Por una vez Carmine pilló a Davina Tunbull desprevenida; cuando Abe Goldberg y él llegaron acompañados de Donny y Tony para mostrarle la orden de registro, Max estaba en la imprenta y Davina acababa de vestirse.
—Le sugiero que usted y la señorita Savovich cojan al bebé y vayan con su marido a su lugar de trabajo —dijo Carmine—. A partir de este momento no puedo permitirles entrar en esta casa sin un agente de policía que las vigile. Es más aconsejable que se vayan, señora.
Davina estaba pálida, inquieta; Uda simplemente estaba allí plantada, escuchando.
—Ha llamado a Uda por mi nombre de soltera —señaló Davina.
—Es su hermana, eso ya lo sabemos —dijo Abe.
—Voy a por el bebé —se ofreció Uda, con su peor acento—. Vina, ponte abrigo y botas.
—¡Colocarán pruebas para incriminarme! —gritó Davina—. Si no hay nadie vigilando, colocarán pruebas.
—No, señora, no haremos nada de eso —aseguró Abe, y luego a Donny—: Haz el favor de acompañar a la señorita Savovich.
Les llevó media hora sacar a las mujeres de la casa, pero al final lo consiguieron. Los cuatro habían visto al pequeño, y sacaron sus propias conclusiones. Un niño tranquilo, tan feliz con Uda como con Davina; las dos mujeres lo mimaban. Mucho más guapo de lo que había sido Jim Hunter de niño, eso seguro, y por tanto no muy parecido a él salvo por los ojos.
—Primero vamos a registrar el alojamiento de Uda —explicó Carmine—. Si encontramos algo, ya decidiremos qué hacer.
La casa albergaba antes un espacioso ático que se había reconvertido en un apartamento como es debido para Uda. Tenía ventanas abuhardilladas con cojines en el antepecho, la moqueta era de la mejor lana y el mobiliario, caro. A Uda le gustaban las combinaciones de colores menos arriesgadas que a su ostentosa hermana: el verde parecía ser su tonalidad preferida, y estaba por todas partes, incluido un cuarto de baño alicatado en verde con una amplia ducha así como una bañera de gran tamaño. Tenía una sala de estar con vistas sobre el tejado de la residencia del doctor Markoff y el risco basáltico de North Rock, todo un panorama en otoño, pensó Abe, pues era un paisaje boscoso. Una cocina pequeña que a todas luces no se usaba salvo para hacer café a la manera turca: un dedo de líquido fangoso en el fondo de una taza diminuta.
La pieza más interesante era el lugar de trabajo de Uda. En una pared había libros en alemán, francés e italiano, además de inglés. Uda era muy culta. Los títulos eran de una amplia variedad, pero entre ellos había volúmenes sobre veneno, juicios británicos por homicidio, psicología, lavado de cerebro, genética, mellizos. Uda tenía una mesa de costura con una máquina de coser profesional en su interior; el tablero estaba minuciosamente dispuesto con montones de tela y vestidos a medio terminar, una serie de sombreros deslumbrantes, incluso ropa interior de seda en la que Uda estaba bordando minúsculos capullos de rosa. En vez de una canastilla de labor, Uda prefería una caja de herramientas que se abría en una serie de cajitas escalonadas, unas compartimentadas, otras intactas. En otra mesa había tintas, tiralíneas, papeles de dibujo diversos, pintura gouache, pinceles, cuadernos de dibujo y una máquina de escribir IBM con mecanismo de tipo «pelota de golf».
—Una mujer con talentos diversos —señaló Tony.
—No, me parece que aquí también trabaja Davina —dijo Abe.
—¿Qué quieres que haga, Abe? ¿Anoto los títulos de sus libros? —se ofreció Tony.
—Bien pensado. Título, autor e idioma —dijo Abe—. Igual yo me ocupo de la mesa de costura, me parece. Eso te deja el arte a ti, Donny. Estamos buscando uno de esos dispositivos caseros para poner inyecciones, jeringas, agujas hipodérmicas y ampollas de vidrio. Todo disimulado de alguna manera, ¿de acuerdo?
