Edith Tinkerman había dejado un mensaje para la sargento Delia Carstairs a la operadora de la policía diciéndole que había otra cosa de la que quería hablar con ella: estaría en casa el martes.
«¡La segunda bomba!», pensó Delia con exultación, contenta de haberse puesto un fabuloso abrigo nuevo de tupida piel de mono sintética con un reluciente encaje dorado a juego con el encaje de su traje anaranjado y mostaza. Condujo hasta Busquash para llegar en torno a las diez de la mañana. La hora adecuada para que la señora Tinkerman estuviera de ánimo para su té matinal.
Sorprendida al encontrar la puerta principal entornada, Delia llamó a la jamba con los nudillos y saludó a voz en cuello.
—¿Hola? ¿Edie? ¡Soy Delia!
Al no responder nadie tras llamar varias veces más fuerte, empujó la puerta para abrirla del todo y entró. No había luces; el recibidor estaba poco iluminado, en penumbra casi, y el ambiente era frío. Como si no hubieran subido la calefacción por la noche, cuando la temperatura exterior caía en picado. ¿Una medida de Tinkerman para ahorrar?
Edie no estaba en la cocina, la sala de estar ni en su dormitorio; mejor echar un vistazo al despacho, una habitación que no tenía asociada con Edie en ningún estado de ánimo.
Estaba sentada en el sillón de Tinkerman detrás de la mesa de este, la cabeza caída y la frente apoyada en las manos, cruzadas sobre el taco de papel secante guardado en un estuche de tafilete repujado.
La muerte también estaba presente en la habitación. Delia notó que las correosas alas sin vello le pasaban rozando y se alejaban con su presa.
Incluso los alvéolos de los dientes se le estremecieron de horror; rodeó la mesa y bajó la vista. Puesto que Edie no había intentado restañar la marea de color gris en su cabello, la sangre se veía con claridad entre la permanente casera apelmazada. Alguien la había ejecutado al estilo del KGB, una bala en la base del cerebro: la tarea cumplida en una fracción de segundo. La sangre había dejado de manar pero seguía siendo muy fluida: no haría más de media hora. Una calle de Busquash a plena luz del día debía de haber estado llena de coches con gente camino del trabajo.
No podía permitir que le resbalasen las lágrimas. Delia se alejó en un suspiro y hurgó en el bolso, entre la pistola Parabellum de 9 mm y su minúsculo revólver Saturday night special del 22, para coger el pañuelo con puntillas. Ah, qué injusto era aquello. En dos ocasiones había llorado por mujeres asesinadas. ¡Cómo se atrevía ese! Privar a esa pobre mujercita de su merecida jubilación en Arizona: ¡daba horror solo pensarlo!
—Pero al menos ha sido misericordioso —le dijo a Carmine unos minutos después mientras Gus y Paul ponían manos a la obra—. Con un poco de suerte, ni siquiera lo vio venir. Debieron fundírsele los plomos así sin más, ¡puf! Aunque la manera en que está tendida indica que tal vez el asesino dio un paso más hacia la compasión suministrándole alguna droga potente.
—¿Qué te ha traído aquí, Deels?
—Ha dicho que quería hablar de algo conmigo.
—También con otra persona. Si se hubiera limitado a ti, no estaría muerta.
—Quienquiera que fuese, era de confianza; no creyó que corriera peligro.
—Lo que tuviera que decir, fuera lo que fuese, no debía de causarle mucha inquietud —comentó Carmine—. ¡Ay, Dios, cuatro muertes! Esta la ha cometido él mismo, no ha podido soportar la idea de que sufriera. Al margen de cómo la haya engañado, estoy convencido de que no imaginaba siquiera lo que le esperaba. Me pregunto de quién es el arma.
—Un calibre 22, a juzgar por la herida de entrada —aseguró Delia, todavía muy afectada—. Un arma muy delicada. Seguro que nadie ha oído el disparo. —Miró en torno—. ¿Por qué estaba en el asiento de Tinkerman? Carmine, Abe tiene que inspeccionar esta habitación. Hemos pasado algo por alto.
—Tiene que estar detrás del icono: es tan valioso que yo hubiera dicho que Tinkerman habría sido incapaz de enredar con él, así que lo dejé al margen del registro. Qué estúpido. No tenía respeto por el arte, ni siquiera por el que valía una pasta gansa. —Carmine posó la mirada en el abrigo de Delia—. Hoy también estás preciosa. Prométeme que no le tomarás antipatía al abrigo: es fantástico.
