Jueves, 3 de abril de 1969

La atmósfera en la sección de Detectives era peculiar: incómoda y tensa además de satisfecha. Se había atajado a un asesino reincidente de índole extraordinaria, no volvería a matar nunca, pero ese asesino estaba emparentado en cierto modo con la mitad de la policía de Holloman, y era unánimemente apreciado.

Nessie O’Donnell había recibido instrucciones de llevarle a su hija ropa de muda, lo que dio a entender a Nessie, una mujer con experiencia, que la policía se opondría a que saliera bajo fianza, y que Doug Thwaites seguramente coincidiría con ellos. Patrick quedó postrado en cama con una migraña extraña y las hermanas de Millie que seguían en casa se habían vuelto, en palabras de Nessie, «majaras». Al cabo, la madre de Patrick, Maria, y la madre de Carmine, Emilia, la ayudaron a entresacar del ropero de Millie prendas que no tuvieran lazos, fajas, cinturones, pañuelos, encajes ni ornamentación afilada de ningún tipo. Eso le permitió ver que la policía temía que intentara suicidarse, como también lo temía ella. Lo peor fue que no le permitieron ver a su hija, se limitaron a informarle de que estaba bien.

A las nueve llevaron a Millie a través del patio y la planta superior hasta la sala de interrogatorios más agradable, duchada, vestida con vaqueros, zapatillas y una sudadera, la cara sin maquillar y el pelo recogido en un moño. Un aspecto que la favorecía, pues no le hacía falta el menor artificio.

Carmine escogió a Delia para que entrase en la sala con ella, dejando al albedrío de los otros detectives si querían quedarse como observadores o no. Se quedaron todos, desde Abe hasta Buzz pasando por Tony.

—Estoy en un buen aprieto —dijo Millie cuando entró, sonriendo.

Con un vestido azul marino muy comedido, Delia puso la grabadora en funcionamiento e identificó la sesión, sus participantes.

—Teniendo en cuenta que ciento cincuenta personas la vieron vaciar un revólver Smith & Wesson del 38 de seis balas contra el doctor James Hunter ayer mismo, día dos de abril, a las seis horas y un minuto, y que sus actos quedaron grabados por tres cámaras de televisión de cadenas rivales, doctora Hunter, creo que es cierto, está usted en un buen aprieto —dijo Carmine en tono relajado—. ¿Quiere que haya un abogado presente en este interrogatorio, o rehúsa el derecho a pedir un abogado?

—Rehúso el derecho —dijo, con la misma calma.

—¿Dónde consiguió el revólver?

—Lo he tenido desde que Jim y yo fuimos a Chicago.

—¿Tiene permiso?

—No. No me separo de él, lo guardo en el bolso.

—¿También tiene una pistola del calibre 22?

—No. La 22 es de Jim.

—No se localizó en ningún registro.

—No la guardaba en casa ni en el laboratorio, no sé dónde la tenía.

—¿Por qué mató a su marido?

—Es una larga historia, salvo que siempre hay una última gota que colma el vaso, capitán.

—Es hora de contar esa historia, Millie.

Pero ella se salió por la tangente.

—¿Es necesario que haya una policía en mi celda en todo momento? No puedo ni usar el retrete con un poco de intimidad.

—Se llama vigilancia para prevenir el suicidio.

Millie se echó a reír.

—¿De veras cree que me quitaría la vida por un gusano como Jim Hunter?

—Durante dieciocho años dio la impresión a todo el mundo de que amaba intensamente al doctor James Hunter. ¿Ahora le llama gusano y lo mata? ¿Por qué? ¿Qué hizo? ¿Qué cambió?

—Había engendrado un hijo con esa Medusa yugoslava.

—La señora Davina Tunbull asegura que hay sangre negroide en su familia e insiste en que su marido es el padre del niño. Aparte de los ojos verdes, que no son insólitos en personas de raza mestiza, el bebé no se parece a Jim Hunter —dijo Delia, tomando las riendas.

Millie volvió a reír; su risa tenía un componente de histeria, pero se estaba esforzando al máximo por parecer lógica y serena.

—Fue Jim quien engendró ese bebé, no Max Tunbull —mantuvo—. Me traicionó con una mujer que tiene serpientes por cabello. Yo siempre he visto esas serpientes —aseguró en tono acerado—. Davina es Lilith, la serpiente.

—Vamos a dejar de lado al bebé por el momento —sugirió Carmine—. Ha dicho que su razón para el asesinato es una historia muy larga. Cuéntela.

—No sé por dónde empezar.

—¿Por qué no por John Hall? ¿Qué ocurrió en California cuando Jim y usted trabaron amistad? —preguntó Carmine con voz y gestos interesados pero ni remotamente agresivos.

