Capítulo IV

A las diez y media de la mañana, Hollister estaba de nuevo al teléfono hablando con Perry Mason.

—Le invito a una conferencia de prensa a bordo del yate de Otto Olney. Tendrá lugar a las dos de esta tarde en el Penguin Yacht Club. Podrá tomar unos combinados y…

—¿Qué hay de la presentación de la demanda? —inquirió Mason.

—La presentaremos a la una de esta tarde —le anunció Hollister—. Nuestro cliente se halla sumamente enojado por la declaración atribuida al señor Durant, y la declaración jurada de Maxine Lindsay llena todos los requisitos perfectamente. Pedimos veinticinco mil dólares en concepto de daños y perjuicios. El señor Olney valora muy alto este cuadro y opina que la afirmación del señor Durant no solamente se refleja sobre el valor del cuadro, sino en su criterio como hombre de negocios. Además, nuestro cliente establece en su demanda que la afirmación fue hecha con toda malicia, y exige otros veinticinco mil dólares como castigo o daños por ejemplaridad.

—Me encantaría asistir a la conferencia —declaró Mason—. ¿Podrá acompañarme mi secretaria, la señorita Della Street?

—Ciertamente.

—Allí estaremos. Y me alegro de que hayan decidido ir adelante con la demanda.

—No nos gusta sacarle las castañas del fuego a nadie —repitió Hollister—. Naturalmente, la verdadera causa de la acción la tiene Rankin contra Durant.

—De acuerdo —asintió Mason—. Pero Olney podrá compensarle a ustedes por sus servicios.

—Por completo —admitió Hollister.

—De acuerdo; por tanto, yo no les pido que me saquen las castañas del fuego, sino que les he servido en bandeja de plata un caso clarísimo. Bien, ¿hasta las dos?

—Hasta las dos.

—Le buscaré a usted. Adiós.

El abogado colgó y se volvió hacia Della Street, que había estado siguiendo la conversación por el otro teléfono.

—¡Al diablo con esta rutina de estar aquí sentado, enmoheciéndose, Della, rebuscando entre los archivos a fin de encontrar algún razonamiento legal dispuesto por los jueces en determinado litigio! Salgamos de aquí. Nos marchamos al Penguin Yacht Club, subiremos a bordo del palacio flotante de Olney, contemplaremos el cuadro en cuestión y beberemos unos cuantos combinados. Después de lo cual iremos a cenar a cualquier parte y tal vez podríamos practicar un poco de baile, a modo de ejercicio.

—Entiendo —dijo ella— que mi presencia es necesaria en este asunto.

—Oh, del todo —le aseguró Mason—. No podría hacer nada sin usted. Particularmente, en lo referente al baile.

—En tales circunstancias —observó la joven—, creo que es de razón llamar al cliente que estaba citado a las tres, posponiendo la cita.

—¿De quién se trata, Della?

—Del tipo que quiere verle respecto a la apelación en el caso de su hermano… Sí, el abogado de éste no objetó contra las flagrantes contradicciones del fiscal.

—Oh, sí, ahora lo recuerdo. Es un caso interesante, pero no corre prisa. Llámele y dígale que le veré a las doce y media en vez de las tres, o si lo prefiere, mañana. Mire en la agenda y vea si queda una hora libre, pero de ningún modo deje que se interponga en nuestra apreciación de la obra de arte de Felipe Feteet. En realidad, la descripción de la técnica de ese pintor me interesa muchísimo.

Della Street le sonrió a Mason cuando éste cogió un montón de correspondencia apilada a un lado de la mesa.

—Nada le lleva a usted a sacudirse la rutina de encima —observó la joven— con más energía o entusiasmo que la perspectiva de alejarse del despacho para meterse de cabeza en una posible aventura.

Mason sopesó unos instantes aquella acusación y por fin asintió con el gesto.

—Necesitamos un poco de aventura, Della. Bien, ahora repasaré esta correspondencia de forma rutinaria, y luego saldremos.

