Miércoles, 2 de abril de 1969

El museo de libros raros, pensó Pamela Devane con satisfacción, era un escenario ideal para la recepción en la que se iba a dar a conocer al público lector Un dios helicoidal. El gran espacio cuadrado en mitad del suelo de mármol blanco con amplios niveles permitía que una columna cuadrada de cristal transparente ascendiera hacia el techo mucho más arriba; la columna estaba llena de volúmenes en estanterías que dejaban patente la accesibilidad de los libros. El pleno impacto de las paredes celulares no se manifestaba después de oscurecer, pero la iluminación artificial era ingeniosa y efectiva.

Se habían congregado ciento cincuenta personas, con esmoquin o vestido de gala, una asamblea impresionante. Si la acústica era más bien pobre debido a la ausencia de objetos pequeños o blancos que absorbieran las ondas sonoras, eso no tenía remedio; sencillamente hacía que el ruido pareciera más ruidoso. M. M. y Chauce Millstone eran anfitriones conjuntos, los dos con toga académica, y por consiguiente, blanco de muchas fotografías. Angela, en su mejor imitación de una criatura etérea, circulaba alegremente con un vestido decorado con cuentas que hacía pensar en una chica alegre de la década de 1920. Sí, reflexionó Pamela Devane, una institución entre las universidades de élite de la Ivy League como Chubb tenía una manera de hacer las cosas que dejaba a los partidos políticos o las empresas, condenadas a las salas de baile de los hoteles, a la altura de actos horteras. ¡Vaya marco!

Millie Hunter estaba magnífica. Llevaba el pelo holgadamente recogido en la coronilla, lucía unos pequeños diamantes en los lóbulos de sus orejitas planas y se había maquillado tan bien que las cámaras se estaban dando un festín con ella. Su vestido era largo y elegante, de un satén ámbar oscuro que realzaba su figura a la perfección. Llevaba también un bolso grande con cuentas bordadas colgado del hombro izquierdo por una larga cuerda también con cuentas.

—¿Verdad que es impresionante? —preguntó Patrick a su primo carnal mientras estaban con sus esposas hacia un lado del grupo principal—. Millie está preciosa. Por primera vez, Carmine, tengo la sensación de que la pesadilla de la incertidumbre ha terminado.

Cuando Nessie y Desdemona se alejaron en dirección a Gloria Silvestri y Delia Carstairs, a Patrick le cambió el semblante.

—¿Es verdad lo que Millie me dice? ¿Que sospecháis que Jim es autor de todos esos asesinatos? Ha sido un infierno mantenerme fuera de los parámetros de vuestra investigación, pero no puede ser Jim, eso no —dijo Patrick.

Carmine lanzó un suspiro. Ese hombre le había hecho las veces de padre durante los años turbulentos de la adolescencia pese a que tenía una familia cada vez más numerosa y también compromisos médicos. De todos los hombres sobre la faz de la tierra, al que más quería Carmine era Patrick O’Donnell. Y, como agradecimiento, era portador de noticias terribles. Bueno, ese momento tenía que llegar, pero había esperado que no fuera allí, no esa noche.

—Patsy, vamos a dejarlo hasta que podamos sentarnos a tomar una taza de ese café tuyo, y ahogarlo con bourbon si se tercia, ¿eh?

—Desde luego —dijo Patrick con rigidez—, pero necesito una respuesta esta noche. Que sea breve. Ya charlaremos mañana.

—De acuerdo. Antes que nada, no tengo pruebas. Ninguna en absoluto. Sin embargo sé que Jim Hunter mató a tres personas para proteger lo que está ocurriendo esta noche. No a todas con sus propias manos. Un asesinato lo delegó, y además brillantemente, y está implicado en un cuarto homicidio. Si Millie lo sabe, es porque Jim se lo dijo, pero no creo que se lo haya contado. Para intentar atajar su carrera homicida, le advertí que estoy al tanto de que es un asesino. Creo que eso lo detendrá.

—Ya veo. —Patrick ahuyentó las lágrimas con un movimiento brusco—. Gracias, primo.

