Del martes 4 de marzo de 1969
al viernes 7 de marzo de 1969
Por una vez el sistema judicial se había dado prisa. El juicio a la señorita Uda Savovich por el homicidio en primer grado de la señora Emily Ada Tunbull había tocado a su fin en un tiempo casi récord. Anthony Bera llevó su parte de la selección del jurado con astucia; una vez formado, el jurado constaba de seis hombres y seis mujeres: cuatro afroamericanos y ocho caucásicos. Su ecuación iba de asistenta a contable, pasando por desempleado. Como todos los jurados, se alegraron de que les hubiera correspondido un caso interesante, y como la compensación por formar parte de un jurado era atroz, también se alegraron de que el juicio no prometiera alargarse mucho.
Uda no se esforzó por mejorar su aspecto. Lucía el mismo uniforme gris, iba sin maquillar y llevaba el escaso pelo rojo recogido en una coleta. Poco atractiva, sí, pero también de aspecto inofensivo. Deficiente de una manera benigna. Para Carmine, parecía sutilmente más minusválida de lo que acostumbraba, pero si lo fingía, lo hacía tan bien que no hubiera sabido precisar cuáles eran los cambios y dónde estaban. Tal vez, se vio obligado a pensar, la tensión de todo el asunto había empeorado su estado de un modo natural.
La fiscalía de distrito presentó un caso sencillo sin hacer referencia a ningún otro homicidio que no fuera el de Emily Tunbull. La mujer había muerto por efecto de un veneno poco común y casi imposible de detectar, estaba lejanamente emparentada por vía política y vivía bastante cerca de la acusada, que tenía una ampolla llena del veneno y otra vacía en sus dependencias. Había un largo historial de rencillas entre la víctima, la acusada y la hermana melliza de esta, la señora Davina Tunbull. Solo existía un posible origen para el veneno, una persona conocida de toda la familia Tunbull y por tanto también de la acusada.
El personal forense aportó pruebas de que Emily Tunbull había fallecido por efecto de la tetrodotoxina ingerida por vía oral en una garrafa de agua que estaba a la vista en un estante de su estudio de escultura, un cobertizo en el jardín trasero de su casa. El candado que mantenía cerrada su puerta era uno de los siete candados similares con la misma llave. Por tanto, entrar en el estudio y echar veneno en el agua no quedaba fuera de las posibilidades de la acusada.
Millie fue llamada a testificar que había elaborado el veneno en su laboratorio, y había informado del robo de una cantidad considerable del mismo a su padre, médico forense del condado de Holloman. Como la docente nata que era, explicó al jurado lo que era la tetrodotoxina a un nivel sencillo y comprensible. ¡Una sustancia extraordinariamente letal!
Horrie Pinnerton no intentó implicar a Uda ni a ninguno de los Tunbull en el hurto, y prefirió concentrarse en un mítico paquetito del que la acusada no tenía prueba más allá de una carta que, según había dicho, iba adjunta; pero ¿dónde estaban el paquete, el envoltorio, la caja acolchada con algodón? Y si habían existido, ¿por qué estaban las ampollas escondidas en tubos de pintura? Llamó a Davina para que diera testimonio de todo ello, y se las arregló con mucha maña para que la historia pareciera pergeñada por la hermana inteligente a fin de salvar a la deficiente, que era muy capaz de ocuparse de una casa ajetreada en nombre de su hermana, una empresaria con otros intereses.
Aunque nadie había visto a Uda Savovich echar el veneno al agua, el caso era cuestión de puro trámite, según Horrie: Uda Savovich tenía el veneno en su poder, y Emily Tunbull, una espina en su costado y también en el de su hermana, había fallecido por efecto de ese veneno.
Anthony Bera procedió a arremeter contra el caso del fiscal de distrito. Primero volvió a llamar como testigo a Millie y la obligó a declarar por qué, si la tetrodotoxina era tan letal, no la había guardado bajo llave en la nevera. Todo su pequeño laboratorio, dijo Millie, su serenidad y su paciencia incólumes, era en realidad una caja de seguridad de gran tamaño, y la dejaba estrictamente cerrada. Incluso si salía al cuarto de baño, cerraba la puerta con una llave especial a la que no tenía acceso el personal de limpieza, que hacía su trabajo mientras ella se encontraba presente. No, no contaba con un técnico, ni su marido poseía una copia de la llave. ¿Qué clase de material había en el laboratorio aparte de la tetrodotoxina que hiciera necesario cerrarlo con llave? Tiopental sódico. Morfina. Varias neurotoxinas más: su trabajo tenía que ver con los mecanismos capaces de desactivar el sistema nervioso. Y no, nunca había desaparecido nada hasta que sustrajeron la tetrodotoxina. Al serle mostradas las dos ampollas en posesión de Uda, negó rotundamente que las hubiera hecho ella, y señaló con detalle por qué estaba tan segura.
