Lunes, 13 de enero de 1969

La pesquisa judicial por la muerte de John Tunbull Hall fue un breve trámite saldado con un veredicto de asesinato a manos de un desconocido o desconocidos.

La preocupación de Carmine no tenía que ver con la pesquisa. El padre adoptivo de John Tunbull Hall, Wendover Hall, no había llegado de momento a Holloman. Su reserva en el vuelo nocturno especial del sábado desde Seattle no se había cancelado, y no se había efectuado ninguna otra reserva. Aunque vivía en Gold Beach, Oregón, había optado por hacer escala en Seattle en vez de San Francisco. Dos breves conversaciones con Wendover Hall habían convencido a Carmine de que poseía información interesante, pero no le gustaba hablar con gente a la que no podía verle el rostro. Se guardaría sus noticias para una confrontación cara a cara en Holloman.

El lunes a mediodía, una vez terminada la pesquisa, Carmine llamó a Hall a Gold Beach. No contestó nadie. Ni por un momento sospechó Carmine que ocurriera algo raro; si Hall corría algún peligro, sería después de llegar a Holloman. Aun así, llamó a la policía local para ver si sabían algo, como por ejemplo, si Hall seguía en su casa.

—El pobre anciano murió de un infarto el sábado por la mañana de camino a Seattle —dijo una voz de poli que a todas luces conocía a Wendover Hall en persona.

—¿Por causas naturales? —indagó Carmine.

—Sin duda. El pobre viejo no tendría que haber viajado a ninguna parte, con tantos problemas de corazón como tenía. —Se oyó un susurro de papeleo—. Según la autopsia, infarto masivo de miocardio.

Delia lo miraba con gesto inquisitivo; Carmine colgó.

—Murió de un ataque al corazón, no parece haber la menor duda. Y por tanto estamos condenados a no saber nada más sobre nuestra primera víctima.

—A veces tengo la impresión de que este país es demasiado grande —comentó Delia con un suspiro—. La gente de la costa Oeste es muy distinta de la de la costa Este, y la gente de la zona central también es muy distinta. Por no hablar de los del norte y los del sur. Pobre anciano. Tendríamos que haber ido a verle nosotros.

—Prueba a decírselo a los de Contabilidad —dijo Carmine en tono compungido.

—¿Y ahora qué, jefe?

—Ojalá lo supiera.

—¿Alguna idea, respecto del culpable, quiero decir?

—Jim Hunter sigue siendo a mi juicio el sospechoso principal, pero a menos que pueda demostrar que cogió el veneno de la nevera de su mujer, las pruebas no son más que meras suposiciones. Y tampoco desvelan el enigma de por qué tenía que morir John Hall. Tinkerman resulta más evidente. Si hubiera sido la suya la única muerte, podríamos haber elaborado un caso circunstancial. Luego está Emily: ¿qué demonios podía saber ella?

—Si Jim Hunter es culpable, la primera muerte y la tercera podrían ser maniobras de divertimento. Sabes tan bien como yo que matar a una persona es suficiente para alcanzar una disposición determinada. Si luego hay más muertes, el asesino no experimenta más remordimientos, ni padecimientos emocionales de ninguna clase. Si la primera víctima y la tercera nos desvían de la pista de Jim Hunter, cumplen un objetivo.

—Es verdad.

Delia emitió un delicado carraspeo.

—Bueno, ¿has tenido en cuenta a Millie Hunter?

Carmine levantó la cabeza como si alguien le hubiera atravesado el pecho de un lanzazo.

—Sí, Deels, claro que la he tenido en cuenta.

—Ella podría haber sido autora de los tres, Carmine. Sabía que John estaba en la ciudad porque había ido a verles a Jim y ella en State Street, y podría haber estado esperándole justo antes de que los hombres entraran en el estudio de Max. Podría haber envenenado la garrafa de agua de Emily, y a ver, ¿quién mejor que ella para sustituir la vitamina B-12? La tetrodotoxina era suya.

—Entonces, antes que nada, ¿por qué informó de que le habían robado la tetrodotoxina? ¿Y sabía ella, o Jim, si a eso vamos, que Tinkerman tenía problemas para absorber la B-12? —preguntó Carmine.

—Déjame ir a ver a la señora Tinkerman —se ofreció Delia con entusiasmo.

—Claro, cuando quieras. —Carmine se puso en pie—. Creo que es hora de que vaya a ver al decano Wainfleet.

—¿Quién es?

—El decano de Teología. Por tanto, el antiguo jefe de Tinkerman.

«Si algo he de reprochar a Carmine Delmonico —pensó Delia mientras conducía hacia Busquash—, es que a veces no ve que a ciertas testigos tiene que entrevistarlas una mujer: ¡yo misma! En cuanto la señora Tinkerman le habló de la B-12, se largó corriendo. Yo, en cambio, me hubiera quedado para tomar un té y charlar: los que dejan caer una bomba así a veces tienen otra más guardada en el compartimento. Me da en la nariz que la señora T. es una de esas con dos bombas».

Aunque nunca había puesto los ojos encima a Edith Tinkerman, a Delia le bastó echarle un vistazo para comprender que un fin de semana pensando en el futuro sin su marido y con un cuarto de millón de dólares que gastar le había hecho mucho bien. Seguía luciendo la permanente casera, igual que la ropa hecha con sus propias manos, pero los ojos castaños chispeaban y en la cara no se apreciaban arrugas de preocupación. Una semana atrás, supuso Delia, los ojos debían de ser mates, y las arrugas, abundantes.

—Espero no llegar en mal momento —dijo Delia con su acento más pijo de Oxford—. Me gustaría aclarar un par de cosas.

Nada podía atemorizar a la señora Tinkerman ahora que Tom ya no seguía con vida: sonrió.

—¿Té? —preguntó, dando un deje británico a su acento.

—Ah, qué maravilla. Sí, por favor. —Delia paseó la mirada por la cocina—. Qué bonito tiene todo esto. Siempre he creído que de todas las piezas de una casa, la cocina es la que mejor refleja a la propietaria. ¡Ah, y hay para elegir! Además Twinning’s. Earl Grey, gracias.

La mesa, apreció con interés, había quedado despejada de los enseres de costura descritos por Carmine; Delia tomó asiento contenta, esperando a que llegaran el té y la anfitriona.

El Earl Grey vino acompañado de galletas de azúcar: «apuesto lo que sea —pensó Delia— a que la señora T. antes no podía hacer galletas de azúcar». Ese fin de semana le había dado por cocinar.

—¿Cuánto tiempo estuvieron casados? —preguntó Delia, tras dedicar suficiente esfuerzo a conseguir que Edith Tinkerman se sintiera cómoda.

—Veinticuatro años.

—¿Todo ese tiempo en Chubb?

