Sábado, 11 de enero de 1969

Cuando Millie salió del dormitorio, parpadeando aún para ahuyentar el sueño de los ojos, se quedó de una pieza al ver a Jim sentado a la mesa con el café preparado, una caja de bagels y una barra de crema de queso Philadelphia delante del asiento de ella.

Rodeó la mesa para quedar a su espalda, la mejilla apoyada en el pelo, inhalando el aroma de su piel.

—¿No estás en el laboratorio?

—No —dijo, al tiempo que sonreía y dejaba en la mesa un grueso manojo de papeles—. He pensado que es sábado, el resto del mundo no está trabajando, y cuando he dado un paseo, el olor a bagels recién hechos me ha alcanzado como si me pasara por encima un camión. —Alargó los brazos y la sentó en su regazo—. No sé por qué, pero he caído en la cuenta de que hace dos años que no comíamos bagels tostados y crema de queso para desayunar. No he podido permitirme el salmón ahumado, pero te he traído el resto.

Ella le dio varios besos en los labios, que le encantaban: de una suavidad sedosa, y sin embargo musculosos.

—¡Jim, qué detalle! —Empezó a levantarse de sus rodillas—. Voy a tostarlos.

Pero se incorporó él, la cogió en brazos y la sentó en la silla.

—No, invito yo, así que yo me encargo de tostarlos. Tú puedes mirar.

Con la cabeza dándole vueltas, siguió sus movimientos: qué eficiente era. Diez minutos después Millie untaba el queso en un bagel dorado y caliente y se daba el gustazo de masticarlo.

—Tendría que haberte llevado a desayunar por ahí —comentó él.

—No, los bagels están más ricos en casa, sobre todo en esa tostadora coja. —Tomó un sorbo de café—. ¡Jim! ¿Es de Colombia?

—Es una mañana de esas, Millie. Te quiero.

—Bueno, eso ya lo sé. Yo también te quiero.

Jim se humedeció los labios, vaciló y luego se lanzó:

—Ayer tuve una conversación en serio con Davina.

Al oír el nombre ella se quedó rígida y levantó los ojos nublados hacia su cara.

—¿Desde cuándo es esa mujer una fuente de sabiduría?

—Sobre algunas cosas, es la única fuente de sabiduría —replicó él—. No te sulfures, Millie, escucha primero de qué hablamos. Sé que la primera vez que la conociste como es debido no fue muy afortunada: con la muerte de John, y todo eso, pero yo hace mucho que la conozco, y en ciertas cuestiones confío en su opinión.

—Yo la miré y vi a Medusa.

Tomó las manos de Millie en las suyas y le frotó el dorso de los dedos con los pulgares.

—Acepto lo que sientes, Millie, pero intenta dejarlo de lado solo por esta vez. Un dios helicoidal pondrá nuestro mundo del revés, y nadie de C.U.P. está tan en contacto con la realidad como Davina. Al igual que nosotros, son académicos. Algo que Davina sabe muy bien, razón por la que decidió entrometerse. Créeme, Millie, no dejó de disculparse mientras me decía lo que pensaba, y tras pasar unas horas dando vueltas a sus palabras, creo que tiene razón.

Su franqueza era innegable; consciente de que su aborrecimiento hacia esa mujer era tan ilógico como instintivo, Millie procuró hacer lo que le pedía, distanciarse un poco al menos.

—Muy bien, Jim, hablasteis.

—Dice que tenemos que cambiar nuestro estilo de vida. Si el libro es un gran éxito y el público descubre que el investigador en bioquímica más brillante de Chubb vive prácticamente en una casucha en State Street, será perjudicial tanto para la imagen de Chubb como para la nuestra propia. Se apreciaría como si, siendo negro, me estuvieran explotando, me pagaran poco, y lo cierto es que no es así. Es culpa mía que tenga que reinvertir el dinero en mi trabajo, pero Davina dice que la mala publicidad podría redundar en el libro. —Frunció la boca carnosa y su mirada se endureció—. Tenemos que estar viviendo mejor antes del día de la publicación, el dos de abril.

—¿Y de dónde vamos a sacar el dinero? —preguntó Millie con voz áspera.

Jim se mostró entusiasta.

—¡Ah, eso ya lo ha arreglado Davina! C.U.P. nos dará un adelanto a cuenta de los derechos de autor. Varios miles de dólares.

—Qué maravilla de mujer. ¿Hay algo en lo que no haya pensado?

La risa de Jim fue espontánea.

