A las ocho de esa mañana, Carmine reunió a sus tropas.
—A estas alturas ya hemos llegado a la conclusión de que todas nuestras líneas de investigación han quedado agotadas —dijo, al tiempo que se ponía en pie.
No estaban sentados en filas ordenadas, sino más bien dispersos por la sala, bastante amplia, con sillas puestas en ángulos diferentes; todos los cuerpos, no obstante, estaban vueltos de manera que pudieran mirar con comodidad a Carmine.
—Lo que tenemos es lo siguiente: los asesinatos de cuatro personas, tres por un veneno muy poco común, tetrodotoxina, y otra de un tiro en el tronco encefálico. La primera muerte, la de John Tunbull Hall, fue por tetrodotoxina administrada por vía subcutánea en la nuca antes de que los hombres entraran en el estudio de Max Tunbull. Podría haberlo hecho cualquiera. La segunda muerte, la de Thomas Tinkerman, se debió a una inyección intramuscular de tetrodotoxina en la nuca. Se la puso su esposa creyendo que le administraba su dosis habitual de vitamina B-12. —Carmine irguió la espalda—. Nos hemos dejado enredar y solo hemos empezado a verlo después de enterarnos de lo de la vitamina B-12. Había chismes caseros para confundirnos y perdimos el tiempo siguiendo pistas que no llevaban a ninguna parte, una red tejida para despistarnos. Nuestro primer avance consistió en dos ampollas y una carta hallada en el interior de unos tubos que antes contenían pintura gouache de color verde ftalocianina, que es soluble en agua y por tanto fácil de eliminar. ¿Alguien quiere comentar algo hasta el momento? —preguntó Carmine.
Buzz levantó la mano.
—El asesinato de Emily Tunbull, ¿forma parte de los planes de nuestro hombre o no guarda relación? —preguntó.
—Es posible que un poco de cada, Buzz —respondió Carmine—. Sé que todo esto está muy trillado, pero no olvides que a nuestro hombre le gusta jugar. No solo con la policía, sino también con otras personas que podrían ser víctimas, sospechosos o ambos. Emily Tunbull sin duda no formaba parte de su plan maestro, pero su muerte lio las cosas. Ahora las hermanas Savovich cuentan la historia de que las ampollas y la carta les llegaron por correo, y que al principio no les dieron demasiada importancia. Así que dejaron el paquetito encima de su mesa de trabajo, un espacio que comparten. Justo antes de que se encontrase el cadáver de Emily, Davina descubrió que una de las ampollas estaba rota y vacía, encima de la mesa, a la vista de todos. Las dos hermanas juran que no utilizaron lo que había en su interior. Abe ha interrogado a las dos, yo he interrogado a las dos y Delia fue la tercera que lo hizo. Delia, ¿tú qué crees?
—Que no se retractarán de esa versión —aseguró Delia con un suspiro—. Dicen que su implicación es posterior a los hechos.
—¿Abe? —preguntó Carmine.
—Davina asegura que le dijo a Uda que se deshiciera de todo, pero Uda asegura que prefirió quedárselo como prueba de su versión, conque decidió meter cada uno de los tres objetos en un tubo de pintura gouache. Como diseñadora gráfica, Davina tiene literalmente docenas de tubos de pintura, un mínimo de seis de cada color. Los tubos son de plomo, doblados por la parte inferior, es posible abrirlos por ahí sin cortarlos. Eso es lo que hizo Uda. Sacó la pintura, los lavó y escondió cada artículo dentro de un tubo.
—Pero no debían de tener la misma forma que los de verdad —observó Liam, aislado en la costa Oeste durante el registro.
—Todos y cada uno de los tubos son un poco distintos —explicó Abe con paciencia—. Con bultos, grumos: los tubos de pintura de plomo no son del todo uniformes. Fue el peso lo que delató su contenido, no el aspecto.
—Y ahí está el quid —dijo Delia—. Una hermana, Davina, quería deshacerse de las pruebas, mientras que la otra, Uda, creyó más conveniente ocultar las pruebas por si les hacían falta.
—Davina estaba en lo cierto —señaló Tony—. Si se hubieran librado de todo eso, estaríamos en un buen apuro.
—Y ellas serían sospechosas eternamente —dijo Carmine—. Gracias a la decisión de Uda, todo ha salido a relucir y ha ido a juicio.