—Sí, en la Facultad de Teología. Tom era un obispo episcopalista ordenado y en plenas funciones, aunque su diócesis se circunscribía a Chubb y la Facultad de Teología. También era un erudito de renombre en la Edad Media. Los intereses del decano Wainfleet van por otros derroteros, así que Tom era el experto de la facultad en su campo.

—Le llama Tom. Yo pensaba que su marido era de esos hombres que prefieren que se les llame Thomas.

—Pues, sí, lo era. Pero yo le llamaba Tom. —Se aclaró la garganta—. Me sentiría más cómoda si me llama Edie, sargento.

—Solo —dijo Delia con un gesto de magnificencia—, si me llamas Delia. ¿Cómo te llamaba Tom?

—Edith.

—¿Y andaba Tom pirado por su trabajo?

Edith Tinkerman parpadeó.

—Esto…, ¿pirado?

—Chiflado. Loco. Mi padre era profesor en Oxford antes de jubilarse: anda muy, pero que muy pirado, el pobrecillo. Tiene un refugio antinuclear en el patio trasero. A mi madre le está costando Dios y ayuda convencerle de que no necesita cerrarse a cal y canto ahora que Nixon es presidente.

—Tu padre parece interesante, por lo menos. Me temo que Tom no era interesante. Era muy aburrido.

—¿Desde cuándo padecía lo de la vitamina B-12?

—Desde hace mucho, mucho tiempo —dijo la viuda con imprecisión—. Yo siempre pensé que era la manera que tenía Tom de dárselas de interesante. Desde luego no lo ocultaba en ninguna circunstancia.

—Ah, ¿no? Eso sí que es interesante. ¿No le preocupaba que cuando la gente se enteraba de que se estaba inyectando, lo creyeran adicto a alguna vil droga?

—No. La B-12 es de un color muy llamativo, y siempre mostraba la jeringa, o la ampolla, y adoptaba un aire de legitimidad, o eso pensaba él, por lo menos. Montaba todo un número en torno a su necesidad de inyectarse vitamina B-12: tenía que sentarse, abanicarse, jadear, quejarse de que se iba a desmayar. Yo creo que la mayoría de quienes le veían estaban convencidos de que padecía alguna enfermedad grave, y a él causar este efecto le encantaba. Luego, en cuanto recibía la dosis, se incorporaba de un brinco como si lo hubiera curado el mismísimo Jesucristo.

—Eso es imposible —dijo Delia con rotundidad.

—Y que lo digas, Delia. Los médicos dicen que la inyección tarda días en surtir efecto, pero eso a Tom le daba igual. Estaba convencido de que daba resultado al instante.

—Así que en realidad era un mecanismo para llamar la atención —comentó Delia—. Sin embargo, en el banquete lo hizo con bastante discreción, ¿verdad?

—Eso también encajaba —señaló Edith—. Era muy pedante para ser nada más que un orador tedioso, pero pensaba que se le daba bien hablar en público porque sus frases estaban bien construidas desde el punto de vista sintáctico: a Tom le apasionaba el inglés correcto. Hacía años que no tenía un público más amplio que sus alumnos de Teología, y estaba muy nervioso. M. M. lo detestaba, y él lo sabía. Y, naturalmente, sabía que M. M. se había opuesto con tenacidad a su nombramiento como decano de investigación. Roger y Henry Parson le consiguieron el puesto, y también formaban parte del público. Así que estaba aterrado, Delia.

—Lo entiendo, Edie. Adelante, querida.

—M. M. le recordó que faltaban apenas unos minutos para su gran momento, y le entró pánico. Lo único que podía tranquilizarlo era una dosis. Incluso desde donde estaba sentada, tres puestos más allá, me lo vi venir: como era de esperar, me hizo una señal. Así que me levanté de la mesa de inmediato, hice lo de siempre con la ampolla y la jeringuilla y salí del servicio de señoras. Me esperaba en el rincón, sudando la gota gorda. Su agitación me puso nerviosa a mí, y me eché a llorar. —Se estremeció al recordarlo—. Sea como sea, le puse la inyección en el cuello y volvió a toda prisa a la mesa. Me parece que nadie se dio cuenta de mi ausencia.

—¿De dónde sacaste esa ampolla en particular, Edie?

—Fue muy raro —exclamó—. Estaba con la jeringuilla justo al lado de mi bolso de mano, pero no recuerdo haberla dejado allí. Supongo que debí hacerlo: Tom ya estaba de mal humor antes de salir y me pone…, me ponía nerviosa que estuviera de malas pulgas. Así que metí las cosas en el bolso.

—¿Dónde guardas la B-12?

Se levantó y fue hasta una puerta de tamaño normal que daba a una alacena: un armario con tres paredes cubiertas de estantes a intervalos, con comestibles y artículos no tóxicos, desde papel higiénico hasta detergente. En un estante había una cajita de madera, más o menos la mitad de grande que una caja de zapatos. Edith Tinkerman la llevó hasta la mesa y la dejó ante Delia.

—La guardo aquí.

Delia la abrió y dejó a la vista orden y método: diez jeringuillas para tuberculina en bolsas de papel esterilizadas, un frasco de 10 cc de cianocobalamina rojo rubí con un diafragma de goma en la parte superior, seis ampollas de 1 cc de vitamina en dosis individuales y una cajita de algodones.

—¿Quién sabe que está aquí?

—Por lo menos media Facultad de Teología.

—¿Y eso?

—A veces Tom enviaba a un alumno a casa en busca de la caja: nunca guardaba nada en la universidad.

—¿Así que, en caso necesario, se la inyectaba él mismo? —indagó Delia.

Los ojos castaños se dilataron de incredulidad.

—Ay, no, nunca. No podía ni ver las agujas. Había varias personas en la universidad que se prestaban a ponerle la inyección.

—¿No se reían un poco de él en la universidad?

—Se reían mucho de él. Tom era muy pomposo, y siempre he pensado que los pomposos son el mejor blanco para las bromas. Un año incluso se coló en el festival estudiantil un sketch sobre Tom y su B-12. Me partí el pecho de risa.

—¿Qué hizo Tom?

—Fingió que no había ocurrido.

Delia cogió la caja.

—Tengo que confiscarla, querida. Por lo que sabemos, podría contener más veneno.

—¿Voy a ser detenida? —La viuda dejó escapar una risotada áspera—. Sería típico de mi vida acabar en la cárcel por el asesinato de Tom.

—No, Edith, desde luego no vas a ser detenida —aseguró Delia en su tono más tranquilizador—. Sencillamente fuiste lo que llamamos un vector: un método para transmitir el veneno hasta su objetivo. Por lo que tú sabías, en la jeringa solo había vitamina B-12. Eso lo entiende todo el mundo, te lo aseguro. Déjame que te eche una mano con los platos.

