Los Tunbull estaban aún desayunando cuando llegó Abe Goldberg, seguido por un coche patrulla con una agente de policía en el asiento de atrás. Clamando que era inocente en un inglés chapurreado y estridente, peor cuanto más agitada estaba, Uda Savovich fue trasladada al coche y llevada camino de la comisaría, esposada y sola.
—Le sugiero que busque un abogado capaz de pedir que salga bajo fianza cuando la señorita Savovich sea acusada hoy mismo. Como usted mismo puede atestiguar, se le han leído debidamente sus derechos.
—Es usted muy amable, teniente —dijo Max; su piel era de color ceniza.
—En absoluto, señor. Sencillamente me hago cargo de que situaciones así son un duro golpe y podría no tener claro los pasos a seguir. —Abe hizo un gesto formal con la cabeza y se montó en el coche para marcharse.
—¿Savovich? —preguntó Max a Davina, aturdida y acongojada—. La ha llamado Savovich.
—Es mi hermana melliza —dijo Davina, que recuperó el uso de las piernas y se fue hacia el cuarto del niño. ¿Qué iba a hacer sin Uda? ¿Había más leche en polvo mezclada y refrigerada?
La recibió Alexis, hambriento y malhumorado, pues su rutina se había alterado y ya echaba en falta a Uda. Sus ojos de bruja fulminaron a Max, que se apartó de manera instintiva. Durante un buen rato se olvidó de él, incluso se las arregló para aislarse de los ruidos que hacía el bebé, todo su ser concentrado en ese desastre. «¡Ay, Uda, Uda, qué tonta eres! Te dije que te deshicieras de todo, pero está claro que no lo hiciste. Esos polis tan listos lo han encontrado entre tus cosas… ¿Qué hago, qué hago?».
Se remontó en el tiempo, eran un par de niñas medio muertas de hambre otra vez, huyendo hacia un lugar mejor donde el dominio de los hombres, aunque siguiera siendo una realidad, fuese menos bestial… Siempre cuidando de Uda, siempre pensando en lo que haría, cómo se las arreglaría para alcanzar su objetivo, que era estar a salvo, a cubierto, rodeada de lujo y aun así con libertad suficiente para desarrollar una carrera. Sin Uda se veía infinitamente disminuida, sin Uda era media persona. Ahora pendía sobre Uda la amenaza de ir a parar a prisión, y eso no podía permitir que ocurriera. Chez Derzinsky, demonio y ángel retorcido a partes iguales: torturaba a Uda para que obedeciera sus órdenes y luego le prestó dinero para fundar Imaginexa. La dejó bajo la tutela de Emily: ¿le había contado Chez a Emily los secretos que sabía acerca de Uda y ella para que pudiera seguir ejerciendo ese control, o por pura malicia? No es que importara mucho. Emily sabía demasiado, y sin embargo, por suerte, era de las que tenían que lanzar vagas indirectas en vez de hablar de cosas concretas. Bueno, Em temía por Chez y al mismo tiempo estaba decidida a causarle problemas a ella, Davina. Siempre andaba en plan misterioso, hasta después de aquella amenaza velada cuando vino con su vestido azul y sus zapatos azules, dándoselas de que estaba al tanto de… ¿qué? Solo cuando ella, Davina, fue a verla a su estudio del cobertizo, Em vomitó su veneno sobre Chez y los tiempos de Nueva York. Respaldada por sus gatitos y sus cabezas de caballo, la nueva Miguel Ángel…
Max la miraba de hito en hito, atemorizado y confuso: el bebé estaba empezando a aullar. Y ahí estaba ella, su apariencia hecha jirones con la antigua Davina abriéndose paso por entre sus debilidades. Perdió los estribos.
—¡No te quedes ahí parado! —le espetó a Max—. Vete a la nevera a por la leche de Alexis. Si no hay allí, mete un biberón en una jarra de agua caliente y tráemelo. ¡Venga, Max!
Salió dando tumbos como le ordenaban y regresó cinco minutos después con la jarra. Al tiempo que se la arrebataba, Davina cogió un paño, sacó el biberón, lo secó, lo probó: seguía muy fría.
—Uda nació deficiente —dijo, con Alexis sollozando encima de su rodilla—. En una familia tan antigua como la nuestra, a veces ocurre. Por eso insuflamos en nuestras venas algo de sangre china y sangre negra en abundancia: razas diferentes. Yo me ocupo de Uda, que me compensa trabajando duro. No le pido nada más. Hace muchos años, cuando llegamos a Estados Unidos, acordamos que delante de otros trataría a Uda como…, bueno, como basura. Nos ahorraba la clase de largas explicaciones que me veo obligada a ofrecerte ahora, y que sin embargo no cambian nada.
