Viernes, 10 de enero de 1969

La cura había surtido tan buen efecto que Delia llegó a Servicios del Condado con uno de sus mejores atuendos: un vestido de lana con enormes torbellinos rojo oscuro, rojo intenso, naranja y amarillo, como un arco iris que se hubiera quedado sin fuerzas cuando estaba a punto de pasar al verde.

—Creo que deberíamos volver a centrarnos en los desplazamientos al servicio —dijo antes de que nadie tuviera ocasión de abrir fuego.

Se oyó un refunfuño general.

—¡Ya está bien de manos sobre hombros! —rezongó Donny.

—¡Qué va! Me refiero a los rincones oscuros de camino a los servicios, dentro de los propios servicios —explicó Delia.

—Ya le hemos dedicado mucho tiempo a eso —dijo Buzz.

—Bueno, no estoy convencida de que le hayamos dedicado el suficiente. ¿Estamos totalmente seguros de que nadie se encontró con otra persona a la ida o a la vuelta? No necesariamente de la mesa presidencial; gente de la mesa de C.U.P., por ejemplo. ¿Cómo sabemos que hemos descartado todas y cada una de las posibilidades?

—Tienes razón, Delia —dijo Carmine—. No podemos saberlo y no lo sabremos nunca. Si a estas alturas no se ha presentado nadie para decirnos que se cruzó con tal o cual de camino al servicio, ya nunca lo hará. El banquete de C.U.P. es un auténtico colador, y la cena de los Tunbull justo lo contrario. Nadie salió del estudio de Max, ni siquiera para ir un momento al cuarto de baño, después de que los hombres entrasen y Max cerrara la puerta. Eso es lo que juran todos ellos, y les creo.

—Voy a ver esta mañana a Max Tunbull —dijo Abe.

—¿Y qué hay de la ampolla? —preguntó Carmine.

—No es de Millie. La miró con desdén y dijo que cualquier técnico de laboratorio podría hacerlo mejor después de un mes de trabajo. Sea como sea, señaló que el uso de antipulgas indica que el gracioso sabe el aspecto que tiene la tetrodotoxina en polvo.

—Capitán, ¿tenemos un sospechoso principal? —preguntó Donny.

—Formas parte de este equipo en la misma medida que todos los demás, Donny, ¿tú qué crees? —repuso Carmine.

—El doctor Jim Hunter —dijo, casi sin vacilar—. La muerte de Tinkerman lo sacó de un grave aprieto.

—¿Y qué hay de la muerte de John Hall?

—Ahí tiene que haber algo, jefe. ¿Va a venir ese anciano de Oregón, Wendover Hall?

—Tiene que llegar este fin de semana; se alojará con Max. Si no llena él los espacios en blanco, estamos jodidos. —Carmine miró a Liam—. ¿A ti qué te parece?

—Yo voto por Davina y su hermana rara. Lo de esa tirada inmensa de ejemplares da a los Tunbull un móvil, capitán.

—¿Buzz?

—Yo voto por el doctor Jim Hunter.

—¿Tony?

—El doctor Jim Hunter.

—¿Delia?

—El doctor Jim Hunter. —Su voz estaba cargada de intención: ella sabía lo del bebé.

Pero Carmine no le preguntó a Abe, un gesto de cortesía.

—Veo que el doctor Jim va en cabeza con diferencia —dijo—, y no me importa que alguien tenga un favorito siempre y cuando no se interpreten las pruebas de manera sesgada. Pero ninguno de vosotros haría tal cosa, sois muy profesionales. Liam está en lo cierto al decir que los Tunbull tienen mucho en juego. La muerte de John afectó a la posible división del imperio de Max. Tenemos que averiguar más sobre él: es una sombra.

Y así terminó la reunión. Delia se quedó rezagada.

—Es duro estar al tanto de información que no se pone en común —le dijo Carmine—, pero a pesar de eso, por el momento lo del bebé de Davina vamos a mantenerlo en secreto. Voy a ver al antiguo decano de investigación, el señor Donald Carter. Delia, tú sigue la pista que te indique el olfato.

El decano de investigación saliente de Chubb University Press había ocupado ese puesto diez años enteros y había visto muchos triunfos, incluido, cinco años atrás, un best seller popular sobre terremotos y volcanes que asombró a todos los sismólogos de la nación, salvo a su autor, naturalmente.

—No sé por qué los especialistas en la materia se sorprendieron tanto —le dijo el doctor Carter a Carmine mientras tomaban un buen café y magdalenas de arándanos—. Sé por experiencia que a las personas corrientes les fascina el funcionamiento de la Madre Tierra, o cómo Dios va tejiendo nuestra estructura molecular, o cómo se originó el universo. Soy de la opinión de que al menos un experto en cada campo debería escribir un libro sobre el mismo para la gente de a pie, aunque el resultado no sea un superventas: vendería lo suficiente para obtener beneficios, y no se puede pedir más. El libro de Jim Hunter es una auténtica genialidad. Reconozco que no tenía idea de que fuera capaz de expresarse de una manera tan maravillosa. Pero también es verdad que los científicos son muchas veces así. Fíjese en las conferencias de Feynman, ¡qué maravilla!