Delia se animó un poco.
—Lo prometo.
—Vámonos de aquí y que se encarguen los expertos.
Ella se tambaleó.
—Buena idea. Tengo el azúcar bajo.
Abe encontró el compartimento secreto detrás del icono de valor incalculable, eso lo había dado por sentado, pero su contenido, fuera lo que fuese, había desaparecido.
—No hay huellas dactilares ni ninguna otra prueba —le dijo Carmine a Delia, volviendo a sentarse en el reservado de Malvolio’s tras una sesión al teléfono de Luigi—. Le he pedido a Abe que informe a los abogados de las hijas de Tinkerman de que hay un icono inmensamente valioso que debe formar parte de su patrimonio. No hay ninguna advertencia de que sea un préstamo de los Parson, conque ¿por qué no pueden esas dos pobres chicas quedarse con el fruto de su venta? Nueve décimas partes del derecho legal estriban en la posesión. —Lanzó un bufido satisfecho.
Delia tenía mejor aspecto.
—¿Qué crees que había en el cajón secreto?
—Pruebas sólidas, eso seguro. Pero también indica que Tinkerman fue asesinado por algún otro motivo aparte de su nombramiento como decano de investigación de C.U.P. Sabía algo acerca del asesino que sobrevivió a su muerte e hizo del asesinato de su esposa una necesidad urgente e inmediata.
—Se me han agotado las ideas —confesó Delia.
—A mí también. Tiene que ser dinamita —dijo Carmine.
—Al menos en círculos universitarios, que eran los únicos círculos que Tinkerman conocía, o que le importaban. Me he quedado patidifusa.
—¿Eso es de origen británico o americano? —se interesó Carmine.
—¿Qué?
—Patidifusa.
—La verdad es que no lo sé, solo que el pirado de mi padre probablemente diría que se deriva de algún dialecto.
—¿Del norte o del sur?
—¡Carmine, de veras! —chilló Delia—. ¿Qué importa eso?
—No importa, salvo por que todo depende de cómo se mire.
Delia buscó a tientas la respuesta adecuada y la encontró:
—Me dejas patidifusa.
—Exacto.
Gus Fennell se mostró más comunicativo.
—Un proyectil de punta hueca. Le dejó el tronco encefálico hecho papilla.
—¿La drogaron antes?
—Con una dosis considerable pero no letal de Seconal. Yo diría que llevaba varias horas dormida encima de la mesa cuando efectuaron el disparo.
—¿Con la cabeza sobre la mesa, tal como la encontramos?
—Sí. Creo que el asesino se quedó con ella hasta que tuvo la seguridad de que estaba prácticamente comatosa.
—¿Algún indicio de cómo se lo administraron?
—Por vía oral, aunque no se encontró nada que contuviera Seconal. Debió de llevarse el vaso, un chupito de alguna bebida propia de mujeres. Él habría tomado whisky. Pero no hay vasos.
—Indoloro, instantáneo, ¿verdad?
—Eso es —convino Gus.
—Un asesino con escrúpulos —comentó Carmine, pensativo—. Gracias, Gus. Sus hijas se ocuparán del entierro, probablemente a la vez que del de su padre. No es habitual que unos hijos entierren a ambos padres al mismo tiempo.
Abe, que había estado merodeando en la periferia del asesinato de Edith Tinkerman, tenía más comentarios que hacer.
—Lo que había en el compartimento, fuera lo que fuese, lo llenaba por completo —le dijo después a Carmine en una reunión general.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Carmine con curiosidad.
—No había marca de agua, por así decirlo. Cuando los papeles llenan un espacio, dejan tras de sí fibras y fragmentos hasta la parte superior de ese espacio. Como en este cajón, no muy profundo: de apenas cinco centímetros. Encargué a Paul que inspeccionara el interior con un microscopio en 3-D, y se observó la misma distribución de fibras, jirones, ácaros. El cajón no estaba a rebosar, pero sí lleno. Por lo que respecta a hojas de papel, el número dependería del peso del mismo. Con un gramaje de veinte libras, unas cien hojas por cada quince milímetros en caso de ser nuevo, sin usar. El papel de ocho o diez libras, aproximadamente el doble. Si las hojas estaban arrugadas o dobladas, menos. No se puede aventurar siquiera un cálculo sin saber qué había en el cajón —dijo Abe con su habitual tono sereno—. Sea como sea, el papel no era de mucha calidad. Material corriente, a juzgar por las fibras. Si me obligas a hacer una suposición, Carmine, yo diría que unas ciento cincuenta páginas de papel corriente en no muy buen estado.