—No, nada. Incluso dice que deberíamos tener un bebé en camino para resarcirnos de nuestros años de dolor y esfuerzo.

A Millie se le pusieron vidriosos los ojos, como si el cerebro tras ellos estuviera tan desbordado de nuevas ideas que no pudiera enfrentarse a más impresiones. Cuando Jim mencionó el bebé sus pestañas aletearon y se humedecieron levemente, y tragó saliva de manera convulsa.

—¿Un bebé? —preguntó.

—Sí. ¿Te parece bien tener un bebé?

La leve humedad se convirtió en lluvia; Millie sollozó sin emitir sonido alguno mientras le resbalaban lágrimas por las mejillas.

—Un bebé es la única respuesta —dijo con claridad.

Jim se retiró un poco para mirarla, con el ceño fruncido.

—Nunca había creído que… —comenzó, dejando la frase en suspenso.

—¿Por qué ibas a creerlo hasta que alguien de fuera te lo ha señalado? —Se levantó y empezó a recoger la mesa—. No ves nada más allá del trabajo, eso siempre lo he sabido. Supongo que hasta Davina se dio cuenta.

—¿Dónde crees que deberíamos vivir? —preguntó al tiempo que cogía el abrigo y embutía sus enormes pies en botas con suela de esparto.

—En East Holloman, cerca de mis padres.

—¿Te encargarás tú de buscar casa?

—¿Qué alquiler podemos permitirnos pagar?

—Lo que diga el mercado, cariño. Davina asegura que C.U.P. nos dará lo que nos haga falta. Para ropa y demás también.

Y salió por la puerta, dejando a una Millie aturdida para que se duchara, se vistiera y fuese a la parada de autobús. Ay, qué típico de Jim. Una vez resueltas las cosas a su gusto, no se había parado a plantearse si ella también iba a ir a la Torre Burke de Biología. Tendría que esperar diez minutos, y él podría haberla llevado en coche. Pero ahora no le quedaba más opción que el autobús. No lo hacía con malicia, y en circunstancias normales ella lo habría cogido por el abrigo y le habría dicho que la esperase. Hoy había recibido tal impresión que estaba totalmente alterada.

Su ira cada vez más intensa afloró cuando iba hacia la parada de autobús y se detuvo de inmediato. A continuación dio media vuelta y se dirigió al soso parquecito que había puesto la ciudad junto a Caterby Street. Temblando de furia, volvieron a resbalarle lágrimas por las mejillas. Aunque no había nadie para verlo. A las ocho en punto de un sábado por la mañana, el distrito aún se estaba recuperando de la noche pasada.

Buscó un banco y sacó el pañuelo —no podían permitirse pañuelos de papel, así que ella seguía lavando pañuelos de hilo—, se echó una llorera y luego se enjugó los ojos.

Era, pensó, exactamente igual que despertar de un sueño muy largo y no desagradable. Antes de esa mañana, era Millie Hunter, pareja llena de adoración y esposa desde hacía dieciocho años; ahora era Millie Nadie, ciudadana de un mundo que no conocía, no podía siquiera empezar a sopesar.

Una vieja conocida de Jim glamurosa, egoísta y sofisticada se había sentado a hablar con él y le había dicho lo que fallaba en su vida, luego le había dado instrucciones explícitas acerca de cómo solventarlo, ¡antes del dos de abril, nada menos! Un apartamento o casa bien bonito, buena comida en la mesa y un hijo en camino. Si les ofrecían esa imagen, los tiburones de los medios irían a otra parte en busca de carnaza.

Y Jim le había hecho caso. La había escuchado con respeto y obediencia. Pero ¿quién era Davina Tunbull? ¿Qué nicho ocupaba en la vida de Jim, tan frenéticamente ajetreada? ¿No era más que una amistad profesional, o era algo más? El maravilloso Jim, por quien Millie hubiera dado la vida, cuya integridad estaba infinitamente por encima de la de cualquier otro hombre, había prestado oídos, visto la lógica, decidido obedecer. El meollo de la cuestión era, en el caso de que hubiera sido ella, Millie, quien hubiera lanzado el ultimátum, ¿habría escuchado, entendido y obedecido Jim? Tras lo ocurrido esa mañana, Millie no podía por menos de preguntarse cómo era que no había llegado ella primero hasta él.