—Vina, ¡soy tu marido! ¿No podrías haber confiado en mí?
—¿Para qué? —El biberón se había calentado lo suficiente; Davina introdujo la tetina en la boca de Alexis y le vio chupar con placer goloso—. ¿Por qué no tengo leche? —preguntó al aire—. Me duele que tenga que alimentarse con leche en polvo llena de sustancias químicas.
—No deberías tratar a tu hermana como una esclava, Davina —insistió Max—. ¿No ves lo dura de corazón que pareces?
—Todo eso son gilipolleces, Max. Deja que me ocupe yo de Uda, es perfectamente feliz con nuestro acuerdo. Uda y yo somos mellizas, el nuestro es un amor que está más allá del de las hermanas normales. Piensa en nosotras como en una persona con dos caras opuestas. Vina clara, Uda oscura. —Rio como si de verdad lo encontrara gracioso—. A veces Vina es oscura y Uda clara. Con las mellizas, nunca se sabe.
Una idea espantosa había ido tomando forma poco a poco en la cabeza de Max; se quedó mirando a su esposa, de súbito horrorizado.
—¡Tú mataste a Em!
—¡Pues claro que la maté! —respondió Davina con ferocidad.
—¿De dónde sacaste el veneno? —preguntó él, tembloroso.
—Llegó por correo con una carta. Dos tubitos de cristal de cuello fino, cada uno con algo así como media cucharada de líquido en su interior. En una cajita, entre algodones. Estuvo encima de la mesa de dibujo durante días: no hubo necesidad de esconder nada hasta después de la muerte de Em. Luego Uda lo metió en unos tubos de pintura, la idiota de ella. Le había dicho que se deshiciera de todo. —Davina esbozó una dulce sonrisa—. Em y Chez ponían en peligro nuestro bienestar, así que tuvimos que librarnos de ella. —Levantó el labio en una mueca de desprecio—. Gatitos y cabezas de caballo. ¡Qué patético!
Max se había derrumbado en un sillón; de haberse quedado en pie, se habría desvanecido.
—¿Qué te había hecho Emily a ti?
—Me atormentaba igual que hizo con Martita. Luego pasó a chantajearme. En otros tiempos fui cautiva de su hermano, que me usaba como cebo, ¿entiendes? Era un monstruo, Chez Derzinsky. No me dedicaba a la prostitución, nada de eso. Encerró a mi Uda en un calabozo y la torturó para obligarme a trabajar para él. Timaba a pobres viejos su dinero. Era una infamia. Pero eso era solo una parte del chantaje de Emily. Me dijo también que difundiría a los cuatro vientos que el padre de Alexis es Jim Hunter. ¡Mentira! ¡Mentira! Pero la gente es como un perro muerto de hambre, capaz de lamer el vómito de la acera.
—¿Serías capaz de dejar que Uda cargara con tu crimen?
—Uda quedará impune si haces lo que yo te diga. —El biberón estaba vacío; Davina le frotó la espalda a Alexis—. Bueno, ya está.
De nuevo en la planta baja, se sentó a la mesa del desayuno y encendió un Sobranie Cocktail azul; luego dejó ante Max una taza humeante.
—Café recién hecho, Max —dijo—. Si Uda va a juicio por este asesinato, quiero que la defienda Anthony Bera, ¿queda claro? Llama ahora mismo a Bill Wilson y arréglalo.
La antigua Davina se dejó entrever brevemente al dirigirle una cálida sonrisa.
—Esto es una pesadilla, querido. Plantéatelo así. Cuando haya terminado, tú y yo y Alexis y Uda recuperaremos nuestra maravillosa vida. Volveré a ser la mujer de tus sueños, y rezaremos para que nunca tengas que ver de nuevo a la Davina Savovich que peleó para llegar hasta América. Está aquí, pero enterrada, y Alexis heredará eso de ella, junto con todas sus demás virtudes. Soy autodidacta. Tú eres autodidacta. Alexis se educará en las mejores escuelas. Tú y yo dirigimos una imprenta y un estudio de diseño, pero nuestro hijo hará algo mucho más importante. Uda lo ha visto en los astros.
—¿No vio que iban a detenerla por asesinato? —preguntó Max.
Davina se quedó mirándolo fijamente; luego se echó a reír.
—No tengo la menor idea. Es muy posible que lo viera, pero habría sido incapaz de cargarme a mí con semejante problema.
—Chez merece morir tanto como lo merecía Emily.
—Bueno, primero había que traerlo aquí, y eso suponía encargarse de Emily. Chez habría muerto, amor mío. Pero ¿ahora? —Se encogió de hombros—. Voy a tener que replantearme mis opciones.
Chez llegó mientras Max seguía hablando por teléfono con sus abogados y se encontró a Davina limpiando la cocina.