—Mañana, en tu despacho, a las cinco en punto.

La gente se desplazaba según las pautas de una fiesta multitudinaria en la que no había asientos, formando pequeños corros en torno a ciertos invitados como Gloria Silvestri, ataviada con un lánguido y grueso vestido gris sutilmente reluciente, abierto hasta mitad del muslo, que dejaba a la vista una pierna perfecta enfundada en negro. ¿Cómo lo conseguía a su edad?

—Un control absoluto de sus emociones —le dijo Delia a Angela—. Tía Gloria no desconfía nunca de sí misma, no tiene preocupaciones económicas, y sus dos hijos nunca dieron a sus padres auténticos problemas. Podría estar en medio de las ruinas de Troya planeando cómo disfrutar de una esclavitud cómoda y despreocupada. En resumidas cuentas, es una especie de diosa.

Con la curiosidad satisfecha por fin, Angela miró a Delia afectuosamente. Esta noche era una visión de lo que parecían ser rosas Sanderson, solo que estas flores eran de un hiriente azul intenso mezclado con follaje amarillo bilioso y capullos magenta, y que la tela de su vestido estaba fruncida formando enormes borlas; aunque buscó un símil, Angela no consiguió dar con ninguno. El clan Silvestri era inimitable.

El propio inspector jefe estaba absorto en una conversación con el alcalde, que parecía insignificante a su lado; llevaba la medalla de honor colgada al cuello de una cinta azul pálido, y cuando Gloria se le acercó, los periodistas de Nueva York consideraron que eran la pareja mejor parecida de la sala.

«Hay que circular de aquí para allá», pensó Carmine, esforzándose por disfrutar de la clase de acto que en el fondo detestaba. Su esposa, con tacones de ocho centímetros, tenía la ventaja de ver por encima de las cabezas de casi todo el mundo, y estaba magnífica con un vestido de encaje azul claro. A los ojos de Carmine, ni siquiera Gloria llegaba a la suela de los zapatos a Desdemona.

Se abrió paso entre el gentío como un navío de alto bordo, una de las metáforas que más le gustaban para describirla, y fue a parar a su lado.

—¿Te has fijado en cómo va vestido Jim Hunter? —preguntó ella.

—Pues… no.

—No lleva faja, sino un chaleco de brocado con pajarita a juego —dijo, emocionada—. Sé que detestas la faja porque se te sube, así que haz el favor de fijarte bien en Jim.

Jim se acercaba a ellos y Carmine lo miró fijamente. Sí, llevaba un chaleco de brocado negro con diminutas flores de lis doradas, y se le veía envidiablemente cómodo.

—Es estupendo —le dijo Carmine a Desdemona—. Ni siquiera parece marica…, esto…, afeminado, quiero decir.

—De ahora en adelante voy a hacerte chalecos y pajaritas.

Jim llegó hasta ellos, la piel negra perlada de sudor, los ojos verdes relucientes como berilos.

—¿Verdad que es fantástico? —preguntó.

—¡Fabuloso! —exclamó Desdemona, radiante.

—¿Alguna vez habéis visto a una mujer tan bonita como Millie?

—No —dijo Carmine con sinceridad—. Ese color la favorece.

—Eso le he dicho cuando ha empezado a tener dudas. —Tomó una bocanada de aire—. No puedo creer que esto esté ocurriendo.

—Pues créelo, Jim —dijo Desdemona.

M. M. apareció junto a ellos.

—Desdemona, Carmine, Jim —dijo, genial y orgulloso—. Si os parece que esto es un acontecimiento, esperad a ver la fiesta que celebraremos cuando Jim gane el premio Nobel de Química.

—Ya me lo imagino —comentó Carmine en tono grave.

—Si me perdonáis, voy a robaros a Jim.

Con Jim Hunter a la zaga, M. M. se alejó de allí.

—Querido, no sabes lo que daría por una silla —dijo Desdemona, con un deje de tristeza—. Los tacones son una monada, pero la espalda me está matando.

—Ven conmigo —dijo Carmine, llevándola hacia un tramo oculto de las escaleras de mármol sin barandilla.