Y el abogado hundió la cabeza entre el montón de cartas.

A la una menos diez minutos, Mason y Della Street subieron al coche del primero, se detuvieron brevemente en un restaurante a almorzar, y luego continuaron rodando hacia el Penguin Yacht Club, donde preguntaron por la situación del yate de Otto Olney, no tardando en ser escoltados a bordo de una magnífica embarcación que parecía un transatlántico en miniatura.

Un individuo alto, de aspecto cansado, de unos cuarenta y siete años, que lucía una gorra marinera, chaqueta azul y pantalones blancos, avanzó para saludarles.

—Soy Olney —se presentó, mirando a Perry Mason y luego, con muestras de aprobación, a la secretaria.

—Perry Mason —dijo el abogado—, y ésta es la señorita Street, mi secretaria particular.

—¿Qué tal… qué tal? —Olney estrechó las manos—. Han llegado algo temprano. ¿Quieren pasar y ponerse cómodos? ¿Una copa?

—Acabamos de almorzar —replicó Mason—. Aún es pronto para un trago, pero me gustaría ver el cuadro. He mantenido varias conversaciones con sus abogados respecto a este caso.

—Sí, sí, lo sé. Pasen ustedes por aquí y échenle una ojeada.

Olney abrió paso hasta un salón elegantemente amueblado, dominado artísticamente por un cuadro que mostraba unas mujeres desnudas de cintura para arriba, agrupadas a la sombra de un árbol, mientras detrás, a la luz del sol, unos niños desnudos se peleaban por entre una orgía de colores.

—¡Qué necedad decir que este cuadro es falso! —exclamó Olney—. Se trata de una escena del país de los cortadores de cabezas, en Baguio, y Felipe Feteet es el único artista que ha sido capaz de entrar en el espíritu de aquel ambiente. ¡No hay más que estudiar atentamente este cuadro! ¡Miren la piel de las mujeres! Y la expresión de estas caras… y la luz del sol. Se ve que aplasta. Uno desea sentarse a la sombra del árbol, a la vera de las mujeres.

—¡Caramba —exclamó Mason a su vez—, creo que se trata de uno de los cuadros más asombrosos que he visto en mi vida!

—¡Gracias, oh, gracias! —dijo Olney, satisfecho—. Yo soy un fanático de Feteet. Ese tipo tenía algo que nadie ha sabido continuar, y me gustaría comprar algunos cuadros más surgidos de su paleta, si pudiera conseguirlos a un precio razonable. Opino que algún día tendrán un valor inmenso.

—Sí, es fácil —asintió Mason—. Estas mujeres… los colores… el fondo… Sí, hay mucha profundidad en esta pintura.

—Puede obtenerse la profundidad cuando hay un primer plano en la sombra y el fondo soleado —opinó Olney—, pero muy pocos artistas son capaces de conseguirlo. La mayoría de los cuadros con sol quedan pálidos, insípidos, como pobres pasteles. Siempre parece que uno esté contemplando una fotografía en colores tomada un día bochornoso. Pero Feteet tenía el don de hacer fría la sombra, dominando de tal modo el primer plano que el fondo sugiere una clase de luz que… ¡Ah, aquí llega la señorita Kenner! Voy a presentarles.

Olney avanzó con la mano extendida hacia una joven de aspecto más bien vivaracho, aunque podría tener treinta y cinco años, de ojos graves, la cual dijo en tono casual:

—Hola, Otto. ¿Qué pasa esta vez?

—Esta vez —le anunció Olney— vas a tener una sorpresa. Pero no quiero exponerla hasta que hayan llegado los demás. Ah, aquí está Hollister.

El nombrado, un individuo dinámico, enérgico, de movimientos rápidos, con una cartera en la mano, subió el yate y fue presentado a Mason y Della Street. Luego, al cabo de unos momentos, apareció un grupo de periodistas, acompañados por algunos fotógrafos con cámaras y, por fin, Lattimer Rankin llegó con cierta majestad, cruzando sin prisa la pasarela de acceso al yate.