—¿Qué ocurre? —preguntó, a la vez que se sentaba—. Val me ha dicho no sé qué acerca de que han detenido a Uda.
—Así es —dijo Davina, que puso en marcha el lavavajillas—. Por el asesinato de Emily. Es absurdo, claro, pero supongo que la policía cree que no podrá defenderse. Las autoridades siempre se meten con los más indefensos.
Tenía un aspecto magnífico, como una serpiente en la gloria de su nueva piel. Como si hubiera mudado una capa que pensaba que ya nunca tendría que volver a lucir… Para un hombre tan salvaje y codicioso como Chez, semejante alarde de imaginación era extraordinario, pero la imagen de Davina esa mañana era tan intensa, tan reptil, tan enigmática. ¿Hasta qué punto estaba ella al tanto de lo que ocurría, de las ramificaciones de esos asesinatos?
Volviendo la vista atrás, Chez había sabido elegir el momento adecuado para dejar el chanchullo de la extorsión, pero no había querido dejar marchar a Davina y Uda. Al no ver cómo encajaban en sus planes para Florida, decidió guardarlas en depósito como cualquier otra posesión de valor, y eso suponía introducirlas en la esfera de Emily. Em las tendría vigiladas, podía confiar en que lo hiciera. Había sido idea de Em presentársela a Max Tunbull, e idea de Chez ayudarle a montar una empresa de diseño gráfico; tenía buenas razones para saber que poseía talento para ello, y que atraparía al vuelo la oportunidad de tener un trabajo legítimo. Con lo que ni él ni Em habían contado era un matrimonio: Em se había puesto como una fiera, pero Chez vio las ventajas de inmediato, y Em tuvo que resignarse. Recuperaría el dinero que le había prestado, y Davina quedaría alojada como una bomba de relojería en la vida íntima de aquel hombre rico y eminente. De tal modo que, si se volvía a plantear el chantaje como opción, seguiría teniendo a Davina disponible.
Solo que tendría que haber venido a ver con sus propios ojos el cambio que su matrimonio con Max había obrado en Davina, la clase de persona en que se había convertido. La tenía todavía en mente como aquella joven inmigrante asustada e intimidada a la que resultaba fácil meter en vereda por medio de amenazas a su hermana melliza. En cambio, ahora era poderosa, dominante, brillante y despiadada. Su primer encuentro en la cafetería del Comandante Minor le había permitido ver las dificultades que se avecinaban, y preguntarse por el asesinato de Em, el que no encajaba.
Al mirarla ahora, sus dudas incipientes cristalizaron de pronto en una certeza dura como la piedra: ¡una de las Savovich había matado a Em!
—¿Uda mató a Emily? —preguntó—. ¿Uda?
—Eso cree la policía.
—¿Dónde está Max?
—Al teléfono, arreglando la defensa de Uda.
—Debería estar arreglando la tuya. A Emily la mataste tú.
—Como señuelo para atraerte aquí, sí —reconoció Davina con frialdad—. El auténtico objetivo eres tú, Chez. Es lo que te mereces por utilizarnos a Uda y a mí, torturarnos como animales, que es lo único que son las mujeres para ti. Pero he perdido temporalmente a Uda, así que de momento estás a salvo —dijo, tan audaz como despiadada—. No duermas demasiado tranquilo. Acabarás por morir.
—Igual eres tú la que muere —respondió él con un gruñido, adoptando su gesto más amenazante.
Ella se echó a reír.
—¡Tonterías! Tus miradas crueles ya no surten efecto conmigo, Chez. Soy inmune a las amenazas de muerte. Todos los hombres tienen que dormir alguna vez. Hazme daño a mí o a los míos, y al despertar te encontrarás cantando como una soprano: si es que despiertas. Emily está muerta y la asesiné para llegar hasta ti. No te quedes por aquí, móntate en ese Cadillac alquilado y vete a La Guardia o a Kennedy y luego sube a un avión de vuelta a Florida.
—Los polis no me asustan —repuso, intentando pavonearse.
—Esto no es Florida. Son polis muy listos, si quieres llamarlos así. Yo prefiero «policías».
Apareció Max, arrastrando los pies, agotado: Chez se quedó mirándole fijamente, asombrado.
Davina ayudó atentamente a su marido a sentarse y le puso un café.
—¿Ya está arreglado? —preguntó.
—Sí. He tenido que esperar a que me devolviera la llamada Bill Wilson. Anthony Bera se encargará de la defensa de Uda.
—Excelente. —Davina no se sentó—. Chez estaba a punto de irse, cariño. Ha venido a despedirse. Le ha surgido un asunto urgente en Florida, y tiene que marcharse de inmediato.