—Antes de que nos centremos en el libro de Jim propiamente dicho, doctor Carter, tengo que saber mucho más de lo que sé acerca de la relación entre Chubb University Press y la Imprenta Tunbull en alianza con el estudio de diseño Imaginexa —dijo Carmine.

Las cejas blancas en forma de gamba ascendieron hacia una mata de cabello ondulado y de un blanco espléndido; los ojos oscuros del doctor Don Carter adoptaron una expresión de cálculo interno. Un hombre formidable.

—Entonces más vale que empiece por C.U.P. —dijo—. Hay editoriales universitarias y editoriales universitarias, capitán. Bueno, piense en los dos gigantes: Oxford y Cambridge. De no ser por su ejemplo, tal vez ninguna universidad se habría internado en un área tan recóndita como la edición, pero en un principio la editorial universitaria cubría una necesidad ofreciendo un medio impreso a autores que no tenían la menor oportunidad de publicar para obtener beneficios económicos. Supongo que por entonces nadie imaginaba siquiera cuánto dinero se obtendría con diccionarios y libros de historia, pero cada libro rentable suponía que podía publicarse a un investigador a fondo perdido. —Mordisqueó una magdalena—. C.U.P. se fundó para publicar a investigadores poco rentables, y nunca llegó a convertirse en un gigante de la edición, ni siquiera en un gigante en potencia. Su catálogo es modesto y muy especializado salvo por ese superventas accidental, Fuego en las entrañas. Y Max Tunbull casualmente tenía la clase de imprenta que convenía a nuestras necesidades. No habíamos publicado durante la guerra, pero para 1946 teníamos un par de manuscritos que debían convertirse en libros: obras seminales, una sobre religión, otra sobre sintaxis. Max se presentó a concurso, se le concedió el contrato, y quedamos tan satisfechos que nunca se nos ocurrió buscar otra imprenta. —El doctor Carter entresacó un arándano de la magdalena que lo rodeaba y se lo comió saboreándolo—. La Imprenta Tunbull está en las inmediaciones de Chubb, ya para empezar —continuó, rebuscando aún frutos—, y en todo negocio más bien pequeño, capitán, se tiende a formar una unidad familiar. Que es lo que ocurrió con Max.

—¿Y qué me dice de Davina e Imaginexa? —indagó Carmine, preguntándose con parte de la mente por qué la gente sentía la necesidad de sacarles los ojos, o los frutos, a las cosas—. ¿Es habitual encargar el diseño de libros universitarios a una empresa externa?

—Depende del diseñador —aclaró el doctor Carter—. A mí no acababa de gustarme la presentación de los libros de C.U.P. Sin mencionar nombres, nuestra diseñadora visual es tan tradicional que si fuera por ella seguiríamos sacando libros idénticos a los que se publicaban en 1819. Y me harté de esperar a que se jubilase. Incluso las pequeñas editoriales universitarias tienen que avanzar con los tiempos, sobre todo ahora que nos planteamos cosas como la edición en rústica. Davina es brillante, eso desde luego.

—Gracias, eso resuelve algunas dudas que tenía —dijo Carmine, sirviendo más café—. ¿Fue la idea original para el libro de Jim Hunter del propio Hunter, doctor?

—Eso di por sentado desde el primer momento —respondió Carter con moderación.

—Tengo motivos para ponerlo en tela de juicio.

—Bueno, usted es capitán de detectives, así que cedo ante su experiencia, muy superior a la mía. ¿Es posible que la idea le hubiera sido inculcada? —se preguntó pensativamente—. Teniendo en cuenta el ritmo de trabajo de Jim, podría estar usted en lo cierto, sí. Esa pasmosa cabeza está llena a rebosar de ideas, pero todas tienen que ver con su trabajo. A él ni se le ocurriría la posibilidad de explicar lo que hace a gente que no diferencia el ARN de la ANR, o al menos eso creía yo. Hasta que me dio el manuscrito, que sin lugar a dudas estaba mecanografiado en su vieja IBM, en ninguna otra máquina. Me quedé anonadado.

—¿Podría Millie habérselo sugerido?

La cara surcada de pliegues, casi una caricatura del erudito, se ensombreció.

—¡Ah, Millie! Pobre, pobrecilla… Es tan esclava de Jim Hunter como Uda de Davina.

—¿Cómo llegó a ocurrirle algo así a Millie, doctor?

—Por su pasión, que es inmensa. La puso toda en un solo cesto, Jim Hunter, a quien adora. Jim posee un carisma colosal. Millie accede a su sanctasanctórum, llega a lugares de su vida a los que no se permite el acceso a nadie. A ella le basta con eso hasta que el espectro de la ausencia de hijos asome su cabeza de cobra, como acabará ocurriendo. Entonces exigirá a Jim que le dé hijos, y él obedecerá. Pero el ímpetu debe ejercerlo ella. Este libro es un punto de inflexión en su relación.

—Era muy joven —dijo Carmine de súbito.