—Ojalá tuviera más claro por qué había de morir John Hall —reflexionó Liam, que parecía agotado del viaje, pero plenamente despierto.
—Es complicado, Liam. Viejos tiempos, viejos pecados, viejos celos.
—Entonces, ¿quién mató a Emily? —preguntó Donny con insistencia.
—Davina —dijo Carmine—. Es una mujer formidable, como solo pueden serlo algunas refugiadas. Lo que las Savovich soportaron en su propio país, lo que tuvieron que hacer para salir de allí, probablemente no podemos ni imaginarlo. Y Davina cuida de los suyos. Uda, el pequeño Alexis y Max. Emily era un peligro para ella de algún modo, quizá sin relación con acontecimientos recientes. Davina es muy capaz de servirse del alboroto provocado por el asesinato de John Hall para cortar por lo sano la grave molestia que siempre le había supuesto Emily. Por tanto, vamos a dejar ese crimen aparte. Las pruebas que señalan a quien lo cometió nos desvían de nuestro auténtico objetivo. —Carmine levantó el trasero de la mesa y se puso a caminar—. Eso da cuenta de los tres envenenamientos conocidos por tetrodotoxina y nos deja con la muerte por arma de fuego de la señora Edith Tinkerman. El autor era consciente de que no podía dejarla con vida, pero tampoco quería matarla. Conque, podemos suponer que a petición de ella, la visitó a última hora de la tarde del lunes pasado, trece de enero, y se tomó una copa con ella, después de averiguar el motivo que tenía para que se vieran. A todas luces, los documentos en el cajón secreto de Tinkerman. El Seconal es amargo, así que debía de tratarse de alguna bebida con mucho sabor. O quizá le dio una pastilla para que se la tomara contándole un cuento chino. Lo que fuera. Luego dejó que se durmiera, cosa que hizo sentada aún a la mesa de Tinkerman. Nuestro asesino no regresó hasta en torno a las nueve de la mañana del martes, más fresco que una lechuga, entró en su casa y la ejecutó al estilo del KGB. Todo lo cual indica que detestaba tener que matarla, pero no temía en absoluto que lo sorprendieran con las manos en la masa.
—Si se trata de Hunter, ¿cómo es que nadie reparó en él? —preguntó Tony—. No puedo dejar de darle vueltas a eso, Carmine.
—Es invierno. La gente está encerrada en su casa. Esa mañana el viento hacía que la sensación térmica fuera más fría, y ¿en qué se fija uno en el tiempo que transcurre entre que sale por la puerta de su casa y se monta en el coche? —preguntó Abe—. La temperatura ambiente era de 3 ºC bajo cero en Busquash y el viento provocaba una sensación térmica por debajo de menos 10 ºC. Entiendo que nadie se fijara en Hunter, Carmine, pero lo que no alcanzo a entender es que nadie se fijara en su destartalado Chevy, ¿en Busquash? Los vecinos de Busquash no van en cacharros, ni siquiera los chicos de secundaria.
—No iba al volante de un cacharro —señaló Carmine—. Por eso no pudo colarse antes en la casa para matarla. Tuvo que tomar prestado un coche de alguien que tiene un vehículo con buen aspecto, y no pudo hacerlo hasta que esa persona entró a trabajar. A las ocho de la mañana, digamos, ansioso por poner en marcha el nuevo proyecto que iba a asignarle el doctor Hunter.
—Entonces, cuando averigüemos a quién Hunter le cogió prestado el coche, ¡ya lo tenemos! —dijo Liam en tono triunfante.
—No creo que Hunter pidiera permiso. Debía de saber dónde guardaba el personal las llaves de sus coches. Simplemente tomó prestadas las que quería y luego las devolvió. Llevaría preparada alguna coartada por si lo atrapaban, pero no fue así —dijo Carmine.
—Y no encontraremos ninguna huella suya, ni el envoltorio de su chocolatina preferida en el coche —terció Delia, que dirigió a Carmine una mirada muy directa y severa—. ¿Seguro que es Jim Hunter, jefe?