—Te estaré vigilando —dijo Chez, siguiéndola.
Le sostuvo la puerta abierta y lo acompañó al pequeño vestíbulo donde se dejaban los abrigos y se mantenía a raya el frío exterior.
—Te daré tu merecido por matar a Em —la amenazó.
—Está nevando —respondió ella—. Abróchate el abrigo, pobre matón. Ya estás muy mayor para este clima tan frío.
Su último recuerdo de ella mientras se alejaba caminando penosamente fue el de una figura que irradiaba poder, triunfo, invulnerabilidad. Como una diosa de la victoria que había visto en una película. Tomaría la I-95 para largarse de Connecticut en cuanto hubiera hecho el equipaje. Solo la llegada de la poli le había permitido salvar el cuello; Vina y Uda habían asesinado a Em para que acudiera allí y poder matarlo. Todos los planes de venganza que había hecho carecían de importancia; Vina lo había tratado de vieja gloria, y eso es lo que era. No le llegaba ni a la suela de los zapatos a esa nueva y tortuosa Davina Savovich. ¿Matarla por haber asesinado a Emily? Sería mucho más fácil llegar a la Luna.
De nuevo en su querida casa, la Davina desenmascarada se dispuso a enmendar la situación con el pobre Max. No lo conseguiría en un solo día, pero lo conseguiría. Max tenía ya sesenta años; no viviría lo suficiente para ver a Alexis hecho un hombre, convertido en el competente y astuto director de la Imprenta Tunbull. Las grietas que se habían abierto en él las había provocado Davina y podían camuflarse. En ese preciso instante no lo creía, pero cuando este asunto terminara, volvería a ser una criatura rebosante de confianza y autoestima. Un padre como es debido para Alexis.
La audiencia presidida por el juez Thwaites fue breve. Argumentada con pericia por Anthony Bera, la fianza se fijó finalmente en cincuenta mil dólares. Esa mujer, patética y a todas luces deficiente, no era el cerebro de ningún envenenamiento, eso quedó reflejado con claridad en el semblante de su señoría. Dejada a cargo de su hermana, Uda regresó a casa a la espera del juicio, que aún no tenía fecha.
—Con Doug el Escéptico nunca se sabe cómo irá la lectura del acta de acusación —le dijo Carmine a Abe—, pero la opinión de su señoría en la lectura del acta suele prevalecer sobre el jurado en el juicio.
—Me pregunto quién escogió a Bera —comentó Abe.
—Yo diría que Davina. Llevaba ya tiempo esperando que ocurriese algo, ojalá supiéramos por qué.
—Pero ella no es el cerebro, ¿verdad?
—No. Está demasiado enamorada de la vida que lleva, y quiere que continúe así. Eso predispone a la gente a no incurrir en el asesinato a menos que el asesinato sea la única manera de conseguirlo. Lo que convierte a Emily en su único objetivo. Tengo la inquietante sensación de que las hermanas Savovich han apañado todo este asunto para que Uda sea juzgada por el asesinato que cometió Davina. Porque si una hermana queda exonerada, ningún fiscal en su sano juicio juzgaría a la otra. Por eso han presentado a la melliza triste y pequeñita como acusada —dijo Carmine.
—Ojalá no creyera lo que dices, pero lo creo. Sea como sea, ya no está en nuestras manos. Como detectives, hemos encontrado una sospechosa con móvil en posesión del veneno. Horrie quiere llevarla a juicio.
—Es la hermana equivocada.
—Es la hermana equivocada.
—Tengo entendido que los Hunter se han mudado a East Holloman —dijo Abe.
—Sí, ayer. Patsy dice que Millie está como una niña con zapatos nuevos. Todas las familias han aportado algún mueble, que anda colocando por ahí cuando no está pintando la madera. Su laboratorio seguirá cerrado hasta que no tenga la seguridad de que la casa nueva ha quedado a la altura de lo que Jim merece.
—Que no se daría cuenta si tuviera que comer encima de una caja de naranjas.
—Sí, bueno…
—Tienes que volver a hablar con Millie, Carmine.
—Por eso voy a pasar a recogerla para llevarla a almorzar.
Carmine escogió el Lobster Pot, en la orilla de la ensenada de Busquash, muy cerca de Carew. Sabiendo que Jim tenía el coche de ambos, pasó por la casa nueva poco después de mediodía para recoger a Millie, que salió dando brincos por el breve sendero desde el porche con un aspecto maravilloso, pensó Carmine, en la acera con la portezuela del acompañante abierta. Aunque estaba tan delgada como siempre, de alguna manera se las había arreglado para parecer una pizca más rellena: el vestido nuevo, supuso. Favorecedor, lo bastante corto para dejar a la vista sus piernas torneadas, una mezcla de tenue verde salvia y azul lavanda oscuro, hacía maravillas con su piel y su cabello rubio a mechas, lo bastante largo para rozarle la parte inferior de los omoplatos. ¿Treinta y tres años? Aparentaba veintitrés.