—¿A los quince años? ¡No! Piense en Romeo y Julieta, en los suicidas adolescentes. No olvide que Jim también tenía quince años apenas. No era ningún seductor veterano. Lo compadezco a él más incluso que a ella: él es la mitad negra. Pero lo que debe tener presente por encima de cualquier otra cosa, capitán, es la inmensidad de su dolor compartido.

Carmine se estremeció.

—¿Cuánto hace que Jim conoce a los Tunbull?

—Unos cuatro años. C.U.P. ya ha publicado dos libros suyos, uno en 1965 y otro en 1967. Los dos eran obras eruditas, si es que se puede decir algo así de la bioquímica, que me resulta tan ajena como el montaje de la maqueta de un submarino nuclear.

—Entonces, ¿Jim Hunter conocía a los Tunbull antes de venir a Chubb?

—A Max, sin duda. Escribió los dos libros mientras estaba en Chicago, pero yo personalmente le eché el lazo como autor: ya entonces empezaban a correr rumores de que a la larga será candidato al Nobel. El segundo libro salió justo cuando Jim se trasladó a Chubb.

—Y luego se embarcó en Un dios helicoidal. ¿Insinúa que no conocía a Davina antes de eso?

—Si la conocía, solo debía de ser socialmente, tal vez de alguna cena. Pero Un dios helicoidal: ¡Davina se sentía como pez en el agua! En vez de verse obligada a reproducir diagramas y gráficas, tenía que encontrar el modo de ilustrar los tejemanejes celulares para los profanos, y a fin de acceder a los conocimientos necesarios para hacerlo, tuvo que arrimarse a Jim. ¡Hay que ver si se arrimaron! Se llevaban de maravilla.

—¿En plan idilio?

El doctor Carter parpadeó y luego dejó escapar una risilla.

—¡Ya le habría gustado a ella! Conozco bien a esa mujer, capitán, pero conozco mucho mejor a Jim Hunter, y no creo que ella llegara ni a primera base. Además, es una calientapollas, no una devoradora de hombres. Apostaría a que Max tiene la única llave que abre el cinturón de castidad de Davina.

—Ya. Hábleme de la tirada no autorizada.

—Me pareció una buena treta, de hecho, para lidiar con Tom Tinkerman. ¡Bah! ¡Vaya tipo afectado! Ya le he dicho que una pequeña editorial universitaria se concentra en los investigadores más difíciles de publicar, pero en 1969 ninguna editorial universitaria puede dejar de lado la ciencia. Que es lo que Tinkerman tenía intención de hacer. Ese tipo era un embustero con tan pocos escrúpulos que incluso convenció a Roger Parson hijo para que C.U.P. nunca publicara tratados sobre filosofías oscuras y cristianismo medieval. Mientras yo estaba a cargo del imprimátur, se publicaron, y a menudo. Puedo perdonar las confabulaciones de un hombre ansioso por ver sus proyectos favorecidos por encima de todos los demás, capitán, pero no puedo perdonar a un hombre que miente para alcanzar la supresión de otras formas de conocimiento. Así era Tinkerman. Igual que Hitler, tendía por naturaleza a la quema de libros e ideas. —El doctor Carter torció el gesto—. Sea como sea, se ganó el favor de los Parson, de todos ellos.

—Pero ¿la tirada, señor? —insistió Carmine.

—Como decía, una buena treta. Tinkerman no les habría demandado, era muy cauteloso con su imagen pública, y le susurré al oído la imagen que podía dar la prensa de un académico intolerante. Le aseguré que le había dicho a Max que siguiera adelante e imprimiese los libros.

—¿Y se lo había dicho?

—¡No!

Carmine se puso en pie para marcharse.

—Gracias, doctor Carter.

—Ah, otra cosa —dijo el doctor Carter cuando Carmine ya se ponía el abrigo—. Una cosa muy importante.

—¿Sí?

—Hable con Edith Tinkerman. La viuda de un hombre es más sincera de lo que podría llegar a serlo nunca su esposa.

Carmine arrancó el motor de su querido Fairlane de policía, pero no puso el coche en marcha. Su libreta… La señora Edith Tinkerman, en ese limbo de la viudedad sin un cadáver que enterrar hasta que el juez de instrucción se dignase entregárselo… Sí, allí estaba. Dover Street en Busquash. Desde luego no estaba en primera línea de playa ni en la auténtica zona alta de la península, pero aun así era un muy buen barrio.

La casa era exactamente la que hubiera cabido esperar que habitase Thomas Tarleton Tinkerman: de tamaño y precio medios, con revestimiento de aluminio gris paloma que parecía pizarra pero conservaba el calor durante el invierno y lo mantenía a raya durante el verano. Tendría tres dormitorios, una sala de estar, comedor, cocina y una habitación para la familia, que sin lugar a dudas haría las veces de amplio estudio para el difunto doctor Tinkerman.

Edith Tinkerman vivía en la cocina, que algún arquitecto compasivo había diseñado lo bastante grande como para albergar una mesa y sillas de uso diario; esa era la propiedad personal de Edith, provista de telas, carretes de hilo y una máquina de coser eléctrica.