El siguiente espasmo de furia vino dirigido contra sí misma, contra todas las oportunidades perdidas. Esta vez no lloró, simplemente lo soportó, lo notó arder hasta consumirse, permaneció vacía, hueca, ausente. El hijo que había estado planeando para cuando llegara el momento de la prosperidad había quedado ahora implantado en el cerebro de Jim como un concepto de Davina Tunbull. Cada vez que Jim mirase a su primogénito, daría las gracias a Davina por su existencia. El momento de Millie había pasado, le había sido arrebatado, y ya no podría recuperarlo. Cuando Jim pensara en Millie y en la maternidad, primero tendría que pensar en todos los años que habían pasado juntos sin hijos, y en cómo ella había estado de acuerdo en que era imposible que los tuvieran. Daba igual que fuese Millie quien llevara al bebé en el vientre; la idea era de Davina.

Sabía también que no estaba siendo razonable, que lo que había en el fondo de su ira era la intrusión de otra mujer —particularmente ofensiva— en asuntos que no atañían a nadie salvo a Jim y a ella. Pero ¿cómo se atrevía Davina? ¡Cómo se atrevía! Justo cuando había dejado de tomar la píldora y fantaseaba con decirle a Jim que por fin tendrían un hijo, va Davina y —¿cómo lo había dicho él?— se entromete. No podía haberle hecho gracia su interferencia, y a pesar de ello, había aceptado su consejo. ¡Qué injusticia! Mientras ella, Millie, esperaba el momento perfecto para hablar, Davina Tunbull, sin pensar en momentos perfectos, había dicho la suya de todas maneras. ¡Qué injusticia, qué injusticia!

Todo era tan confuso… «A los quince ya sabía que Jim iba a ser la tarea más importante de mi vida, y, amarlo, ofrecer hasta el último átomo de mi ser en aras de su carrera, desde el dinero hasta mi brazo derecho. Nunca le guardé rencor, nunca. Nunca me consideré inferior a Jim, una criada abnegada, pero está claro que es así como me ve Davina: una especie de Uda de categoría. Nunca vi el más mínimo indicio de que Jim me tuviera por alguien inferior: estábamos demasiado unidos, éramos un equipo. Eso era lo que no había comprendido Davina. Si me hubiera tenido aprecio, habría hablado con los dos a la vez; en cambio, había hablado solo con Jim como árbitro de mi destino además del suyo propio. ¡No es así! ¿Cuántas decisiones que atañían a ambos tomé yo? Respuesta: más o menos la mitad. Jim y yo somos ambos bioquímicos, nunca se ha tratado de enfrentar su carrera a la mía, siempre se ha tratado de nuestra carrera conjunta, incluso si lleva el nombre de Jim, no el mío. Siempre pensé que Jim era consciente de que a mí también me llegaría el turno, pero ahora no estoy segura, y por eso estoy tan profundamente dolida. Tan furiosa. Cuando se cruzaron nuestras miradas a los quince, fue un intercambio entre iguales, y todo lo que hemos batallado desde entonces ha demostrado que somos iguales. ¿De veras puedo ser una especie de Uda para el hombre con quien llevo dieciocho años?

»No, me niego a creerlo. Sin mí, Jim no habría llegado donde está. Lo sabe tan bien como yo. El que no lo hayamos hablado nunca no tiene importancia: es algo esencial. Y ahora ahí está, convertido en peón de una mujer ambiciosa y totalmente egocéntrica, que flirtea con él o con cualquier hombre bien parecido que conoce: ¿no es más que eso, flirteo? ¡Sí, sí! Todo lo que hace esa es para que el nido que ya tiene sea más acogedor, no para hacerse otro, y además no es consciente de ninguna de las cualidades menos admirables de Jim. ¡La odio, la odio! Es una moscarda que pone sus huevecillos en el sustrato más fértil, y el libro de Jim tiene mucha importancia para ella y Max. El libro de Jim, el libro de Jim…».

Su ira desapareció sin dejar rastro. Ese sábado por la mañana, Jim había perdido por completo de vista a Millie, su igual. ¿Qué iba a hacer de él el éxito? Y, más importante aún, ¿qué iba a hacer de su matrimonio? ¿Podría ella seguir armándose de fuerzas para vérselas con Jim? «Soy la única persona que conoce sus secretos, sus inseguridades, sus pesadillas, sus fantasmas».

Se puso en pie y regresó a la parada de autobús. Como siempre, el bus llegaba tarde; lo cogió por los pelos tras una buena carrera, y se sentó, intentando recuperar el resuello, con una sonrisa para sus compañeros de trayecto, todos conocidos. Como a veces bromeaba con Jim, era la única persona blanca a bordo con el cerebro intacto; el autobús era para gente negra con inteligencia y vigor y gente blanca con alguna discapacidad física o mental.

