Que fuera el día de los Inocentes no tenía mayor importancia para las Savovich, cuyas supersticiones tenían más que ver con el mal de ojo y las maldiciones, y las diecinueve invitadas se abstuvieron de comentarlo, acertando al deducir que la fiesta de Davina no era ninguna inocentada.
Angela M. M. llegó con Berry Howard y Gloria Silvestri; una vez reunidas las veinte mujeres, todas coincidieron en que la palma a la mejor vestida se la llevaba, como siempre, Gloria, que lucía un sencillo vestido de lana púrpura, justo del color púrpura de Chubb. Una furiosa Pamela Devane, también de púrpura, tuvo que reconocer que el suyo era de un tono equivocado, de un corte equivocado, de un todo equivocado. ¿Qué hacía esa mujer para crear semejante efecto mágico? Todo dependía, decidió Pamela con resentimiento, de un inmenso broche de cristales de amatista como al azar prendido con maña en la cadera izquierda, justo a un lado del vientre, envidiablemente plano. Para más inri, Gloria había engarzado un pendiente de amatista a juego hacia la mitad de un lateral de cada zapato de cabritilla púrpura.
—La duquesa de Windsor se consumiría de envidia —le dijo Delia a Millie, dejando escapar una risilla.
—¿Quién? —preguntó Millie, que no estaba al día en cuestiones de moda.
—Según se dice, la mujer mejor vestida del mundo. Yo voto por tía Gloria, que no tiene que gastarse una fortuna en ropa. Se la hace ella misma. Ve algo en una revista de moda y lo copia al detalle.
—¿Eso no es un robo?
—No después de que se vea en público, querida. Los diseños se roban antes de mostrarlos —dijo Delia—. Hablando de ropa, tú estás espléndida.
—Fui a la Quinta Avenida —confesó Millie— y me gasté lo que me habría parecido una fortuna hace un mes. —Miró en torno con el ceño fruncido—. ¿Qué hacemos aquí, exactamente?
—Es la manera que tiene Davina de comprobar la temperatura del agua tras las revelaciones que salieron a la luz en el juicio de Uda. Invita a una buena representación de las mujeres más importantes de Holloman y Chubb a una reunión solo para chicas a ver cuántas aceptan. Si aceptan todas, y veo que así ha sido, entonces su posición social no solo está a salvo, sino que ha mejorado sutilmente. Las mujeres de la ciudad han decidido que Davina y Uda son heroínas olvidadas.
—¿Aunque una de ellas cometió un asesinato?
—No hay ninguna prueba de ello, querida. No según doce personas de bien. Están a salvo y gozan de aceptación.
—Creía que Desdemona iba a venir.
—Dos niños menores de tres años son capaces de echar por tierra los planes de cualquier madre. Tiene problemas para encontrar canguro.
Apareció Lily Tunbull con una bandeja; Millie y Delia se sirvieron en platitos de porcelana: ¡nada de cartón para Davina! Y además era porcelana fina y delicada. A juego.
—Tendrías que ser una de las invitadas —le dijo Delia a Lily, que se sonrojó.
—No, no, no podría soportarlo. Me gusta estar ocupada, no conozco a nadie aquí y estoy aprendiendo las mejores recetas de Uda. Coged estas crepes pequeñitas, son divinas. Y los petisús de cuatro quesos. Los volovanes de langosta son una delicia, con la masa hecha en casa, ¡con mantequilla!
Una vez llenos a rebosar los platitos, buscaron dos sillas y se sentaron. Hester Grey y Fulvia Friedkin de C.U.P. se sumaron a ellas.
—Davina es una maravilla —comentó Hester.
Delia estaba tomando un bocado de crep.
—¡Caviar! —exclamó—. ¡Qué delicia! Come, Millie. Luego podemos ser unas glotonas descaradas y volver a llenarnos los platos. Y sí —le dijo a Hester—, Davina es una maravilla. Estoy memorizando la comida para contárselo luego a Desdemona.
—¿Desdemona?
—Delmonico. Una amiga, y una cocinera formidable.
—¿Cómo es que Davina ha querido celebrar esta fiesta? —preguntó Fulvia.
Hester dejó escapar una risilla tonta.