—¡John! —exclamó Millie, sonriendo—. Era un encanto, muy dulce conmigo. Con Jim también, más que conmigo incluso. Jim bajó la guardia, sobre todo después de que John le obligara a operarse. Yo nunca me había dado cuenta de lo mucho que aborrecía Jim su aspecto de gorila hasta que lo perdió después de operarse. Era capaz de pasarse una hora mirándose al espejo, tocándose la cara, acariciándose la nariz, sirviéndose de otro espejo para mirarse de perfil. —Se encogió de hombros y adoptó un semblante alegre—. La generosidad de John liberó al auténtico Jim, ¿me entiende? El caso es que ni John ni yo queríamos a Jim por su cara, antigua o nueva…, queríamos a la persona que llevaba dentro.

—Pero sin duda Jim lo sabía, ¿no? —preguntó Delia.

—Sí, claro que lo sabía. Él y yo ya llevábamos nueve años juntos, y compartía sus secretos tanto antes como después de la operación, y John también empezó a compartir sus secretos.

—¿Qué secretos, Millie? —indagó Carmine.

—Ah, muchas cosas —dijo con vaguedad.

—Tiene que ser más específica, querida —dijo Delia.

Se le torció el gesto, encorvó los hombros y dio la impresión de que menguaba varios centímetros.

—La verdad es que no lo sé —dijo.

—Me parece que sí que lo sabe, Millie. Empiece por un secreto, aunque solo sea una sospecha —la instó Carmine, procurando no atosigarla.

—Recuerdo que había un supervisor de estudiantes en Columbia que le hacía la vida imposible a Jim —dijo Millie, incómoda—. Murió en un terrible atraco el día después de haberle bajado la nota a Jim por un trabajo; Jim se puso furioso, y con razón.

—¿Lo atracó Jim? —preguntó Carmine.

—Eso supuse, porque volvió esa noche cubierto de sangre que no era suya, se duchó y luego tiró la ropa en alguna parte: nunca la volví a ver. No sospecharon de él; no hubo ningún sospechoso.

—¿Algún otro atraco?

—Un par mientras estábamos en Columbia, pero nunca vi a Jim cubierto de sangre, ni eché en falta ninguna prenda más. Simplemente…, me dio que pensar.

—¿Le beneficiaron de algún modo esos atracos? ¿Fueron fatales también?

—Sí, y sí.

—¿De qué modo cambió John Hall las cosas? ¿Le hacía Jim confidencias? —preguntó Carmine.

—No, se las hice yo —dijo Millie con los ojos abiertos de par en par—. Mientras John y yo esperábamos a que terminara la operación de Jim, y luego permanecíamos junto a su cama; Jim tardó dos días en recobrar el conocimiento. En cuanto Jim empezó a sentirse lo bastante bien, John le contó que sabía lo de los atracos.

—Qué imprudencia —comentó Delia.

—A John no se lo pareció así, y la reacción de Jim lo confirmó. Jim se sentía como el cabecilla de un pequeño club, supongo, siempre le había encantado todo lo que tuviera que ver con sociedades secretas y…, no el hampa, sino el inframundo. Una vez John estuvo al tanto, empezó a tratarlo como si fuera un dios, un superhombre, ya saben a lo que me refiero.

—¿Hubo alguna muerte sospechosa en Caltech? —preguntó Delia.

—Dos. Una por arma de fuego y un atropello. Yo solo sospeché, porque John era más transparente, revelaba indicios.

—Tuvo suerte de sobrevivir —señaló Carmine.

—No, nunca corrió peligro con Jim por aquel entonces, pero Jim llegó a la conclusión de que era mejor romper el vínculo.

—¿Se mantuvieron en contacto?

—Alguna que otra vez, pero no volvieron a verse hasta que John vino a conocer a los Tunbull. No sé de qué hablaron mientras Jim acompañaba a John a su coche la noche que vino a vernos a State Street, pero de pronto Jim ya no estaba seguro de que sus secretos estuvieran a salvo. Lo vi venir, pero lo único que pude hacer fue dar parte del robo de la tetrodotoxina. Habría sido incapaz de traicionar a Jim, aunque a nivel subconsciente debía de saber que al informar del robo dirigiría la atención de la policía sobre Jim. Luego su traición cortó todos nuestros vínculos, de cuerpo, mente y alma.

—¿Se cometieron asesinatos en Chicago? —indagó Delia.

—Supongo, pero no me percaté de ello en absoluto.

—¿Puede arrojar luz sobre la crisis nerviosa de John Hall después de que usted y Jim se fueran de Los Ángeles? —preguntó Delia.

