Millie, como estaba previsto, llegó a la casa de East Circle con un cuaderno bien gordo y varios bolígrafos. Conducía su propio coche, un Monte Carlo nuevo, y vestía un traje pantalón deportivo azul marino; su belleza dejó a Desdemona sintiéndose, según le comentó luego a Carmine, como un estafermo de uno ochenta y pico. El lavado de cerebro de Julian iba por buen camino, y tenía estrictas instrucciones de mantener a Alex ocupado en alguna otra parte. No había resultado tan difícil como imaginaba Desdemona; igual Julian era uno de esos niños que necesitaba algún deber que le hiciera sentir importante. Sus sentimientos por su hermano pequeño eran cariñosos de veras, y su ego disfrutaba ejerciendo poder. Como le había explicado Carmine a Desdemona, duraría hasta que Alex llegara a ser físicamente más grande que Julian: entonces librarían una batalla campal y reajustarían los parámetros de la infancia.
—No vamos a cocinar nada —le dijo Desdemona a Millie, que llevó a su invitada a la mesita de la cocina y le sirvió un café—. En cambio, voy a explicarte los diversos métodos de cocina, como hervir, estofar, guisar, asar, freír, cocer, desde un punto de vista científico, para que entiendas por qué las masas y los pasteles suben, por qué tienes que cocinar tal cosa lentamente y tal otra deprisa, y demás. También voy a desvelar ciertos misterios hierofánticos enseñándote a hacer un suflé perfecto con un robot de cocina Mixmaster, y quenelles…, bueno, montones de cosas. —Dejó en la mesa un plato de diminutas tortitas untadas ligeramente con mermelada de frambuesa y pegotes de nata montada—. Son panqueques con mermelada y nata, justo lo más adecuado para un desayuno de lujo.
Desdemona se condujo con tanta habilidad que Millie no se dio cuenta de que la ponía en la situación de pupila además de amiga; no se llevaban muchos años, y, a medida que charlaban, a Millie le resultó evidente que Desdemona también era una científica que había tenido una carrera respetada antes de convertirse, más bien tarde, en ama de casa. Tenían mucho en común.
El cuaderno se utilizó, pero no a la manera de una clase formal, y hacia mediodía le contó a Desdemona su secreto mejor guardado: iba a tener un hijo, salía de cuentas a principios de octubre, según creía.
—¡Ay, querida, qué maravilla! —exclamó Desdemona afectuosamente—. ¿Estás segura de las fechas? ¿Quién es tu ginecólogo?
—No tengo ginecólogo —contestó Millie, un tanto perpleja.
—El embarazo es la función más natural del mundo, Millie, pero tienes que ponerte en manos de un buen ginecólogo. Solo desde la implantación de la asistencia pública sanitaria en Inglaterra están dejando de morir mujeres de parto y ha bajado la tasa de mortalidad infantil. Antes de la sanidad pública, la única ayuda con que contaban las mujeres pobres era una comadrona en bicicleta que llegaba a la casa pedaleando y se ocupaba del parto allí mismo. ¡Vete a ver a un ginecólogo, mujer!
—No se me había pasado por la cabeza —reconoció Millie.
Ese comentario hizo caer en la cuenta a Desdemona de lo extraña que había sido la vida de Millie desde el comienzo de su decimosexto año y su compromiso con Jim Hunter. A una edad en la que otras chicas forjaban animados vínculos y amistades, Millie se había aferrado a Jim y nadie más. Optando por alejarse de sus padres, esa científica brillante, culta y extraordinariamente capaz no había empezado siquiera a desarrollar una red de contactos femeninos. La científica sabía que estaba embarazada, la mujer no tenía la menor idea de los detalles prácticos que eso conllevaba.
—Si sales de cuentas en torno a la segunda semana de octubre —dijo Desdemona—, entonces ahora debes de estar de ocho o nueve semanas. ¿Tienes náuseas, vómitos?
—Todavía no —respondió Millie, recuperando el equilibrio—. ¿Me puedes decir quién es tu ginecólogo? ¿Me aceptaría como paciente?
—Se llama Ben Solomon, y, como a todos los ginecólogos, le encanta la parte de su profesión que tiene que ver con la obstetricia. ¿Le llamo?
Se le iluminó el rostro.
—¿Serías tan amable? ¡Muchas gracias!
Así que cinco minutos después Millie tenía una cita para el día siguiente y había anotado el nombre del doctor Ben Solomon, su dirección y número de teléfono en la agenda.