—Para meterle el dedo en el ojo a la publicista de Jim, Pamela Devane. Es esa, la del vestido púrpura equivocado. Anda presumiendo delante de nosotras, las provincianas, como si Nueva York no estuviera a tiro de piedra. No tengo mucho aprecio a Davina, pero en comparación con Pamela, es un cielo. Además, cuenta con Uda.
—Supongo que nadie espera ser envenenada hoy —comentó Millie.
—Desde luego que no —masculló Delia, comiendo con delirio. Miró a Hester—. ¿Por qué no le tienes aprecio a Davina?
—Es muy prepotente. —Hester suspiró—. Cursé estudios de diseño de libros de texto con el decano de investigación Walter Bingham, el anterior a Don Carter. Tenía unas ideas sumamente conservadoras, y entonces no publicábamos obras científicas. Yo me he ceñido a sus principios, mientras que las ideas de Davina son modernas. Reconozco que tiene razón en lo que respecta a ilustraciones explicativas y composición más clara, pero yo soy incapaz de eso.
—¡Tonterías, querida! —dijo Delia en tono enérgico—. No eres ni mucho menos una anciana: ¡coge el toro por los cuernos y adáptate a los tiempos! Déjate de ideas preconcebidas. Davina tiene un hijo y cada vez estará menos implicada en la empresa en años venideros. Prepárate para sustituirla en vez de dejarte avasallar por alguna otra.
—Un buen consejo con el que estoy de acuerdo —dijo Fulvia—. Eres un ratoncito, Hester, ¡aprende a ser un poco rata! Las editoriales universitarias están buscando mercados más amplios porque cada vez hay más gente con estudios superiores y la necesidad de textos aumenta vertiginosamente. Delia tiene razón, cambia de perspectiva.
Millie escuchaba y disfrutaba de la comida, incluso dejó que Delia le sirviera más cuando pasó Uda por allí. Sí, hoy era una prueba de fuego: Davina había lanzado deliberadamente a sus invitadas a un estanque de comida preparada por una mujer que había sido acusada de envenenamiento. ¡Y nadie se preocupaba! Tal vez alguna que otra necesitara un digestivo más adelante, pero nadie pediría a gritos una ambulancia y un lavado de estómago. Davina se había salido con la suya, sin lugar a dudas.
Estaba sentada cerca de allí con Angela M. M., y hablaban de lo caprichosa que era la herencia genética.
—Tengo dos bisabuelos y un abuelo por parte de padre que eran negros —decía Davina—. Mi abuelo, al que recuerdo, tenía el pelo rojo y los ojos verdes, pero la piel más bien morena y rasgos negroides. Sin embargo, en su múltiple prole no se apreciaba ni rastro de nuestra sangre negra, mientras que la deficiencia de Uda, también hereditaria, aunque muy poco frecuente, sí que se manifestó. Me parece interesantísimo.
—En uno de nuestros viajes más surrealistas —dijo Angela—, M. M. y yo fuimos a las islas Salomón: él formaba parte de un comité de veteranos, y en las Salomón se libraron terribles combates contra los japoneses. Sea como sea, nos dijeron que en una de las islas más remotas hay una tribu melanesia pura con piel negra, rasgos melanesios, pelo rojo o rubio y ojos verde pálido. Nunca tuvieron contacto con los blancos por ningún motivo, son un fenómeno natural.
—Bueno, en mi hijo Alexis se aprecia la sangre negra —reconoció Davina sin darle mayor importancia—. ¿Quieres verlo?
—Me encantaría —dijo Angela sinceramente.
—Sí, por favor —gritó Betty Howard.
—Uda, trae a Alexis.
Delia permaneció sentada con la piel de gallina, aunque mientras tanto el sentido común le recordaba una y otra vez que ese momento tenía que llegar, y que lo único que tenía en común el niño con Jim Hunter era un par de ojos verdes.
Millie se había encogido un poco, una respuesta normal en alguien que había sufrido un aborto espontáneo recientemente. Davina no lo sabía, claro, pero, de haberlo sabido, ¿hubiera actuado de otro modo? Delia no pudo por menos de pensar que no.