Aún seguía parloteando sobre la casa cuando se sentaron en un reservado con vistas al agua.
—¡Una cama de matrimonio! —se maravillaba—. No sabes lo agradecida que estoy a Jake Balducci por dárnosla. Jim y yo no habíamos dormido nunca en una cama de ese tamaño. Jim dice que se siente como un caballo en un prado inmenso.
—¿Así que está de acuerdo con lo de ir a vivir a los bajos fondos, Millie?
Los ojos azules de Millie se dilataron a la manera inimitable de Patrick.
—Creo que todo el mundo tiene una idea equivocada de Jim —dijo—. No es por naturaleza una de esas personas horribles que llevan hábitos de tejido áspero y se flagelan la espalda. Eso es propio de masoquistas, y él no es masoquista. Lo que pasa es que es indiferente a las cosas externas porque no se da cuenta de ellas: tiene la cabeza en otra parte. Pero cuando le he puesto una camisa de seda esta mañana, estaba encantado. Nunca había vestido nada de seda, y no tenía idea de lo agradable que era al tacto. Así es Jim. A partir de ahora, probablemente no querrá llevar más que camisas de seda. —Asomó una sonrisa—. He entrevisto un poquito de vanidad, ¿no es increíble? Al mirarse al espejo, le ha intrigado cómo el tejido hacía resaltar su físico.
—Tiene un físico imponente —coincidió Carmine.
—Sí, pero por lo general está dentro de su cuerpo como si fuera una mera cáscara de cacahuete. Estaba mañana le ha gustado lo que ha visto.
—¿Qué más le gusta?
—El tamaño de su despacho. De hecho, se ha tomado tiempo libre para poner estantes en las paredes: ¡imagina a Jim tomándose tiempo libre! Siempre he sabido que quería tener un estudio recubierto por completo de libros y revistas, pero no esperaba que se pusiera a hacer bricolaje.
—¿Se le dan bien los trabajos manuales, Millie?
—Enormemente bien. Hemos vivido en antros horribles a lo largo de los años, con toda clase de cosas rotas. Aprendió por su cuenta carpintería, albañilería, fontanería, enlucido. La instalación eléctrica siempre me la ha dejado a mí, tengo maña para la electricidad. El caso es que, es tan perfeccionista que las estanterías parecerán talladas a mano: ha encontrado unas molduras preciosas para encolarlas al borde de cada estante, así que tendrá el aspecto de una librería de primera categoría. Y Mario Cerruti le ha dado una mesa antigua maravillosa, ya sabes, con un montón de cajones enormes, un tablero inmenso, espacio para distribuir el trabajo en bandejas… Jim es muy ordenado. —Millie miró a la camarera—. Tomaré sopa de langosta, sándwich de langosta y ensalada con aliño mil islas —dijo, sonriendo, idílicamente feliz.
—Lo mismo para mí —dijo Carmine mientras la camarera les servía café. La miró con gesto severo—. Y tú, ¿tienes despacho, Millie?
La piel se le puso de tono escarlata y se mostró adorablemente confusa.
—Ah, Carmine, espero no necesitarlo —dijo—. Quiero una habitación infantil y dormitorios para niños, una sala de juegos en el sótano.
—Me parece que tenéis intención de comprar.
—Sí. Jim accedió en cuanto entramos por la puerta. Un buen precio por una casa razonablemente grande, dice mi padre. C.U.P. nos dará los derechos de autor según se vayan generando en vez de acumularlos de cara a los habituales pagos bianuales. En ese caso, pasaría más de un año hasta que viéramos algo de dinero.
—¿No os dieron un anticipo? —preguntó Carmine.
Ella se vio acorralada.
—Si nos lo dieron, yo no me enteré, y Jim lo invirtió en su trabajo como siempre.
—Eso tiene que acabar, Millie.
—Sí, tiene que acabar.
Carmine la dejó comer; ella tenía tanta hambre que devoró una copa de helado de postre, y estaba perpetuamente sedienta de café.
Al final, él ya no pudo demorar más la conversación seria.
—Millie, necesito más información acerca de la tetrodotoxina —dijo.
A ella se le nubló el semblante.
—Ah, eso.
—Sí, eso. Lamento sacar a relucir de nuevo esto tan desagradable, créeme que lo lamento, pero ha transcurrido tiempo suficiente para que los dos lo veamos de una manera muy distinta a como cuando informaste de la desaparición. ¿Por qué lo hiciste?
—¿Por qué hice qué? —preguntó ella, con aire de perplejidad.