Bera no llamó a declarar a Uda. Llamó a Davina, la melliza incólume, que vestía un sencillo traje chaqueta negro, blusa blanca y elegantes zapatos de tacón alto. Se había recogido el pelo en un moño y no se parecía en absoluto a Medusa.
Primero Bera echó por tierra lo que podría haber sido la reacción de Horrie interrogando sin miramientos a Davina acerca de por qué trataba a su hermana como una criada, y había mantenido en secreto su relación de parentesco. Davina no quedó en buen lugar al final, pero de alguna manera resultó coherente de un modo morboso; las chicas Savovich habían vivido tiempos peligrosos, y habían fraguado un personaje con dos caras que convenía a ambas.
Davina insistió en que el paquete había sido real, y que las asustó, teniendo en cuenta los fallecimientos de hombres por efecto de un veneno extraño que la carta adjunta decía también que les había sido enviado: suficiente para dos muertes. La cajita abierta había estado encima de la mesa de trabajo de Uda varios días, sobre todo porque Davina, a quien Uda recurría en busca de orientación, no tenía la menor idea de qué hacer al respecto. ¿Por qué no había dado parte a la policía en cuanto vio a Uda abrir la caja? Porque hubieran quedado como asesinas, explicó Davina. La policía no las había considerado sospechosas, pero si presentaban esa caja y resultaba haber veneno en las ampollas, parecerían culpables. Sin embargo, cuando Uda encontró una ampolla abierta y usada, les entró pánico.
¿Por qué no acudieron a la policía cuando encontraron una ampolla vacía?, preguntó Bera. Y Davina, con aspecto imponente, espetó que si la policía dudaba de la existencia del paquete, ¿qué habría pensado de una ampolla usada cuando, un día después, hallaron muerta a Emily Tunbull? De modo que decidieron no deshacerse del material, pero tampoco declararlo. Eran culpables de ocultar esa vil tentativa de involucrarlas en una serie de asesinatos, sí. Pero si de verdad Uda hubiera envenenado a Emily, no se les habría ocurrido conservar nada.
Luego Anthony Bera llamó a declarar a Chester Malcuzinski, que no se presentó. Ese hombre, dijo el famoso abogado, era hermano carnal de Emily Tunbull, y, según dio a entender con destreza, una mala pieza a quien buscaban en Nueva York para someterlo a interrogatorio por un asunto de fraude y extorsión. Le habían enviado una citación a Florida, pero se esfumó, pese a que Uda Savovich iba a ser juzgada por el homicidio de su hermana. Su testimonio sería de ayuda en el caso, pero ¿por qué era imposible dar con él? ¿Qué tenía él que ver con esas ampollas que la doctora Millicent Hunter no había fabricado? El paquete podía haberlo enviado él.
Incluso dos mil años atrás, en tiempos del primer abogado de renombre, Cicerón, se consideraba una gran ventaja que, a la hora de las conclusiones, la defensa hablara después de la acusación; en Holloman, Connecticut, en marzo de 1969, las cosas habían cambiado.
Horrie Pinnerton arguyó competente y razonablemente a favor de un veredicto de culpabilidad, sobre la base de la mala sangre que había entre las mellizas Savovich y el fallecido, la oportunidad de echar el veneno en la garrafa de agua y la presencia de las dos ampollas, una llena, otra vacía, escondidas en tubos de pintura en el taller de Uda Savovich.
Anthony Bera no tuvo empacho en reconocer que las circunstancias podían interpretarse como que Uda Savovich era culpable, pero que la fiscalía no lo había demostrado de modo satisfactorio, ni siquiera remotamente. Todo dependía de dos ampollas de tetrodotoxina que en algún momento habían sido fabricadas por unas manos que no eran las de la doctora Millicent Hunter; ¿eran las manos de Uda Savovich? Hizo pasar a la diminuta mujer por delante del jurado para que inspeccionaran sus manos de cerca: dedos minúsculos y medio agarrotados que temblaban ligeramente. Fue también una buena treta para que aquellas doce buenas personas vieran sus ojitos negros como pasas, descubrieran lo pequeña que era y lo patético de su estado. Uda no cometió el error de fingir retraso mental; parecía desconcertada, no del todo segura de qué estaba ocurriendo, y muy, pero que muy asustada.