Para cuando entró por la puerta trasera de la casa de sus padres estaba sonriente y parecía más feliz que en cualquier momento de los últimos años.

—Papá —le dijo a Patrick, absorto en el New York Times—, ¿se alquila alguna casa en East Holloman, quizá con opción a compra más adelante? Jim y yo vamos a venirnos a vivir a los bajos fondos.

Cuando Val entró furtivamente por la puerta de su despacho, Max Tunbull levantó la vista, sorprendido. Val no era de los que iban por ahí en plan furtivo.

—¿Qué pasa? ¿Por qué andas escondiéndote?

—Ha venido Chester Malcuzinski.

A Max se le cayó el lápiz de la mano; se quedó pálido.

—¡Dios bendito!

—Me parece que vamos a pronunciar el nombre del Señor a menudo. Quiere saber por qué fue asesinada Emily —dijo Val, derrumbándose en una silla.

—¿Cómo lo averiguó?

—Vio un programa de noticias en la tele por cable que ha montado todo un espectáculo con lo del veneno misterioso. Ya sabes, indetectable, siniestro, un envenenador suelto por ahí, la poli bloqueada, todas esas chorradas de siempre.

—¿Ha vuelto Lily a aprovisionarte la cocina?

Val adoptó un gesto más suave.

—Sí. Es una buena chica, mi nuera. Ni siquiera ha manipulado las facturas para la aseguradora.

—Más de lo que se puede decir de tu cuñado.

—¡Y que lo digas, vaya cabrón!

—¿Cómo se dedica a estafar al mundo hoy en día? —se interesó Max.

—Se dedica al negocio inmobiliario en Florida, en la zona del Golfo, Orlando. Cada vez más norteños se mudan a Florida para jubilarse, y Chez les ayuda a gastar su dinero. Edifica apartamentos de lujo, así que cuenta con gente que viene y va. —Val se estremeció—. Seguro que tiene más de un cadáver bajo los cimientos.

—¿Qué edad tiene ahora el hermano menor de Emily? —preguntó Max.

—Poco más de cuarenta. Adoraba a Em, eso he de reconocérselo, pero me costó convencerle de que no le puse al tanto de su muerte porque no tenía ni idea de su paradero. Supongo que lo que le llevó a creerme al final fue que a nadie con dos dedos de frente se le ocurriría ofender a Chez Malcuzinski.

—¿Cuánto va a quedarse?

—Hasta que pillen al asesino de Em, dice. Se ha alojado en la antigua habitación de Ivan y ha ocupado el dormitorio libre de al lado para utilizarlo como despacho y sala de estar. —Val agitó las manos en el aire—. Ha llegado a las siete de la mañana y para las nueve los del cable estaban poniéndole una conexión propia a un enorme televisor. No se habían ido cuando han aparecido los del teléfono para ponerle líneas privadas de teléfono y télex. Ha cogido una mesa del sótano para utilizarla de escritorio: él solo, ¿te lo imaginas? Está en forma, Max, en muy buena forma.

—Ahí hay más de lo que parece.

—Estoy de acuerdo.

Llegando por lo visto a una decisión, Max se levantó y guardó bajo llave su trabajo, cosa que no hacía normalmente: con Chez en la ciudad, nada estaba a salvo de miradas fisgonas.

—Te sigo a casa, Val. Si no advierto a Davina de la clase de tipo que es Chez, las cosas podrían salirse de madre.

Una resolución admirable, pero condenada al fracaso. Cuando Max llegó a la puerta principal alcanzó a oír el repiqueteo coqueto de la risa de Vina procedente de la sala de estar y notó que se le caía a los pies el alma magullada.

El Chester Malcuzinski que recordaba había sido un joven cubierto de granos y luego un hombre de veintitantos cubierto de granos, pero los quince años transcurridos entre la última vez que le había visto y la actualidad habían obrado maravillas. Hoy Chez era alto, ágilmente atlético, no tenía ni rastro de pústulas en la piel y era considerablemente más atractivo que su hermana, cuya belleza temprana no había aguantado bien el paso del tiempo. Era la viva imagen de un hombre a la moda, desde la melenilla hasta los hombros cuidadosamente peinada hasta los pantalones acampanados de tío guay y la camisa de mangas holgadas abierta dejando a la vista el pecho velludo. Tenía un tono de piel oscuro, y aun así, pese a su fama de matón, no parecía vulgar ni zalamero. De hecho, debía de ser inmensamente atractivo para las mujeres ricas que constituían su clientela: un auténtico engatusador, vio Max de inmediato. Y Vina respondía como siempre lo hacía Vina ante los hombres bien parecidos: flirteaba descaradamente, dándole a entender que se tumbaría en una cama abierta de piernas a la primera oportunidad. «¡Ay, Vina, Vina! ¡Con ese hombre no!».