—Me has dejado muy tranquila, Delia —dijo Edith con el trapo de secar entre las manos—. Estaba preocupada.

«Pero tú no me has dejado tranquila a mí, Edith —pensó Delia—. En alguna parte de tu compartimento sigue habiendo otra bomba y no la he localizado». Así que dijo:

—¿Puedo venir alguna otra vez?

—¡Me encantaría!

—¿Vas a quedarte en Holloman?

—No. Las chicas y yo lo hablamos ayer y decidimos ir a Arizona. Vamos a comprar tres apartamentos unos al lado de otros. Las chicas trabajarán de secretarias y yo me dedicaré a hacer vestidos. El dinero de la herencia lo ahorraremos para ir de crucero y tomarnos largas vacaciones —explicó la viuda, describiendo un futuro que tal vez no fuera la idea de felicidad que tenía todo el mundo, pero estaba claro que veinticuatro años con Thomas Tarleton Tinkerman habían llevado a bajar las expectativas a las tres mujeres de la familia Tinkerman.

—Igual tus hijas encuentran marido —comentó Delia.

Estalló una risilla.

—Sí, cuando las ranas críen pelo.

El decano Charles Wainfleet estaba molesto por las circunstancias en que había fallecido el doctor Tinkerman, pero inmensamente contento de haberse librado de él.

—Era el tipo más pesado que había entrado en esta facultad —le dijo a Carmine con toda sinceridad.

—¿Lo hubieran tolerado de no ser los Parson sus defensores más acérrimos? —preguntó Carmine, sonriente.

El decano era un formidable erudito renacentista que había incorporado la filosofía y la historia a su facultad, pero, como revelaba la respuesta que dio a Carmine, también sabía quién cortaba el bacalao.

—Sin el apoyo económico de los Parson, no habría estado aquí —dijo Wainfleet en tono alegre—. Pero Tom nos granjeaba abundantes fondos de los Parson por medio de ayudas a diversas cátedras, incluida la suya propia, claro. Las humanidades y la religión no atraen a tantos alumnos como en otros tiempos, pero la Facultad de Teología de Chubb ha disfrutado de una prosperidad relativa gracias a los Parson, incluido el número de alumnos que hay matriculados. Aportan fondos de muchas maneras.

—¿Hay algo que deba saber acerca del doctor Tinkerman de lo que solo se tuviera conocimiento entre los muros de la universidad? —preguntó Carmine.

—Solo que no abandonó su cátedra de Cristianismo Medieval cuando ocupó el puesto de decano de investigación. Pensó que podía desempeñar ambos cargos, aunque se había tomado un año sabático nada más entrar en C.U.P. Después, se ocuparía de los dos cargos por igual. Yo no estaba de acuerdo, pero los hermanos Parson sí.

—O bien ese hombre era estúpido, o bien trabajaba como un demonio.

—Un poco de cada, en realidad. Por ejemplo, se las había apañado para leer todos y cada uno de los libros del catálogo de C.U.P., tanto los que se iban a publicar con toda seguridad como los que se estaban barajando. Incluidas varias obras científicas que no podían haberle dicho nada en absoluto. Aseguró que las estaba leyendo por una cuestión de…, bueno, estilo.

—Ahí sale a relucir el estúpido —comentó Carmine.

—Quizá, pero solo quizá, capitán. Tom Tinkerman no era crítico con el coloquialismo como tal, ni siquiera con lo que Percy Lee denominaría prosa descuidada. Su pasión era el estilo y creía de veras que todo autor poseía uno propio. El doctor James Hunter era su obsesión: leyó Un dios helicoidal, leyó los otros dos libros de Jim y todos los artículos que había publicado. Un dios helicoidal ofendía sus ideales, su ética y sus principios, pero el estilo también tenía mucho que ver, como en todas las demás obras de Jim. Despotricaba a su modo rígido y entre dientes sobre que Dios quedaría tan ofendido con el estilo como con el contenido: ¿no es extraordinario? Yo siempre había pensado que en el fondo de la fijación de Tom con Hunter estaba la raza: en esencia era un intolerante. La idea que tenía Tom de Dios era un hombre blanco, y a los negros con el nivel de excelencia intelectual de Jim Hunter había que someterlos.

—Es una grave acusación, decano.

—Lo sé. De no haber muerto, podría haber ocurrido cualquier cosa.

—¿Alguna vez se enzarzaron en público el doctor Tinkerman y el doctor Hunter?

—Una vez, que yo sepa. Justo antes de Navidad, en una de las fiestas de profesores de M. M. Tom arremetió contra Jim Hunter como si él mismo hubiera crucificado a Jesucristo. Fue bochornoso.

—¿Recuerda lo esencial del asunto?

—¡Dios bendito, no! Todos nos alejamos para dejarlos a solas. Nos pareció más adecuado.

—¿Justo antes de Navidad? ¿Así que ya se conocía la identidad del decano de investigación?

—Sí. En Nochebuena. M. M. era todo bonhomía y felicidad navideña; sobre todo de resultas del ponche de huevo.

—¿Lo oyó M. M.?

—No. Bobby Highman le estaba contando una de sus mejores anécdotas.

—¿Cómo se tomó Jim el ataque?

—Con nobleza. Frunció un poco los labios, pero mantuvo la serenidad. Fue Tom quien la perdió.

—Como solo pueden perderla los tipos estirados, imagino. Gracias por todo, decano. Me ha dado una idea. —Carmine hizo una mueca—. No sé si podré llegar hasta el fondo de la misma, pero lo intentaré.

Una idea extraordinaria, tanto así que no podía dejar de darle vueltas. Y, sin embargo, no tenía nada que ver con el estilo ni las confrontaciones. Sencillamente le vino a Carmine a la cabeza al tiempo que oía la descripción verbal del decano Wainfleet acerca de cómo se veían las cosas desde lejos, cuando no se alcanzaba a oír nada, pero tanto se infería de —a fin de cuentas— tan poco.

Gus Fennell acababa de salir de la sala de autopsias y estaba cansado.

—Vaya, ¿ahora qué? —preguntó de mal talante, y luego se recompuso visiblemente—. Lo siento, Carmine. No poder contar con Patrick hace que se acumule mucho trabajo en mi cancha y muy poco en la suya.

—Lo solucionaremos en cuanto sea posible, Gus. Ahora siéntate y te traigo un café.

—Prefiero té —señaló Gus, todavía malhumorado.

Carmine le trajo un té.

—¿Limón o leche?

—Solo, gracias. —Tomó un sorbo y cerró los ojos—. ¡Ah, mejor! ¿Qué andas buscando, Carmine?

—La respuesta a una pregunta. ¿Llevaste a cabo un análisis histológico de la punción en la nuca de John Hall?

—Claro.

—¿Qué indicaba? Debí de pasarlo por alto.