—Me dedico a hacer vestidos —explicó, más cómoda cuando Carmine optó por sentarse en su área de trabajo en vez del salón, que no parecía que se usase nunca.

—¿Por interés o por dinero, señora Tinkerman?

—Dinero —contestó ella de inmediato—. Tom era muy frugal, capitán, a menos que gastar dinero le sirviera para mejorar su posición.

«Dios santo —pensó Carmine—, este caso está repleto de mujeres sojuzgadas. Todas desatendidas por el bien de la carrera del esposo. ¿Es que esos tipos no se dan cuenta de que es como amputar una extremidad, dejar a la esposa en una órbita exterior, negarle una parte del botín?».

—¿Dejó testamento? —preguntó, rehusando la invitación a tomar algo.

—Sí. Estaba en su mesa, en un cajón cerrado bajo llave. Una vez que tuve la seguridad de que estaba muerto, forcé la cerradura y lo busqué. —Adoptó una expresión engreída—. Yo me llevo tres cuartas partes de todo, aunque seguro que Tom solo se lo planteó como un trámite. Estaba convencido de que viviría eternamente. Y yo también lo estaba.

—¿Tienen hijos?

—Dos chicas, de veintiuno y veintidós años. Tom se llevó una gran decepción, pero su presupuesto no le permitía tener más hijos, así que se quedó sin un varón. Por otra parte —continuó, como si estuviera soñando—, tener chicas era bueno para su cartera. La educación es para los hombres, dijo, así que las chicas estudiaron secretariado y están trabajando.

—¿Cursó usted estudios, señora?

—¡Ay, no! En ese caso podría haberle plantado cara. Yo también era secretaria, la suya. Aunque en veinticuatro años de matrimonio con Tom aprendí un montón de palabras altisonantes que usar cuando me viniera en gana.

—¿Era el suyo un matrimonio feliz?

—No, pero nunca pensé que fuera a serlo. Estar casada con Tom era mejor que ser una solterona, capitán, si una no tiene una buena educación. Tenía un marido, me dio dos chicas preciosas, y he conseguido aumentar el presupuesto para gastos domésticos cosiendo. Tom solo albergaba amor suficiente para una persona: él mismo. —Su rostro, poco atractivo, adoptó un gesto de satisfacción inefable—. Me empeñé en tener hijas. Por nada del mundo le habría dado un hijo a quien destrozar.

—Es usted muy sincera —dijo Carmine, que se sentía fuera de su terreno.

—¿Por qué no iba a serlo? Tom ha muerto, ahora ya no me puede hacer daño. En cuanto se valide el testamento, tengo intención de vender esta propiedad, todos sus bonos y acciones, y dividir las ganancias a partes iguales entre Anne, Catherine y yo.

—¿Qué hay de la otra cuarta parte de su patrimonio?

—Lo legó a la Facultad de Teología de Chubb.

—¿Puede usted hacer una estimación de ese patrimonio?

—En torno a un millón de dólares.

—Más de lo que imaginaba —dijo Carmine.

—Capitán, Tom aún tenía en su poder la primera moneda que ganó repartiendo periódicos. Esta casa la compró pagándola al contado, sin hipoteca.

—¿Qué contacto mantuvo con él durante el banquete?

Su peinado entrecano, se fijó Carmine, era producto de una permanente casera, y no muy bien hecha; seguro que no era una mujer bonita ni siquiera a los diecinueve años, decidió, pero debía de ser justo lo que buscaba el experto en teología: un ama de casa que no atrajera a otros hombres.

Al cabo, Edith contestó:

—Aparte de entrar con él, solo estuvimos en contacto una vez —dijo—. Típico de Tom. Se me enfrió la cena. Tuve que ponerle la inyección de B-12.

Carmine se irguió en el asiento tan de súbito que notó crujir el cuello: la cúrcuma aún tenía que mejorar mucho sus efectos, evidentemente.

—¿Una inyección de B-12?

—Sí. Tom no tenía ácido en el estómago, lo que le daba muchos problemas con la comida. No quiero esto, eso tampoco y demás. La carne y el marisco le sentaban mal, los aceites y las grasas, también. De hecho, lo que más le gustaba comer eran sándwiches de mermelada o tostadas. Y le flaqueaban las fuerzas porque no podía absorber la B-12. Había que inyectársela en el músculo.

—Aclorhidria —dijo Carmine lentamente—. Sí, estoy al corriente.

—Una inyección de B-12 lo reanimaba al instante —aseguró la viuda—. Tengo frascos, pero también ampollas con dosis individuales para llevar en el bolso con una jeringuilla. Estaba nervioso, era una ocasión importante para él, yo ya lo sabía, y la B-12 era como…, bueno, imagino que como un lingotazo de vodka para un bebedor. Cuando me hizo la seña para que le pusiera la dosis, no me sorprendí. Se levantó para ir al servicio y lo seguí. Entré en el servicio de señoras, partí el cuello de la ampolla, extraje la B-12 con la jeringuilla, le volví a poner la funda a la aguja y me guardé la ampolla en el bolso.