Llevaban más de un año trabajando juntos, y, a estas alturas sabían que Uda no tenía compartimentos secretos: a Abe no se le había disparado la alarma, así que Carmine había bajado a registrar el piso inferior.
Pulcro y ordenado rayando en la obsesión, pensaba Abe conforme levantaba cada objeto en un montón, lo agitaba, lo examinaba y lo doblaba de nuevo. Los registros desaliñados no se toleraban; si el sujeto del registro alcanzaba a detectar a primera vista lo que se había hurgado, la policía perdía su ventaja. Si todo seguía como estaba, el sujeto tenía que devanarse los sesos.
Había un compartimento en la caja de herramientas para los utensilios de costura menos corrientes: dispositivos para recoger puntadas sueltas, introducir un elástico por un tubo de tela y otros útiles. Pero ni rastro de un chisme casero para poner inyecciones, ni nada de interés.
—Por una vez parece que vamos a quedar en ridículo —dijo Abe con la mirada fija en la mesa de dibujo—. Es muy ordenada, lo que hace más fácil nuestro trabajo. Los tubos de pintura todos alineados y ordenados según el color: debe de gastar mucha, tiene al menos seis tubos de cada color. Sí, obsesiva.
—¿Qué es verde ftalocianina? —preguntó Donny.
—Un verde pavo real —explicó Abe—. Muy intenso.
—Qué nombre tan raro. Podría ser veneno.
Abe cogió el primer tubo en la hilera de seis de verde ftalocianina; estaba apretado desde la parte inferior y con el extremo doblado.
—¿Cuántos artistas se toman la molestia de hacer algo así? —preguntó con asombro—. Por lo general agarran el tubo y aprietan, de modo que lo que está en la parte de abajo nunca llega a salir porque queda muy retorcida. —Cogió el siguiente tubo y recorrió toda la hilera, cada vez más ceñudo, y luego regresó al primer tubo lleno y lo sopesó en la mano a modo de experimento. Abe sopesó de esa manera todos los tubos y después dejó aparte el cuarto, el quinto y el sexto—. No creo que estos contengan pintura —dijo.
Tony se acercó a la mesa de costura y volvió con dos pares de tijeras, una recia y pequeña, la otra muy pequeña y fina, con las puntas afiladas.
—Estos tubos son de plomo —dijo Abe, abriendo y cerrando los filos de las tijeras más gruesas—. Estas cortarán la parte inferior doblada, aunque creo que Uda alisó esa parte para no desperdiciar el tubo: qué concienzuda. —Conduciéndose con cuidado, Abe cortó el extremo doblado del tubo sobre un bloc de dibujo para recoger la pintura que pudiese quedar junto con cualquier otra cosa que hubiera dentro. Pero no salió nada—. Uda habría metido lo que sea que hay ahí a través de la parte inferior abierta, pero a nosotros nos llevaría una eternidad sacarlo de la misma manera. —Cogió las tijeras más finas—. Voy a cortar el lateral del tubo de arriba abajo y a dejar al aire el interior como haría un carnicero con las entrañas de un animal muerto. —Insertó la hoja inferior fina y afilada de las diminutas tijeras en la base abierta y cortó el lateral de plomo hasta la parte superior donde estaba la rosca, rasgando también la etiqueta de papel que lo envolvía. Una vez hecho eso, tomó un pliegue cortado con la mano izquierda, el otro con la mano derecha, y retiró el revestimiento dejando a la vista una ampolla de vidrio; en su interior se removió un fluido claro e incoloro.
—¡Bingo! —exclamó Donny, que había registrado todos y cada uno de los pasos del proceso con su cámara.
—¿Abrimos los otros dos? —preguntó Tony, cogiendo las tijeras.
—Adelante, Tony —dijo Abe, sonriendo a modo de muda reafirmación.
—¿Por qué es líquido? —indagó Donny, que seguía haciendo fotos—. Yo pensaba que era un polvo.