El expediente estaba encima de su mesa; Gus lo abrió.

—Una clara invasión del tejido, pero muy poco profunda. De hecho, solo epitelial. —Cogió las gafas de cerca y leyó con el entrecejo fruncido—. Ya veo por qué no lo recuerdas. El que llevó a cabo el análisis histológico hizo una chapuza. Supongo que había pánico en el laboratorio a causa de ese veneno nuevo e imposible de detectar, y Paul puso a trabajar en ello a su mejor hombre, además de él mismo. Pueden sustituir a quien sea necesario, por eso funcionan tan bien: sea cual sea la tarea forense, uno de ellos puede encargarse del análisis, o la histología, o la balística o…, o…, es una larga lista. Nosotros no tenemos dinero ni trabajo para técnicos individuales. Pero lo recuerdo porque era uno nuevo: Brad. Resulta que lo suyo es la balística, las armas, esas cosas.

—¿Así que no lo sabemos? —insistió Carmine.

—La profundidad de la penetración, no.

—¿Podrías echar un vistazo a los portaobjetos, Gus? Te invito a comer en Malvolio’s cuando quieras si lo haces —trapicheó Carmine.

—Tienes suerte de que todos los casos relacionados con la tetrodotoxina sigan en el laboratorio —dijo Gus, intrigado a esas alturas. Buscó la caja donde estaba el estudio histológico de John Hall, así como una docena de muestras de la herida de la nuca.

»Lo cierto es que están bien —dijo, sorprendido, a la vez que apartaba la vista del microscopio con ojos de mapache de tanto forzar la vista—. Yo diría que no se penetró en absoluto en las capas más profundas de células. Creo que tu hombre recibió una inyección subcutánea, no intramuscular.

—¿Qué supone eso exactamente por lo que a los síntomas respecta, Gus?

—Un comienzo más lento. Eso es muy preciso, si Brad, el técnico, no metió la pata con sus secciones. Tengo que decirle a Paul que borre cualquier punto negativo en el informe de Brad. La aguja levantó la piel y se introdujo justo debajo de la misma, cosa factible si la sustancia era concentrada y bastaba con inyectar una o dos gotas, en vez de 1 cc entero. Además, es imposible que se hiciera con ese chisme que me enseñaste: no es ni remotamente lo bastante preciso. —Gus lanzó un suspiro de satisfacción—. Tengo que volver a escribir esto.

—¿Cuánta demora causaría una inyección subcutánea?

El patólogo lo sopesó.

—Depende de la abundancia de vasos sanguíneos en el tejido subcutáneo, pero las muestras indican que no era graso: el fallecido se mantenía en forma. Así que, teniendo todo eso en cuenta, de unos diez a unos veinte minutos de más.

—Gus, amigo mío, eres una perla inestimable, y el almuerzo en Malvolio’s se acaba de convertir en una comida en el Lobster Pot.

Del dominio del médico forense, Carmine fue al del inspector jefe.

—¿Sabías que en la grasa humana o tejido adiposo abundan los vasos sanguíneos? —preguntó Carmine al tiempo que entraba.

—¡Vaya, Dios bendiga los colgajos bajo los brazos de mi tía Annunziata! ¿Qué tiene eso que ver con nada, oh honorable capitán de detectives?

Silvestri, de ánimo juguetón, suponía que su día iba por buen camino; Carmine sofocó un suspiro.

—Tiene que ver con la nuca de John Hall, oh sabio y espléndido inspector jefe de policía. No tenía apenas tejido adiposo, y por tanto no abundaban en ella los vasos sanguíneos subcutáneos, y ninguna aguja perforó su tejido muscular. En otras palabras, tenía el cuello flacucho de un hombre de constitución liviana. Nuestro envenenador era muy ingenioso, John. Administró una dosis sumamente concentrada de tetrodotoxina justo debajo del epitelio de John Hall; no más de una o dos gotas, a decir de Gus.

—Así que el lapso temporal se ha prolongado —dijo Silvestri en tono suave.

—El delito se cometió antes de que entraran en el estudio.

—¿Cómo se nos pasó, Carmine?

—Error humano, descuido, falsas premisas, elige tú mismo. No es culpa de nadie, en realidad, salvo que encargaron a un técnico nuevo la tarea de tomar muestras histológicas, y, puesto que esperaban encontrar las marcas de una aguja, echaron la culpa al técnico al no encontrarlas allí. El chico tenía razón, Gus se equivocaba.

—¿Qué te hizo replanteártelo, Carmine?

—Lo cierto es que no lo sé, salvo que algo que ha dicho Dean Wainfleet acerca de un tema no relacionado me ha llevado a un extraño cambio de perspectiva, y de pronto me he preguntado si una inyección subcutánea demoraría el tiempo de reacción lo suficiente como para que el veneno pudiera haberse administrado antes de que los hombres entrasen en el gabinete. Una vez aparecieron los síntomas, Hall murió enseguida: en once minutos. Eso indica que la sustancia era concentrada. Me ha parecido que merecía la pena ir a ver a Gus Fennell.

—Pues sí, merecía la pena. Aunque no es que arroje indicios de culpabilidad.

—Exacto. —Carmine suspiró—. El caso es que me vendría bien un atraco a un banco como es debido o un tiroteo en la Bolera de Chubb solo para pasar el rato.

—Siempre pasa lo mismo con los casos por envenenamiento —comentó Silvestri—. Lo suyo es que fuera una mujer, pero no hay mucho donde elegir.

—Las mujeres prefieren una sustancia más normalita. Sea como sea, hay una mujer: Millie. El veneno es suyo, ella lo elaboró.

—Millie no lo hizo —repuso el inspector jefe bruscamente.

—Lo sé, es un libro abierto —convino Carmine—. Hay otras dos mujeres con móvil, pero no poseen los conocimientos necesarios, John. Davina Tunbull y Uda Savovich. Llevamos investigando una semana y no hemos hallado ningún indicio de que la una ni la otra sepan diferenciar la tetrodotoxina del tetracloruro, a menos que Davina esté conchabada con Jim. La única muerte que imagino perpetrando a las Savovich es la de Emily Tunbull. Ella encaja con sus objetivos, los otros no. Vuelvo una y otra vez a Jim Hunter, pero si fue él, probablemente salga bien librado porque no hay ninguna prueba que lo señale a él y no señale también a Millie, y Millie es sacrosanta.

—Con toda la razón —dijo Silvestri tercamente.

—Y otra vez a la rueda.

—¿Registrasteis el estudio de Tinkerman en su casa?

—Hasta el último papel. Se ocupaba de las facturas y las abonaba él mismo. Un testimonio de lo agarrado que era. Tinkerman facturaba incluso el dinero que le daba a su esposa. —Carmine apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las manos—. No encontramos nada.