—¿No la vio nadie? —preguntó Carmine con incredulidad.

—Nadie. El servicio de señoras estaba vacío y estaban sirviendo el plato principal. Como he dicho, a mí se me enfrió. Tom esperaba al final del pasillo en el rincón, y se molestó mucho conmigo porque no había ningún sitio donde ponerle la inyección. Cuanto más me atosigaba, más me disgustaba yo. Al final, me espetó que se la pusiera en la nuca, porque todo lo demás lo tenía cubierto por la toga, la chaqueta, la camisa, los gemelos… Yo estaba deshecha en lágrimas. Se inclinó de costado y le puse la inyección en la parte blanda de la nuca, tal como me había indicado. En cuanto retiré la aguja, se fue de regreso a la mesa, mientras yo me enjugaba la cara y guardaba la jeringuilla en el bolso.

—¿No tiró nada a la basura?

—¡Tom me habría linchado! Estoy al corriente de demandas porque una limpiadora se pincha o se corta con el vidrio. Tom hacía hincapié en ello.

—¿De qué color era la sustancia, señora Tinkerman?

Sus ojos castaños se dilataron.

—Del color de la B-12, claro.

—¿Y de qué color es la B-12? —preguntó pacientemente.

—De un rojo rubí precioso —respondió ella, desconcertada.

—¿Tenía el color de siempre?

—Idéntico, hasta donde alcancé a verlo con aquella luz.

«¡A ver cómo encajáis eso, polis imbéciles!», se dijo Carmine, que se alejaba al volante de su coche con un torbellino en la cabeza. ¿Edith Tinkerman una consumada envenenadora? ¿La reprimida esposa de un académico escogida deliberadamente por un marido ambicioso decidido a asegurarse de que sus hijos fueran suyos y durante la cena no hubiera conversación estimulante? No, no era Edith Tinkerman. ¡No podía serlo! No era más que la pagana del envenenador; la que había administrado una dosis de vitamina B-12, cianocobalamina de un precioso rojo rubí.

Él había mezclado la dosis y la había coloreado, la había introducido en la ampolla y la había vuelto a cerrar. Pero ¿de veras había confiado su plan a una posibilidad tan azarosa? Debía de estar al tanto del trato tan atroz que dispensaba Tinkerman a su mujer, de su dependencia psicológica de una sustancia que consideraba vital para su bienestar y su capacidad de llevar a cabo una tarea. Sí, ese envenenador habría corrido semejante riesgo, a sabiendas de que no era un riesgo en absoluto. Y como era de esperar, Tinkerman y su esposa se levantaron de la mesa y luego regresaron: él eufórico, ella aturdida. El dispositivo que encontró Donny en la basura no había sido más que un subterfugio.

Abe fue a ver a Max Tunbull a su despacho de la Imprenta Tunbull, un edificio grande y de un estilo fabril típicamente feo en Boston Post Road, no muy lejos de la empresa de Davina, Imaginexa. La imprenta propiamente dicha, en cambio, ofrecía una fachada más atractiva, para dar a entender a la gente que tenían demasiado éxito como para dedicarse a las invitaciones de boda o las tarjetas conmemorativas para funerales.

El despacho era considerablemente espacioso, y se apreciaba la mano de Davina en la combinación de colores carmesí y amarillo limón pálido; a Abe le resultaba una mezcla inquietante, pero por lo visto a Max no, porque paseaba la mirada por la estancia con placer evidente.

En los pocos días transcurridos desde la cena de celebración de su sexagésimo cumpleaños y su espantoso desenlace, Max había envejecido visiblemente. Un hombre alto con una buena constitución, tanto él como esta se habían venido abajo sutilmente, y la mata de pelo ondulado de color dorado rojizo había adquirido de pronto un tono más mate. Teniendo en cuenta lo reciente que era todo, Max se había tornado asombrosamente gris. Sus rasgos eran eslavos, la cara ancha y ligeramente plana, los pómulos tirando a orientales; la boca decidida había perdido parte de su firmeza. Solo los ojos, percibió Abe, seguían como siempre: de color amarillento, estaban bien abiertos y bordeados de larguísimas pestañas. En circunstancias normales, se le habría considerado un hombre atractivo.

—Me gustaría que me dijera todo lo que sabe sobre su hijo John —comenzó Abe, tras rehusar un café—. Nos está costando trabajo averiguar algo sobre él, y aunque sé que su padre adoptivo, Wendover Hall, viene de camino a Connecticut, sigo interesado en oír qué sabe usted antes de verlo a él.

Max se miró las manos sobre el regazo, frunció el entrecejo y las posó en la mesa, no entrelazadas, sino aferrándose al borde del tablero como a un flotador en un mar embravecido.

—Con toda franqueza, teniente, creía que John había muerto mucho tiempo atrás. Pongo a Dios por testigo de que estuve buscando a su madre y a él durante años —dijo Max con voz ronca—. Con el paso del tiempo, supongo que perdí las esperanzas. Así que cuando me llamó y me dijo quién era, sencillamente no le creí. Hasta que presentó los documentos y el anillo: el ópalo rayado, una pieza única. Entonces tuve que aceptarlo.

