Capítulo I

Perry Mason, al abrir la puerta de su despacho particular, le sonrió a Della Street, su secretaria confidencial.

—Sí, he llegado tarde.

—¡Naturalmente que ha llegado tarde! —repitió Della Street, mirando su reloj de pulsera y sonriendo con indulgencia—. Claro que si desea dormir hasta tarde no conozco a nadie que tenga más derecho a ello que usted…, pero temo que ahora tengamos que comprar una nueva alfombra para la sala de espera.

Perry Mason compuso una expresión de extrañeza.

—¿Una nueva alfombra?

—La que tenemos debe de estar ya desgastada.

—¿A qué se refiere, Della?

—Hay un cliente que está aguardando desde las nueve menos un minuto, cuando Gertie abrió la oficina. Lo malo es que no ha querido sentarse. Se está paseando arriba y abajo, a razón de cinco millas por hora, consultando su reloj cada quince o veinte minutos, y preguntando dónde diablos está usted.

—¿Quién es?

—Lattimer Rankin.

—Rankin… Rankin… ¿No es alguien que tiene que ver algo con cuadros?

—Sí, es un comerciante en arte —puntualizó Della.

—Ah, sí, ahora le he situado —exclamó Mason—. Es el que testificó respecto al valor de una pintura en aquel pleito civil… y nos regaló un cuadro. ¿Dónde demonios está ese cuadro, Della?

—Acumulando polvo en la alacena de la biblioteca legal. Bueno, allí ha estado, al menos hasta las nueve y cinco de esta mañana.

—¿Y ahora? —quiso saber Mason.

—Pues lo cogí y lo colgué en la derecha de la puerta, o sea, en el sitio donde un cliente pueda verlo cuando se siente en el sillón reservado a las visitas.

Y Della Street le señaló el cuadro.

—Buena chica —aprobó el abogado—. Oiga, ¿no lo habrá colgado boca abajo?

—Si quiere saber mi opinión, yo diría que sí —asintió Della Street—, pero en el dorso hay una etiqueta con el nombre de Lattimer Rankin y su dirección. Y si ahora la etiqueta está boca arriba, de lo cual me he asegurado, el cuadro también lo está. Por tanto, si nuestro cliente le mira con enojo y le dice: «Señor Mason, ha colgado usted el cuadro boca abajo», usted podrá devolverle la mirada y espetarle: «Señor Rankin, usted pegó la etiqueta boca abajo».

—¡Estupendo! —dijo Mason—. Bien, ahora dejémosle sacar los tentáculos. Hágale pasar, Della. Sabía que esta mañana no teníamos ninguna entrevista estipulada, por lo que me he entretenido algo más que de costumbre.

—Yo dije que estaba usted en camino y que se había metido en un atasco de la circulación.

—¿Y usted cómo se enteró? —sonrió Mason.

—Telepatía.

—¿Es que se propone leer constantemente en mi cerebro?

—Creo que es el deber de toda buena secretaria, ¿no? Bien, haré pasar al señor Rankin antes de que la alfombra se agujeree.

Unos momentos después, Della Street abrió la puerta y Lattimer Rankin, un individuo alto, moreno, de rostro enjuto, con ojos grises, penetrantes pupilas, entró en el despacho a largas zancadas como si estuviera tomando parte en una maratón y no pudiera aflojar el paso. Cruzó hacia la mesa de Perry Mason, le asió la mano con un fuerte apretón de sus dedos huesudos, paseó la mirada por la amplia estancia y exclamó:

—Veo que colgó usted mi cuadro. Mucha gente no sabría apreciar esta obra de arte, pero yo estaba seguro de que usted sí. Tiene poder, armonía… Mason, quiero demandar a un tipo por difamación y calumnia.

—Nada de eso —objetó Mason.

El comentario del abogado hizo que Rankin se irguiese en toda su estatura.

—Creo que no me ha entendido —dijo con énfasis—. He sido calumniado. Y quiero que usted curse la demanda inmediatamente. Quiero demandar a Collin M. Durant por medio millón de dólares.

—Siéntese —le invitó Mason.

Rankin obedeció, instalándose en el sillón de los clientes, con la rigidez de una regla de carpintero al ser plegada. Parecía rígido incluso en sus articulaciones.

—Quiero demandarle y obtener toda la publicidad posible —continuó Rankin—. Quiero obligar a Collin M. Durant a largarse de la ciudad. Es un incompetente, un granuja, un individuo afanoso de propaganda, un competidor falto de ética, y carece de todos los modales que distinguen a un caballero.

—Y usted quiere demandarle por medio millón de dólares —replicó Mason.

—Exactamente.

—Y desea mucha publicidad.