—Estaba deprimido, pero un psiquiatra en plan Frankenstein lo sometió a una terapia de electrochoque. ¡Qué barbaridad! Destruyó muchas neuronas —dijo Millie, la neurocientífica—. Pasaron años antes de que estuviera lo bastante recuperado como para hacer otra cosa que aferrarse a Wendover Hall. —Sus ojos ardieron con un fuego azul—. En realidad fue eso lo que me impulsó a darle una lección informando de la desaparición del veneno. Jim se vería obligado a reconocer que había robado a su propia esposa. —Se le hundieron los hombros—. Luego murió John, y al día siguiente murió Tinkerman. Comprendí que Jim había cogido la tetrodotoxina para cometer dos asesinatos, y me vi atrapada.

—Se contradice un poco, Millie —señaló Delia—. ¿Informó del robo del veneno para impedir que su marido le robase su trabajo o que asesinara con él?

—¡No estoy segura! —gritó—. ¿Cómo iba a estarlo? No estoy en mis cabales desde que vi a ese bebé, no soy más que una masa de sentimientos contradictorios y…, y…, no sé, ¡ira! ¡Me engañó! ¡Desde que cumplí los quince años se lo di todo, y ni siquiera fue capaz de mantener la bragueta cerrada!

—Vamos a hacer un descanso para tomar un café —dijo Carmine.

Pasó el rato caminando de aquí para allá por el patio, atormentado casi por tantos sentimientos encontrados como aseguraba padecer Millie Hunter. Algo no encajaba, y por fin alcanzaba a identificar lo que era: Millie no le resultaba verosímil como una persona mentalmente incapacitada. ¿O era su propio cinismo, intentando dejar de lado el parentesco? A veces cometían asesinatos personas mentalmente incapacitadas, incluso en una ciudad pequeña como Holloman, pero los autores, según su experiencia, estaban perturbados, nadie podía dudar de que no estaban en su sano juicio. Con Millie, no era así. La mayor parte de lo que había dicho seguía pautas de raciocinio lógicas en vez de trastornadas, así que a lo que todo se reducía era a una ira irrefrenable. Y ¿era la ira irrefrenable prueba de incapacidad mental?

Regresó a la sala de interrogatorios para adoptar un enfoque distinto.

—Dígame todo lo que sepa o imagine acerca de las razones por las que debía morir el doctor Tinkerman —le dijo a Millie.

Ella se lanzó a una explicación lógica.

—Tinkerman convirtió en un fetiche el análisis de Un dios helicoidal, y extendió ese análisis a los dos libros anteriores de Jim, así como a todos sus artículos publicados. Llegó a la conclusión de que Jim no había escrito Un dios helicoidal y redactó un artículo para publicarlo a bombo y platillo en el que analizaba el libro, comparando su estilo con todo lo que había escrito Jim. Demostraba que el autor del libro no era Jim, y le habrían dado crédito.

—¿Es ahí donde entra en juego Edith Tinkerman? —preguntó Delia.

—Sí. Encontró el artículo de su marido y una carta de explicación dirigida a Jim. Había páginas y páginas de notas adjuntas. Tinkerman era de esos a los que les gusta echar sal en la herida del prójimo, así que iba a enviar a Jim una copia del ensayo. Cuando la señora Tinkerman vio la carta dirigida a Jim, le llamó. Él la mató y se llevó el artículo, que aún no había sido entregado para su publicación. La pistola de calibre 22 fue a parar a la bahía de Long Island.

—¿Así que la amenaza de desenmascararlo no fue un factor decisivo en el asesinato de Tinkerman? —preguntó Carmine.

—No. Jim sabía lo suficiente para entender que Tinkerman no descansaría hasta haber destruido la carrera de Jim; murió por esa razón, más que por detalles específicos —aseguró Millie.

—Habla como si se hubiera sincerado con usted —señaló Delia.

—No fue necesario. Yo era la otra mitad de Jim, su esposa, su amiga y su amante durante casi diecinueve años. Lo amaba, y todos aquellos que morían habían intentado perjudicar su carrera. Matar por Jim fue un acto de desesperación. Era suya para lo bueno y para lo malo, como en nuestros votos nupciales. —Le cambió la voz, que se tornó aguda y estridente—. Entonces vi a ese niño, el niño que nunca me permitió tener. Y de pronto mi amor se convirtió en odio. Me arrebató la juventud como si no tuviera ningún valor. Se negó tajantemente a tener hijos durante los años en que deberíamos haberlos tenido. Luego, tras negármelo a mí, me informó de que Davina, ¡Davina, nada menos!, creía que yo debía tener un hijo. Me lo comunicó igual que un rey a un súbdito. ¡A mí, su esposa!

—Millie, es muy posible que Jim no engendrara a Alexis Tunbull —le advirtió Carmine.

—Sí, lo hizo —repuso con desdén—. En cuanto vi a la criatura, lo supe todo.

Una línea vana de interrogatorio; Millie no daba el brazo a torcer.

