Viernes, 14 de marzo de 1969

A media tarde Millie estaba más que harta del hospital y se sentía perfectamente bien. Lo peor era que había corrido la noticia de que había perdido el hijo que esperaba; todo East Holloman parecía saberlo, desde sus afligidos padres hasta Maria, Emilia, Desdemona, Carmine, toda la familia Cerruti, así como los O’Donnell. Para Patrick y Nessie, una doble conmoción, verse privados de su nieto antes de que les hubieran dicho que iban a tenerlo. ¡Qué horrible sensación de culpa! ¿Por qué no había sido capaz de confesar nada a sus propios padres? La tetrodotoxina, por miedo…

Era la primera vez que ingresaba en un hospital, pero Millie era demasiado inteligente como para no comprender que media vida manteniendo las distancias con todas las personas de su infancia no era lo único que ensombrecía su recuperación; ahora esas personas de la infancia se veían obligadas a ir a verla con flores, fruta o bombones, y luego a quedarse allí sin nada que decir. Y no podía ayudarles a encontrar palabras porque no sabía nada acerca de ellas.

Su decepción fue cruel, como podrían haber atestiguado las almohadas sobre las que durmió. Para más inri, ahora no tenía excusa para negarse a acompañar a Jim en aquella gira organizada por esa mujer tan odiosa, Pamela Devane. Ni le había dicho todavía el doctor Benjamin Solomon cuando podría intentar volver a quedarse embarazada sin peligro. Los libros y las revistas habían perdido interés, temía ver aparecer otra cara por la puerta de su habitación… ¿Por qué la eludía el doctor Solomon, qué le estaba ocultando? Los miedos cobraron fuerza, empeñados en asediarla, roerla, reconcomerla. ¡Algo iba mal!

Llegó su ginecólogo, que cerró la puerta firmemente de un modo que dio a entender a Millie que el cartel de «No se admiten visitas» colgaba del otro lado.

—Gracias a Dios que ha venido —dijo, a la vez que se recostaba sobre el montón de almohadas—. Empezaba a pensar que iba a dejarme usted aquí todo el fin de semana sin decirme nada.

Solomon era un hombre alto y esbelto con rostro huesudo y cómico y cálidos ojos oscuros; hoy no sonreía.

—Lo siento, Millie —dijo, acercando una silla a la cama—. Tenía que esperar a que me enviaran de Histología los resultados de unas pruebas, y esos no dejan que les metan prisa.

—Son malas noticias —dijo ella rotundamente.

—Eso me temo, sí. —Se le veía incómodo, cambió de postura en la silla, no parecía saber cómo empezar.

A Millie le vino a la cabeza el cáncer, pero eso tampoco encajaba. ¿Qué era lo que no quería decirle? Pero entonces lo hizo; entonces lo dijo:

—¿Cuántos abortos tuviste cuando eras más joven, Millie?

Ella se quedó con la boca abierta y dejó escapar un grito ahogado.

—¿Abortos? —dijo, titubeando.

—Sí, abortos. De los malos. ¿No podía haber usado Jim condón? —Las palabras le salieron al médico de corrido, pero Millie mantuvo el semblante impávido, sin acabar de comprender—. Ya sabes, ¿un profiláctico? ¿Una goma?

—¡Ah! —exclamó, despejándosele el gesto—. Sí, pero se rompían…, éramos muy torpes, y Jim tenía prisa. Detestaba las gomas. Probé con espumas y geles, pero también nos fallaron. Creíamos que estábamos a salvo y entonces me quedaba embarazada de nuevo. ¡No era culpa de nadie, doctor, de verdad! —La protesta brotó de sus labios como si fuera una niña de diez años a la que hubieran pillado en falta por fin.

El médico le cogió las manos y se las sujetó con fuerza.

—¡Escúchame, Millie! El que llegaras a concebir el hijo que has perdido fue un milagro. Estás como Gettysburg después de la batalla; la cantidad de tejido cicatricial es horrenda. ¿Cuántos abortos tuviste?

Se había quedado totalmente inmóvil, inclinada hacia delante en la cama, y ahora volvió la cabeza.

—No llevé la cuenta —dijo sin entusiasmo—. Siete, nueve…, no lo sé. Muchos, a lo largo de muchos años. ¡No podíamos tenerlos!

—¿Agujas de punto, batidores, irrigaciones vaginales? —preguntó el médico con la mayor delicadeza, frotándole la espalda como para ayudarla a sincerarse. Por lo que le había dicho Desdemona, no habían tenido nadie a quien preguntar, nadie a quien creyeran poder acudir. Una sesera inmensa; inexperiencia absoluta.