—¿Hemos pasado por alto algún otro error patente?

—¿Con Delia en el caso? Lo dudo.

—Yo también.

Esta vez Davina condujo hasta Comandante Minor para encontrarse con Chez; no había calculado lo lejos que estaba a pie, y los tiempos de los Alpes yugoslavos ya quedaban muy lejanos. Aparcó en la parte de atrás y entró en la cafetería cruzando una galería de fotografías espeluznantes. «El comandante Minor —pensó Davina—, es un pervertido».

—Al paso que va la poli, podrías quedarte aquí hasta Navidad y no ver aún al asesino de Emily —dijo, al tiempo que se sentaba y dirigía esa sonrisa suya a la camarera.

—¿Sabe alguien de la familia por qué fue asesinada Emily?

—No, y Uda no ha oído nada.

—¿Qué voy a hacer contigo, Vina?

Ella entornó los ojos.

—¿Con respecto a qué?

—Ciertas actividades en Nueva York.

—¡Ah! ¡Por eso estás aquí! ¿Te preocupa que te extraditen de Florida a Nueva York por algún motivo? —preguntó Davina con dulzura—. Sabía que no era por Emily. Te habrías contentado con enviarle una corona de diamantes.

—¡Cállate! —le espetó.

—Tranquilo, Chez, no voy a complicarte la vida más de lo que me la compliques tú a mí. De momento la poli no se ha fijado en ti, pero se fijarán, y son listos, Chez. Yo soy un avestruz con la cabeza enterrada en la arena, pero soy consciente del blanco tan atractivo que es mi trasero. —Se inclinó hacia delante; a la camarera no le hubiera gustado esa sonrisa—. ¡Déjame en paz! Tengo la vida resuelta, y me gusta la vida que llevo. No me das miedo. No me da miedo nada. Si necesito ayuda, ya tengo a Uda, que no se te olvide. Ahora soy una persona educada. Tengo un hijo al que adoro. No pienso dejar que me destroces la vida. ¡No pienso dejarte!

—Quiero que atrapen al asesino de Em.

—Me trae sin cuidado lo que quieras. ¡Déjame en paz!

«Pues es verdad que empequeñece la habitación», reflexionó Max Tunbull a la vez que se sentaba con una expresión atenta en el rostro, mirando fijamente al doctor Jim Hunter.

—El día de la publicación es el dos de abril —anunció Max.

—De aquí a tres meses —asintió el doctor Jim, sonriente—. Casi no me lo puedo creer. Siempre pensé que escribir el libro sería la auténtica agonía, pero no fue nada en comparación con Tinkerman. No le deseo mal a nadie, pero con el doctor Millstone como decano de investigación, las cosas serán distintas. Es todo lo que podría desear.

—Davina tuvo una charla con él —dijo Max, y se interrumpió.

Jim le dirigió una mirada interrogante.

—¿Y?

—Lo cierto es que no sé cómo decir esto, ni entiendo por qué ha recaído sobre mí este deber, pero el quid del asunto es que C.U.P. no tiene departamento de publicidad —continuó Max, no sin esfuerzo—. En realidad nunca lo necesitó, ni siquiera para Fuego en las entrañas, el libro sobre terremotos que fue un gran best seller hace cinco años. Pero todo el mundo, desde Davina hasta la junta directiva, está convencido de que tu libro necesita un publicista profesional. Fulvia y Bettina han encontrado una. Se llama Pamela Devane, es una autónoma que trabaja en Nueva York, y es la mejor en lo suyo. Chauce Millstone y Davina han hablado con ella ¡y ya se ha puesto manos a la obra! Planea una gira promocional de un mes para abril: Nueva York, Boston, Chicago, Washington D.C., Atlanta, San Francisco, Los Ángeles, Seattle, Denver, Saint Louis…, unas veinte ciudades en total. Algunas, como Nueva York y Los Ángeles, ocuparán varios días. Programas en la televisión, la radio, entrevistas en periódicos y revistas, algunas cosas más recónditas. Millie tiene que acompañarte para tomar parte en ciertas entrevistas… —A Max, desconcertado, se le fue la voz.

Jim le miraba aterrorizado.

—¡No puedo hacer eso! —gritó; las palabras brotaban como si no fueran juntas—. No puedo dejar el trabajo ni medio mes, y mucho menos un mes entero. No en esta fase. Suponía que tendría que trasladarme a Nueva York a hacer un par de entrevistas, no ir dando tumbos por todo el país… ¡Dios santo!

—Vina dijo que sería un shock, pero ninguno la creímos —dijo Max, aturdido—. Insistió en que trajéramos a Pamela Devane para ayudarte a digerirlo y explicarte por qué tienes que hacerlo. Pensé que Vina reaccionaba de una manera exagerada, pero Chauce estaba en la inopia: es demasiado nuevo en su puesto como para entender algo tan poco habitual como el potencial de Un dios helicoidal. Pero a veces mi mujer es extraordinaria, por lo visto sabía cómo reaccionarías. —Max extendió una mano—. Jim, sé razonable. Una gira de promoción es vital.

—¿Pasarme un mes repitiendo las mismas cosas a un montón de catetos? —Sus ojos reflejaban incredulidad—. ¿Perder el tiempo en algo tan estúpido? ¡Ni pensarlo!

Max suspiró.

—Ve a casa y habla con Millie —dijo.

Pero al pasar por la Burke no encontró a Millie: ¿estaría en el apartamento? ¿En plena tarde? ¿Qué ocurría? ¿Qué?

Condujo por State Street hasta Caterby Street e irrumpió por la puerta como si lo persiguieran.

—No me digas que has venido a casa a echarme una mano —dijo ella, y le besó.

Había cajas por todas partes; debía de haber saqueado la basura de todos los comercios para haber recogido tantas. Y libros. Montones y montones de libros, revistas, fotocopias.

—Papá nos ha encontrado una casa en Baker Street, en East Holloman, y nos mudamos. ¡Imagínatelo, Jim! Nos mudamos de este antro a una casa estupenda, ¡y el contrato también es estupendo! La inmobiliaria Tucci tiene casas que se alquilan y se venden. Nuestra casa es una de esas, y si pagamos la entrada en el plazo de un año, el alquiler que hayamos desembolsado entretanto se descontará del precio de compra: ¿no es una maravilla? Tiene tres dormitorios, una habitación que sería un despacho ideal para ti, una cocina decente, una sala inmensa, lavadero, jardín trasero, un garaje con dos plazas… ¡Ay, Jim, qué contenta estoy!

Ver a Millie feliz le cortó la respiración; Jim la besó hasta alcanzar un lánguido éxtasis, y luego, levantándola como si no pesara más que una pluma, la llevó a la habitación para besarla de nuevo hasta lograr una respuesta frenética, tumultuosa, exaltada. El uno con el otro del modo más secreto y sagrado, se olvidaron de giras promocionales, libros y cajas.