—Sí. Nunca le he quitado ojo. Nadie más encaja en el perfil, muchachos. ¿Las Savovich? No poseen suficientes conocimientos. Creo que Hunter convenció a John Hall de que le enseñara la nuca antes de que entraran en el estudio. ¡Vaya por Dios, tienes un bicho asqueroso en el cuello, John! John agacha la cabeza, lo que significa que no atina a ver lo que está haciendo Hunter. Saca la jeringa, levanta la piel con la punta de la aguja y la introduce de lado, no hacia abajo. Solo un par de gotas bajo la piel. El veneno tarda más en llegar a la arteria vertebral: veinticinco minutos, pongamos, en vez de diez.
—Tienes razón, Carmine —dijo Abe—. Una vez eliminas el gabinete de la ecuación, el veneno puede provenir de cualquiera. Hunter podría haberse llevado aparte a John para charlar en privado, haber ido a otra habitación o haber dejado que ocurriera allí mismo sin ocultarse. Por lo visto tiene más suerte que el diablo, o como quieras decirlo, porque nadie le ve nunca. Hay quien recuerda a Hunter conversando animadamente con Davina durante ese rato, pero ya sabemos la mala fama que tienen esos recuerdos. Es igualmente posible que dispusiera de tiempo e intimidad más que suficientes para administrar una inyección.
—Todo se reduce a la palabra de Hunter. Millie estaba con las mujeres en la sala, y Davina, según ella misma insiste, también. —Carmine resopló, exasperado—. La conversación animada con Jim debió de haber ocurrido, pero ¿cuándo? No disponemos de una cronología fiable de los efectos de la tetrodotoxina, sobre los que apenas hay bibliografía aparte de un artículo de un par de tipos de Duke que la aislaron en 1964. La tetrodotoxina es más una novedad que una sustancia importante que vaya a derribar barreras bioquímicas.
—Y no tenemos nada en absoluto que vincule a Hunter con las ampollas de B-12 —dijo Buzz en tono sombrío.
—¿Qué piensas hacer, Carmine? —preguntó Delia.
—De momento, nada. Cerramos el caso y esperamos. Ya he pedido a las lentas ruedas de la justicia si pueden apresurarse a juzgar a Uda Savovich: estaría bien quitarse eso de en medio.
—Cometí un error terrible al acusarla —dijo Abe.
—No veo cómo ni dónde —señaló Carmine con delicadeza.
—Tendría que haber acusado a las dos hermanas Savovich de conspiración para cometer asesinato.
—Horrie Pinnerton no es el fiscal de distrito más adecuado para esa alternativa.
—Supongo que no.
—¿Quieres dejar que Hunter piense que se ha librado, o vas a decirle lo que sospechamos? —indagó Abe.
—Voy a informar a Hunter de que sabemos la verdad, por una muy buena razón: no quiero más asesinatos.
—¿Podemos escuchar? —preguntó Tony.
—Desde el otro lado del vidrio, sí.
—¿Cuándo? —se interesó Tony.
—Hoy a las dos de la tarde.
El grupo se dispersó; nadie había querido hablar de Millie.
Jim Hunter apareció en Servicios del Condado puntualmente. Tras despojarse de la ropa de invierno, se quedó en chinos, una camisa de seda blanca abierta por el cuello y una nueva chaqueta de punto gris. Tenía el mismo aspecto que siempre: sumamente confiado, competente a más no poder, y sus ojos no albergaban ni un ápice de miedo. Imponente desde cualquier punto de vista, pensó Delia mientras Abe y ella tomaban posiciones, cada cual a un lado de la grabadora. A estas alturas Hunter ya los conocía a todos, podía saludarlos por su nombre; ocupó su silla de entrevistado, una bien cómoda, como si asistiera a un seminario de profesores en el que fuera a moderar las mesas redondas.
—Va a quedar constancia de toda esta conversación, doctor Hunter —le advirtió Carmine después de cumplir con las formalidades para que quedaran grabadas—, pero quiero que sepa que mi principal motivo para concertar este encuentro es evitar más asesinatos. Puede hablar cuando quiera, claro, pero no tiene por qué hacerlo, y debo advertirle que si esta entrevista es fructífera desde el punto de vista criminal, se podrá utilizar contra usted ante los tribunales. Por lo tanto, tiene derecho a contar con un abogado. ¿Quiere llamar a un abogado?
—No —respondió Jim Hunter con voz firme, tras una pausa—. No voy a decir nada que me incrimine, eso se lo aseguro.
—Muy bien, entonces adelante.
