buscándole tres pies al gato.
—De acuerdo, soy un escéptico —reconoció Mason—, pero hay algo en la actitud de Durant que me inquieta.
——¿Qué?
—Maldito si lo sé. Algo en sus modales, en su actitud… algo en la forma como nos ha abordado. Me recuerda la estafa del anillo.
—¿La estafa del anillo? —preguntó Della Street, interesada.
—Sí. ¿No la conoce? Verá. Un joven bien parecido se presenta en una joyería a las cuatro y media del viernes por la tarde, cuando los bancos ya están cerrados. Cuenta una historia muy plausible. Para ello escoge un buen joyero de una pequeña población. Desea un anillo con un buen diamante como sortija de compromiso. Aquella noche va a declararse. Es un joven guapo e impulsivo y posee buenas referencias, y el joyero por fin consiente en venderle un anillo que vale mil quinientos dólares y acepta el talón que el joven le da para un banco de la ciudad.
—¿Qué más? —preguntó Della Street—. ¿Es falso el talón?
—No, no. El talón es tan bueno como el oro. Éste es el busilis del asunto.
—No lo entiendo —admitió Della Street.
—Al día siguiente —continuó Mason—, el individuo se dirige a una casa de préstamos y empeña el anillo por doscientos dólares. El anillo vale más de setecientos cincuenta, en calidad de pieza de empeño. Naturalmente, el prestamista entra en sospechas y avisa a la policía. Ésta interroga al joven, el cual afirma haberlo adquirido en tal joyería. Verifican la historia y el joyero afirma: «Seguro. Ese joven me compró la sortija y pagó con un talón». Pero, naturalmente, el joyero piensa haber sido víctima de una estafa y le ordena a la policía que detenga a su cliente como timador. Bien, la policía lo arresta hasta el lunes por la mañana, en que el joyero va a cobrar el cheque al banco. Ante su consternación, resulta que le abonan la cantidad estampada en el documento. El joven declara a la policía que después de haber comprado el anillo fue a declararse a la mujer amada, la cual rechazó sus pretensiones amorosas. De esta forma, el anillo carece de objeto para él, y como cada vez que lo miraba le recordaba unos instantes muy amargos, y es demasiado orgulloso para devolvérselo al joyero, contándole la historia de sus amores frustrados, prefirió empeñarlo por un ínfima cantidad a fin de desprenderse momentáneamente del mismo. Luego, a fin de que no quede la menor duda, da el nombre de la joven a la que ama. La policía interroga a la muchacha, la cual confirma la historia. Sí, el joven la había cortejado y a ella le gustaba, pero jamás pensó que estuviese profundamente enamorado de ella. Creía que se trataba de un simple coqueteo o una buena amistad. Por esto, cuando el joven se presentó con el anillo, proponiéndole el matrimonio, reflexionó profundamente y decidió que no era la clase de persona que ella escogería para esposo. Bien, el muchacho está furioso por el arresto y acude a un abogado para que demande al joyero por ciento cincuenta mil dólares, por haberle hecho arrestar durante el fin de semana. Afirma que su reputación ha sido perjudicada e insiste en cobrar daños y perjuicios.
—¿Y entabla la demanda?
—No —negó Mason—. Ahí está el truco. Le ofrece al joyero dejarle tranquilo si aquél le regala el anillo y además le entrega de dos a quince mil dólares en billetes de curso legal…, según lo asustado que se muestre el joyero. Bien, el joven realiza un buen negocio y sólo tiene que esperar el viernes siguiente para repetir la operación en otra población donde haya un joyero temeroso de la ley y los litigios, con una buena cuenta corriente.
—Pero con toda seguridad, en este caso no hay nada por el estilo —objetó Della Street.
—No lo sé —confesó Mason—. Mas hay algo en todo el asunto que me preocupa. Mientras ese individuo, ese Durant, me estaba hablando, tuve la impresión de que estaba representando un papel. No era… Bueno, creo que no era sincero. Más bien parecía estar poniendo los cimientos para una extorsión.
—¿Cómo lo sabe? —quiso saber Della Street.
—¡Qué me aspen si lo sé! —exclamó el abogado—. Pero esto es algo que un buen abogado adivina después de haber contrainterrogado a numerosos testigos. Se escucha la historia de un individuo, se vigilan sus gestos, sus modales, su voz, sus expresiones… Bueno, es algo difícil de describir, pero usted ya ha visto películas en las que el director se equivoca y los actores desempeñan sus partes de manera exagerada, y de pronto se tiene la sensación de que todo es falso, de que sólo se trata de un puñado de actores moviéndose delante de una cámara. Por otra parte, hay películas en las que los actores ejecutan un buen trabajo, el director conoce bien su labor, y el conjunto obtenido es de plena realidad. Es como si a través de una ventana se estuviera asistiendo a un retazo de la vida misma.