—Sigues poniéndome a cien —dijo ella con la cabeza sobre el pecho de él, notando y oyendo su inmenso corazón latir, latir, latir…

—Lo mismo digo —repuso él, con un deje risueño en la voz.

—¿Me ayudas a hacer cajas?

—Claro. Ya se ocupará Walter del laboratorio. —Se retiró de debajo de ella y fue al cuarto de baño.

Había terminado, pero había sido un regalo maravilloso. Por lo general Jim estaba tan cansado, tan desesperadamente necesitado de sueño, tan atormentado cuando por fin se dormía… «¿Quién sabe? —pensó Millie al levantarse de la cama—, igual esta hora de dicha vespertina me ha puesto las pilas. Me he tranquilizado; aunque el cáncer de Davina siga reconcomiéndome, un embarazo es mucho más mío que de Jim. La criatura me pertenecerá a mí».

—¿Por qué has venido a casa? —preguntó ella, otra vez entre libros.

Angustiado, le habló de su charla con Max.

—La gente se está apropiando de mi vida, Millie —dijo—. ¿Cómo es que nunca me hablaste de los inconvenientes de un superventas?

—No se me pasó por la cabeza —confesó—. Bueno, los autores de superventas no hablan de giras promocionales, simplemente los ves, o los oyes o lees acerca de ellos, y las piezas del puzle no son más que eso, piezas. Como tú, pensaba que todo quedaría en unas cuantas entrevistas en Nueva York.

—No tengo tiempo para eso, no soporto muy bien a los bobos.

—Lo sé. —Le ofreció una sonrisa radiante, los ojos rebosantes de amor—. Supongo que esta vez, Jim, nos ha salido el tiro por la culata. La gira habrá de hacerse, lo que supone que tendrás que reprimir el temperamento y soportar a los bobos como mejor puedas.

—Van a sacar partido de nuestro matrimonio.

—Sí, eso ya lo supuse. —Parpadeó con la respiración contenida—. Ay, Jim. Échale ánimo y todo eso que se dice. Saldremos adelante.

—Siempre lo hemos hecho, pese a las dificultades.

—Algunas veces nos ha ido de poco.

—Y otras hemos salido triunfantes.

—¿Por qué le hiciste caso a esa víbora de mujer? —preguntó ella.

—¿A Davina? —Se quedó en blanco un instante, luego, al parecer atraído por algo en una pared despojada de sus libros, volvió la vista hacia allí—. Como ya te dije, respeto sus opiniones. Posee las agallas para decir lo que otros solo se atreven a pensar, y tiene mucho mundo. Tú y yo somos como niños perdidos en el bosque, dice. Tenemos la cabeza enterrada en nuestro trabajo y ninguna experiencia de la vida.

—Eso es simplificarlo demasiado, Jim. ¿Por qué de repente temes tanto lo que opine el mundo? Yo pensaba que tú y yo éramos veteranos en lo tocante a lo que el mundo es capaz de hacer —dijo Millie con rigidez—. No puedo impedir que consideres a Davina un oráculo, pero no dejes que se meta en mi terreno. No pienso aguantar a Davina Tunbull en mi terreno.

Jim se sorprendió.

—¿Estás celosa?

—No. Solo alerta. Están ocurriendo cosas raras, y no me digas que tú no estás alerta.

Las ganas de Jim de cambiar de tema eran evidentes; se echó a reír y dijo:

—¿Qué vamos a hacer con los muebles? ¿Ya está amueblada la nueva casa?

—No, es de mucha categoría para eso —dijo Millie, siguiéndole la corriente—. Mis padres han donado algún que otro mueble, igual que los Cerruti, los Silvestri y la mitad de East Holloman que está emparentada conmigo. —Su mirada y su voz se afilaron de súbito—. Y no te cierres en banda, Jim. No es caridad. Más adelante ya compraremos nuestros propios muebles, cuando devolvamos lo que se nos prestó. No es más que eso, un préstamo. ¡Un préstamo! ¿De acuerdo?

Ese tono no le pasó inadvertido: «¡No le busques las cosquillas a Millie!». Así que asintió.

—Me parece muy bien, cariño. ¿Cuándo nos mudamos?

—Mañana. —El azul de sus ojos, tan puro y en apariencia poco deslustrado por la vida, emitió un fuego repentino—. Esta es mi última noche en State Street, y nunca más. ¿Me oyes, Jim? ¡Nunca más!

Edith Tinkerman también estaba haciendo cajas, aunque no con un ánimo tan triunfal y definitivo. La validación de un testamento llevaba su tiempo —le preguntaría al decano Wainfleet si sabía de alguien que estuviera en posición de aligerarla un poco—, así que la casa no se podía vender. Sea como sea, el decano la había puesto en contacto con un bufete que le había permitido acceder a parte de los pasmosos ahorros de Tom, conque no le preocupaba de dónde iba a sacar el dinero para la siguiente comida.

En su opinión, la policía había sido muy amable; había tenido mucha, pero que mucha consideración. Los agentes se habían visto obligados a registrar la casa, sobre todo el estudio de Tom, pero lo habían dejado todo en su sitio. Anne y Catherine, que veían mucho la tele, habían pensado que lo pondrían todo patas arriba porque era eso lo que hacían los polis en televisión. Bueno, ahí estaba la diferencia entre la realidad y lo que Tom llamaba la «caja tonta». ¿Habría permitido alguien como Delia Carstairs que sus colegas lo dejaran todo revuelto? La policía de Holloman era civilizada.

Demasiado civilizada, según se vio. Edith había olvidado hablarles del cajón secreto de Tom, y los polis no habían inspeccionado esa sección de pared porque estaba cubierta por una antigua y horrible virgen con niño rusa que por lo visto a Tom le parecía muy superior a un Andrew Wyeth, y eso que era el mejor pintor americano vivo. A juicio de Edith, mil años de antigüedad no lograban mejorar una mala obra de arte.

Ahora estaba, consternada, en el estudio de su marido, preguntándose qué debía hacer. Primero, mira, decidió: se acercó a aquel cuadro tan horrendo y lo descolgó. La pared que había detrás no era más que una pared normal salvo por una fina hendidura que delineaba un cajón poco profundo cuya asa era el gancho del que colgaba el cuadro. Calculando que el icono valía más que la casa entera, Carmine y Abe no habían querido ni tocarlo, según el razonamiento de que Thomas Tinkerman tampoco lo habría tocado.

Era en ese cajón donde Tom siempre guardaba sus trabajos en curso. No era necesario que ocultara sus esfuerzos, eso lo sabía muy bien, pero algo en su ser tan constreñido disfrutaba fingiendo que sus obras eran tan importantes que hacía falta ocultarlas, aunque solo fuera de sus colegas universitarios. De ahí el cajón.

