Capítulo II

—Su testigo se halla en la sala de espera, jefe —anunció Della Street a la una y media de aquella tarde.

—¿Testigo? —repitió Mason.

—La del cuadro falsificado.

—Oh, la joven a la que Durant trató de impresionar asegurándole que el cuadro de Olney era una imitación. Quiero saber si sabrá conservar la serenidad delante de un jurado; por tanto, echémosle una ojeada, Della.

—Ya se la he echado.

—¿Qué tal es?

Los ojos de Della chispearon.

—Sabrá estar en el tribunal sin descomponerse.

—¿Edad?

—Veintiocho, veintinueve, treinta.

—¿Rubia, morena, pelirroja?

—Rubia.

—Veámosla —propuso Mason.

—Al momento, jefe —Della Street salió del despacho y al cabo de un instante regresó con una rubia de ojos azules, que sonreía con cierta desconfianza.

—Maxine Lindsay —presentóla Della Street—, éste es el señor Mason.

—¿Qué tal? —la joven avanzó y tendió su mano al abogado con un gesto impulsivo—. ¡He oído hablar mucho de usted, señor Mason! Cuando el señor Rankin me comunicó que tenía que venir a verle apenas pude dar crédito a mis oídos.

—Encantado de conocerla —correspondió Mason—. Bien, ¿sabe por qué se halla aquí, señorita Lindsay?

—Por el asunto del señor Durant, ¿verdad?

—Exacto. ¿Le importaría contármelo todo?

—¿Se refiere al Feteet falsificado?

—¿Fue falsificado?

—El señor Durant así lo dijo.

—Está bien —concedió Mason—. ¿Quiere sentarse en este sillón, señorita Lindsay, y referirme toda la conversación?

La joven se dejó caer en el sillón indicado, le sonrió a Della Street y se alisó la falda.

—¿Por dónde empiezo?

—¿Cuándo ocurrió la conversación?

—Hace una semana

—¿Dónde?

—En el yate del señor Olney.

—¿Es amigo suyo?

—En cierto modo.

—¿Y Durant?

—Estaba allí.

—¿Es amigo de Olney?

—Bueno… tal vez deba explicarlo mejor. Se trataba de una especie de reunión de artistas.

—¿Es artista Olney?

—Oh, no, pero le agrada el arte. Le agradan los artistas. Gusta de hablar de arte. Y de cuadros.

—¿Y los compra?

—A veces.

—¿Pero no pinta?

—No, le gustaría pero no sabe. Tiene buenas ideas pero le falta talento.

—¿Y usted es artista?

—Me gustaría serlo. He obtenido algunos pequeños éxitos con algunos cuadros.

—¿Así es cómo conoció a Olney?

Los ojos de la joven buscaron sinceramente los del abogado.

—No. Ni creo que fuese ésta la razón de su invitación.

—¿Por qué la invitó, pues? ¿Interés… personal?

—No como usted cree —negó ella—. Trabajé como modelo. Olney me conoció cuando yo posaba para un artista. Bueno, era bastante buena como modelo hasta… hasta que me creció demasiado el busto. Y entonces decidí dedicarme a la pintura.

—¿Tener un buen busto es malo para una modelo? —se extrañó Mason—. En mi ignorancia, creía lo contrario.

Maxine Lindsay sonrió.

—A los fotógrafos les gustan los bustos grandes; los artistas, como regla, gustan de las figuras delicadas. Yo empecé a perder mi puesto entre las modelos de los grandes pintores, y no quise posar para fotógrafos de baja estofa.

—¿Y entonces se dedicó a la pintura?

—Pues… sí.

—¿Vive de ello?

—En cierto modo…, sí.

—¿No había pintado antes? —insistió Mason—. ¿Alguna escuela de arte o…?

—No se trata de esta clase de pintura —le explicó ella—. Hago retratos.

—Creí que para esto se necesitaba un buen aprendizaje.