—Hasta que aprendí a hacer ergotamina y me las apañé para provocar los abortos. Una vez que salió la píldora al mercado, ya no tuvimos que preocuparnos. Era muy fértil, y Jim también, supongo. —Levantó la cabeza, la volvió para mirarle a través de ojos que entendían pero aún no habían asimilado la enormidad de la noticia—. Ahora nos podemos permitir tener familia —continuó—. No puedo estar tan mal como dice, doctor.

—Créeme, Millie, lo estás. ¡Lo estás! Tu endometrio es tejido cicatricial casi en su totalidad. Piénsalo, ¡piensa! Cuando desalojas un feto, interfieres con un proceso natural. Si el embarazo es muy reciente, no hay secuelas. Pero supongo que tus dos o tres primeros embarazos debían de estar bastante avanzados antes de que hicieras algo al respecto, porque hay indicios de que sufriste hemorragias después del aborto, infecciones…, tienes suerte de haber sobrevivido. —Hizo una pausa y luego habló con voz más firme—. Tienes muchas posibilidades de padecer cáncer de útero, Millie. Tengo que recomendar una histerectomía.

—Puedo concebir y concebiré —se empecinó ella.

—Y si lo haces, correrá la misma suerte que este. No serías capaz de sobrellevar un embarazo hasta salir de cuentas, ni mucho menos, Millie.

—Me niego a que me hagan una histerectomía —insistió.

—La decisión es tuya, querida. Te he dado mi opinión y te sugiero que busques una segunda opinión, incluso una tercera. No decidas nada hasta entonces —aconsejó el doctor Solomon.

Se apoyó en el respaldo de la silla, molesto, impotente, incapaz de hacerle cambiar de parecer o ayudarla.

—Ya sé que es un golpe muy duro, querida, pero no es el fin del mundo. Nadie tiene derecho a repartir culpas, y yo menos que nadie. Procura creer que detrás de esto hay algún propósito que no alcanzas a ver aún. Y háblalo con tu marido. Muéstrate sincera al respecto y dile que venga a verme.

Pero Millie no contestaba, no reaccionaba. Media hora después el doctor Solomon se dio por vencido, preguntándose si podría haberlo abordado con más delicadeza. Incluso para un médico de su experiencia, la situación de los Hunter era tan insólita que no sabía muy bien cómo proceder. Un médico del gueto habría tenido una perspectiva más adecuada.

Después de que se hubiera ido, Millie se quedó recostada, el cartel de «No se admiten visitas» todavía colgado en la puerta, agradecida por la intimidad que le ofrecía. No lloró, pues al parecer había derramado todas sus lágrimas durante las noches que había pasado preocupándose y preguntándose qué era lo que había acabado con la vida de su hijo.

Como Gettysburg después de la batalla… ¿Qué les pasaba a los padres, que cerraban los ojos ante los impulsos más tremendos de la adolescencia? ¿El único consejo que podían ofrecer era «pórtate como una buena chica»? ¿Y si conocías a Jim y no podías portarte como una buena chica? ¿Te decían cómo cuidar de ti misma cuando, pongamos por caso, cumplías los trece años, como un rito de paso? No. ¿Por qué? Porque la virginidad es lo principal. Los chicos pueden tontear por ahí, las chicas tienen que ir al lecho matrimonial con el himen intacto. Así que o eras una buena chica, o una desgraciada.

Estaba dejando vagar la imaginación, pero con un objetivo: rememorar su historia con Jim. «Nos estuvimos dando revolcones durante los tiempos de Holloman, luego consumamos aquellos cuatro terribles años de angustia con un cataclismo de pasión tal que aún alcanzo a sentirlo ahora. Pero Jim no podía ponerse nunca los condones sin romperlos, así que me quedaba embarazada una y otra vez. Al principio no sabía qué me pasaba, así que dejé que las cosas fueran demasiado lejos. No teníamos idea de qué hacer. Una criatura de sangre mestiza por aquel entonces habría hecho que nuestras carreras se fueran al cuerno, así lo veíamos, y no podía permitirme tenerlo y luego darlo en adopción. Jim me necesitaba. ¿Qué año era? 1955. Qué ingenioso era Jim, ya por entonces. Consultó a profesionales de la prostitución, les preguntó adónde iban, cuánto costaba. Pagamos veinte dólares a una vieja jamaicana en la zona Oeste: allí vivían los hispanos católicos, era un negocio boyante. Ya estaba de cuatro meses, fue una pesadilla… La siguiente vez fuimos a otra parte. No resultó mejor».