—De acuerdo.

—Desea pregonar que ha sido perjudicada su reputación profesional.

—Usted lo ha dicho.

—Por el importe de medio millón de dólares.

—Sí, señor.

—Bien —puntualizó Mason—, en ese caso tendrá que especificar de qué modo Durant le perjudicó.

—Asegurando que soy un incompetente, que mi criterio es erróneo, y que he estafado a uno de mis clientes.

—¿Y ante quién efectuó estas afirmaciones? ¿Ante cuántas personas?

—Bien, llevo tiempo sospechando de que ha hecho insinuaciones en este sentido siempre que tenía alguien cerca que pudiera oírle, pero esta vez se las ha hecho a una persona bien definida, una joven llamada Maxine Lindsay.

—¿Qué le dijo a la señorita Lindsay?

—Que un cuadro que yo le vendí a Otto Olney era una vulgar imitación y que cualquier entendido en arte lo habría visto al momento, tal como él lo vio.

—¿Le dijo esto a Maxine Lindsay?

—Sí.

—¿Delante de testigos?

—No había más testigo que la propia muchacha. En tales circunstancias no podía esperarse ninguno más.

—¿Qué circunstancias? —inquirió Mason.

—Estaba intentando mejorar sus relaciones con la joven… Engatusándola, creo que es la expresión.

—¿Repitió ella las manifestaciones de Durant? —preguntó Mason—. Es decir, ¿las propagó?

—No. Maxine Lindsay es estudiante de arte. Yo la he ayudado un par de veces. Le di varias gangas en materias pictóricas y ella me está muy agradecida. Vino a contarme lo que había oído de labios de Durant, porque pensó que yo debía estar al corriente de sus manejos. Yo ya lo sospechaba, como le he dicho, pero ésta fue la primera oportunidad que tuve de probarlo.

—Está bien —aprobó Mason—. Ahora le repetiré lo que dije antes: usted no presentará la demanda.

—Temo que no me haya entendido —casi gritó Rankin, nervioso—. Mi crédito es bueno. Aquí tengo mi talonario. Estoy dispuesto a darle un anticipo. Quiero que curse la demanda inmediatamente. Por medio millón de dólares. Seguramente, los tribunales no se opondrán, y si usted no quiere aceptar mi caso…

—Descendamos a la tierra —le atajó el abogado—. Y vayamos a los hechos.

—De acuerdo, vayamos a los hechos.

—Maxine Lindsay sabe que Collin Durant dijo que usted le había vendido a Otto Olney un cuadro que no era auténtico… A propósito, ¿cuánto cobró usted por el cuadro?

—Tres mil quinientos dólares.

—Bien —continuó Mason—. Maxine Lindsay sabe lo que dijo Durant. Usted demanda a éste por medio millón de dólares. Los periódicos publican la noticia. Mañana por la mañana, un millón de lectores sabrán que un comerciante de arte llamado Lattimer Rankin ha sido acusado de vender un cuadro falsificado. Esto es todo lo que recordarán.

—¡Bobadas! —exclamó Rankin—. Sabrán que yo acuso a Collin Durant, que alguien al menos tiene el suficiente valor como para defender su nombre.

—Nada de eso —denegó Mason—. Leerán lo de la demanda, pero no se fijarán en nada, aparte de que un experto en arte vendió un cuadro falsificado a un cliente por valor de tres mil quinientos dólares.

Rankin frunció el ceño, parpadeando luego varias veces, hasta que por fin volvió a concentrar su mirada en el rostro de Mason.

—¿Quiere decir con esto que debo quedarme sentado, dejando que ese individuo vaya propagando calumnias a diestro y siniestro? ¡Que me cuelguen, Mason! Ese tipo no es un experto, sino un comerciante, y aún diré más: ¡Un mal comerciante!

—No se lo he preguntado —le interrumpió Mason—, ni usted acaba de pronunciar las últimas palabras, porque Durant podría demandarle a usted por difamación de carácter. Y ahora, acepte mi consejo. Porque voy a darle un consejo. Probablemente no será el que usted desearía, pero es el que necesita. Cuando se demanda a un hombre por difamación, la propia reputación del demandante se pone en tela de juicio. Usted tendrá que declarar y el abogado de la parte contraria le acribillará a preguntas. Supongamos que yo le hago esta primera: ¿Le vendió usted a Otto Olney un cuadro falsificado?

—Absolutamente no.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque entiendo en cuadros. Y conozco al artista. Sé cómo trabaja. Conozco su estilo. Entiendo de arte, Mason. ¡Que me cuelguen! No podría dedicarme a este negocio sin entender. El cuadro es completamente auténtico.