Carmine repasó con él los asesinatos de John Hall, Thomas Tinkerman y Edith Tinkerman informándole de todas las deducciones y hallazgos que había arrojado su trabajo; la pericia policial debería haberle sorprendido, pero si fue así, no dio el menor indicio de ello. Se limitó a escuchar como si oyera un relato divertido y ameno sobre alguien a quien no conocía.
Al concluir, los ojos de color ámbar se trabaron con los verdes, un cruce de miradas entre iguales. Jim Hunter era un genio y Carmine Delmonico no lo era, pero en este campo de batalla las ventajas del intelecto superior de Jim quedaban anuladas por la experiencia y la tenacidad de Carmine.
—Sé que cometió esos asesinatos, doctor Hunter —dijo Carmine sin pestañear—, pero no tengo pruebas físicas que respalden esa certeza. Por tanto, a primera vista parece que ha salido impune de tres cargos de asesinato: John Hall, Thomas Tinkerman y su esposa, Edith. Todos ellos se cometieron para salvaguardar el éxito de un libro que usted ha escrito, titulado Un dios helicoidal. Su mujer, la doctora Millicent Hunter, elaboró como una parte legítima de su investigación el veneno que usted utilizó, y usted sustrajo la cantidad restante, que era considerable. Las investigaciones indican que la doctora Millicent Hunter no está implicada en sus planes y maquinaciones. Al igual que en el caso de la señora Tinkerman, su papel puede considerarse un vector.
—Su predisposición es extraordinaria —comentó Jim Hunter.
—Aclare eso, doctor —dijo Carmine, manteniendo la calma.
—Si se me considera autor de esos crímenes, ¿cómo es que alberga más sospechas sobre mí que sobre mi esposa? Si la publicación de mi libro beneficia tanto a mi esposa como a mí, el móvil que me imputa es igualmente válido para ella. Millie y yo somos un número idéntico, no puede separarnos por un más aquí y un menos allá. —Adoptó una mirada desdeñosa—. ¿Está Jim Hunter haciéndose el listo, o está señalando que si es culpable, también lo es su mujer? Igual lo que está haciendo Jim Hunter es demostrar que usted se equivoca, señalar que si su esposa es inocente, también él puede serlo.
Los tres detectives escucharon impasibles; tras el frente unido que formaban, se estremecieron. Jim Hunter les estaba anticipando cuál sería su defensa si lo detenían y acusaban: Millie, alegaría, era cómplice, y tan culpable como él.
—No veo de qué manera puede estar implicada la doctora Millicent Hunter en el asesinato de Edith Tinkerman —dijo Delia—. Estaba dando clase desde las ocho de la mañana en que murió la señora Tinkerman, y hay diez testigos que lo confirman. No se utilizó tetrodotoxina, y hasta el momento no hemos conseguido dar con el arma.
—¡Escuche lo que dice, sargento! —exclamó Hunter—. Hasta donde alcanzo a entender, lo que destaca en sus palabras es el «no hemos conseguido», y es cierto, no han conseguido nada. Han registrado nuestro apartamento, mi laboratorio y el de mi esposa, pero no han encontrado indicios de que estemos implicados ninguno de los dos. —Barrió el aire con una de sus grandes manos—. Estoy harto de esta investigación y la encuentro ofensiva. O bien me acusan de algo, o bien dejen que me marche.
Abe apagó la grabadora.
—Gracias, doctor. Puede usted marcharse cuando quiera.
—Eso ha sido interesante —comentó Carmine después de que Jim Hunter se hubiera ido con aire triunfal.
—No creía que fuera a enfrentarse a nosotros utilizando a Millie —dijo Abe.
—En apariencia es brillante —matizó Delia—, pero en realidad es todo lo contrario. Ha arrojado el guante: si lo acusamos de asesinato, implicará a Millie. Como mínimo, eso demuestra que tú, Abe y el inspector jefe habéis estado en lo cierto sobre ella desde el primer momento: es inocente como una criatura.
—No hemos conseguido meterle miedo —señaló Abe.
—Eso es imposible, pero sabe que pisa terreno peligroso. Hunter tiene complejo de Dios, como muchos hombres cuyo trabajo, cerebro o talento los ha propulsado a la estratosfera —dijo Carmine—. Le encanta que lo adoren. Millie es su suma sacerdotisa, un papel consolidado con los años, pero incluso ella puede ser sacrificada si es necesario. Como mínimo, esta entrevista ha demostrado que Millie no está al tanto de todo lo que alberga el corazón de Hunter, y mucho menos de todo lo que alberga su mente. Jim Hunter solo se preocupa por sí mismo.