De pronto Millie se notó muerta de cansancio; la ansiedad le estaba pasando factura. Se adormeció y despertó unos minutos después con la cara de John Hall delante de sus ojos confusos. «¡John! Qué amable era, qué compasivo, cuánto me apoyaba. Capaz de prestar oídos a Jim sobre el tema de las moléculas de cadena larga, pero también encantado escuchándome hablar de la prevención del embarazo, de que resultaba imposible, de lo mucho que temía concebir. ¡Yo era exactamente adecuada para John! Su problema no era la homosexualidad, sino la asexualidad. Tomaba parte en la vida por persona interpuesta, así era John. Nos adoraba a Jim y a mí como solo podía hacerlo un hombre sin deseos sexuales. Lo que lo enemistó con Jim fue que este de pronto cayó en la cuenta de que a John mis problemas le parecían tan fascinantes como los suyos. El famoso incidente de las perlas… No fueron sino los celos y la posesividad de Jim. Me pregunto qué versión cree Carmine, ¿la de Jim, o la mía? En la auténtica, nos fuimos a Chicago inmediatamente después, tal como dijo Jim. Yo lo retrasé seis meses para que pareciera menos significativo. Todo sea por Jim: esa ha sido la historia de mi vida desde que cumplí los quince.

»Como Gettysburg después de la batalla… ¿Cómo no se me ocurrió que quedaría tejido cicatricial? ¿Que estaba destrozando la fertilidad de un sustrato diseñado para nutrir al feto?».

Volvió a adormecerse, y cuando despertó, la imagen de Gettysburg había desaparecido. Lo que le vino a la mente fue el libro. Cuando se le ocurrió la idea, no le cupo duda que era la respuesta. Si Jim Hunter escribía acerca de sus descubrimientos para los profanos, sería un viaje fascinante hacia lo desconocido para gente que no tenía idea de lo emocionante que era lo desconocido, lo estimulante que era, hasta qué punto estaban rebosantes de misterios las raíces mismas de la vida. Como es natural, a él nunca se le habría ocurrido, pero una vez que le propuso la idea, vio de inmediato su potencial. ¡Sí, sí! ¡Un libro popular! «Gracias, Millie, gracias por ver la manera de salir del infierno en que estamos».

El frenético acto de escribirlo, tecleando como loco con la vieja IBM mientras ella continuaba alimentándole el ego, un capítulo tras otro, hasta que quedó terminado el quinto borrador del manuscrito de seiscientas páginas. Ah, las desternillantes sesiones en las que proponían títulos a mansalva hasta que encontraron uno que a él le gustaba: Un dios helicoidal. Elegido por él mismo.

¿Fue el libro lo que precipitó la perdición de Millie, o las horribles consecuencias de fabricar tetrodotoxina? ¡Cuatro asesinatos! El capitán Carmine Delmonico, su propio primo carnal, estaba convencido de que Jim era el autor: ¡Jim!

Llamaron suavemente a la puerta y apareció Jim.

—¿Este cartel me incluye a mí? —preguntó, sonriente, con las manos llenas de rosas blancas abiertas casi del todo.

Millie alargó los brazos en un gesto de bienvenida.

—Ni pensarlo.

—¿Ha pasado ya el doctor Solomon?

«¿Hasta dónde se lo cuento?».

—Sí.

—¿Qué ha dicho?

—Por lo visto, mi útero necesita un buen descanso, cariño. Nada de sexo durante una larga temporada, me temo. ¿Lo podrás soportar?

Los ojos de Jim rebosaban amor.

—Vaya pregunta. Pues claro que puedo soportarlo, tanto tiempo como sea necesario. ¿Te encuentras bien?

—Estoy muy bien, pero el tejido uterino tarda un tiempo en recuperarse, según me ha explicado el doctor Solomon en términos que pudiera entender una ignorante como yo. Tarde o temprano tendrás que ir a verle, pero no hay prisa —dijo con despreocupación—. Te lo advierto: los bioquímicos saben tanto de estas cosas como los contables.

—Iré a verle cuando él quiera. —Parecía ansioso—. La gira promocional, Millie. ¿Podrás ir?

—Desde luego —respondió Millie, tranquilamente—. Me niego a abandonarte con Pamela Devane y sus artimañas. Qué horror de mujer, ¿verdad?

—Es como un limón bien ácido untado con chocolate.