—¿Qué le contó sobre sí mismo?

—Que su madre había sido acogida por Wendover Hall, quien se casó con ella y adoptó a John. Martita había tomado un apellido falso para ella y John: Wilby. Wendover envió a John a las mejores escuelas y le instó a estudiar Ingeniería forestal, cosa que hizo. John dijo que le encantaba su trabajo. Pero el nombre que figuraba en las numerosas transacciones era John Hall o John Wilby. No sabía nada de los Tunbull hasta que, al cumplir treinta años, mucho después de la muerte de su madre, Wendover Hall le dio una caja que ella misma había estipulado que llegara a manos de su hijo a los treinta. Incluso después de saberlo, tardó dos años en decidirse a ponerse en contacto conmigo para, como él dijo, reabrir antiguas heridas.

—Teniendo en cuenta el nacimiento de un hijo de su segunda esposa, ¿le planteó problemas testamentarios la llegada de John?

Max rio como si le hiciera gracia de veras.

—¡Nada de eso, teniente! Saltaba a la vista que tenía dinero, bastaba con fijarse en su ropa. Wendover Hall, me contó, ya le había legado millones. Dijo que no quería nada de mi patrimonio, y le creí. Desde luego no he hecho un nuevo testamento después de aparecer él. —De pronto Max pareció sumamente incómodo—. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de John! Ayer un abogado llamado Harold Zucker me llamó de Portland, Oregón, para decirme que John había hecho un nuevo testamento el último día de 1968. Deja todo lo que tiene para que sea dividido a partes iguales entre mi hijo Alexis y el hijo de Val, Ivan.

«Vaya por Dios —pensó Abe, sin resuello—, eso sí que no me lo esperaba».

—Vaya sorpresa, ¿eh? —comentó.

—¡Y que lo diga!

—¿Ha informado a alguien de su familia?

—No. Sabía que venía usted esta mañana, y he pensado que sería mejor esperar y decírselo antes. Pero no lo sabía. ¡Le juro que no lo sabía! —gritó Max—. ¿Cómo iba a saberlo?

—Tendré que hablar con el señor Zucker en persona —repuso Abe—, pero ¿me permite que le dé un consejo? No mencione este legado a nadie de momento. Su familia, incluido usted, está bajo sospecha en la investigación de unos asesinatos.

—Lo intentaré, pero no se lo puedo prometer —respondió Max, desconsolado—. Pierdo a mi hijo, luego lo encuentro y ahora lo pierdo otra vez. ¡Qué crueldad! Alexis es muy pequeño para que le importe, pero Ivan es un hombre hecho y derecho, y se lo debo, ¡se lo debo!

—Inténtelo. ¿Cómo reaccionó su familia cuando las pruebas demostraron que John era en efecto su hijo?

—Davina se alegró por mí. Es una mujer maravillosa. Estaba encantada con la idea de que Alexis tuviera un hermano, de verdad. Para Vina no era una cuestión de herencias, sino de tener otro brazo fuerte que arrimara el hombro. Val también se alegró por mí. Es un hermano de verdad, el mejor hermano.

—¿Qué papel desempeña Val en la Imprenta Tunbull? —indagó Abe.

—Se encarga del proceso de impresión en sí. Yo estoy a cargo de la supervisión y la planificación, composición, encuadernación… Davina ha sido de gran ayuda. Una editorial universitaria es muy especializada, incluso tiene un estilo determinado. El de C.U.P. se caracteriza por la piel morada con letras doradas, y algunos volúmenes siguen llevando exquisitos estampados en seco. Ahora tenemos una colección de libros de texto para estudiantes sobre temas tan dispares como física e inglés; los sacamos a precios económicos, pero siguen pareciendo de piel morada, aunque sea de imitación. Mantenemos el precio barato y la presentación muy elegante. —Max se encogió de hombros—. ¿Páginas con remate dorado? Eso ya casi no lo hacemos, es una bobada para esnobs.

—¿Esnobs como el doctor Tinkerman?

Max dejó escapar un bufido.

—Él quería volver a los remates dorados.

—¿Qué hace Ivan? —preguntó Abe.

—Ivan es nuestro comercial. Va a las librerías universitarias más importantes de costa a costa, así como a otros establecimientos que venden libros para el mercado universitario. Supervisa los precios de la competencia y también asiste a todas las ferias profesionales donde podamos encontrar nuevos materiales, papel, novedades en tinta y composición. Aunque las ferias son más importantes, está a cargo asimismo de nuestra caseta en la A.A.L. todos los años.

—¿A.A.L.?

—La convención de la Asociación Americana de Libreros. Eso y la Feria del Libro de Fráncfort en Alemania del Este son las dos ferias del libro más importantes cada año, que también revisten importancia para nosotros.

—¿Apreciaba a John como persona?

—Creo que habría llegado a apreciarle, si hubiéramos tenido más tiempo. Se parecía mucho a Martita. Estamos en una situación desahogada, teniente, el dinero no es compensación para haber perdido dos veces a un hijo.