Edith lo sacó y se lo encontró lleno a rebosar de hojas sueltas, encima de ellas había una carta que el propio Tom había escrito con su pluma estilográfica Parker de oro. Estaba firmada, por tanto, lista para enviarla: ¿por qué no la había enviado?, se preguntó, mirando el destinatario. Probablemente tenía algo que ver con esos papeles.

Olvidada la policía, se acercó al teléfono en la mesa de Tom y por primera vez en la vida se sentó en el hermoso sillón de cuero de su esposo. Más valía llamar al destinatario y averiguar qué hacer.

Levantó el auricular y marcó los números en el disco: ¡nada de botones para Thomas Tarleton Tinkerman!

Una de las minúsculas manos de Uda se acercó a una de las minúsculas manos del bebé y los deditos de este la agarraron mientras emitía alegres gorjeos.

—Alexis es el bebé más precioso que he visto en mi vida —dijo Uda con voz ronca.

Con la pelambrera negra y revuelta reluciente bajo la luz, el bebé asomó la cabeza y levantó los ojos verdes hacia la cara de su madre. Su corazón cedió y tuvo que reprimirse para no darle un abrazo sofocante. ¡Cuánto amor! ¿Quién habría imaginado el éxtasis de la maternidad sin experimentarlo? «He matado para salvar a Uda y salvarme yo —pensó Davina—, pero solo en última instancia. Por Alexis, en cambio, mataría simplemente si alguien le mirase mal».

—He decidido no seguir adelante en estos momentos con lo que tenía planeado para Chez —le dijo a Uda, aunque no en inglés.

Uda parpadeó como un lagarto.

—¿Es lo más aconsejable? Podemos encargarnos de él, somos dos contra uno —repuso, aunque no en inglés.

—Nuestro amigo anónimo nos ha dejado en la estacada, y lo que debería haber sido sencillo se ha convertido en un auténtico lío. Tenemos que buscar otra solución.

—Hará alegaciones, Vina.

—Pero yo, una modelo de gran éxito, intentaré culparle a él de los fraudes y estafas que cometí; sí, eso ya lo sabemos —dijo Davina—. Es ridículo.

Uda dejó caer la mano de Alexis.

—Chez es estúpido, Vina, y la vida le ha ido demasiado bien. Si crees que no es el momento adecuado, deberíamos adelantarnos. Sé que la policía de Holloman ha tomado sus huellas dactilares, pero ¿se les ha ocurrido contrastarlas con las de la policía de Nueva York? Este país está organizado por estados; que le tomaran las huellas no fue más que rutina. Vamos a informar anónimamente a la policía de Holloman de que Chester Malcuzinski era antes Chester Derzinsky y tenía antecedentes en Nueva York hace años. A nosotras no puede perjudicarnos, y dirigirá la atención del teniente Goldberg hacia él.

—Una idea excelente. —Davina se desperezó—. Sí, Uda, hazlo por teléfono, con uno de tus acentos americanos.

Uda regresó junto al bebé, que hacía burbujas de saliva para ganarse el favor del público.

—¿Te has deshecho de la parafernalia? —preguntó Davina, sin pasarse todavía al inglés.

Los ojos como pasas negras lanzaron una mirada desdeñosa.

—Está a buen recaudo.

—No la has destruido.

—Nadie encontrará mis cosas, hermana. —Uda cogió el bebé de los brazos de Davina y lo sostuvo contra su escaso pecho—. Es hora de que tome el biberón, y me toca a mí dárselo.

Esa noche no pasaría ni un momento a solas con Desdemona; Carmine estaba sentado con su hijo menor en el regazo, el gato embutido en el sillón junto a él, mientras su hijo mayor desfilaba de un lado a otro por la pequeña sala de estar imitando a un soldado de madera. Su casa había sido una de las primeras de East Holloman en tener televisión por cable; Desdemona quería supervisar las cadenas en busca de las que a su juicio no dieran ideas a Julian sobre armas y tiroteos.

Pero los programas británicos para niños que había localizado no le habían servido de mucho; soldados de madera con cascos de piel de oso que desfilaban de aquí para allá, con rifles de madera al hombro.

—Julian, cierra el pico y lee un libro —dijo Carmine cuando el numerito empezó a resultar irritante.

Sabía leer. Emilia Delmonico había sido una maestra de parvulario famosa con un auténtico don para enseñar a los niños a leer, y el día que Julian cumplió dos años, Desdemona se vino abajo y le pidió a su suegra que enseñara a leer a Julian, que era muy brillante, muy movido y muy travieso.

Lo que molestaba a Desdemona era la tendencia de Julian a obedecer a su padre como si obedeciera siempre todas las advertencias o peticiones que se le hacían: nada tan lejos de la verdad. Aunque ella había recuperado su control sobre Julian en cierta medida, este no había olvidado lo fácil que había sido intimidar a mamá durante su fase de abogado defensor. Conque ahora el niño sonrió angelicalmente y se fue a su puf con un libro, se acurrucó allí e hizo lo que se le decía.

—¡Conmigo nunca hace eso! —saltó ella, y podría haberse mordido la lengua.

Los ojos color ámbar de Carmine se dirigieron a su cara, pasmados; frunció el ceño.

—Desdemona, ¿estás bien?

Una pregunta que la enojó más aún.

—Sí, sí, sí, claro que estoy bien —dijo con furia, tomando sorbos de gin-tonic—. Es solo que Julian tiene mucha maña para poner de los nervios a mamá. Es demasiado listo para su propio bien, y me resulta difícil controlarlo. —Alargó la mano y casi derramó la copa—. ¡Eso no está bien! —exclamó—. Debería arreglármelas mejor: ¡antes dirigía todo un centro de investigación, por el amor de Dios! Ahora ni siquiera soy capaz de llevar una casa que además limpia otra persona. ¡Estoy que muerdo!

El gato salió volando y Carmine levantó sin el menor esfuerzo a Alex al ponerse en pie.

—Tú, hijo mío, te vas a la cama. —Y se dirigió a la habitación infantil, Alex un tanto asombrado. Con nueve meses ya gateaba y balbucía; Desdemona se planteaba la vida con otro Julian a punto de sumarse al modelo original.

—Cuidado con lo que dices delante de este —advirtió a su regreso, señalando a Julian. El gato había ocupado todo el sillón, con su cuerpo orondo panza arriba y las patas en alto—. Winston, vete a dar la lata a Julian para variar —dijo, al tiempo que desahuciaba al gato sirviéndose de la mano como si fuera una pala—. ¡Venga, fuera de aquí! ¿Dónde está Frankie?