Las dos butacas estaban en un nivel más alto, y desde allí había una vista espléndida del área donde se iba a celebrar la presentación en sí, a juzgar por el número de micrófonos allí instalados.

—¿Cómo sabes dónde buscar estos sitios, Carmine? Esta butaca parece hecha a medida para mí.

—Rastreé el terreno antes de que diera comienzo la acción. Luego busqué un par de butacas decentes, le enseñé la placa dorada al tipo a cargo del local y le encargué que las pusiera aquí. Más vale que no nos movamos, creo que ahora vienen los discursos.

—Qué raro —dijo Desdemona en cuanto hubo remitido el dolor de espalda— eso de poder charlar de cosas intrascendentes con un asesino reincidente como si no lo fuera.

—Hasta que sea declarado culpable ante un tribunal, querida mía, no nos queda otro remedio. No olvides que hombre prevenido vale por dos. Lo más sensato es no buscarle las cosquillas. Pero en serio, no es más peligroso tratar con Jim Hunter que con cualquier tipo normal y corriente. Es asesino por interés propio, no un psicópata.

—Tiene que haber algo de psicópata en alguien que mata a sangre fría, Carmine. Y volverá a matar —aseguró—. Alguien pondrá en peligro su supervivencia: es un hombre prominente, de esos que algunos se mueren por derribar.

—Chist. Todos a sus puestos —dijo Carmine.

El decano de investigación y el rector MacIntosh se acercaron juntos a los micrófonos, acompañados por el alcalde y el decano Hugo Werther de Química. La gente empezó a arracimarse, buscando un buen lugar para verlos; el Canal 6, otra cadena de noticias y una cadena independiente de Nueva York rivalizaron para encontrar posición, y un murmullo de entusiasmo recorrió el público. El gentío abrió paso a Millie y Jim, la gente sonriendo y tocando a Jim como si el contacto físico con esa persona fuera a contagiarles algo de su buena fortuna. Ellos también se ubicaron cerca de los micrófonos, pero a la derecha de M. M.; los demás dignatarios estaban agrupados a su izquierda.

—Damas y caballeros —empezó M. M. con su habitual tratamiento democrático—, en la Biblia, algunos acontecimientos extraordinarios se celebraban sacrificando un becerro cebado. ¿Qué significaba eso exactamente? El becerro cebado era el más lucido de la camada de becerros del año, destinado no a la mesa sino a engendrar ganado en el futuro, y por tanto minuciosamente alimentado y cuidado con ese fin. Sea como sea, alguna vez se producía un acontecimiento importante y gozoso, y para conmemorarlo, el becerro cebado y mimado se sacrificaba para la mesa, una señal de distinción. El ejemplo más famoso es el regreso del hijo pródigo. —Se interrumpió, sonriente, y reanudó el discurso enseguida para que los de la tele no se aburrieran—. Esta noche la Universidad Chubb y Chubb University Press sacrifican el becerro cebado no en honor a un hijo pródigo, sino a una clase distinta de prodigio, el doctor James Keith Hunter. Su extraordinario libro, Un dios helicoidal, se adentra en la esencia misma del plan maestro de nuestra genética humana, sopesa las razones de nuestro ser, lo que nos hace miembros de una enorme familia, la gens humana

Un sonoro ladrido de arma de fuego lo silenció, lo paralizó.

Millie se había apartado un poco de su marido, como si no quisiera compartir su supremo momento estando demasiado cerca de él, y Carmine, por su parte, había vuelto la mirada hacia M. M. mientras hacía la introducción preliminar; era Chauce Millstone quien iba a pronunciar el discurso principal.

Asombrada, estupefacta, la mirada de Carmine se desplazó hacia Millie y Jim, y la vio más allá de este y completamente sola, con un revólver en las manos, sujetándolo como una profesional.

Jim Hunter seguía en pie, con la boca abierta y el brazo izquierdo colgando como inerte; la sangre le goteaba abundantemente de las yemas de los dedos al suelo de mármol blanco para formar un charco. Un orificio húmedo y un poco humeante en la parte superior de la manga del esmoquin indicaba por dónde había entrado la bala. Sus ojos, inmensos, con las pupilas dilatadas, estaban fijos en Millie.