—Eso no cuela, Millie. Lo sabes tan bien como yo. ¿Qué te llevó a dar parte de la desaparición de ese veneno tan sumamente raro?
—Quería hacer lo correcto.
—Es posible, pero no informaste por eso. Y lo hiciste de una manera muy astuta. No a mí, sino a tu padre, que sabías que me transmitiría a mí la información, ahorrándote una serie de preguntas que quizá te hubiera resultado difícil contestar. Era imprescindible poner a la poli al tanto de que esa sustancia estaba en circulación por la comunidad, y aun así tú no sabías lo suficiente al respecto como para estar convencida de que superarías una entrevista conmigo.
Su risa sonó forzada.
—Dios mío, lo presentas como si yo formara parte de una conspiración —dijo con voz trémula.
—No, no es eso lo que creo —respondió Carmine—. Creo que tu razonamiento fue más bien el siguiente: Thomas Tinkerman, más un superventas seguro suprimido para alimentar la ética y el egocentrismo de Tinkerman, más un marido furibundo capaz de desentrañar los misterios de la tetrodotoxina con la misma facilidad que los de cualquier otra molécula compleja. —Carmine hizo una pausa, observándola con atención.
Estaba totalmente blanca, pero tenía la barbilla alta y su mirada era cautelosa.
—Adelante —dijo.
—Desde que cumplisteis quince años, tú y Jim habéis estado pegados el uno al otro como dos capas de laminado. A estas alturas, apenas necesitáis hablar para transmitir información. Y tú habías aislado una sustancia sumamente poco común de su origen natural, el pez globo. Era un triunfo modesto, quizá, pero de calibre suficiente para que tu marido levantara la cabeza y prestase atención. Habías hecho algo que pocos habían conseguido, y qué duda cabe de que los dos hablasteis de tu logro: conversaciones de alcoba, Millie, es ahí donde se hacen las confidencias conyugales. Sin duda Jim ya era consciente de lo que intentabas hacer, y por qué. Para ti, era una herramienta más que un fin en sí, pero una herramienta que te ahorraba el dinero de la beca para comprar la sustancia y además representaba un reto. Seguro que los peces te costaron un ojo de la cara, pero no tanto como te habría costado la tetrodotoxina. Y elaborando más de lo que necesitabas, podrías vender el resto, obtener beneficios. No me digas que Jim no estaba interesado.
Millie torció el gesto.
—En nuestra cama hay muchas conversaciones de alcoba, capitán, pero son totalmente unilaterales. Soy yo la que hablo. Jim apoya la cabeza en la almohada y se queda dormido. Las cuatro horas nada más acostarse son las que mejor duerme, de hecho.
—No creo que tuvieras intención de hacer mucha cantidad —continuó Carmine como si ella no hubiera hablado—. Sea como sea, voy a suponer que conseguiste la pecera de peces globo barata, de algún abastecedor de restaurantes japoneses que cerraba el negocio. Bueno, en realidad no es una suposición, es la verdad. Los polis no nos quedamos de brazos cruzados, lo investigamos todo. Nos adentramos en toda clase de callejuelas, incluso las que parecen callejones sin salida. De modo que ahí estabas, con todo un depósito de peces globo que no te habían costado prácticamente nada. «¿Por qué desperdiciarlos?», te preguntó Jim. «Se puede ganar dinero, vender la sustancia sobrante». Por eso la redujiste a polvo: más fácil de cortar, pregúntaselo a cualquier traficante de cocaína. Una mota es más fácil de manejar que una gota, y también más pequeña.
—Fascinante —comentó Millie, todavía pálida.
—¿Hiciste tú las ampollas o se encargó Jim? Da igual, el caso es que se hicieron. Y cuando tu serie de experimentos tocó a su fin, guardaste las seis ampollas restantes al fondo de la nevera. Cuando te diste cuenta de que no estaban, supiste que Jim las había cogido, y con qué fin en mente. El asesinato de Thomas Tinkerman. Conoces a Jim Hunter como solo una esposa entregada que ha pasado muchos años con su marido puede conocer a un hombre, y sabías que mataría a Tinkerman. Por eso informaste de la desaparición. Para hacer saber a Jim que la poli estaba al tanto de la existencia de ese veneno extraño e indetectable, de que había adoptado técnicas de laboratorio capaces de rastrearlo. Pensaste que eso lo detendría. Pero Tinkerman murió envenenado con tetrodotoxina. Después de morir John Hall. Entonces entendiste lo que habías provocado, y lamentaste desesperadamente tus actos. Si hubieras guardado silencio, ninguna de las muertes debidas a la tetrodotoxina se hubiera descubierto como lo que eran, y Jim no habría sido nuestro principal sospechoso. Sabes que lo es, ¿verdad?