—De acuerdo —suspiró Mason—. Por tanto, en lugar de demandar usted a Durant por valor de medio millón de dólares, afirmando que ha dañado su reputación, y colocándole a usted en el sillón de los testigos, tratando de demostrar que las afirmaciones de Durant fueron hechas con malicia, a fin de minar la confianza de sus clientes en usted, iremos a ver a Otto Olney.

—¿Por qué? —se extrañó Rankin.

—Veremos a Otto Olney, como dueño del cuadro, para que demande a Durant, afirmando que éste ha desvalorizado el cuadro con su declaración. Olney alegará que pagó tres mil quinientos dólares por la pintura, que ahora vale dos veces dicha cantidad, o sea, siete mil dólares, y que las afirmaciones de Durant respecto a la autenticidad del cuadro le han perjudicado en siete mil dólares. Entonces —prosiguió Mason—, la gente que lea los periódicos sabrá que un hombre de la categoría de Otto Olney ha acusado a Durant de difamador e incompetente en arte, y además de embustero. Lograremos que los periodistas se interesen por el asunto, fotografiaremos el cuadro en cuestión, y Olney convocará a un experto en arte para que pronuncie su juicio sobre el cuadro. Después haremos una fotografía de usted, el experto y Otto Olney, delante del cuadro, estrechándose las manos y con expresiones resplandecientes. El público, acto seguido, llegará a la conclusión de que Collin M. Durant es un tipo indeseable, que usted es un gran entendido en arte, que los expertos apoyan sus juicios y que sus clientes siempre quedan sumamente satisfechos. Lo único que estará en litigio será la autenticidad del cuadro, no su reputación ni la cantidad de perjuicios… ni nada que pudiera dar lugar a la publicación de ciertos detalles tal vez no demasiado propicios a usted.

Rankin parpadeó de nuevo, se llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta, extrajo un talonario y dijo:

—Es un placer trabajar con un verdadero experto, señor Mason. ¿Le parece suficiente un anticipo de mil dólares?

—Mil dólares serán tan buenos como quinientos —le aseguró el abogado—, según lo que usted desee y la seriedad del asunto.

—El asunto es muy serio —afirmó Rankin—. Collin M. Durant es un tipo listo, uno de esos individuos aprovechados, muy charlatán. No se contenta con hacer amistades en el mundo del arte y edificar su reputación lentamente, gracias a sus méritos. Quiere conseguir esto destruyendo las reputaciones ajenas. No soy yo solo quien ha sido blanco de sus calumnias y sátiras, aunque tal vez sí sea el único que posee un caso definido, en el que un objeto de arte específico que yo vendí ha sido tachado positiva y decididamente por Durant como falso, delante de un testigo que puede atestiguarlo.

—¿Qué tal están sus relaciones con Olney? —quiso saber Mason—. Le vendió el cuadro. ¿Ninguno más?

—Sólo uno. Pero tengo motivos para creer que Olney me considera en términos de amistad.

—¿Por qué sólo uno? —quiso saber Mason—. Cuando hace una venta, ¿por qué no trata de conservar al cliente?

—Lo cierto es que Olney es un individuo muy peculiar, con gustos muy definidos. Entonces quiso un cuadro, y sólo un cuadro. Y precisamente aquél. Me comisionó para que lo adquiriese en su nombre, y creo que el mismo encargo se lo hizo a otros.

—¿Qué cuadro es?

—Un Felipe Feteet.

—Temo que tendrá que ilustrarme más a este respecto —le manifestó Mason.

—Felipe Feteet es, mejor dicho, era un francés que emigró a Filipinas y empezó a pintar. Sus primeras obras fueron bastante mediocres. Pero más tarde consiguió lo que iba a ser su fuerza: cuadros de nativos a la sombra, con el sol al fondo. Tal vez no se ha dado cuenta de ello, señor Mason, pero hay pocos, muy pocos pintores que consigan el verdadero efecto del sol. Para esto existen motivos, uno de los cuales es que la tela no puede transmitir la luz, sólo emplea colores para sugerirla. El contraste, por tanto, entre luz y sombra se halla a veces subrayado en un cuadro. Pero en la obra de Felipe Feteet, bueno, en sus últimos años, logró unas pinturas tan vivas que causan un terrible impacto. La ilusión de la luz del sol es tan brillante que deslumbra. Uno desea ir en busca de un par de gafas negras. Ni siquiera estudiando tales cuadros ve uno cómo lo consiguió. Felipe poseía un don para esta clase de trabajo. No creo que haya más de dos docenas de cuadros de este estilo en existencia, y muy poca gente sabe apreciarlos. Pero actualmente parece que este aprecio va en aumento. Usted dijo que el cuadro de Olney fue vendido por tres mil quinientos dólares y que en la actualidad vale siete mil. Creo que esta cifra debe ser aumentada. Sí, yo vendí el cuadro por tres mil quinientos dólares. Y ahora me gustaría volver a adquirirlo por diez mil. Y podría volver a venderlo por quince mil. Y dentro de cinco años espero que valga cincuenta mil dólares.