—¿Qué opinión tenía de él la señora Emily Tunbull?

—De hecho, no llegó a conocerlo, pero supongo que su reaparición no la entusiasmó. Estaba convencida de que John privaría a Ivan de su herencia, y eso no le hacía ninguna gracia. —Max frunció el ceño—. Davina me contó una historia extraña: Emily le dijo que estaba al tanto de que llevaba un año ocurriendo algo sospechoso. Cuando Davina intentó que concretase, ella se echó atrás. ¡Típico de Em!

—¿A qué se refiere con «Típico de Em»?

—Siempre andaba con acusaciones misteriosas. Cuando yo estaba casado con Martita, hacía tan poco que conocíamos a Em que no nos dábamos cuenta de lo liante que era, así que tendíamos a creer sus cuentos. Bueno, ya no, teniente, ya no.

—La señora Davina Tunbull le dijo a la sargento Carstairs que John Hall la agredió físicamente durante la cena.

—¡Ay, Vina, Vina! —gritó Max, apretando los puños y levantándolos hacia el techo—. Eso —dijo en tono grave— es muy propio de Davina. Fantasea con que todo hombre atractivo que la conoce intenta hacerle el amor. —De pronto su exasperación se esfumó y esbozó una sonrisa torcida—. Espere un poco, teniente, y también le ocurrirá a usted.

—No estaba al tanto de que usted es consciente de sus defectos.

—Para cuando Davina y yo nos casamos en mayo de 1967, ya me la había calado. No me malinterprete, estoy loco por ella, pero también conozco todas sus tretas. Por ejemplo, estaba loca por Jim Hunter, que nunca llegó a fijarse en ella de esa manera. Eso solo la llevó a intentarlo con más tesón, hasta que le dije que se estaba poniendo en evidencia. Vina es mi esposa, y tengo muy buenas razones para estar seguro de que me es fiel. Pero, al mismo tiempo, siempre está engatusando a otros hombres.

—Es usted extraordinariamente perspicaz, señor Tunbull.

—Por eso durará nuestro matrimonio. Soy el marido ideal para Davina: una figura de autoridad, además de amante y padre.

Abe cambió de tema.

—¿Cómo cree que le irá a C.U.P. con el doctor Geoffrey Chauce Millstone en el puesto de decano de investigación?

A Max se le iluminó la cara.

—¡De maravilla! Mejor incluso que con Don Carter en muchos aspectos. Preveo cada vez más títulos sobre ciencias, aunque no olvidará las humanidades. Avanzar con los tiempos es la tarea más difícil a la que se enfrenta un editor académico, sobre todo con el concepto de los libros baratos en rústica para los alumnos. Preveo una colaboración maravillosa y fructífera —dijo Max—. Bueno, Chauce entendió que hiciéramos una tirada de veinte mil ejemplares.

—¿Qué fue lo que entendió? —preguntó Abe, curioso por oír una nueva interpretación de un viejo enigma.

—Los superventas se mueven como el rayo —explicó Max— y en la Imprenta Tunbull no estamos preparados para producirlos. Tener veinte mil libros de reserva listos es lo que nos permitirá estar a la altura de la demanda.

—Eso —dijo Abe, aliviado— es perfectamente comprensible.

—El día de la publicación se nos está echando encima —comentó Max.

—¿Y cuándo es ese día?

—Aún no está decidido, pero supongo que hacia principios de abril.

Cuando todos se reunieron en el despacho de Carmine a las cuatro de la tarde, el ambiente había cambiado. De alguna manera, aunque fuera del todo indefinible, la gente sabía que ciertas novedades habían echado por tierra sus teorías policiales cual bolos en una bolera.

—El testamento de John Hall es válido y legal —dijo Abe— y por lo visto el pequeño Alexis e Ivan Tunbull son ahora varios millones más ricos por barba. Cosa que no se sabía en el momento en que fue asesinado, según creemos. Pero hay que tener en cuenta que John pudo habérselo contado a alguien que no lo confiesa, o al envenenador, que lo mató de todos modos. El señor Zucker, el abogado de Portland, ha representado a John y Wendover Hall durante muchos años, y me ha puesto al tanto de lo que decía el testamento anterior de John. A saber, dejaba todo a un centro de rehabilitación para pacientes psiquiátricos en San Francisco, porque John pasó casi dos años entrando y saliendo del mismo en torno a los veinte.

—¿Así que su testamento anterior no dejaba nada a los Hunter? —preguntó Delia.

—Nada. Sea como sea, no tenía mucho que dejar. La donación de Wendover Hall es muy reciente: de diciembre pasado, más o menos en sincronía con el testamento nuevo de John, lo que es prudente.

—Pero los Hunter aseguraban que era rico —objetó Buzz.

—Lo era, pero gracias a una asignación. Se le daba cuanto necesitaba o pedía, y sin escatimar, según dice Zucker. Por lo visto el anciano nunca se planteó la posibilidad de desheredarlo. Wendover Hall quería ver qué decidía John acerca de su familia real antes de legarle esa importante cantidad de dinero. Le alegró mucho la decisión de John de tener dos familias.