—No, tal como yo lo hago. Cojo una fotografía, una fotografía en negro, la amplío a veintidós por veintiocho, y tiro una prueba. La imagen, de esta forma, sólo tiene que servirme de guía. Repaso dicha imagen con pintura transparente. Después, con esto como base, empleo unos aceites para terminar el retrato. He tenido bastante éxito.

—Pero Olney se hallaba más interesado en usted como…

Ella sonrió de nuevo.

—Creo que estaba interesado en mi actitud hacia el arte y… bueno, en mis ideas respecto a posar.

—¿Y cuáles son estas ideas? —quiso saber Mason.

—Si una quiere posar, ¿por qué no decirlo con franqueza? Nunca fui hipócrita y… Bueno, una vez que yo estaba posando, hablé con el señor Olney respecto a su filosofía de la vida y la mía propia… Bien, poco después me invitó a una de sus fiestas.

—¿Fue entonces cuando Durant le habló del cuadro?

—Oh, no, esto fue mucho más tarde, exactamente hace una semana.

—Bien, ahora hábleme de la fiesta. ¿Habló allí con Durant?

—Sí.

—¿Se refirió él al cuadro de Olney?

—No fue así. En realidad, Durant discutía a los comerciantes de arte.

—¿Y nombró a Lattimer Rankin?

—Era a éste a quien criticaba con más ahínco.

—¿Podría transcribirme la conversación?

—Creo que Durant quería impresionarme —dijo la joven—, pero… Bueno, nos hallábamos en la cubierta del yate y empezó a adoptar una actitud bastante… personal. Yo le estoy muy agradecida al señor Rankin. Pienso que Durant se dio cuenta de ello y no le gustó.

—Adelante.

—Nombró al señor Rankin, hizo algunas observaciones a su respecto, asegurando que era un poco… bueno, de haber sido una mujer le habría motejado de felino.

—Pero Rankin no es una mujer.

—¡Categóricamente no! —exclamó Maxine.

—¿Se mostraron inquietas sus manos? —preguntó Mason.

—Todas las manos masculinas suelen mostrarse inquietas. Las de Durant fueron muy insinuantes.

—¿Y luego?

—Le manifesté que me agradaba mucho el señor Rankin, que éste era amigo mío y entonces me contestó: «Está bien, téngale como amigo si quiere, pero no le compre ningún cuadro o la estafará».

—¿Y usted qué le respondió?

—Le pedí que me aclarase el significado de sus palabras.

—¿Y qué dijo él?

—Que o bien Rankin no entendía de pintura o estafaba deliberadamente a sus clientes, y que uno de los cuadros existentes en el yate, que Rankin le había vendido a Olney, era falso.

—¿Le preguntó cuál?

—Sí.

—¿Y se lo aclaró?

—Sí, el Felipe Feteet colgado en el salón.

—¿Se trata de un buen yate?

—Sí, un gran yate. Puede ir a cualquier parte.

—¿Olney da la vuelta al mundo?

—No lo creo. De cuando en cuando efectúa alguna travesía, pero principalmente utiliza el yate para sus reuniones con los artistas. Vive a bordo gran parte del tiempo.

—¿Entonces no invita a los artistas amigos a su casa?

—Creo que no.

—¿Por qué?

—Temo que su esposa no lo aprueba.

—¿La conoce usted?

—No.

—¿Pero sí a Olney?

—Sí.

—Está bien —suspiró Mason—. Tengo que ser un poco rudo. Usted declarará como testigo.

—¡No quiero declarar como testigo!

—Tiene que hacerlo —objetó Mason—. A usted le hicieron una afirmación. Y tendrá que repetirla. Bien, lo que quiero saber es si un contrainterrogatorio puede sacar a luz algo que resulte embarazoso para usted, personalmente.

—Esto dependerá del contrainterrogatorio —repuso ella, volviendo a mirar francamente a los ojos del abogado—. Tengo veintinueve años. No creo que una mujer de esta edad pueda ser contrainterrogada sin…

—¡Un momento! —le rogó Mason—. Voy a formularle unas preguntas muy directas. ¿Existe algún lazo romántico entre usted y Lattimer Rankin?

La risa de la joven fue espontánea.