Abe parecía perplejo.
—Bueno, a mí me consideran un maestro de los compartimentos secretos —comentó—, pero ese hombre es todo compartimentos secretos, unos encima de otros. Tiene la frialdad de un invierno en Alaska.
—Voy a subir a ver a Silvestri —dijo Carmine.
El informe de Carmine no animó precisamente a Silvestri.
—Vamos apañados —dijo.
—Pues si no obtenemos una confesión, sí, y seguro que el doctor Jim Hunter no confesará. Ni siquiera se delatará con una indiscreción verbal.
—Millie está viviendo con un asesino.
—Eso es cierto, pero está a salvo, John. Hunter la necesita para mantener la credibilidad. Es plenamente consciente de que su muerte sería pasarse de la raya.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Piensa en Millie en relación con Jim Hunter de la misma manera que Uda Savovich con Davina Tunbull. El colosal ego de Jim Hunter necesita de una esclava desinteresada que lo satisfaga, y los crímenes de Jim Hunter necesitan un margen de duda que solo Millie puede aportar.
—Sí, ya entiendo tu argumento sobre las razones de Jim Hunter para querer que Millie siga con vida —dijo el inspector jefe con aire testarudo—, pero lo que no resulta tan evidente es la respuesta a la pregunta que East Holloman lleva dieciocho años haciéndose: ¿y si Millie deja de querer a Jim?
Carmine se quedó sin aliento.
—Eso mejor ni pensarlo. No —dijo, con más aplomo a medida que iba hablando—, eso no ocurrirá ahora que han dejado atrás los tugurios infestados de ratas para irse a vivir a una bonita casa en un barrio agradable. Me parece que Millie tiene muchas ganas de empezar a tener hijos, y a juzgar por el efecto que eso surtió en Desdemona más o menos a la misma edad, no tendrá tiempo de desenamorarse. Estará muy ocupada descubriendo que es más difícil ocuparse de niños que de un laboratorio tranquilo y obediente. Me alegro mucho por ella.
—Yo también me alegraría, si no supiera que Jim es un asesino.
—¡Sé racional, John! Hunter no es un asesino patológico: matar no aplaca un ansia en su psique. Si los Parson no se hubieran metido con M. M. y este no les hubiese plantado cara, Tinkerman no habría llegado a ser decano de investigación de C.U.P. y Hunter habría seguido siendo nada más y nada menos que un bioquímico genial. Mató para alcanzar sus fines, no por placer sexual.
—Ojalá te creyera —comentó el inspector jefe.
—¿Por qué no me crees? —gritó Carmine, exasperado—. No intento justificar a Hunter ni minimizar sus actos, solo procuro hacerte entender que Millie no es uno de sus objetivos en absoluto. Eso es lo mejor que podemos esperar, teniendo en cuenta lo ciega que está a la auténtica naturaleza de Hunter en combinación con el hecho de que no hay manera de detenerlo.
—Tengo miedo por Millie —mantuvo Silvestri, en sus trece.
—Todos tenemos miedo por Millie, pero no podemos hacer nada al respecto, así que mejor no darle vueltas —repuso Carmine con aspereza.
Desdemona se puso de parte de Silvestri.
—Millie corre peligro, sin duda —dijo, flameando la sartén con un buen brandy O.P. y viendo cómo siseaba y burbujeaba hasta quedar convertido en una especie de nada pardusca. Vertió y removió un poco de salsa de tomate casera, una pizca de crema de rábano picante, y cuando empezó a crepitar, media taza de nata. Removió rápidamente hasta que burbujeó de nuevo y luego vertió la salsa sobre dos bistecs que esperaban en sendos platos. El más grande lo dejó delante de Carmine, que añadió unas bolas de patata hervidas en caldo de ternera y se llenó el cuenco de la ensalada.
—Te adoro —dijo con la boca llena.
—Nunca tanto como cuando te doy de comer, cariño —respondió ella con inmensa satisfacción.