—¿Dónde está Maxine? —preguntó Olney.

—Creí preferible que no viniera —contestó Hollister—. Tenemos ya su declaración jurada y no hay motivo para que la interrogue la prensa, cuando su declaración basta.

Por un momento, el animado semblante de Olney acusó cierta contrariedad.

—Bien, usted es el abogado —dijo luego, secamente.

Olney estuvo atareado un rato con los periodistas. Después, al observar que no faltaba ya nadie, alzó la voz para decir:

—Damas y caballeros, ahora tomaremos unos combinados y les aclararé la razón de esta convocatoria.

—Oiga, Olney —dijo uno de los periodistas—, ya sabemos el motivo de esta reunión. Su abogado ha demandado a Durant con respecto a su cuadro de Feteet. Los combinados vendrán muy bien, pero lo que queremos es un artículo para los diarios, y quizá sea preferible que oigamos la historia de sus labios antes de beber.

—Si quisiera usted colocarse delante del cuadro, señor Olney… —sugirió un fotógrafo.

Lattimer Rankin avanzó unos pasos.

—¡Un momento! Deseo que todo se haga en debida forma. Deseo que…

—Oiga, ¿quién diablos es usted? —le interrumpió otro periodista.

—El tipo que vendió el cuadro —le explicó un colega.

—Está bien, está bien; colóquese delante del cuadro, al lado de Olney.

—¡Un instante! —era la voz de Corliss Kenner la que se dejó oír—. No quiero ser la única experta a la que se interrogue en este asunto. Ahora vendrá otro. No sé por qué no fue invitado en mi lugar. Es el mejor en este particular tipo de arte de todo el país. Realmente, me asombra que no haya sido invitado, incluso antes que yo.

Se volvió hacia Olney.

—Me refiero a George Lathan Howell. Me tomé la libertad de invitarle bajo mi responsabilidad. Espero que no le importe, Otto. Existen ciertos motivos por los que deseo conocer su opinión. No tardará ya.

—Oigan —intervino Hollister, malhumorado—, esto es un pleito legal y deseo ser yo quien diga cómo debe llevarse adelante. El testigo…

—¡Hola a todo el mundo! —tronó una voz—. Creo que llego tarde.

—Aquí está Howell —exclamó Corliss Kenner, claramente aliviada.

Mason contempló al individuo de treinta y cinco años, bronceado, que penetró en el salón con paso ligero y la amabilidad de quien sabe será bien recibido.

—Ahora ya podemos empezar —sugirió Corliss.

—Como saben ya los periodistas —comenzó a decir Olney—, y la mayoría de ustedes tienen derecho a saber, ha sido formulada una acusación respecto al cuadro de Felipe Feteet, asegurando que no es auténtico, que se trata de una falsificación.

—¡Por Dios santo! —exclamó Howell.

—La autenticidad de este cuadro no tiene duda —afirmó Rankin—. Ningún otro pintor podría conseguir este efecto brillante, esta pigmentación, este…

—¡Por favor! —le cortó en seco Otto Olney—. Quiero servir unas bebidas. Ustedes, muchachos, tomen sus fotos. Quieren fotos y las tendrán. Vamos, nosotros nos colocaremos delante del cuadro. Usted aquí, Hollister. Rankin, usted aquí, y tú, Corliss, a su lado. Y, claro está, usted también, Howell.

—Yo no —objetó Hollister—. No quiero colocarme en situación de tener que demandar a los periódicos. Prefiero no figurar en ninguna foto, y creo que el señor Howell tampoco…

—Howell es el mejor experto de arte que existe en la actualidad —replicó Otto Olney—, y me alegro de que haya venido.