Dejando todo eso a un lado, Max entró con una sonrisa y la mano extendida.

—Mi querido Chez —dijo, estrechando la mano tan cuidada que se le tendía. Entonces adoptó un semblante más triste—. Ojalá se tratara de una ocasión más feliz.

Y, puesto que Chez era Chez, dio la espalda a Davina para prestar atención a alguien que, estaba convencido, podía ayudarle.

—¿Qué ocurrió, Max? Cuéntame.

—Ojalá lo supiera, pero ninguno de nosotros lo sabemos, y esa es la verdad. Mi hijo, a quien creía perdido desde mucho tiempo atrás, fue envenenado durante una cena celebrada aquí ayer hizo una semana, luego el nuevo decano de investigación de Chubb University Press fue envenenado en un banquete en su honor hoy hace una semana. Por último la pobre Em fue envenenada en su estudio de escultura el miércoles pasado, aunque el cadáver no fue encontrado hasta el jueves por la tarde —dijo Max en el tono de voz más conciliador que fue capaz de adoptar.

Chez se puso tenso.

—¿Quieres decir que Val no la echó en falta el miércoles por la noche? ¿Le estaba siendo infiel?

—No, no —dijo Max con gesto apaciguador, fijándose con el rabillo del ojo en que Vina hacía pucheros: no le gustaba que la dejasen de lado—. Emily estaba muy entregada a la escultura, a veces se quedaba a pasar la noche en su estudio si la arcilla respondía a su gusto: yo no sé de eso, no soy escultor… Y Val estaba encantado. Encantado a más no poder. Había encontrado un pasatiempo que la satisfacía ahora que Ivan ya tenía familia. En tanto que era la única que no sabía nada de impresión, sospechamos que Em se había sentido fuera de lugar, de modo que cuando empezó a dedicarse a la escultura, la ayudamos en todo lo posible.

—Eso es verdad, Chester —aseguró Davina.

Le dedicó una mirada impaciente y luego volvió a centrarse en Max.

—¿Cómo la envenenaron? —exigió saber.

—Por medio de una garrafa de agua. No temas, no hay veneno en la comida: se ha sustituido por completo. Lily se ha encargado de ello.

Chez se puso en pie de un salto con los puños apretados.

—Quiero verlo.

—No se puede, Chez —respondió Max, sobresaltado—. El cobertizo está precintado.

—¡Me importa una mierda!

Max se apresuró tras él, pero no antes de dirigirse a Davina:

—Tú, señorita, quédate aquí mismo hasta que vuelva. Quiero tener unas palabras contigo. —Se encontró con que Uda lo fulminaba con la mirada y él también la fulminó—. Eso también va por Uda. Aquí mismo, ¿entendido?

Alcanzó a Chez a mitad de camino de la casa de Val.

—El candado del cobertizo ha sido precintado por la policía —le dijo a Chez, jadeando ligeramente de tanto esfuerzo y emoción.

—¡Me importa una mierda! —fue de nuevo su única respuesta.

El precinto policial fue arrancado de un tirón y Max se vio obligado a facilitarle la llavecita.

El intenso hedor les salió al encuentro a ambos; Max se tambaleó y se negó a entrar, pero tras lanzar una mirada furiosa a Max, Chez accedió al interior.

—¿Quién lo limpió? —preguntó al salir, totalmente pálido.

—Su nuera, Lily. Una chica maravillosa. Pensó que era lo menos que podía hacer.

—La compensaré. A juzgar por la peste, debió de ser terrible. Tienes razón, Max, Lily es una chica maravillosa.

Sacó unos pañuelos de papel y se los pasó por la cara.

—Emily era extraordinaria, ¿eh? Toas…, todas esas cabezas de gatos y caballos… Lista además de bonita. Dile a Val que las quiero, hasta la última —aseguró Chez, con la barbilla arrugada de emoción.

—Nos gustaría conservar los bustos de la familia —comentó Max con timidez—, pero puedes quedarte las demás piezas. Aunque ninguna ha sido vidriada ni horneada todavía.

—Me encargaré de que lo hagan en Florida. —Chez se sonó la nariz melindrosamente—. Nos vemos luego —dijo, y se fue hacia la casa de Emily.