—¿Qué te hace pensar que Millie corre peligro, sobre todo a la luz de lo que ha dicho Hunter acerca de que supuestamente son culpables por igual? A mi modo de ver, eso indica que tiene que mantenerla con vida —dijo, cuando el plato y el cuenco estaban vacíos salvo por los rastros de grasa, y tenía ante sí una taza de té humeante.
—Estoy de acuerdo en que Jim asesina por necesidad, no por psicopatía. También coincido en que Millie, viva, supone una enorme protección para él. Pero si Millie le ofende en lo más hondo, la matará sin pensárselo dos veces. Su ego es más grande incluso que su cerebro, aunque el cerebro se asegurará de que, si el ego le dice que hay que matarla, no se pueda probar que haya sido cosa suya, y de que haya otra Millie esperando para ocupar su lugar.
—Una nueva Millie no podría sustituir a la antigua —replicó Carmine—, no por cómo hablaba Hunter esta mañana. Millie es una sospechosa a su misma altura.
—Incluso muerta, puede desempeñar ese papel. Y puesto que su sustituta sería otra esclava de Jim, podría crear también otra sospechosa.
Carmine lanzó una pedorreta.
—Eso es llevar las cosas demasiado lejos, Desdemona. Cualquiera diría que Hunter tiene todo un establo lleno de esclavas en potencia y cree que puede lavarles el cerebro igual que hizo con Millie. Bueno, pues no puede. Los dos eran unos críos cuando todo empezó. Yo sigo diciendo que Millie es única.
—Una sustituta de Millie no sería manipulada del mismo modo —dijo Desdemona con testarudez—, pero Jim haría que la relación funcionara exactamente como quisiera. ¿Habéis encontrado el arma que usaron para asesinar a la señora Tinkerman?
—No. Se registró el apartamento de State Street, así como los laboratorios de los Hunter, sin resultado. Es posible que él tenga una taquilla en alguna parte, en cualquier sitio, en una estación de tren o autobús, o una caja de seguridad en algún banco.
—Entonces, esperemos y recemos para que el libro alcance el éxito que se le augura. Si Millie es lo bastante fuerte para derivar una buena parte de los derechos de autor hacia su casa, es posible que les vaya bien. Al menos posible. Si se aborda la situación desapasionadamente, Carmine, Jim ha estado robándole a Millie desde que ella empezó a obtener ayudas de investigación, lo que debió de ser en Caltech, en California. Su sueldo debía de ser modesto, como es propio de las universidades, pero suficiente para comprarse unos cuantos vestidos y zapatos y poner bistec y pescado en la mesa. Pero no, le daba su dinero a Jim, que lo invertía en el trabajo de él, en sus instalaciones. ¿Qué parte de su equipamiento pertenece a Chubb o a un comité de becas, en comparación con lo que está a su propio nombre? No hay ninguna ley que lo prohíba, solo que a la mayoría de los investigadores les gusta vivir bien y por tanto no lo hacen. Jim sí que lo hace así, siempre lo ha hecho. Bueno, ya sé cómo es eso de la investigación. Nadie se pasa por allí, ni siquiera una vez al año, para comprobar los números de serie del instrumental. Si lo están vendiendo con fines inicuos, saldrá a la luz, pero si simplemente lo están utilizando en algún otro laboratorio de la misma institución, ¿quién se entera? La persona que lo perdió: en el caso de Jim, Millie. Pero ¿delataría ella a Jim? ¡No, nunca! Simplemente va al laboratorio de él a usar lo que en realidad es suyo.
—Adelante —la instó Carmine, fascinado.
—Millie es una variación de un tema muy común. —Desdemona había adoptado un tono severo, implacable—. Me refiero a la esposa maltratada. Piénsalo un poco. No es golpeada ni aterrorizada, y sin embargo, existe por obra y gracia de un hombre que la considera su propiedad, una ventaja, un apoyo para ascender él, nunca ella. Le roba sus ingresos, tal vez los frutos de su investigación, el tiempo, la energía e incluso la juventud. Todo lo que ella hace va dirigido a complacerlo porque ella considera que no tiene ningún valor por sí misma. Eso también se lo ha robado. Su entorno cree que él la ama con pasión, pero ¿la ama, Carmine? Millie está convencida de que sí. Bueno, pues yo no. Creo que Millie es propiedad suya, y Jim es muy protector de lo suyo. La maltrata.
—Es un argumento válido —dijo Carmine, que de pronto notaba que no le había sentado bien la cena.