—Está bien —sonrió Mason—, ahí tiene la respuesta. Vaya a ver a Otto Olney. Arréglelo todo con él. Busque un experto en arte y haga que valore el cuadro. Haga que Olney demande a Durant por difamar la obra. Consiga que el experto en arte le ofrezca a Olney diez mil dólares por el cuadro. Esto hará que los periódicos se interesen por el asunto. Olney entabla el pleito, contra Durant. Usted sólo figura en el asunto como el comerciante que vendió la pintura y cuyo criterio ha sido apoyado por un experto en arte independiente. El hecho de que usted vendiese un cuadro por tres mil quinientos dólares que ahora vale diez mil, y que un experto en arte lo valore en tres veces más de lo que usted cobró por él hace unos años, hará feliz a todo el mundo. Los periódicos querrán saber quién era Felipe Feteet, y usted podrá contar la historia de sus cuadros y por qué cada día suben de valor en el mercado. Esto, al mismo tiempo, incrementará el valor del cuadro de Olney, todo el asunto tenderá a poner en alza la obra general de Felipe Feteet, y Durant será el muñeco que se hallará detrás de todo esto. Si los periodistas entrevistan a Durant, lo único que éste podrá hacer será retirar su declaración de que el cuadro es falso. Entonces, esto le proporcionará a Olney mayor base para su demanda, ya que la opinión de Durant se hallará en conflicto con todos los demás expertos del país. Olney tendrá un buen motivo para su acción, y la dañada reputación de usted no entrará en litigio. En realidad, dicha reputación será supervisada por la publicación. Bien, ¿cuándo podrá tener arregladas completamente las cosas con Olney?

—Puedo visitar a Olney inmediatamente —replicó Rankin—, y además, iré a ver a George Lathan Howell, el notable experto en arte, para que valore el cuadro y…

—¡Un momento! —le atajó Mason—. Usted no hará que Howell valore nada hasta que estemos a punto de entregarle todo el asunto a los periodistas. Por eso le pregunté si estaba seguro de la autenticidad del cuadro. Si existe alguna duda, tendremos que manejar el asunto de otro modo. En un caso así, hay que hacer que nuestra estrategia se acomode a los hechos.

—Puedo asegurarle que el cuadro es un verdadero Feteet —protestó Rankin.

—Vayamos a otro punto. Tendremos que demostrar que Durant dijo que el cuadro era falso.

—Esto ya está solucionado, creo yo. Maxine vino a verme. Y lo escuché todo de sus propios labios.

—Envíemela —le sugirió Mason—. Quiero que haga una declaración. Imagínese lo que pasaría si pusiéramos en marcha el asunto y después careciésemos de pruebas. Durant le tendría atrapado a usted. Hasta ahora, nuestro único testigo es Maxine Lindsay. Hemos de estar seguros de que podemos fiamos de ella.

—Podemos fiamos de la chica —repitió Rankin con aplomo.

—¿Puede hacer que venga aquí y declare? —inquirió el abogado.

—Estoy seguro de ello.

—¿Cuándo?

—Cuando usted diga.

—¿Dentro de una hora?

—Bueno… después de almorzar. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —concedió Mason—. Póngase en contacto con Otto Olney. Entérese de su posición en este asunto, y sugiérale que entable la demanda y…

—¿Y que le contrate a usted?

—¡Cielos, no! —rechazó Mason—. Ya tiene sus propios abogados. Que sean ellos quienes cursen la querella. Yo dispondré sólo la escena desde los bastidores. Usted me paga por mis consejos, Olney paga a sus abogados por llevar adelante el pleito, y Durant pagará los daños y perjuicios por haber querido rebajar el valor del cuadro… y la publicidad resultante elevará su reputación en grado sumo.

—Señor Mason, insisto en firmar un cheque por mil dólares, y le doy gracias al cielo por haber tenido el suficiente sentido común para haber acudido a usted en lugar de ir a otro abogado que me habría permitido decirle lo que yo deseaba que hiciese.

Rankin firmó el talón, se lo entregó a Della Street, le estrechó la mano a Mason con efusión y salió del despacho.

Mason le sonrió a su secretaria.

—Bien, ahora coja ese cuadro y vuelva a ponerlo en la alacena —dijo.