—Sí —dijo con la boca rígida—. Pero él no robó mi tetrodotoxina, ni asesinó a ninguno de los fallecidos. —Tenía los ojos secos, sin el menor rastro de lágrimas—. Jim es inocente.
—Entonces, dame un nombre, Millie.
—No puedo, capitán. No tengo ningún nombre. Solo que alguien robó el veneno, y no fue Jim, ¡no fue él!
—¿Tendría la palabra «tetrodotoxina» sentido para alguien que la entreoyera?
—Lo dudo mucho, a menos que estuviera interesado en venenos animales: veneno de serpiente y araña, cosas así.
—¿Hay alguien así en el departamento de Biología de Chubb?
—Seguro que sí, pero no sé quién es, y nadie ha venido nunca a verme preguntando por algo como la tetrodotoxina.
—¿Tiene Jim personal haciendo el doctorado?
Millie se horrorizó.
—¿Jim? Jim es incapaz de enseñar, y es el peor director de tesis del mundo. La gente acude a él después de haber hecho el doctorado. Sus investigadores doctorales son cosa de sus ayudantes y tienen tan poco que ver con Jim como el presidente con el personal de la cocina.
—Es curioso que no pueda enseñar ni supervisar y, sin embargo, sea capaz de escribir un gran libro para profanos en la materia. ¿No es una contradicción?
—El papel, Carmine, el papel —dijo Millie, sonriendo por efecto de algún recuerdo íntimo—. Lo que Jim es capaz de plasmar sobre el papel no se traduce a lo que hace en persona. Además, el libro es de su propia cosecha, es una parte de él mismo. Las tesis doctorales no son más que pesos muertos atados al cuello.
—Lo que quieres decir, entonces, es que el mundo entero, desde las ayudas del gobierno hasta su esposa pasando por el decano, conspira para mimar y consentir a Jim Hunter. Si no quiere hacer algo, no tiene por qué hacerlo.
Sus palabras provocaron una risotada a Millie.
—Igual hay algo de cierto en eso, Carmine, pero creo que has exagerado. Ahora mismo tengo un marido de lo más rebelde. Pensaba que la promoción del libro supondría un par de días en Nueva York, pero ha descubierto que conlleva tomarse un mes libre para hacer una gira por todo el país. No le hace ninguna gracia.
—Entiendo que eso no le haga gracia, pero hay algo que no acaba de cuadrarme: ¿cómo sabe todo el mundo que Un dios helicoidal va a ser un éxito de ventas?
—Según tengo entendido por su editora, Fulvia Friedkin, es posible predecir cómo funcionará una obra de no ficción. El editor puede calcular con mucha precisión cuántos ejemplares venderá una obra de no ficción. El destino de la ficción, en cambio, está en manos de los dioses: nadie atina a predecir las ventas de la ficción. Es raro, pero por lo visto es cierto —dijo Millie—. Se tiene la seguridad de que Jim venderá cientos de miles de ejemplares, razón por la que nuestra calidad de vida ha mejorado de repente. —Se inclinó hacia delante con gesto franco—. Carmine, el tiempo no pasa en balde, y quiero empezar a tener familia. Para haber tenido tantas chicas, mis padres andan un tanto escasos de nietos. Como la mayor que no está tras los muros de un convento, quiero ponerle remedio.
—Nunca he entendido la vocación de Lizzie —reconoció Carmine, que no era reacio a cambiar de tema.
—Teniendo en cuenta lo salvaje que era, nosotros tampoco —dijo Millie entre risas—. Diecinueve años, el mundo a sus pies, y se mete monja, ¡y carmelita, nada menos! Votos de silencio y todo eso.
—Recuerdo perfectamente el alboroto. ¿Cuánto tiempo lleva?
—Diecisiete años. Pero la vida de convento, incluso para las carmelitas, se ha aligerado bastante. Lizzie parece muy feliz.
—No había visto nunca una chica tan bonita. Una Silvestri de un molde totalmente femenino. Despedía pura esencia Cerruti. —Carmine suspiró.
—Me parece que a Liz le gusta la paz y la tranquilidad.
Y no le dieron más vueltas.
Carmine la dejó en su casa nueva, muerta de ganas de seguir con la restauración, y regresó a Servicios del Condado, sin haber averiguado gran cosa pese a la buena comida. Era cierto, no obstante, que los O’Donnell habían sufrido toda suerte de altibajos con sus hijas, ninguna de las cuales encajaba con un ideal convencional. Millie era la que más se acercaba en un aspecto, su carrera científica, pero Annie, estudiante de Medicina en Paracelsus College el mismo año que su prima Sophia, la hija de Carmine, ofrecía un marcado contraste con Millie. Annie era militante, agresiva y fanáticamente izquierdista. Su matrícula era uno de los factores que más contribuían a que Patrick siempre anduviera escaso de fondos, pero ella no demostraba ni un ápice de gratitud por los sacrificios de sus padres. Como es natural, ella y Sophia se detestaban mutuamente, a lo que no contribuía la belleza y la popularidad de Sophia, ni su dinero.