Max se permitió sentir un estremecimiento, pero para cuando llegó a la puerta principal de su propia casa estaba tranquilo y sereno. Que era más de lo que podía decirse de Davina, hecha una fiera.

—¡Cómo te atreves, Max! —comenzó.

Él la atajó cortando el aire con la mano en un gesto tan rápido que casi emitió un silbido.

—¡Por una vez, Davina, cállate y escucha! —le espetó—. Eres una calientapollas que no puede resistir la tentación de calentar pollas, pero no se te ocurra intentarlo con Chez Malcuzinski. Es un gánster, un gánster de los de verdad. Le sería tan fácil meterte una bala en la nuca como darte un buen repaso. Si le provocas para que intente algo contigo, más vale estar dispuesta a seguir adelante, porque no aceptará un no por respuesta después de que le hayas dado esperanzas. Y apelarás a mí en vano para que te ayude, porque no pienso mover un dedo. Te quiero, pero quiero más seguir con vida.

La boca deliciosamente pintada se le había quedado abierta; sus ojos azules, fijos en él, habían olvidado parpadear; nunca había visto esa faceta de su marido y le causó estupefacción.

—Yo… —dijo sin mucho convencimiento.

—No he llegado donde estoy siendo estúpido e ingenuo, Vina. Es posible que no tenga un título universitario, pero llevo trabajando con C.U.P. más de veinte años y la cultura se contagia, así como la erudición. Conque voy a repetir mi advertencia sobre Chez Malcuzinski: es un mal tipo, mantente alejada de él. —Pasó a centrar su atención en Uda—. Por lo que a ti respecta, cuida de tu señora. Ahora voy arriba a jugar con mi hijo.

Mientras Max jugaba con su bebé, Davina salió a dar un paseo: uno bien largo. A kilómetro y medio por la Autopista 133 había un Museo de los Horrores y Motel del Comandante Minor, que casualmente era el punto de destino de Davina.

Había cambiado hasta quedar irreconocible desde los tiempos (no tan lejanos) en que servía como lugar de encuentro para las citas vespertinas entre hombres de negocios y sus objetivos femeninos. Ahora funcionaba juntamente con una casa al otro lado de la carretera donde había una cámara de los horrores que había conmocionado Holloman, Connecticut y la nación entera. El comandante F. Sharp Minor había encontrado su vocación por fin, convirtiendo su motel en un establecimiento que para muchos era mejor que el hotel Cleveland en el centro, y, además de un restaurante de alta cocina, tenía una cafetería excelente. Una vez allí, Davina se quitó el abrigo y se dirigió a una mesa en un rincón apartado.

—Supongo que tenías que venir, pero ojalá no hubieras venido —fue el comentario que hizo a guisa de saludo, al tiempo que dirigía una sonrisa a una camarera que merodeaba por allí—. Café con leche, nada de comer, gracias.

—¿Era verdad lo que ha dicho Val de que no pudo encontrarme? —preguntó Chez, comiendo con deleite un surtido de frituras para desayunar.

—¡Claro que sí! —dijo un tanto molesta, y luego sonrió a la camarera que venía de regreso y a todas luces la consideraba hermosa en todos los sentidos: ¡qué modales!—. No podía decirle que yo sabía dónde estabas. Por lo que a los Tunbull respecta, tú y yo ni siquiera nos conocemos. De otro modo sería complicado explicar cómo aparecí casualmente en la imprenta de Max, recién salida de mi propio estudio carretera adelante que casualmente tú me habías ayudado a comprar. Además de ponerme sobre la pista de Max.

—¿Qué pasa aquí?

—Ojalá lo supiera, pero no lo sé. Por un lado, ese envenenador nos ha sacado de un aprieto, pero, por otro, nos ha metido en un apuro. Los polis nos siguen la pista muy de cerca, y no son idiotas. Cuando ese desconocido llamó el mes de diciembre pasado y anunció que era el hijo de Max desaparecido tanto tiempo atrás, me quedé de una pieza. Bueno, no te quedes ahí pasmado. Tienes que saberlo todo acerca de Martita y John porque a Emily siempre la culparon de que se hubiesen ido.

—Eso fue una injusticia. Hace treinta años yo no era más que un crío; es imposible que hubiera podido ayudar a Em.

—Tu querida hermana, Chez, era una zorra —dijo Davina con la barbilla alta—. A mí también intentó liarme, pero yo no soy Martita.