—Ay, Desdemona, ¿no te imaginas a nuestros hijos? —preguntó, transfigurada—. No tan blancos como yo, ni tan negros como Jim, y con los ojos de cualquier color.
—Sí, ya me los imagino —dijo Desdemona con dulzura—. ¿Ya se lo has contado a Jim?
—Sí, anoche. Está encantado.
—¿Y a tus padres?
Se estremeció.
—Todavía no. Dentro de poco.
¿Qué estaba ocurriendo?, se preguntó Desdemona, tras acompañar a Millie a la puerta para despedirse y volver a ver qué hacían Julian y Alex. A Carmine y ella no les había pasado inadvertido que Patrick y Nessie se habían distanciado de los asuntos de la familia extendida debido a ese maldito alejamiento, pero ¿por qué no buscaba Millie el consejo de su padre médico sobre su embarazo? Tal vez fuera una mujer de treinta y tres años, pero pese a ello su ignorancia sobre el tema era abismal. Increíble en los tiempos que corrían, desde luego. Lo que llevó a Desdemona a pensar sobre Millie de una manera más honda e imparcial. ¿Cabía la posibilidad de que estuviera «un tanto ida»? El amor total era una entidad, claro, pero según la experiencia de Desdemona, considerablemente amplia, siempre estaba mezclado con otras emociones dirigidas hacia otros objetivos. «Yo —pensó Desdemona— quiero a Carmine con pasión, le estoy agradecida y le soy totalmente leal; es mi compañero de armas. Y quiero a mis dos hijos pequeños con una urgencia visceral que me llevó a arriesgar la vida por ellos, sobre todo a Julian. Adoro a mi suegra, Emilia, a todas mis cuñadas… Pero es un tapiz que abarca toda clase de matices, incluidos los sombríos grises y negros de la depresión posparto. Así son las personas, tapices complejos. Pero Millie no. Me pregunto si alguna vez ha reflexionado alguien sobre…, no su estado de ánimo, sino su estado mental. Falta algo, o si no, hay algo tan inflado que ensombrece todo lo demás…».
De regreso a casa en un ensueño de futuras obras maestras culinarias que le ocuparían la cabeza durante los próximos meses de su embarazo, de pronto Millie notó algo extraño en su cuerpo. No tenía ni idea de por qué esa sensación le había provocado un pánico ciego, pero dejó el coche en el sendero de acceso con las llaves en el contacto, desesperada por entrar en casa, examinarse y ver qué había ocurrido.
¡Sangre! No había dejado aún de sangrar, aunque no sufría una hemorragia.
¡La agenda! ¿Dónde estaba la agenda? Con manos apenas capaces de sacar la libreta de su bolso, al final dio con el número de teléfono del doctor Solomon y le llamó.
—No se mueva, quédese donde está y espere la ambulancia —le aconsejó—. Prefiero verla en el hospital, donde pueda hacer todas las pruebas necesarias y examinarla mejor.
—¿Llamo a mi marido? —preguntó ella con las mejillas húmedas de lágrimas—. El doctor James Hunter. Lo he perdido, ¿verdad?
—Puede que haya tenido un aborto espontáneo, está usted de muy pocas semanas. Sea como sea, el feto aún puede ser viable, Millie. Vamos a echar un vistazo primero, ¿eh? Llame a su marido, pero no pierda el ánimo, ¿de acuerdo?
Ah, había sido una mañana tan deliciosa… Estaba embarazada, había hecho una buena amiga con quien tenía complicidad y había aprendido los principios científicos de la cocina. Había tenido la sensación de estar debatiéndose entre dos planos distintos de manera simultánea, uno donde lo principal era la comida, el otro, colmado de imágenes de un precioso y cálido niño moreno con los ojos de un color extraño.
Ahora tenía la sensación de que nunca querría volver a comer, y el precioso y cálido niño moreno ya no estaba por ninguna parte.
Esa misma mañana se había celebrado una reunión entre el decano de investigación de C.U.P. Geoffrey Chauce Millstone, el doctor Jim Hunter, Max y Davina Tunbull y la publicista contratada, Pamela Devane.