Desdemona no había terminado.
—Llevan formando parte del cuerpo docente de Chubb más de dos años. Millie debería haber estado en una situación lo bastante desahogada como para vestirse y gozar los dos de la prosperidad suficiente para tener una casa como Dios manda. Ahora, de pronto, se han mudado a una buena casa en un barrio estupendo. ¿Por qué? Porque, según creo, alguien le dijo a Jim con toda franqueza que tenía que dejar de ser tan tacaño. Nadie de C.U.P. hubiera sacado a colación un asunto así porque las editoriales universitarias no se centran en asuntos personales. ¿Imaginas a Chauce Millstone diciéndole a Jim que a los periodistas les parecería raro encontrarlo viviendo en lo que casi es un tugurio con una preciosa mujer que no tiene ni un buen vestido? ¡No! Yo creo que fue Davina Tunbull quien se lo dijo, lo que me lleva a preguntarme hasta qué punto se conocen esos dos.
—¿Qué haría sin ti? —preguntó Carmine, maravillado—. ¿De veras crees que, una vez empiece a entrar el dinero, Hunter podría considerar que Millie es prescindible?
—Lo considero una posibilidad —aseguró Desdemona—. ¿Por qué no sacas a dar un paseo al perro? Con un poco de ejercicio te sentará mejor la cena.
La entrevista le volvía una y otra vez a la cabeza; tras dos horas infructuosas en el laboratorio, Jim Hunter se dio por vencido y se fue a casa. Estaba casi en su antiguo apartamento de State Street antes de caer en la cuenta de que ahora vivían en East Holloman; riéndose para sus adentros de las imágenes de un profesor distraído que le habían inundado los pensamientos, condujo hacia Barker Street. Cuando se fijó en que un coche de color beige muy corriente también parecía recordar que iba hacia East Holloman en vez de Caterby Street, se estremeció involuntariamente. La poli tenía a alguien siguiéndolo. Todos sus lugares de destino se anotarían e investigarían. Luego, cuando remitió el shock, pasó el resto del trayecto imaginando cosas que podía hacer para complicar y perturbar la Operación Hunter. ¡Qué idiotas!
Una casa ideal, pensó, enfilando el sendero hasta el porche al tiempo que hurgaba en el bolsillo en busca de la llave que le había dado Millie. Su aparición era perfecta, y los derechos de autor servirían para comprarla, y también ropa mejor para Millie y él, buena comida para su mesa; echaría en falta las pizzas, los Big Mac. Para Jim Hunter la comida no era más que combustible que le permitía seguir adelante.
Sí, el momento era perfecto. Por fin contaba con el número adecuado de técnicos e investigadores posdoctorales, todo el equipamiento que podía llegar a necesitar y espacio suficiente. Podía permitir que Millie pasara de ser ayudante en el trabajo a ser ama de casa, puesto que estaba claro que era eso lo que quería; su siguiente beca, de una cuantía inmensa, ya estaba concedida, según una carta que había recibido esa misma mañana. Consciente de ello, se había enfrentado a Carmine Delmonico de mejor talante. ¿Sospechoso principal? No, ese poli grandullón estaba seguro de que era culpable, ¡simplemente porque carecía de pruebas! Bueno, pues él había conseguido darle la vuelta. Qué idiotas. ¿Es que no veían que lo que tenían contra él también lo tenían contra Millie?
Delmonico debía de estar desesperado. Primero, les había negado la esperanza de pedir un abogado: pedir un abogado era lo mismo que reconocerse culpable, eso lo sabía todo el mundo. Final de partida, tablas para Delmonico.
El interior de la casa apestaba a pintura fresca. ¿Por qué la gente se preocupaba de tonterías como una mano de pintura? La estructura subyacente estaba en perfecto estado, tenía los conocimientos suficientes sobre ingeniería para saberlo, y la pintura ni siquiera era una necesidad. No, a Millie no le gustaba el color, conque cambiaba el color. Iba tener que acostumbrarse a la nueva Millie.
Ella se abalanzó hacia él para ir a parar a sus brazos, besarle en los labios y abrazarlo febrilmente: pobrecilla, estaba preocupada.