—Bien, todos delante del cuadro —ordenó un periodista—. Y no miren a la cámara como si supieran que les están retratando. Miren al cuadro. De refilón, naturalmente. No queremos fotografiarles de espaldas. Si acaso, de perfil.

Los fotógrafos dispusieron el grupo. Los «flashs» refulgieron y las cámaras actuaron.

—Bien, ya tenemos las fotos —aprobó uno de los periodistas—. Ahora vayamos a continuar con el resto de la historia.

—Collin M. Durant —comenzó Olney—, un sedicente experto en arte, un tipo que afirma ser comerciante, ha desafiado la autenticidad de este cuadro. Afirma que no es un verdadero Feteet.

—¡Buen Dios! —exclamó Corliss Kenner—. ¿Es posible imaginar que alguien que entienda de arte profiera semejante blasfemia?

—Ahora me gustaría —continuó Olney— que el señor Howell hiciera una declaración…

—Aquí tenemos dos expertos en arte —le atajó Hollister—. Si los fotografían juntos y declaran a la vez, tendremos que citarles a ambos ante el tribunal. De lo contrario, daremos la impresión de que uno de nuestros testigos nos ha fallado.

—Bueno, nadie fallará —rió Howell—. No hay necesidad de examinar muy de cerca este cuadro para saber quién lo hizo. Creo que cualquier entendido de este país podría citar el nombre del autor de este cuadro y la fecha aproximada de su composición, sólo con una ojeada. Este cuadro fue realizado entre el treinta y tres y el treinta y cinco, la época en que Feteet empezó a desarrollar una nueva técnica. Si hubiera vivido unos años más habría revolucionado la pintura contemporánea. Y el único motivo de no haber creado escuela es que nadie más ha sido capaz de imitarle.

—Creo que hay algo en la pigmentación… —insinuó Corliss.

Howell asintió.

—De esto no hay duda. Poseía el secreto de mezclar los colores. Y el resultado fue éste. Contemplen la piel de los hombros de las mujeres bajo el árbol. La suave tez, el brillo… Alguien afirmó que ponía aceite de coco en sus pinturas.

—Bien, no es esto —replicó Corliss Kenner—. El aceite de coco no sirve.

—¿Lo ha probado usted? —le retó Howell.

La joven vaciló y por fin sonrió.

—Experimenté un poco. Quería averiguar el secreto. Supongo que esto lo habrá hecho todo buen experto en arte.

Unos sirvientes de chaquetilla blanca aparecieron en el salón, con unas bandejas de plata encima de las cuales había copas hielo y botellas.

—Tenenos scotch y soda —anunció Olney—. Bourbon y las mezclas convencionales. Manhattans. «Oíd Fashioneds» y martinis, ya mezclados. Hay un bar en el rincón y…

—¿Cuánto le costó este yate, Olney? —preguntó un periodista, de repente.

—Bueno… Más de trescientos mil —contestó el propietario de la embarcación, quedamente.

—¿Cómo lo mantiene? ¿Lo ha amortizado?

—¿Es cierto que tiene todos sus cuadros aquí? —insisitió el mismo periodista.

—Casi todos, sí.

—¿Por qué?

Se produjo un embarazoso silencio.

—Lo hallo conveniente —respondió Olney al fin—, y me gusta tenerlos cerca de mí. Paso en este yate muchas horas.

—Él y su esposa —le explicó Hollister a Mason— no comparten los mismos gustos. A ella no le gustan el arte ni los gentíos. Él vive casi siempre en este yate.

—¿Divorcio? —quiso saber Mason.

—No.

Compareció un camarero junto al abogado.

—Al señor Olney le gustaría saber qué va a tomar.

Mason miró a Della Street.

—Scotch y soda —dijo la joven.

Mason asintió.

—Para dos.

—Sí, señor.

—Es difícil mantener todo esto sujeto por las riendas —comentó Hollister—. Creo que es una buena idea formar una historia, pero no quiero verme acusado de utilizar la publicidad para crear una atmósfera oportuna en una demanda judicial. No lo encuentro ético.