—¡No, en absoluto! Lattimer Rankin piensa en el arte, sueña con el arte, come del arte. Su interés en mí es puramente artístico. Me ha encargado algunos retratos. Es un buen amigo. Pero la idea de un asunto entre Lattimer Rankin y yo… Bueno, señor Mason, decididamente, no.

—Está bien. Otra pregunta: ¿Y con Otto Olney?

Maxine estrechó ligeramente los ojos.

—No estoy segura de Olney.

—¿Ha mantenido con él algunas conversaciones… románticas?

—No han habido conversaciones románticas… pero Olney se fija en los tipos… y yo tengo un buen tipo.

—¿Ha estado alguna vez a solas con él?

—No.

—¿Sin discusiones románticas?

—Ninguna. Salvo… Bueno si estuviese a solas con él me haría el amor.

—¿Cómo lo sabe?

—Por mi experiencia.

—¿Pero nunca ha estado a solas con él?

—No.

—¿Ni le ha hecho el amor?

—Tampoco.

—Bien, ahora tenemos que dejar esto bien sentado —dijo Mason—. Entre usted y yo no puede existir ningún malentendido. Yo no conozco a ese Durant, pero si le ponemos un pleito contratará algunos detectives. Y hurgará en el pasado de usted, y también en su presente.

—Comprendido, pero por muchas cosas que averigüe, si no están relacionadas con Rankin u Olney no podrá emplearlas en el asunto.

—O si no están relacionadas con el experto de arte, George Lathan Howell —añadió Mason, consultando sus notas.

—El señor Howell es muy simpático.

—Está bien —opinó Mason—, ciñámonos a esto. Es muy simpático. Usted le conoce y él la conoce, ¿eh?

—Sí.

—¿Algún romance?

—Podría mentir —alegó ella.

—¿Aquí o en el sillón de los testigos?

—En ambos sitios.

—Yo no lo haría —le aconsejó Mason.

La joven vaciló un instante y otra vez sus azules pupilas se clavaron en las del abogado.

—Sí —dijo.

—¿Sí… qué?

—Sí, respecto al romance.

—Correcto. Intentaré protegerle a usted en lo posible. Ante todo, voy a efectuar una llamada telefónica —Mason giró la cabeza hacia Della Street—. Póngame en comunicación con Lattimer Rankin.

Un momento más tarde, a indicación de Della, Mason cogió el aparato telefónico de su mesa.

—Habla Mason, Rankin. Usted ha nombrado a George Lathan Howell como experto en arte. Bien, opino que sería mejor buscar a otro.

—¿Por qué? —gruñó Rankin—. ¿No es bueno Howell? A mi entender, es el mejor de todos y…

—Mi opinión no tiene nada que ver con su reputación profesional —le cortó Mason—, pero tampoco puedo decirle a usted el motivo. Simplemente, me limito a darle un consejo como abogado suyo. ¿Conoce a algún otro experto que sea de confianza?

—Corliss Kenner —dijo Rankin, tras un momento de reflexión.

—¿Quién es?

—Una mujer. Muy buena como experta. Joven, pero conoce el oficio y yo aceptaré sus opiniones como las del mejor.

—¡Estupendo! —alabó Mason—. ¿Se trata de una muchacha con gafas gruesas, pelo estirado y…?

—¡Cáspita, no! Es terriblemente atractiva. Viste bien, se peina bien, posee un tipo excelente…

—¿Edad?

—No lo sé. Apenas treinta.

—¿Treinta y cinco?

—Creo que algunos menos.

—¿Le gustaría contratarla?

—Sí, me gustaría. Naturalmente, he meditado sobre todo esto, y tal vez Olney querrá contratar a un experto por su cuenta, pero… pienso que no pondrá objeciones a que sea Corliss.

—Magnífico —aprobó Mason—. Un momento.

El abogado sostuvo el aparato en la mano, mientras miraba a Maxine Lindsay con una sonrisa.

—Creo que no hay motivo de preocupación para un contrainterrogatorio si el experto en arte es Corliss Kenner.