Los ojos oscuros destellaron.

—Te la estás buscando, Vina.

—¡Y un cuerno! Si yo caigo, tú también caes. Chester Derzinsky, guárdate las amenazas para la gente a la que puedes aterrorizar.

—Sí, tú estás a salvo —reconoció a regañadientes—. Así que tuviste que cargarte al hijo desaparecido tiempo atrás para proteger a tu propio hijo, ¿no?

—¡A eso voy, yo no lo hice! —gritó Davina. Luego bajó el tono hasta el susurro—: El veneno es una sustancia tan poco común que solo puede fabricarlo un puñado de gente. Conozco al marido de la mujer que lo hizo, pero por lo visto nadie sospecha de ella: está emparentada con la mitad de la policía y su padre es el médico forense. No se trata de dedalera ni belladona, cosas que podría hacer yo misma. Aunque tuviera esa sustancia, no sabría cómo utilizarla.

Terminado el desayuno, Chez encendió un pitillo y pidió más café a la camarera.

—¿Sugieres que nos hemos visto involucrados en esto por accidente? —preguntó con incredulidad.

—Eso es exactamente lo que digo. —Abrió los ojos de par en par—. ¡Chez, tengo miedo! ¡Me están incriminando deliberadamente, sé que lo están haciendo!

—¿No tiene la poli más sospechosos?

—Un negro, y me refiero a que es negro de verdad. Un genio de la bioquímica que ha escrito un libro de éxito sobre su trabajo. El hijo perdido tiempo atrás, John, les conocía a él y a su esposa de California. La mujer, que es blanca, es muy bonita. Podría haber sido modelo, solo que es también bioquímica, la que hizo el veneno. Son una pareja impresionante, Chez. Cuando los vi en el banquete de C.U.P., me quedé a cuadros. Ella mira a su esposo como si fuera Dios.

—¿Algo más?

—No. Y espero que tengas presente que ya he saldado mi deuda.

Él se echó a reír.

—No necesito tu pasta, Vina. No hay una sola propiedad de lujo en mi zona de Florida que no pase por mis manos, y algunas comisiones alcanzan las seis cifras. Estás a salvo, y tienes que reconocer que Max Tunbull era justo lo que andabas buscando.

—No me duelen prendas en reconocerlo. No tenía la menor intención de seguir haciendo de modelo hasta que dejaran de darme trabajo, Chez. Pero no creas que me solucionaste la vida buscándome un marido. Nada de eso. Tengo un gran talento para el diseño, perfecto para la edición de libros. Te agradezco el préstamo que me permitió comprar Imaginexa. Te agradezco también el consejo de que abordase a Max Tunbull. Pero mis deudas están pagadas y no te debo ningún favor, mi turbio amigo de Nueva York. Esa parte de nuestras vidas más vale dejarla atrás.

—¿Sigues fumando Sobranies? —preguntó él.

—Cuando quiero impresionar.

Chez se inclinó por encima de la mesa y acercó su cabeza a la de ella.

—¿Fue el mismo tipo quien envenenó a mi Em además de a los otros dos?

—Eso cree la poli.

—Pero nadie sabe quién es, salvo que se trata de un hombre.

—Ni siquiera eso lo saben con seguridad. —Se dispuso a marcharse—. Ahora voy a volver a casa con mi hijo.

—¿Qué tiempo tiene?

—Tres meses.

—¿Ocurrió lo peor?

—Sí.

—Y el tipo que escribió el libro, ¿es negro?

—Sí.

—Estás entre la espada y la pared, ¿eh, Vina?

—No. Max es un marido muy bueno y muy leal.

Ivan y Lily invitaron a comer a Val; Chez se había ido a alguna parte en su coche de alquiler, sin decir cuándo regresaría, y Lily era una de esas esposas capaces de preparar una comida sin apenas esfuerzo para tío Chez cuando regresara.

Su llegada fue el tema principal de conversación.

—A mí me ha parecido muy simpático —comentó Lily, una de esas afortunadas personas incapaces de encontrar motivos para que alguien les caiga mal—. Me encanta su peinado, es muy moderno. —Pasó una mano afectuosa por el cabello pajizo de Ivan, que le cubría las orejas como homenaje a la moda, aunque no estaba dispuesto a dejárselo más largo—. Y su ropa. Elegante además de moderno.

Lily era de clase mucho más baja de lo que Emily había deseado para la mujer de Ivan, pero a Emily no le había llevado mucho entender que no había clase social para los santos, y Lily era sin lugar a dudas una santa. De modo que nunca había sido objeto de la lengua afilada de su suegra, y no apreciaba ni por un instante la importancia del don que tenía Davina para ella: una fornida planta de jardín llamada «lengua de suegra».