—¡Eso por mi bebé! —gritó Millie en medio de un silencio sepulcral—. ¡El resto, Jim, es por los años, la vida y la traición!

Carmine se había levantado de la butaca a sabiendas de que no tenía la menor esperanza de alcanzar a Millie antes de que acabara lo que había empezado. Saltándose los escalones, se dejó caer más de dos metros hasta el siguiente nivel.

El bramido reiterado del arma fue ensordecedor, provocando múltiples ecos contra las superficies suavemente alisadas y pulidas; cinco disparos en rápida sucesión, cada proyectil directo al pecho de Jim Hunter. El charco, de súbito era inmenso… Jim permaneció inmóvil un segundo antes de que le cedieran las rodillas y cayera, de bruces, sobre su propia sangre.

Carmine se adelantó con la mano derecha envuelta en un pañuelo y le cogió el revólver a Millie de los dedos flojos, y luego se lo metió en el bolsillo; con el rabillo del ojo alcanzó a ver a Patrick en un teléfono de pared.

—Millicent Hunter, queda detenida por el asesinato de James Hunter —dijo—. Tiene derecho a un abogado y puede solicitarlo. Entretanto, cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra ante un tribunal.

—He terminado, ya está —dijo Millie con voz normal—. Era un traidor, ahora está muerto. Lo que me ocurra a mí no tiene importancia.

El gentío no había sido presa del pánico. En cierto modo, supuso Carmine, al haber ocurrido en un nivel más elevado del suelo, había poseído todas las características de un drama teatral, dejando al público demasiado estupefacto para huir en desbandada. Poner orden no fue difícil; la gente se mostró cooperativa, incluso los del Canal 6.

—¿Cómo es que cada vez que ocurre un asesinato en público queda registrado para la televisión? —se preguntó Delia, colérica.

Carmine no se molestó en contestar; en cambio, fue en busca de M. M., que estaba sentado en una silla con aire horrorizado.

—Qué año tan infausto —le dijo a Carmine.

—¿Y eso, señor rector?

—Dos actos de primer orden y en cada uno es asesinado un astro académico.

—Es una definición bastante limitada de infausto. Desgraciado sería más adecuado. Después de todo, los dos asesinatos están relacionados.

—Quiero que venga Angela y quiero irme a casa.

—Angela le está esperando, pero antes de irse, ¿ha notado algún indicio sospechoso por parte de Millie? Estaba a su lado justo antes.

—Ni un mero pestañeo —dijo M. M. en tono sombrío—. De hecho, apenas había advertido su presencia. Ya me conoce, Carmine. Me concentro por completo cuando es necesario. De hecho, ni siquiera era consciente de mi estrella, Jim. El primer disparo ha resonado como un trueno sobre mi cabeza. Me he quedado de piedra, no sabía lo que era hasta que he visto correr la sangre de Jim por su mano hasta el suelo. —Se estremeció—. Parecía negra. Recuerdo haberme preguntado si un hombre tan negro tenía sangre negra.

—Váyase a casa, señor —le aconsejó Carmine, que hizo una seña a Angela—. Procure dormir. Ya seguiremos hablando mañana.

—Y pasado, y al otro…

Los invitados estaban saliendo en fila; el Canal 6 seguía ocupado. Después de asesinatos de carácter tan público, no era necesario más que anotar nombres y direcciones.

De regreso en Servicios del Condado, celebró una breve reunión con su equipo. Solo Delia, Buzz y Donny. No había convocado a Abe y sus hombres porque los agentes de uniforme debían prestar ayuda en esa situación.

—¿Está Millie en el calabozo de mujeres? —preguntó.

—Sí —dijo Delia, cuyo atuendo había perdido el aspecto ondoso que tenía.

—Hay que ponerla bajo vigilancia intensiva para que no intente suicidarse.