—¿Sabe lo que estipuló John respecto de su legado en el testamento? —indagó Buzz.

—Zucker dice que no. Ahora lo sabe, claro, pero no tiene intención de impugnarlo. El dinero era de John para hacer con él lo que quisiera.

—Eso no libra de sospecha a Ivan —señaló Donny.

Abe guardó silencio un momento, recordando su entrevista con Ivan y Lily Tunbull después de haber visto a Max.

—Ivan parece el sospechoso idóneo para el asesinato de John Hall —dijo ahora—, pero no me lo trago. Es un hombre de la misma edad que Hall, muy asentado y con una vida doméstica feliz. Eso llama mucho la atención. Lo que le importa es su trabajo, que le encanta, y no tiene auténticos problemas financieros. Sospecho que las ambiciones que albergaba su madre para él no eran más que eso: las ambiciones de su madre. Si tuviera que resumirlo, lo describiría como un hombre inteligente, trabajador y modestamente ambicioso que aún no se cree la suerte que tiene de haber encontrado una esposa como Lily. Ivan se siente afortunado de tener la familia que tiene, y, tras conocer a Lily, no me extraña que esté loco por ella. Es adorable, si no se trata de una mera fachada. Los niños son estupendos, su puesto de trabajo está a salvo herede quien herede y es muy bueno en lo suyo para que alguien lo sustituya, ni siquiera por rencor.

Palabras tajantes de boca de Abe Goldberg. Carmine cogió el relevo, sintiéndose irritable y curiosamente frustrado.

—¿Qué clase de asesino se toma la molestia de fabricar un dispositivo que, sea él o ella, no tiene intención de utilizar? Porque a mí me parece clarísimo que Edith Tinkerman fue víctima de un engaño para que le inyectara el veneno a su marido, y John Hall también fue asesinado por medio de una inyección administrada con aguja hipodérmica y jeringuilla como es debido. El dispositivo tampoco se utilizó en la cena de los Tunbull. De algún modo, por medio de un juego de manos que no sospechamos siquiera, inyectaron la sustancia a John Hall mientras una sala llena de hombres disfrutaba del oporto, el coñac y los puros. Nadie fue al servicio, según jura el doctor Markoff, y él es la única constante externa que no podemos pasar por alto o descartar. Ese tipo mete las narices más que Pinocho y tiene mejor memoria que un genio de los programas concurso, y dice que nadie salió de la habitación. Los hombres llevaban allí unos treinta minutos cuando empezaron a aparecer los síntomas de John. Demasiado tiempo para que la inyección le hubiera sido administrada antes de entrar.

—Entonces tuvieron que hacerlo con el dispositivo —señaló Donny.

Pero Carmine meneó la cabeza.

—Demasiado arriesgado. Muchos factores podrían haber impedido que el veneno saliera del depósito. Fíjate en la unión de la aguja hipodérmica con el disco de metal, Donny. ¿Soldada? ¿Una aguja tan fina? Es pequeñísima.

—Lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la respuesta —dijo Delia, apoyando a Donny.

—Supone demasiados peligros para el autor —dijo Carmine—. Por eso sé que no lo utilizó.

—¿Y qué hay de Emily? —preguntó Liam, harto de seguir dando vueltas a lo mismo.

—La garrafa de agua. Paul encontró restos de tetrodotoxina en ella, así que por lo menos eso está claro —aseguró Carmine.

—¿Tenemos suficientes indicios contra el doctor Jim para detenerlo? —preguntó Buzz.

—Las pruebas que tenemos son totalmente circunstanciales, así que debo decir que no.

—¿Y para detener a Uda Savovich como sospechosa y ver qué surge? —planteó Tony—. Me da en la nariz que hasta que no detengamos a alguien, corremos el riesgo de que se cometa otro asesinato.

—¿Con qué motivo? —preguntó Carmine.

—Ninguno, señor, pero es algo que hacer.

—¿Tienes alguna estrategia, Deels? —dijo Carmine.

—He estado devanándome los sesos porque debería tenerla, pero no la tengo. ¡Ah, detesto los casos de envenenamiento! —saltó.

—La pesquisa judicial sobre John Hall es el lunes que viene —anunció Carmine—. Esperaremos hasta después de eso y luego nos lo replantearemos.

—¿Y la pesquisa sobre Tinkerman?

—El miércoles. Me temo que la señora Tinkerman tendrá que testificar que administró a su marido una inyección de vitamina B-12 en el banquete, pero tendré buen cuidado de que Paul dé testimonio de lo bien disimulado que estaba el veneno. ¿Cuándo llega Wendover Hall?

—El domingo. Vendrá en un vuelo nocturno desde Seattle y debería estar en casa de Max Tunbull para mediodía —dijo Abe—. Se aloja allí.

—Ve a esperarlo, Abe. Es la respuesta a nuestros problemas por lo que a John Hall respecta. Mientras tanto, que vaya bien el fin de semana.