«Lo que necesita Annie es un millón de dólares», comentaba Sophia entre dientes. «Se olvidaría de todas esas chorradas izquierdistas en diez milisegundos».
El caso se acercaba al final de su segunda semana, y la detención de Uda Savovich era lo único que había sacado Carmine en limpio tras días de porfiada investigación. Puesto que su abogado defensor era el gran Anthony Bera, probablemente sería exculpada; las pruebas eran meramente circunstanciales por cuanto que nadie la había visto cometer el asesinato. Aquello que un abogado incompetente habría desperdiciado, Bera lo utilizaría con brillantez: su aspecto poco agraciado, su estatus de criada en la casa de su hermana, el aire tan extranjero que tenía. El jurado se retiraría a deliberar convencido de que alguien había dejado los dos tubos de pintura que la incriminaban allí: ¿cómo iba a haberlo hecho una pobre mujercita con dedos minúsculos y retorcidos?
Todo conducía de nuevo a Jim Hunter. Ahora Carmine y su equipo tendrían que hablar con todos y cada uno de los miembros del nutrido personal de laboratorio, sondeándolos a ver si mencionaban la tetrodotoxina sin llegar a usar ese nombre. Probablemente en vano.
Entró Delia con un télex en la mano.
—Es de Liam —dijo, tendiéndoselo a Carmine—, y no, no lo he leído.
Salgo de Los Ángeles en el vuelo nocturno de esta noche —decía Liam— y espero que no haya a bordo ningún secuestrador que me impida dormir.
No tengo mucho de lo que informar, pero supongo que eso era de esperar. Lo primero es que John Hall era simplemente depresivo, sin oscilaciones hacia la conducta maníaca. Las indagaciones en Gold Beach indican que era un niño retraído desde la primera infancia, un empollón de ciencias en el instituto y un auténtico tipo solitario en la universidad, todo sin desplazarse de su localidad. Buenas calificaciones. Al parecer adoraba de verdad a Wendover y pasaba el tiempo libre con el anciano. Cantidad de información acerca de árboles e ingeniería forestal, y también sobre la fabricación de papel.
En Caltech fue la primera vez que estuvo fuera de Oregón y de su esfera. Empezó a estudiar allí un año antes que los Hunter, en septiembre de 1957, pero lo dejó un mes después. Las fechas del centro de rehabilitación de San Francisco coinciden con esa época, no con su adolescencia. Nadie reconoce haber conservado informes de su estancia, pero hablando con un par de personas que llevan mucho tiempo colaborando con el centro parece ser que había un componente de homosexualidad en su depresión. Aunque, hasta donde he podido determinar, no es que Hall hubiera estado liado con ningún hombre. Solo tenía esa reputación.
Volvió a Caltech en septiembre de 1958 y conoció a los Hunter la primera semana. Después ya no se separó de ellos. Según un compañero de clase, estaba loco por los dos Hunter, pero la opinión general de la clase era que se sentía más atraído por Jim que por Millie. Parte de la homosexualidad insinuada puede deberse a su físico y su rostro, que no eran del todo masculinos, parece ser el consenso.
Después de que los Hunter se fueran a Chicago volvió a derrumbarse y pasó unos meses en San Francisco recibiendo tratamiento y alojándose en el centro de rehabilitación. Luego Wendover Hall se lo llevó a Oregón y lo ingresó en un hospital privado, lo que por lo visto dio mejor resultado. Desde 1963, estaba más o menos bien, aunque seguía viviendo con Wendover.
Seguiremos hablando cuando llegue a casa.
LIAM
—¡Pobre muchacho! —se lamentó Delia, al terminar de leerlo.
—No es la versión que cuentan los Hunter, ¿verdad? —señaló Carmine.
—No estoy de acuerdo. Lo que ha recabado Liam son rumores de gente que estaba en la periferia. Los jóvenes con las características físicas de John Hall tienen el grave problema de que los consideran homosexuales tanto si lo son como si no —dijo Delia, que sonaba apasionada—. No digas que no nos ocurre en la policía, porque sí que ocurre. Tú y yo podemos nombrar a media docena de hombres a los que han tildado injustamente de maricas. Así como a uno o dos tipos supermasculinos que eran cualquier cosa menos eso. Conocemos los antecedentes de John Hall, y son tristes, pero no dicen nada acerca de su relación con Jim y Millie Hunter.