—Sí —convino Della Street—. He pasado por estas experiencias. Por desgracia, las últimas no son tan frecuentes como quisiera.
—Lo sé —reconoció Mason, sonriendo—. Esto se debe a que diferentes personas poseen credulidades distintas. La gente corriente contempla una película una acción fotografiada, y la toma por realidad. Un abogado, o alguien que haya trabajado con un abogado, como usted, se toma más escéptico, y el menor amaneramiento, el menor intento de suavizar una situación más allá del punto crítico, le irritan. La mente subconsciente se niega a aceptar la historia, la mente consciente ve la película sabiendo que todo aquello es falso. De repente, no se ve más que a un grupo de actores y actrices recitando un guión, con unos telones como fondo, y sin la menor ilusión de realidad. Entonces no hay nada más que irritación y enojo consigo mismo por estar perdiendo el tiempo contemplando una bobada tan grande.
—¿Cree, pues, que Durant se excedió en su cometido?
—Respecto a sinceridad, no me impresionó profundamente, ésta es la verdad —admitió Mason—. Estaba intentando cumplir un deber con sus altisonantes frases. Actuaba, y no de manera muy convincente.
—Pero la declaración jurada impide que Maxine Lindsay pueda retractarse de su testimonio —le recordó Della Street.
—Podría desvanecerse en el aire —objetó Mason—. Supongamos que Otto Olney está a punto de obtener la vista del juicio y no puede hallar a Maxine. Supongamos que Durant, enfurecido, proclama no haber dicho que el Feteet fuese falso. Supongamos que afirma que la querella de Olney le ha desacreditado como experto, que la publicidad resultante le ha perjudicado notablemente y de manera irreparable… ¡Maldición, Della! Tengo la intuición, una intuición fundada en la actuación exagerada de ese tipo, de que han querido emplearme en algo que, en el momento actual, ignoro qué es.
—¡Pero no le han empleado a usted! —exclamó Della.
—¡Claro que sí! —replicó Mason—. Soy yo quien le sugirió a Rankin que Olney era quien debía presentar la demanda. Y fui yo quien les dijo a los abogados de Olney cómo debían llevar el caso. Olney es vulnerable como lo es todo hombre rico. El caso se presenta delante de un jurado. Durant es el joven y ambicioso comerciante de arte que trata de elevarse de la mediocridad. Describe una situación patética delante del jurado. Olney, el gran contratista, se querella contra Durant, sin haberle llamado, dándole la oportunidad de arrepentirse. La primera cosa que vio Durant fue su nombre estampado en la prensa, como el hombre que tildó a un cuadro de falso. Bien, ahora afirma que nunca dijo tal cosa, y que si Otto Olney se hubiese tomado la molestia de investigar en vez de convocar una conferencia de prensa, se habría enterado de que todo era solamente un malentendido por parte de la mujer que debía de actuar como testigo.
—¿Cree, entonces, que Maxine está mezclada en la estafa? —preguntó Della Street.
—No lo sé… pero voy a averiguarlo —contestó Mason—. Sí, ésta es la parte trágica de estos casos en que los joyeros fueron demandados por haber puesto al estafador en la cárcel un fin de semana. No tuvieron bastantes redaños para batallar y bucear en el pasado del timador, para comprobar la historia de la joven y descubrir todos los detalles… Vamos, Della, subiremos a la oficina de Paul Drake y procuraremos que no pueda acostarse esta noche. Mañana, a esta hora, quiero saber todo lo que pueda saberse de este asunto, particularmente los antecedentes de Maxine Lindsay y Collin M. Durant.
—¿Y todo sólo porque no le ha gustado Durant?
—Todo porque Durant me ha impresionado como actor —repuso Mason—, y si a Otto Olney, con todo su dinero, lo han metido en una trampa, voy a hacer estallar la caldera. Deseo apoderarme ahora de toda la munición que pueda para librar mi propia batalla.
—¿Y si todo resulta ser una falsa alarma? —objetó Della.
—Entonces le habremos proporcionado a Paul un bonito trabajo, y al menos yo me habré ganado una buena noche de sueño. Le repito, Della, que he contrainterrogado a demasiados testigos para dejarme engañar por una actuación como la de Durant… porque estoy seguro de que se trató de una farsa. Naturalmente, hay mucho dinero sobre el tapete. Bien, vámonos al despacho de Drake y pongamos en juego la bola.