—Estoy de acuerdo —Mason frunció el ceño.

Howell, que se había aproximado al cuadro, sacó una lupa del bolsillo y examinó cuidadosamente la tela.

Mason, tras haber aceptado la copa de manos del camarero, se acercó al experto en arte.

—¿Bien?

—No hay la menor duda —le dijo Howell—, pero deseo asegurarme de que ningún fiscal o abogado contrario podrá interrogarme y… No, un momento —añadió el joven, ante un gesto de Mason—. No lo dije de manera personal, señor Mason. Usted ya sabe que hay abogados y abogados.

—Como hay expertos en arte y expertos en arte —corroboró Mason, riendo.

—Exacto, no sabía nada de este asunto hasta que Corliss me llamó. Y tampoco sé cómo diablos un experto puede haber dudado de la autenticidad de esta tela… Le aseguro, Mason, que esto va a ser una inmensa propaganda para todos los Feteet que existen. Sólo hay un par de docenas por el mundo. Personalmente, puedo añadir de tres a cinco mil dólares al precio de cada uno, después de esta propaganda, y creo que me quedo corto. Si alguna vez tiene la oportunidad de quedarse con un Feteet a menos de quince mil dólares, piense que es una buena y muy segura inversión.

—¿Así que cree que van a subir? —preguntó Mason.

—Sé que van a subir —Howell se mostró categórico—. ¿Cómo empezó este embrollo?

—Según tengo entendido —le explicó Mason—, aunque no soy el abogado del caso, hubo una reunión aquí con un comerciante llamado Durant…

—Le conozco —le interrumpió Howell—, es un tipo que sólo busca publicidad. Adelante.

—Y en el curso de una conversación expresó su opinión de que el cuadro era una falsificación.

—¿Se lo dijo a Olney?

—No, a una joven artista llamada Maxine Lindsay.

Howell se puso rígido al oír aquel nombre.

—Entiendo —dijo con tono inexpresivo.

—Y —continuó Mason— creo que ella le repitió la conversación al señor Rankin, el comerciante que le vendió el cuadro a Olney. Rankin se lo comunicó a Olney y, naturalmente, éste se enfureció. Cree que la opinión de Durant, si permite que quede sin refutación, puede afectar al valor del cuadro.

—Bueno, una cosa es cierta —declaró Howell—: cualquier persona que esté en sus cabales se guardará mucho de poner en duda la autenticidad de esta pintura.

Mason volvió al lado de Della Street y brindó con ella

—La estaba buscando —le dijo.

—Lo mismo digo. ¿Hemos de quedamos mucho tiempo? Existe la posibilidad de que esto se convierta en un campo de batalla.

—Nos quedaremos el tiempo suficiente para hacemos cargo de la situación —replicó Mason.

Resplandeció un «flash».

—Espero que no se opondrá, señor Mason —le espetó un periodista—, pero usted y su secretaria, en tanta intimidad y mirándose a los ojos, es, para mi diario, un artículo mucho mejor que el de este cuadro. Bien, ¿cuál es su interés en este asunto?

—Me invitaron. Pensé que sería interesante saber cómo vive la otra mitad.

—Claro, usted nada en la miseria —rió el periodista.

Mason se volvió hacia Della Street con una sonrisa.

—Le estrecharemos la mano a nuestro anfitrión y nos marcharemos.

—¿A la oficina? —quiso saber Della Street, con una sonrisa.

—¡No sea boba! Hay cosas mejores que hacer. Bajaremos a Marineland, y usted telefoneará a Gertie para que no nos aguarde. Dígale que se ponga en contacto con Paul Drake en la agencia, por si acaso ocurre algo. Dígale también que yo llamaré a Paul antes de que acabe la velada… y nosotros ahora nos iremos a cenar y a bailar un poco al Robert’s Roots.

—Magnífico —aprobó Della Street, animada.