—¿Alguna otra observación? Esas han sido brillantes.
—Paul ha hecho una. En el papel secante había marcas de una carta de varias páginas escrita con tinta negra azulada de alta calidad con una pluma, o como mínimo con plumilla. Paul está trabajando con el papel secante, pero no tiene muchas esperanzas. Las páginas se secaron unas encima de otras sin seguir un orden concreto. Es posible que el doctor Tinkerman se jactara de su caligrafía, pero le traía sin cuidado dónde secaba lo que había escrito, y lo hacía a menudo. Así que Paul ha entresacado la frase «quizá no significara» con toda claridad, así como «no puedo creer que tuviera intención de que las cosas continuaran así», seguido de infinidad de frases que se solapan por completo. —Abe se encogió de hombros—. No esperes resolver el caso gracias a un taco de papel secante, Carmine.
—Te lo agradezco mucho, Abe, y da las gracias de mi parte a Paul.
Tony Cerruti tomó la palabra.
—Tengo información sobre el hermano de Emily Tunbull, Chester Malcuzinski —dijo, procurando despojar su voz de entusiasmo.
—Ah. El empresario de Florida. Dispara, Tony —le instó Carmine.
—Recibí una llamada anónima de un tipo con un acento de Texas que se podía cortar con un cuchillo —comenzó Tony—. Según el texano, el hermano de Emily Tunbull tiene antecedentes penales en el estado de Nueva York. Se llamaba Chez Derzinsky, con «y», y en ciertos círculos se le conocía como el Polaco. Frecuentó el centro de Nueva York entre 1957 y 1964, y se dedicaba a la estafa sirviéndose de una extranjera preciosa como cebo. No era prostitución, según dice el texano. Extorsión. La chica, un mero peón que mantenía a raya por medio de amenazas de hacer daño a su familia, se aprovechaba de algún viejo rico de visita en la ciudad, sobre todo asistentes a congresos, y le contaba que un grupo de alemanes iba a secuestrarla y obligarla a prostituirse. Chez se hacía pasar por un matón alemán, y el viejo apoquinaba entre cinco y diez de los grandes para comprar la libertad de la chica. Ninguna de las víctimas presentó cargos, pero Tex me facilitó el nombre de un detective de antivicio de la policía de Nueva York que confirmaría el relato.
Todos estaban erguidos en la silla, asombrados de que hubiera alguna novedad de cualquier tipo en ese puñetero caso.
—¿Qué dijo el detective de antivicio?
—La historia del texano era cierta. Las huellas de nuestro Chester Malcuzinski coinciden con las de su Chester Derzinsky, que cumplió un año en Sing Sing por fraude cuando tenía veinte años. Su única condena. Justo cuando el ambiente empezó a calentarse en Nueva York, Derzinsky y la chica desaparecieron. Derzinsky volvió a aparecer unos meses después en Florida como el agente inmobiliario Chester Malcuzinski, su nombre de pila. Es el hermano de Emily Tunbull. La chica se desvaneció sin dejar rastro, pero se parece mucho a Davina Tunbull —remató Tony con aire triunfal.
—Buen trabajo, Tony —dijo Carmine—. Por fin empiezan a encajar las piezas.
Afectado todavía por su metedura de pata al plantear preguntas inconvenientes al señor Q. V. Preston, Tony estaba radiante.
—Si la chica es Davina, ¿qué sabe Max de todo eso? —preguntó Donny.
—No sospecha de Davina —dijo Abe sin asomo de duda—. Eso lo mataría, creo yo.
—Quizá no, si tu mujer tiene tanto poder sobre ti como para liarte a fin de que imprimas veinte mil libros sin autorización —se apresuró a señalar Donny.
—No creo que eso afecte a C.U.P. —dijo Buzz—. Tinkerman y lo que había en ese cajón son más importantes con diferencia. Cuanto más se alarga el caso, más parecen las muertes relacionadas con los Tunbull un desvío en una autopista, y eso va tanto por John Hall como por Emily.
—Estoy de acuerdo en que Tinkerman es la clave del caso —dijo Carmine, enérgico de súbito—. Desde luego Emily no suponía una amenaza para el asesino porque su muerte es totalmente independiente de la de Tinkerman. Era una amenaza para Davina, y fue Davina quien la envenenó. Obtuvo la tetrodotoxina de nuestro hombre, pero ella no mataría para protegerlo a él. Solo a sí misma.