Entraron los dos niños, jadeando entre risas. Maria tenía siete años, poseía el pelo de los Tunbull y ojos tirando a amarillos, y prometía ser muy hermosa cuando creciera; Billy tenía cinco años, la misma tez y el cuerpo un tanto rotundo; poseía la naturaleza alegre de su madre y unas ansias de correr aventuras que la tenían siempre frenética de preocupación.

—Mamá, está empezando a nevar —anunció Maria—. ¿Podemos quedarnos un rato en la calle?

—¡Sí, sí! —bramó Billy.

Lily se lo pensó, sonrió y asintió.

—Una hora —dijo—. Maria, no pierdas de vista el reloj, ya sabes la hora. Trae a Billy de vuelta, tanto si quiere como si no.

Se fueron a la carrera; ella tomó asiento.

—Chez ha cambiado tanto que está irreconocible —comentó Val, todavía con tendencia a deshacerse en lágrimas—. Em habría estado impresionada.

—Apenas lo recuerdo —dijo Ivan, atacando con entusiasmo la tostada con carne picada y crema; no había tenido mucho aprecio a su madre, sobre todo después de casarse con Lily y descubrir lo maravillosas que podían ser las mujeres—. Solo —dijo, tragando un bocado delicioso— que parecía un motero. Además de un matón. ¿No solía ir por ahí con Vito Gianotti, papá?

—Desde luego. Me parece que lo detuvieron una docena de veces por tal o cual cosa, pero la poli siempre tenía que soltarlo. No le faltaba sesera. También tenía un alto concepto de sí mismo. Hace unos quince años se mudó a Nueva York y no se molestó en regresar, ni siquiera de visita. Pero enviaba a Em joyas muy valiosas por su cumpleaños y en Navidad. Ahora todo irá a parar a ti, Lily. Un poli de Nueva York que había venido a investigar me dijo que tenía montado un chanchullo, algo que ver con chicas sexis y atractivas, aunque no en plan prostitutas. Las utilizaba para sacar pasta gansa chantajeando a viejos. Si alguno se negaba a cooperar, tenía una chica especial que enviaba a ver a la esposa. Pero era listo, la poli no podía vincular nada con él ni con sus chicas. Luego, hará unos cinco años, desapareció. Ni siquiera Em tenía la menor idea de su paradero —dijo Val, que no encontraba tan apetitosa la carne picada con crema.

—¿Emily lo apreciaba? —preguntó Lily.

—No. Pensaba que había hundido a la familia.

—Ya no —comentó Ivan, untando el plato con un trozo de tostada—. No tiene pinta de hombre de negocios, pero desde luego tampoco parece un motero ni un matón. En Florida probablemente eso es lo que llevan los empresarios en vez de traje.

—¿Cuándo te vas de nuevo? —le preguntó Val a su hijo.

—La semana que viene no, la otra. Tengo que quedarme aquí para las pesquisas judiciales, eso es comprensible. Pero ya es hora de que distribuya ejemplares promocionales del libro.

—¿Firmará Jim ejemplares? —preguntó Val.

—Eso espero. Tattered Cover espera su presencia, igual que Hunter’s, su librería tocaya, ¿eh?

—Por alguna razón, no imagino a Jim con un solo momento libre.

Resonó un motor de coche; Ivan miró por la ventana.

—Es tío Chez. —Se mostró perplejo—. ¿Qué hace aquí, papá? Mamá era su hermana, claro, y sabemos que la quería, pero no tiene mucho sentido. Siempre ha recurrido a los diamantes para quedarse con la conciencia tranquila. No, tío Chez ha venido por otro motivo.

—Es muy posible, Ivan, pero más vale que no se lo des a entender —le suplicó Val—. Aunque Chez no parezca un maleante, lo es.

Se abrió la puerta y entró Chez con un paquete. Rodeó la mesa hasta Lily y se lo dejó entre las manos.

—Gracias, Lily —dijo.

—¿Por qué? —preguntó ella, desconcertada.

—Por limpiar después de lo de Emily.

El paquetito contenía un espléndido brazalete de diamantes.

—Si alguien te causa problemas, házmelo saber —le dijo Chez a Lily después de ponerle la pulsera—. Cualquiera que te los cause, es hombre muerto.

Lily rio. Ivan sonrió. Val se quedó aterrado.