La joven le sonrió al responder.

—No, no hay ningún motivo, claro.

—Bien —Mason volvió a acercar el micrófono a sus labios—. Olvídese de Howell, Rankin, y busque a Corliss Kenner. Yo voy a obtener una declaración de Maxine Lindsay. No se siente muy ansiosa de figurar en este asunto, pero colaborará.

—Es una buena idea —repuso Rankin—, y aunque su técnica sea un poco mecánica, creo que podré ayudarla en su trabajo. Dígale que tengo otro encargo de retratos para dos niños.

—Se lo diré —le aseguró Mason, colgando.

—¿Puedo preguntarle por qué necesita mi declaración? —quiso saber Maxine.

—La declaración —Mason se retrepó en su asiento y la miró fijamente— servirá para aseguramos de que usted no nos conduce a un atolladero. Usted me contará ciertas cosas. Y yo le aconsejaré a mi cliente, a la vista de las mismas. Tengo que estar seguro de que cuando usted se presente a testificar declarará lo mismo que usted me habrá contado. De lo contrario, mi cliente se vería en un compromiso muy serio.

Ella asintió.

—Por tanto —continuó Mason—, necesito una declaración de la persona que va a ser el testigo clave. Se trata, claro está, de una declaración jurada. Si más adelante usted refuta su historia, podrá ser acusada de perjurio, lo mismo que si jura en falso en el estrado de los testigos.

Maxine Lindsay compuso una expresión de gran alivio.

—¡Oh, es esto! De acuerdo, haré una declaración jurada.

Mason volvió la cabeza hacia Della Street.

—Redacte la declaración, Della. Recoja la firma de la testigo y haga que ésta levante la mano derecha y jure.

—No quiero engañarle, señor Mason —intervino Maxine—. No voy a dejarle nunca en mal lugar, si es esto lo que le preocupa. No me gusta estar mezclada a este asunto, pero puesto que es preciso… no le defraudaré a usted. Nunca he defraudado a nadie. No suelo actuar de este modo.

—Esto me satisface enormemente —repuso Mason, aceptando la mano que la joven le tendía—. Y ahora vaya con la señorita Street y firme la declaración.

La joven titubeó un instante.

—Si ocurriese algo en relación con este asunto podría ponerme en contacto telefónico con usted, ¿verdad?

—Llame a la señorita Street —le contestó Mason—. ¿Cree que ocurrirá algo?

—Tal vez.

—Entonces, llame a este despacho y pregunte por la señorita Della Street.

—¿Y si se produce una emergencia, fuera de las horas de oficina o en un domingo?

Mason la contempló pensativamente.

—Puede llamar a la agencia de detectives Drake. Sus oficinas se hallan en este mismo piso. Tienen abierto las veinticuatro horas del día, todos los días de la semana. Paul Drake puede ponerse en contacto conmigo inmediatamente.

—Gracias —le agradeció la joven, volviéndose hacia Della Street.

Mason les contempló mientras salían del despacho. Su frente mostraba un profundo pliegue.

Bruscamente, cogió el teléfono y habló con la centralita.

—Por favor, Gertie, póngame con Paul Drake.

Cuando, un momento después, el abogado tuvo al detective al otro extremo de la línea, dijo:

—Una antigua modelo de artista, llamada Maxine Lindsay, Paul. Ahora trabaja por cuenta propia haciendo retratos. Para ser modelo posee un busto ya demasiado pronunciado. Lattimer Rankin, el comerciante en cuadros, la está protegiendo, pero no quiero que sepa que llevamos a cabo ninguna investigación a este respecto. Deseo una idea general, Paul.

—¿Edad? —preguntó Drake.

—¿De Maxine? Unos veintinueve, rubia, ojos azules, buen tipo, sincera.

—Bien, haré lo que pueda —le prometió el detective.

—Seguro que sí —repuso Mason con cierta sequedad—. Si la chica trata de ponerse en contacto conmigo, procura descubrir qué quiere, y si lo crees importante pásame la información.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—Nada más —gruñó Perry Mason. Y colgó.