—Tienes razón —coincidió Abe, asintiendo—, aunque John Hall es uno de los asesinatos principales que cometió nuestro hombre.
—¿Emily no es más que una distracción? —preguntó Buzz con incredulidad.
—¡No! Emily suponía una amenaza distinta para una persona distinta: Davina —dijo Carmine—. No tengo idea de qué amenaza era, pero Davina sabía que ponía en peligro su bienestar.
—Necesitamos órdenes de registro para los domicilios y establecimientos de los Tunbull, Carmine —recordó Abe—. La imprenta, Imaginexa y sus casas.
—Iré a ver a su señoría hoy mismo.
Carmine se reunió con el juez Douglas Wilbur Thwaites arriba en la aguilera del inspector jefe John Silvestri a las cinco en punto. Jean Tasco había servido un plato de aceitunas, pinchitos de queso y pepinillos y paté abundantemente untado en sabrosas tostadas. El mueble bar estaba bien surtido, la cubitera estaba llena y los vasos eran de esos sencillos de cristal fino que le gustaban al juez. Buenos auspicios.
Estaba sentado con Silvestri y el capitán de los uniformados, Fernando Vasquez; este último, según percibió Carmine con enorme ilusión, era la opción de Silvestri para sustituirle cuando se retirara del puesto de inspector jefe. Como Carmine había temido ser él la elección de John, la llegada de Fernando había sido un regalo del cielo. Carmine no quería saber nada de los problemas, las relaciones de poder, los aprietos y los manejos que implicaba el puesto de inspector jefe. Fernando era el más firme candidato.
Naturalmente, estaba haciendo uso de la palabra, hablando con fervor de su pasión: el papeleo.
—No es el mismo mundo, juez —decía con toda seriedad—. Con los abogados defensores que van de estrellas y acaparan cada vez más la atención pública y los bufetes con más personal dedicado a la investigación de casos antiguos, usted como juez no tiene idea de lo que puede caerte encima. Incluidos errores de actuación policial o fallos en la cadena de custodia. Qué duda cabe, los métodos y procedimientos policiales tienen que ser más que perfectos: tienen que estar documentados por cuadruplicado.
—Burócrata —masculló Carmine, camino del mueble bar para ponerse un bourbon con soda no muy cargado, sin hielo.
Su aparición había hecho asomar al semblante de su señoría un gesto desdeñoso.
—Ah, aquí estás. Yo solo estoy aquí para que me hagan firmar unas órdenes de registro dudosas. —Luego desdijo la impresión de enemistad que aquello implicaba dando unas palmadas en un sillón a su lado y sonriendo—. Siéntate, Carmine. Dotty quiere saber qué tal le va a Desdemona.
—Está bien, juez. Cocina de maravilla. Antes de que Prunella Balducci se vaya a Los Ángeles, le dejaré los niños unos días y podéis venir todos a cenar. No hay mejor modo de demostrarlo.
—¿Le hacen falta varios días para preparar una cena? —preguntó su señoría.
—Claro. Prepara una salsa que le lleva tres días.
—Vamos a quitarnos de en medio las órdenes y así podremos beber a gusto —dijo Silvestri.
—¿Qué necesitas, Carmine? —preguntó el juez Thwaites.
—Una orden de registro completa del domicilio y el negocio de Max Tunbull. Incluida cualquier parte de la casa cedida de algún modo a cualquier otra persona, también Uda Savovich.
El juez se retorció.
—Carmine, sabes cuánto detesto los registros del reino privado de un hombre: su hogar. Dedos que hurgan en la ropa interior de su mujer, que leen sus documentos privados, y sí, ya sé todos los argumentos que me vas a dar, que si los registros son siempre legítimos y casi siempre arrojan pruebas. Así que voy a ahorrar tiempo y a concederte la orden. Pero estrictamente en busca de indicios sobre el caso de la tetrodotoxina. Si descubres pruebas de que Tunbull tiene planeado hacer saltar por los aires Servicios del Condado o liarse a tiros la próxima vez que jueguen en casa los Huskies de Holloman, no hagas nada al respecto. ¿Queda claro?
Puesto que siempre pasaban por el mismo trámite, Carmine asintió.
—Sí, señor, queda muy claro. Creo que Servicios del Condado y los Huskies de Holloman están a salvo.