Describió la historia de sus vidas, el viaje a través de los Alpes que comenzó cuando tenían doce años y terminó en Trieste a los catorce, y la Davina que trataba a su hermana como criada también se vio como una hermana que nunca, nunca había olvidado su deber para con su hermana disminuida. Se mostró sincero respecto del papel de Chez Derzinsky/Malcuzinski, que obligó a Davina, modelo, a hacer de cebo para él reteniendo y torturando a Uda cuando aquella no obedecía, y preguntó al jurado por qué, tras haber conseguido respetabilidad y un hogar, se plantearía cualquiera de las dos hermanas poner todo eso en peligro cometiendo un asesinato. Los móviles que Horrie Pinnerton había intentado mostrar como urgentes y acuciantes quedaron a la altura de las típicas fricciones que suele haber entre mujeres en cualquier familia extendida. La alternativa consistía en ver a Emily como la zarpa de su hermano, amenazando con sacar a relucir sus actividades en la ciudad de Nueva York, pero ¿por qué iba Emily a poner en peligro a un hermano de pasado turbio?
Las hermanas Savovich quedaron como refugiadas del comunismo, un argumento de peso a favor de Uda, y la propia Uda como una pobre mujercita sin malicia ni poder.
El jurado creyó a la defensa. Regresó con un veredicto de «Inocente» en menos de una hora.
Carmine y sus detectives se quitaron un inmenso peso de encima con el veredicto. Habían juzgado a la hermana equivocada; ahora ya nunca iría a juicio la hermana correcta. Todos y cada uno de ellos habían llegado a la misma conclusión, que entre Davina y Uda no habían dejado a la policía más remedio que actuar, y el fiscal de distrito se había tragado la estratagema, aunque se le había advertido de ello. El consuelo era que las hermanas no cometerían ningún asesinato más.
Abe, por su parte, no creía que el móvil estribara en lo ocurrido en Nueva York años atrás.
—Emily tenía pruebas de algún otro hecho —le dijo a Carmine— y no tenemos ni la más remota posibilidad de averiguar qué era, sobre todo ahora que Chez Malcuzinski está en paradero desconocido. Eso también es todo un misterio, por cierto.
—Apuesto a que aparecerá en San Diego o Phoenix dentro de un año o así haciendo lo mismo que hacía en Orlando —conjeturó Carmine—. Ese no importa, está fuera de nuestra onda porque estás en lo cierto, Abe, Emily fue asesinada por motivos que no tenían nada que ver con Chez. Pregunta a cualquier detective implicado en el caso y la respuesta será que ella sabía algo acerca del bebé, Alexis.
—¿Que Jim Hunter es el padre? Sí, claro.
—¿Lo es? Yo no estoy tan seguro. Todo se reduce a los ojos, nada más. Antes de someterse a cirugía plástica, Jim Hunter tenía un aspecto muy distinto: guardaba auténtico parecido con un gorila. Las personas de origen africano varían en cuanto a su aspecto físico más incluso que los caucásicos, y la sangre africana de Alexis parece…, no sé, más diluida, muy diferente. No descarto por completo la paternidad de Hunter como móvil, pero tengo la sensación de que el móvil es algo más personal entre Davina y Emily. Emily estaba obsesionada con su hijo, Ivan. Con sus antecedentes, dudo que tuviera influencia suficiente sobre Max para volverlo en contra de Davina, por mucho que alegase que no es el padre de Alexis. A decir verdad, no creo que a Max le importe quién es el padre de Alexis. Es un hombre muy satisfecho con su situación doméstica: un hijo y heredero al que adora; una mujer que, no le cabe duda, es lo bastante fuerte y lista para seguir con el negocio si algo le ocurriera; un hermano y un sobrino que le son leales a él y al negocio, y además tienen una buena relación con Davina. Nunca ha sido sospechoso, pero no creo que haya sido un pardillo tampoco. Se comportó con cierta brusquedad durante unos días cuando Chez se largó a algún lugar desconocido, pero se recuperó enseguida. No, Emily no se metió con él. Los objetivos de Emily eran Davina y Uda.
Abe dejó escapar un suspiro.
—Agua pasada, ¿eh? Pues si la trama iba dirigida contra Davina y Uda a través del bebé, nadie nos lo podrá aclarar.
—Exacto.
—Bueno, Bera se las arregló para describir la situación entre las hermanas como algo lógico, lo que echó por tierra buena parte de la argumentación de Horrie. Pobre Horrie. No está acostumbrado a Bera.
—Pues ya se puede ir acostumbrando a Bera —comentó Carmine en tono grave.
Entró Delia, sacudiéndose la nieve de su abrigo de piel de mono y haciendo relucir las filigranas doradas. Debajo, su cuerpo de tonelete iba forrado de lana color escarlata decorada con penachos de plástico brillante de extrañas formas a cuadros blancos y negros. Incluso Abe parpadeó; era sin lugar a dudas uno de los atuendos más excéntricos de Delia. Gracias a Dios no la habían llamado a declarar durante el juicio de Uda. Había hecho aflorar el aspecto más frenético de su gusto para vestir.