—Si fuera una esposa musulmana, me hubieran ejecutado —decía Davina en son de broma a un grupo de mujeres cada vez mayor que la escuchaba—. La interpretación islámica de la genética es bastante rudimentaria, me habrían tomado por infiel al dar a luz un bebé imposible. En mi país, sobre todo en la zona sur, hay muchos musulmanes. Sin embargo, tengo suerte. Aquí estoy, en América, y con la buena fortuna de un marido comprensivo que entiende los antojos de la genética, los saltos atrás que da. En realidad, los rasgos del niño son los de Max, aunque me enorgullezco de que haya heredado mi nariz.
En ese momento Uda volvió llevando en brazos una versión más grande del hermoso niño que Delia recordaba. El pequeño se irguió en los brazos de su tía y miró en torno como si le fascinaran las vistas que le ofrecía su minúsculo viaje.
Delia volvió bruscamente la cabeza hacia Millie, que miraba al niño, al parecer maravillada. Su expresión era dulce, su postura bastante relajada. Pese a ello, ver un bebé que le recordaba cómo habría sido el suyo debía de haberla afectado en lo más hondo. Millie era una persona discreta, no iba por ahí con el corazón en la mano.
Davina, prudente, no dejó que otras lo cogieran en brazos y le hicieran mimos. Observando con ojo de águila, Delia llegó a la conclusión de que la mayoría de las mujeres pensaban que Jim Hunter podía ser el padre, y aun así habían tomado nota debidamente de la explicación de Davina y de que, salvo por los ojos, Alexis no guardaba ningún parecido con Jim. En cuanto a Millie…
—¿Quieres que nos vayamos a casa, querida? —le preguntó Delia.
Los ojos azules estaban tranquilos; Millie sonrió.
—Estoy bien.
Delia no regresó a casa de inmediato. Dio un rodeo hasta East Circle para tomar una copa con Carmine y Desdemona.
—Ha sido una fiesta de los Santos Inocentes como no había visto nunca —dijo con intención—. Lo que pasa es que aún no tengo claro a quién iba dirigida la inocentada, aunque en apariencia era Pamela Devine. ¡Qué mujer tan horrible! En cualquier caso, la fiesta en sí ha sido un éxito. Las leonas sociales invitadas han ido, han devorado la comida de Uda como si no hubieran oído hablar de la tetrodotoxina y se lo han pasado en grande.
Desdemona se disgustó al oír que habían mostrado a Alexis a las invitadas.
—¿Y Millie? —preguntó con ansiedad.
—El niño ha aparecido después de una charla a voz en cuello sobre la herencia y los antecedentes negros que Davina asegura tener. Auténticos ojos verdes, ha dicho. Angela la ha respaldado con una historia sobre unos nativos de las islas Salomón: en ese momento no podía estar al tanto de lo de Alexis, así que juro que la mujer de M. M. es una bruja. Para ser del todo justa con Davina, he de reconocer que el niño no se parece al Jim Hunter de ahora ni al Jim Hunter gorila. Son solo los ojos. Tiene el doble de tiempo que la última vez que lo vi, y su estructura facial se ha vuelto más europea. Sí que guarda cierto parecido con Max.
—¡Ay, ojalá no fuera a hacerse esa gira promocional! —se lamentó Desdemona—. Jim no quiere hacerla, sobre todo ahora que Millie se tiene que quedar para someterse a una operación de poca importancia.
—¿Cuándo será eso? No me ha dicho nada en la fiesta —comentó Delia, ceñuda.
—Me lo contó cuando habló por teléfono conmigo ayer. Una operación de poca importancia, me dijo. Supongo que se trata de un asunto femenino.
—Así que Jim Hunter se echará a la carretera solo —dijo Carmine.
—Un asesino reincidente —señaló Desdemona—. ¿Son todas las giras promocionales tan interminables y sus acompañantes tan…, bueno, tan indiscretas?
—El problema de esta —dijo Carmine— estriba en el coeficiente de inteligencia del autor. Según mis fuentes, la publicista probablemente trata a Jim como a cualquier otro autor primerizo, cuando no se puede hacer tal cosa. ¿Cuánta gente es capaz de vérselas con un genio? La señorita Devane es incapaz. Con cualquier otro autor primerizo, es probable que sea soberbia. La deserción de Millie no permite augurar nada bueno.
—Y mañana es la fiesta de presentación —comentó Delia.