—Ya está bajo vigilancia, capitán. Hay una agente con ella en la celda. No ha tenido que ducharse, no había manchas de sangre, y hay retrete y lavabo en la celda.

—La agente no debe dejarla ni un instante a menos que ya esté en la celda su reemplazo —dijo Carmine con un deje de hierro en la voz—. No quiero que se cometa ningún error estúpido, ¿queda claro? ¿Lo entiende el personal de uniforme?

—Sí —dijo Delia.

—¿Llevaba tetrodotoxina encima o en el bolso?

—No.

—¿Se ha llevado a cabo un cacheo a fondo, incluidas cavidades?

—Sí, a fondo. No ocultaba nada.

Carmine suspiró y se frotó la cara con las manos.

—Entonces, pospondremos el interrogatorio hasta mañana a las nueve. ¿Necesita un médico, por cierto? ¿Alguien se ha preocupado de ofrecérselo?

—Ha rehusado ver a un médico, incluso después de ser cacheada.

—Buenas noches, muchachos, y gracias.

Puesto que nunca habían visto a Carmine de ese ánimo, Buzz y Donny se fueron enseguida. Delia se demoró, pensando que ojalá tuviera alguna fórmula mágica para que se desvaneciese aquello que lo torturaba, fuera lo que fuese. No tenía sentido especular, y él no iba a decírselo.

Desdemona había llegado a casa una hora antes y se había puesto un chándal porque juraba que era la ropa más cómoda que conocía.

—Gracias a Dios que has vuelto a casa —le dijo a Carmine cuando entró—. La canguro se queja de que es tarde, pero no pensaba dejar a los niños aquí solos para llevarla a casa.

—Espera, no tardaré mucho.

De hecho, no era tan tarde; cuando Carmine regresó a las diez en punto se encontró con que Desdemona había preparado sándwiches y una tetera; la mayor parte de los canapés de la fiesta habían vuelto intactos a su lugar de procedencia.

—No me había llevado un susto semejante en mi vida —dijo Desdemona, que acercó a Carmine otro sándwich de ensalada de huevo al curry.

—Ni yo —convino Carmine—. Ni siquiera cuatro años de guerra mundial y todos los horrores que pueden cometer los soldados me habían preparado para eso. Millie es sangre de mi sangre. ¿Qué fue exactamente lo que hizo Jim para que perdiera los estribos? Porque eso es lo que ha pasado esta noche: Millie estaba tan tensa que no ha podido aguantar más y ha saltado.

—Lo sabes tan bien como yo, Carmine. Fue el bebé de Davina en combinación con la pérdida del suyo propio. Vete a la cama, estás agotado.

—Pero ¿engendró Jim a Alexis? —preguntó Carmine, haciendo caso omiso de sus instrucciones—. Davina no se comporta como si lo hubiera hecho, y tengo entendido que llevaba años comentando a los cuatro vientos lo de la sangre negra en su familia; desde luego mucho antes de llegar Jim Hunter. A mí me parece que se estaba preparando de antemano para la posibilidad de que tuviera un niño negro, lo que respalda la veracidad de su historia de la sangre negra. Por otra parte, es posible que los antecedentes negroides fueran reales, y que también tuviera un idilio con Jim. Es una mujer con tendencia a trazar planes.

—Y nunca conoceremos la verdad —dijo Desdemona—, porque la historia de la familia Savovich quedó detrás del Telón de Acero.

Carmine recogió la cocina.

—Algún día —dijo, a la vez que se secaba las manos con un trapo— habrá una prueba de paternidad infalible. Algo irrefutable. Es una pena que no dispongamos ahora de ella.

—No, una bendición —repuso Desdemona—. Si Alexis no es de Jim, piensa cómo se sentiría Millie. Más vale que no lo sepa. La leche, en la forma de la sangre de Jim, ya se ha derramado, y por suerte se trataba de un asesino múltiple.

—Lo que implica que matar a un hombre o una mujer que es por naturaleza un asesino constituye una forma más leve de asesinato.

—Bueno, ¿no lo es? —saltó Desdemona—. ¡Carmine! Lo ha matado estando mentalmente incapacitada.