—Caído en desgracia. Se ha revolcado encima de un mapache muerto: le he dado una zurra con un tubo hueco y lo he lavado con agua fría. Tarde o temprano entenderá que semejante placer no compensa el tormento gélido que viene luego.

—¡Pobrecilla! —Carmine tomó asiento, el sillón todo para él.

—Es todavía pronto para este caso, así que anímate —repuso ella, inexplicablemente de mejor ánimo.

A modo de respuesta, Carmine miró el reloj.

—A la cama, Julian.

Eso ya no provocaba los berrinches de antes. Julian era uno de esos desafortunados seres humanos maldecidos con la naturaleza de un búho: le resultaba difícil conciliar el sueño y más difícil aún despertar. Prunella Balducci había explicado que era sencillamente su manera de ser, no un impulso hacia la desobediencia. Así que apareció una tele en la habitación infantil, sintonizada permanentemente a la cadena de dibujos animados, y Julian se quedaba en la cama viéndola; por alguna razón, eso lo adormecía mucho antes que una habitación oscura y silenciosa. Carmine lo consideraba una parte de su personaje de abogado, aunque la risa que acompañaba al comentario era un tanto irónica. Julian poseía las características de un abogado defensor, eso era innegable.

Se levantó del puf con gesto ágil, como correspondía a un niño tan alto y robusto. Su belleza seguía siendo belleza, aunque se transformaría en algo más masculino mucho antes de llegar al patio de recreo del instituto St. Bernard’s: densos rizos morenos, cejas y pestañas negras, ojos de color topacio con un círculo oscuro en torno al iris que los dotaba de una mirada penetrante.

Un beso para mamá, un beso para papá, y se fue después de dejar perfectamente colocado el libro en «su» estante. Era hijo de Carmine: orden y método, un lugar para cada cosa.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó Carmine.

—Lasaña y ensalada, además de panecillos crujientes.

—Qué maravilla. —Se sirvió otra copa—. ¿Qué ha pasado hoy para que estés de mal humor, Desdemona?

—Los lunes de Julian, nada más. Después de tenerte a ti para que me ayudes con él durante el fin de semana, el lunes siempre es duro. Lo quiero a morir, sabe Dios que es así, pero no tuvimos suerte con la personalidad de nuestro primogénito, Carmine. Es travieso en todo momento, y no porque sea malo, que no lo es. Pero es dominante y muy impulsivo. Simplemente no tengo las mismas fuerzas que antes de esa condenada depresión. —Se dejó caer en el sillón y miró su copa con el ceño fruncido—. No, cariño, no me la vuelvas a llenar. Tengo la extraña sensación de que debería limitarme a una copa por noche y un vaso de vino con la comida. Soy una persona muy grande, así que tolero el alcohol mejor que una animadora de baloncesto, y aun así… No tengo tendencia a las adicciones, pero sé que no puedo permitirme no tener las ideas claras. Es una sensación, nada más.

—Pues hazle caso. Los instintos viscerales son válidos, y es cierto que pareces buscarte problemas de tanto en tanto —dijo Carmine en tono cariñoso—. Vamos a hablar de mi caso. ¿Crees que aún estamos empezando?

—Sí. Este es uno de tus casos difíciles, querido, y he llegado a una conclusión sobre ellos.

—Te escucho —dijo, observándola con los ojos entornados.

—No hay pruebas concretas, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Tienes sospechas?

—Más que sospechas. Convicciones.

—Ah, ya veo. Eso empeora el asunto, claro. Lo que he observado sobre los casos difíciles es que lo que permite entrever la resolución, cuando surge, si es que surge, se da casi por accidente.

—Una caída por una loma cubierta de maleza —comentó él con aire distraído.

—Sí. Pero si no ocurre nada raro, la única manera de resolver el caso es por medio de una confesión. Lo que tiene sentido —dijo, cogiendo carrerilla—. Los crímenes corrientes los comete gente corriente. No piensan las cosas a fondo, no planean todos los pasos y todas las eventualidades. Los criminales astutos sí, y no hay nadie más sutil que el envenenador. Esa tetrodotoxina estuvo a punto de llevarte de regreso a la Edad Media de Thomas Tinkerman, ¿verdad? Cuando alguien podría haber puesto acónito o cianuro en la comida o la bebida de otro y nadie se hubiera percatado. Yo diría que este asesino es tan sumamente astuto que ha planeado a fondo cualquier eventualidad. Es como el dibujo de las huellas de unos complicados pasos de baile en el suelo: pie izquierdo aquí, pie derecho allá, vuelta, giro y ¿quién sabe dónde continúa el baile? Este es un caso de los de confesión, amor mío, eso ya lo veo, lo que significa que tienes que forzar una confesión, no por medio de tretas, sino de paciencia y tesón. Este asesino no comete errores.

—Un crimen de los de confesión —repitió en tono apagado.

—Sí. Piénsalo. Un veneno poco común e imposible de obtener llega a manos de personas que, si no recibieron instrucciones de cómo utilizarlo, al menos se les empujó lo suficiente en la dirección adecuada para que lo usaran. Fíjate en la pobre señora Tinkerman. Lo único que hizo fue algo que había hecho cientos de veces. No tenía idea de que la jeringa contenía ese veneno tan raro. Sin embargo —continuó Desdemona como en sueños—, él no mató a Emily Tunbull. Eso no encaja, aunque creo que facilitó el veneno para asesinarla. John Hall y Thomas Tinkerman. Aunque el asesinato de Emily le fue de maravilla. Enturbia las aguas, ya que murió por efecto de la tetrodotoxina. Ah, qué astuto es.

—Es el monstruo con cabezas de serpiente, ¿verdad?

—Sí. Tienes que apuntar al corazón, no cortar las cabezas. —Se puso en pie y tendió las manos para levantarlo—. Pero no te he dicho nada que no supieras ya —dijo, camino de la cocina.

Carmine fue a lavarse las manos, puso la mesa y se sentó en su lado mientras ella servía los platos.

—No sabemos lo suficiente sobre la vida de John Hall antes de que apareciera en Holloman, y la muerte de Wendover Hall fue un duro golpe —recordó, mirándola—. Hoy he enviado a Liam Connor a la costa Oeste para que averigüe lo que pueda. John sufrió alguna clase de enfermedad psiquiátrica antes de cumplir los veinte que lo llevó a un centro de rehabilitación, y siempre cabe la posibilidad de que Liam dé con la pista de alguien que fue a Caltech al mismo tiempo que John y los Hunter. Wendover Hall no tenía empleados domésticos salvo una limpiadora, pero eso no quiere decir que no haya gente en Oregón que sepa toda suerte de cosas acerca de John Hall.

—Concéntrate en sus vínculos con Jim Hunter —le aconsejó Desdemona a la vez que le dejaba el plato delante—. Hunter es un hombre muy reservado.