—¿Quién escribió Un dios helicoidal?

—Lo escribí yo —aseguró Millie—. Cuando se me ocurrió la idea, supe que Jim no tenía el don de expresar sus pensamientos sobre el papel. Bueno, en realidad los bioquímicos no necesitan escribir bien, es todo jerga combinada con un lenguaje básico. Yo, en cambio, sé escribir, y poseo una mente más metafísica que Jim. Así que me senté a nuestra máquina y estuve venga teclear durante seis semanas. Cuatro borradores más y lo terminé. Había que publicarlo como obra de Jim. ¿Quién lo habría tomado en serio sabiendo que lo había escrito una monada de chica? De no ser por la carga de trabajo adicional que suponía, habría disfrutado con la experiencia.

—Entiende que ahora no puede sacarle partido, ¿verdad? —dijo Delia.

Millie se quedó de una pieza.

—¿Por qué?

—Ningún asesino puede beneficiarse de su asesinato. Los derechos de autor de Jim irán a parar a su familia, supongo.

—¿Esos cabrones? —exclamó Millie, incrédula—. ¡Dejaron a Jim en la estacada cuando empezó a salir conmigo!

—Es la ley, Millie —dijo Delia—. Es culpable.

—El culpable era Jim —dijo Millie con los labios fruncidos—. Mató en tres ocasiones para sacar provecho de sus derechos de autor. Yo maté en un momento de ofuscación.

—Eso tendrá que decidirlo un tribunal —porfió Delia.

—Me declararán culpable —dijo Millie— y no lo soy. Matar no es propio de mí. Soy una de las víctimas de Jim. —Rompió a llorar, retorciéndose las manos—. Basta, por favor. ¡Ya está bien!

Carmine puso fin al interrogatorio de inmediato.

—¿Ha sido real o fingido? —le preguntó a Delia después de salir Millie, aún llorando.

—Ojalá lo supiera, jefe, pero no lo sé. No es una asesina.

—Estoy de acuerdo. Desdemona la describió como una esposa maltratada, y un porcentaje reducido de ellas alcanzan un punto de tensión intolerable que las lleva al asesinato. No, lo que me gustaría saber es cuánto tiempo llevaba Millie dando vueltas a esa alternativa. Si fue justo el día entre que vio a Alexis Tunbull y la fiesta de presentación del libro, o si se remonta al menos a principios del año pasado, cuando Jim y Davina empezaron a consolidar su relación. —Carmine hizo una mueca—. ¿Perdió los estribos o lo planeó?

—¿Incapacidad mental o premeditación? No lo sé —reconoció Delia.

—Tendrá que ser un jurado quien lo decida.

Esa mañana fue testigo de dos novedades más. Le fue denegada la fianza a Millie, que quedó pendiente de una evaluación psiquiátrica, y Anthony Bera, que no paraba un momento, se presentó para ofrecer a Millie sus servicios.

—No puedo costeármelo, señor Bera —dijo Millie tajantemente.

—Por ahora, no le cobraré. Si las cosas van bien, doctora Hunter, y se alcanza el veredicto de que estaba mentalmente incapacitada cuando disparó contra su marido, disfrutará de una cantidad considerable en concepto de derechos de autor. Entonces le enviaría una minuta por mi tarifa habitual —propuso Bera de manera concisa.

—Se parece usted un poco al capitán Carmine Delmonico.

—Me halaga. Es un hombre atractivo. ¿Aceptará mi oferta, doctora Hunter?

—Sí. No veo por qué la familia de Jim, tan desagradecida, tendría que cosechar los beneficios de un libro que casualmente escribí yo. —Se mostró satisfecha—. Puedo demostrar que soy la autora de Un dios helicoidal, y tengo el artículo del doctor Tinkerman en el que queda probado que Jim no lo escribió. Jim se llevó los documentos cuando mató a la señora Tinkerman, pero no los destruyó.

—¿Podré ver esos documentos?

—Sí. —Le pasó una tarjetita por encima de la mesa—. Dele esto a Pedro Gómez, que tiene una tienda en la esquina de State con Caterby. Él le dará una caja con el manuscrito.

—Excelente —dijo Bera con un ronroneo. Sacó una libreta de su maletín—. Ahora, Millie, voy a someterla a un interrogatorio peor que el de la policía de Holloman.

—Tiene que saber —dijo Millie, arrasada en lágrimas— que unos días antes de matar a Jim recibí la peor noticia que pueden darle a una mujer en edad de concebir. De mi ginecólogo, el doctor Benjamin Solomon. Los detalles son horribles. —Se enjugó los ojos.

Bera se tensó con un destello en sus ojos oscuros.

—Ah, naturalmente tendrá que explicármelo en detalle, querida, pero no hay prisa. Tómese el tiempo necesario…