—Yo también —reconoció Abe—. Si se trata de tetrodotoxina, entonces alguien la disolvió antes de meterla en esta ampolla. La respuesta puede estar en los otros tubos de pintura, por eso vamos a abrirlos. Cada cual tiene un peso distinto.
El quinto tubo contenía otra ampolla de vidrio, pero estaba partida por la mitad, y vacía; en el sexto había un tubo de cartón grueso, dentro del que había un papel enrollado.
Era una carta escrita en papel barato, mecanografiada con una máquina manual antigua con cinta de tela descolorida.
Decía:
«Un regalito de un admirador. Rompe el cuello de vidrio y echa el líquido en una bebida. No tiene sabor, basta con agua. Una muerte segura para dos personas».
—No está fechada —señaló Donny, que volvió a enrollar la carta con las manos enguantadas—. Me pregunto cuándo la recibió Uda.
—Antes de la muerte de John Hall, supongo —dijo Abe—. Dispuso de tiempo para ocultarla; no lo hizo de cualquier manera, presa del pánico.
—¿Quién tiene una vieja máquina de escribir manual? —preguntó Tony.
—Nadie que conozcamos, y nunca la encontraremos —contestó Abe con seguridad—. Estará en posesión de alguien que no tiene nada que ver con el caso. —Irguió los hombros—. Voy a buscar a Carmine.
Carmine regresó con Abe para echar un vistazo al hallazgo.
—Bueno, es una prueba fehaciente —dijo— y serviría para argumentar el caso de la muerte de Emily Tunbull. ¿Quieres intentarlo?
—Si la ampolla entera contiene tetrodotoxina y la vacía también la contenía, creo que el fiscal de distrito querrá juzgar a Uda por el asesinato de Emily. Conoces a Horrie mejor que yo, Carmine, pero esa es mi opinión.
—Tienes razón, Horrie querrá procesarla por Emily Tunbull, no por John Hall. Si la ampolla contiene una dosis oral, y apuesto a que es así, entonces el cargo correcto es el asesinato de Emily. —Carmine sonrió—. El único inconveniente es que la acusada debería ser Davina, no Uda.
—¡Cierto! —Abe lanzó una risa irónica—. Eso significa que nosotros estaremos trabajando para socavar las probabilidades de éxito de Horrie. No podemos permitir que se condene a la mujer equivocada.
—Lo que no entiendo —dijo Donny— es por qué Uda conservó pruebas. Por eso no creo que fuera Davina: es demasiado inteligente para ocultar pruebas en su propia casa, aunque fuera lo bastante estúpida para haberlas conservado. El local de Imaginexa habría sido más seguro. Bueno, ¿a qué viene todo este asunto tan complicado de los tubos de pintura? Una solución incolora podría haberse ocultado a la vista de todo el mundo.
—Eso implica que podría haberse sacado de la ampolla sin peligro —señaló Carmine— y no creo que ninguna de las dos mujeres tuviera la seguridad suficiente para hacerlo. No es su veneno. Habrían estado más cómodas con algún alcaloide vegetal. ¿Con esto? No.
—La solución indica que esta sustancia sigue surtiendo efecto después de disuelta —dijo Abe—. Aun así, nuestro cerebro no confió en que la disolvieran las mujeres, les envió la solución. No creo que tuviera un margen de tiempo en mente, estaba cubriéndose las espaldas, aguardando el momento en que las hermanas Savovich estuvieran tan apuradas como para plantearse cometer un asesinato.
—Estoy de acuerdo —convino Carmine.
Abe suspiró.
—Voy a detener a Uda por el homicidio de Emily. ¿Nos oponemos a que salga bajo fianza?
—¿Tú qué crees, Abe?
—Lo contrario. Pedimos que le fijen una fianza y dejamos caer que no nos preocupa que se cometan más asesinatos en casa de los Tunbull. La fianza debería fijarse en una cantidad razonable.
—Entonces la detenemos y la acusamos mañana por la mañana.