—Sugiero que se programe un acto universitario bien sonado el día de la publicación —dijo Pamela, que se retrepó en su sillón y cruzó un par de piernas espléndidas—. ¿Es eso posible, Chauce? —le preguntó al decano de investigación, a quien intimidaba sin esfuerzo. Era como un muñeco en sus manos—. Un cóctel, no una cena en plan rancio —decía—, un acto con el mismísimo rector de Chubb como anfitrión, a ser posible. Mawson MacIntosh siempre es noticia. Unas ciento cincuenta personas, en una sala lo bastante grande para que equipos de televisión y periodistas de toda índole puedan ir de aquí para allí sin atestar el lugar ni molestar a los invitados. ¿Alguna sugerencia?
El decano de investigación lo pensó un momento y asintió.
—Yo recomiendo el museo de libros raros —propuso—. Es una maravilla arquitectónica, más incluso por dentro que por fuera. Con las vitrinas dispuestas por todo el espacio de mármol blanco, es espectacular. El suelo tiene varios niveles, lo que sin duda ofrecerá a los medios un lienzo maravilloso, y podemos utilizar un área tan amplia o tan reducida como nos plazca, Pamela. ¿Usamos cuerdas de terciopelo para separar algunas zonas?
—¿No podría celebrarse en Ivy Hall? —preguntó ella.
El doctor Millstone se estremeció.
—Después de morir allí el decano de investigación Tinkerman, el rector MacIntosh no lo permitiría.
—Es una pena, pero qué se le va a hacer. —Pamela prendió un cigarrillo en una larga boquilla de jade—. Entonces, que sea en el museo de libros raros. ¿Puedo verlo?
—Chauce y yo te acompañaremos después de la reunión —se ofreció Jim Hunter—. Está cerca de aquí.
—Bien. —Emitió un ruidito con cierta semejanza a un ronroneo—. Publisher’s Weekly suele ser bastante moderada, pero Kirkus Review es más dura, así que reseñas entusiastas por parte de ambas han hecho que Un dios helicoidal empiece con muy buen pie. Jim, el Smithsonian quiere que impartas una conferencia de una hora ante un público escogido durante nuestra estancia en Washington D.C., un honor muy poco común. Las emisoras universitarias, que son docenas y docenas, tienen muchísima curiosidad, igual que los programas matinales de entrevistas. —Sonrió de oreja a oreja—. Eso significa empezar por la mañana bien temprano, a eso de las cinco. Antes de que sirvan el desayuno en el hotel. Tendrás que comer lo que te den en la emisora, que no suele ser gran cosa.
—No quiero hacer esa gira —masculló Jim.
—Es un infierno, pero un infierno obligatorio. Al menos no estarás solo, nos tendrás a Millie y a mí —dijo Pamela, con aire de satisfacción.
—No sé si Millie vendrá —dijo él.
La señorita Devane se irguió en el sillón.
—¿Cómo? ¡Tiene que ir!
—¿Por qué? —preguntó Jim, mirándola sin comprender.
—Reviste interés. Ya sabes, blanco y negro, prejuicios, vuestras experiencias por el camino. La tuya es una historia extraordinaria, Jim, y Millie es maravillosa. Parece una estrella de cine.
Por una vez Davina escuchó sin decir palabra, pasmada por el descaro de aquella mujer, relativamente desconocida, que intentaba mangonear a Jim Hunter. Hasta el momento él lo estaba encajando, pero ¿durante cuánto tiempo?
—Hay otra cuestión —anunció Pamela, que se deshizo del pitillo—. Los asesinatos de la tetrodotoxina. También te preguntarán por eso, Jim. Igual que a Millie.
—Eso es fácil —dijo entre dientes—. Rehusaremos hacer comentarios sobre una investigación policial aún en curso. De hecho, no podemos hacer otra cosa. Las preguntas terminarán pronto.
—No está mal —se felicitó ella, con un gesto de aprobación.
Jim no había acabado.
—Es posible que, por motivos de salud, mi mujer no pueda viajar conmigo, pero si lo hace, ¿quieres decir que algunos periodistas desearán entrevistarnos a Millie y a mí juntos?
—Desde luego —asintió Pamela—. Sois distintos, tenéis glamour, sois los dos científicos brillantes. No se trata del matrimonio de un negro famoso con una rubia guapa e idiota, sino de un doctor en bioquímica con otro, iguales en lo que a educación e intelecto respecta, con un largo historial de ostracismo social. Es un asunto fascinante.
—Ya veo —comentó Jim—. Bueno, siento desbaratar los planes promocionales, pero Millie acaba de enterarse de que está embarazada, y os aseguro que ninguno de los dos accederá a nada que pueda poner en peligro a nuestro hijo. Es posible que Millie no venga.