—No pasa nada, cielo —dijo, mirándola a los ojos; los suyos propios estaban rebosantes de amor—. El capitán Delmonico no tiene a quién colgarle esos asesinatos, así que me ha elegido a mí debido a la tetrodotoxina. No tiene importancia, cariño, de verdad. No puede hacer más que especulaciones. Incluso se ha visto obligado a reconocer que el autor de esos asesinatos tanto podría haber sido yo como tú, solo que tú eres de la familia. Me parece una manera un poco rara de llevar la investigación de unas muertes, eso de excluir automáticamente sospechosos por la sencilla razón de que son parientes, pero…
Brotaron las lágrimas.
—¡Ay, Jim, lo siento mucho! Si no hubiera acudido a mi padre para informar de que había desaparecido la sustancia, no habría ocurrido nada de esto. ¡Es todo culpa mía!
—Chist, chist. Hiciste bien en dar parte del robo, Millie. La tetrodotoxina se utilizó para cometer esos asesinatos, de modo que no informar habría sido mucho peor. —Dejó escapar una risa irónica—. Apuesto a que a Delmonico le gustaría que no fuera más que un negro común y corriente: a estas alturas estaría en chirona, y los moretones no se ven tanto en la piel negra.
Ella adoptó un semblante horrorizado en una fracción de segundo.
—¡Jim, no! No puedes hablar así de Carmine ni de la policía de Holloman. ¡No puedes!
—De acuerdo, no lo haré. —La siguió a la cocina, donde evidentemente estaba empezando a preparar la cena—. Es una de esas raras ocasiones en que me apetece tomar una copa bien cargada —dijo.
—Entonces, ¿no es una suerte que hayamos empezado a comprar bebida por si celebramos una fiesta de inauguración? —preguntó ella, sonriente—. ¿Bourbon? ¿Agua mineral con gas? ¿O Coca-Cola? La nueva nevera hace cubitos de hielo y los pone en una bandeja, ¿verdad que es chula?
—Ponme algo —dijo, sentándose en una silla de buen aspecto a una mesa de buen aspecto.
En respuesta le llevó la botella, un cuenco de cubitos de hielo y una lata de agua mineral con gas.
—He ido a la carnicería Marciano’s y he comprado unas buenas chuletas de cordero para cenar, de Nueva Zelanda, ¿te lo imaginas? Ha dicho que es mejor que el nuestro porque el de aquí se cría con pienso y el de allí con hierba; por eso el nuestro tiene regusto como a borrego. No puedo preparar patatas fritas aún, así que son congeladas, y la vinagreta es de bote, pero iré mejorando. Alguien como tú necesita mucho para mantenerse, James Keith Hunter.
—Voy a ingresar treinta mil dólares en una cuenta a tu nombre, Millie —dijo, echando un trago, agradecido—. Ya es hora de que empieces a recuperar lo que te pertenece. Chauce asegura que C.U.P. no tiene inconveniente en pagar un adelanto en concepto de derechos de autor a estas alturas, y Vina dice que deberías arreglarte más. Con ropa de mejor calidad. Perfume francés. Mi fama se te pegará, y sigues siendo la mujer más hermosa que he visto en mi vida. —Se sirvió otra copa, esta vez diluida en agua mineral con gas—. Tengo que buscar un sastre y encargar ropa para mí: ya está bien de esmóquines alquilados.
—Llama a Abe Goldberg, él te indicará adónde ir.
—Millie, ¿seguro que quieres interrumpir tus investigaciones?
—Desde luego.
—¿Sabes por qué te quiero tanto? —preguntó mientras lo recorría el cálido fulgor de la bebida.
—Vuelve a decírmelo —dijo ella, trasteando en la encimera.
—Porque no pensaste ni por un momento que te robé la tetrodotoxina —dijo, y sonrió—. La última en una serie interminable de muestras de lealtad y generosidad.
Qué espléndido repiqueteo de risa era capaz de lanzar Millie cuando estallaba, rebosante de alegría; dirigió tímidamente la mirada hacia él, la cara radiante, las mejillas sonrojadas.
—¿De verdad tengo tanto dinero? —preguntó.
—Lo tendrás mañana, hacia mediodía. En el First National, en el Green, pregunta por el director. Se encargará del papeleo.
—Haré que te sientas orgulloso de mí —prometió—. Durante dieciocho años el mundo se ha fijado en nosotros solo por el color, pero de ahora en adelante nuestro color será lo que menos les llame la atención.