—Así que Sirhan reconoció haber disparado contra Robert Kennedy —dijo, a la vez que se sentaba, haciendo chirriar diversos remiendos de plástico.
—Eso fue el lunes pasado, Deels —dijo Abe.
—Lo sé, pero apenas si nos hemos saludado desde que dio comienzo el juicio de Uda.
—Sirhan no podía asegurar precisamente que era inocente. Estaba justo al lado de Kennedy y le disparó a la cabeza.
—Eso no les impide proclamar su inocencia.
Carmine lanzó las manos al aire y se marchó a casa.
Desdemona estaba cada vez de mejor ánimo. El invierno casi había terminado, los azafranes habían llegado y se habían ido, la forsitia era una masa de color amarillo y el pequeño Alexander James Delmonico ya caminaba y hablaba. Desdemona había tenido una inspiración derivada de su propia infancia y el inevitable destino del hijo mayor: iba a librarse de la tristeza que le había provocado Julian haciendo que se ocupara de su hermano Alex.
—Y me da igual lo mucho que se queje —le dijo a su marido en tono triunfante—. Puede montar los berrinches que quiera, pero aun así se librará de las energías sobrantes ocupándose de su hermanito. Estoy decidida a lavarle el cerebro.
—Qué mujer tan horrible —dijo Carmine, mirándola fijamente.
—Sí, ¿verdad? Nessie O’Donnell me llamó para decirme que el juicio de Uda quedó en agua de borrajas.
—Berrinches, borrajas… ¿de dónde sacas esas expresiones?
—Pregúntale a Delia. El chiflado de su padre era profesor de etimología inglesa o algo parecido. Bueno, quedó en agua de borrajas, ¿no?
—Sí, pero de algún modo se hizo justicia. Uda es inocente.
—Bien. Nessie también me contó que están saliendo críticas del libro de Jim. En Publisher’s Weekly y…, esto…, Kirkus Review, me parece que dijo.
—¿Y bien? —preguntó Carmine, ansioso.
—Reseñas entusiastas. Los veinte mil ejemplares ya se han vendido y Max está imprimiendo más veinticuatro horas al día —dijo Desdemona, que se sentó para disfrutar de su única copa—. ¡Ay, Carmine! —dijo en tono apasionado—. ¡Dentro de tres meses estaremos sentados en el muelle tomando copas, oliendo el aire y viendo los barcos en el puerto!
—Sí, el invierno es un rollo, pero al final termina. ¿Qué más ibas a decir acerca de Max y Davina?
—Qué malo eres, arrastrándome otra vez hacia el buen camino. Max y Davina lo tienen bien apañado, diría yo. Netty Marciano me dijo que Max cuenta con una red de imprentas más pequeñas dispuestas a ayudarle a imprimir el libro de Jim si la de los Tunbull no puede estar a la altura de la demanda.
—Millie parece radiante —comentó Carmine, para evitar que siguiera con ese ánimo de saltamontes que la había invadido—. Ha sido una testigo estupenda: serena, lógica, a la altura del jurado…, les ha caído bien. Ha engordado lo justo para tener una figura curvilínea y llevaba un vestido distinto cada día. Cosas que le favorecían. Bonitos zapatos, bonitos bolsos.
—¿Jim también estaba presente?
—Claro, aunque no le llamaron a declarar.
—Millie vendrá a tomar café conmigo el miércoles que viene.
Carmine levantó la cabeza.
—¿Por qué?
—Quiere que le dé consejos de cocina. —La encantadora sonrisa de Desdemona transformó su cara sencilla—. Cuando se trata de cocinar, soy la sibila de East Holloman. Millie vendrá con un cuaderno bien gordo y varios bolígrafos, y tomará nota de todo lo que diga. Los científicos tienen excelentes dotes de cocineros, o al menos las científicas.
—¿Dónde están los niños?
—Fuera, en la nieve. El gato y el perro, montando guardia.
—En enero cometí una imprudencia —confesó Carmine.
—¿Quiénes y cuántos vienen a cenar qué día?
—Pues sí que eres una sibila. La fecha no está fijada, no es urgente. M. M. y Angela, Doug y Dotty Thwaites, John y Gloria Silvestri. Ocho, incluidos nosotros. Sé que ese número te gusta.
—¿Por qué no los Hunter? —preguntó—. No me importa que sean diez.
—Más vale que no —respondió con despreocupación.
—Espero que Millie esté escribiendo su artículo sobre la tetrodotoxina. Es posible que no sea Jim Hunter, pero sus estudios son esclarecedores, y lo digo como antigua administradora de un instituto de investigación neurológica. Me hace ilusión verla la semana que viene.